LA ASAMBLEA DE LAS SOMBRAS
—¿Cómo se te ocurrió? —gritó el emperador. Estaba erguido, y su único ojo condenaba a la figura que tenía delante con mayor dureza que las palabras—. ¡Una estupidez absolutamente inútil! ¡Eso ha sido!
Ardnor temblaba, con los ojos inyectados en sangre. Hincaba una rodilla delante de su padre, en el salón del trono, donde las imágenes de los antiguos emperadores sumaban sus pétreas miradas de desaprobación a la del emperador actual.
Por expreso deseo de Hotak, habían despedido a la guardia para hablar a solas. Aunque furioso con su hijo, no deseaba un espectáculo público. Los actos de sus hijos lo afectaban directamente y, en aquel momento crucial, no podía tolerar que redundaran en perjuicio del imperio.
—¡Hemos destruido la nave rebelde! —protestó Ardnor, levantando la vista hacia su padre, contra lo estipulado por el protocolo real—. ¡Nos estrellamos contra las rocas!
—¡Y estuvisteis a punto de perder un abastecimiento vital para las legiones! ¡Olvida la rebelión! ¡Dentro de unos días, tu hermano traerá a Jubal de Gol muerto o encadenado, y con él desaparecerá el último vestigio de autoridad entre los rebeldes! No son ellos los que me importan, sino la invasión de Silvanesti, y, para eso, los colonizadores y las legiones de tu hermana necesitan un flujo ininterrumpido de provisiones. ¡Los retrasos causan desórdenes!
—Las legiones de mi hermana… —gruñó Ardnor, levantándose—. La flota de mi hermano… —continuó murmurando mientras comenzaba a descender los peldaños—. En realidad, la flota de mis dos hermanos, ya que lleva el nombre de Kol…
—¡Silencio! Ten respeto…
—Ellos poseen legiones y flotas —replicó Ardnor con brusquedad—. ¿Qué poseo yo? ¿Qué he poseído nunca? —Se golpeó el peto con el puño—. ¡Soy tu primogénito, padre! ¡Tendría que ser tu heredero!
El emperador se acercó a él hasta quedar a la altura de sus ojos. Con las aletas de la nariz dilatadas, rechinando los dientes, replicó, tajante:
—¡Quizá te habría considerado el mayor si alguna vez hubieras actuado como tal! Bastion siempre fue mucho más…
Alguien aporreaba la puerta situada al fondo de la estancia. Conteniéndose, Hotak pasó por delante del enfurecido Ardnor.
—¿Qué ocurre? —gritó al llegar a la puerta—. He ordenado que no nos molesten.
Nada más entrar, el capitán Doolb se dio de bruces con un Hotak furibundo. Hincó una rodilla y alargó un pergamino enrollado y cerrado con lacre.
—Majestad, perdonadme, pero querréis leer esto inmediatamente.
—¿Qué es? ¡Dámelo!
El emperador arrancó el mensaje de las manos del oficial, lo desenrolló y comenzó a leerlo con nerviosismo.
—¡No…, no! —Las manos temblorosas de Hotak soltaron el papel.
Ardnor se acercó, arrugando el entrecejo.
—¿Qué es lo que ocurre, padre?
—Bastion… —Hotak no encontraba las palabras. Abrió mucho su único ojo al contemplar la misiva abandonada en el suelo.
Su hijo levantó la nota para leerla y, con los ojos también muy abiertos, se apresuró a estrujarla entre los dedos.
—¿Se trata de una broma? —preguntó en voz baja y ronca a Doolb.
—¡No, mi señor! Como podéis ver, el mensaje lleva la insignia de Xyr, el capitán de El Señor de las tormentas. Aunque da pocas explicaciones, el hecho es indiscutible.
—¡Trae acá! —reclamó el emperador con una voz estremecida, poco habitual en él. Alisó el mensaje y se lo acercó mucho a su ojo sano, como si pretendiera discernir algo que no hubiera notado antes.
En efecto, el mensaje del capitán Xyr era breve pero claro.
A Su Majestad Imperial, Hotak I, Hotak la Espada, Hotak el Vengador…
Ruego, Majestad, que perdonéis esta misiva —que os envío a través de otro buque de la flota— mensajera de noticias tan aciagas. El Señor de las tormentas no ha cesado en su búsqueda, pero nuestras esperanzas disminuyen con el paso de los días.
En el peor momento de una terrible tempestad y cuando llevábamos sólo unas jornadas de viaje, perdimos en el mar al heredero del imperio, lord Bastionihotaki de-Droka.
Yo fui el último que lo vio y le rogué que regresara a la seguridad del camarote en vez de ayudar a la tripulación. Al hacer el recuento después de la tormenta, faltaron tres miembros de la tripulación y vuestro hijo. El registro del buque, desde el casco hasta la torreta de vigía, resultó infructuoso.
Aunque registramos también tas aguas en las que se le había avistado la última vez, temo lo peor. No obstante, continuamos buscando sin perder la esperanza. Cuando sea evidente que no queda nada por hacer, entonces y sólo entonces regresará a la capital El Señor de las tormentas.
En ese momento, aceptaré el castigo que decidáis imponer a mi fracaso aunque sea la pérdida de la vida.
—Mi hijo…, mi Bastion…
Ardnor y el capitán se acercaron a Hotak, que estaba a punto de desfallecer. En el último momento, recuperó el equilibrio y, con un gesto, indicó que se apartaran. Al parecer, había tomado una decisión inflexible.
—Majestad —comenzó a decir Doolb—, ¿puedo expresar…?
—Ya habrá tiempo para eso, capitán —lo cortó Hotak con aspereza—. Ahora…, ahora hay que preparar un funeral de estado.
—¡Pero aún no tenemos el cuerpo! Deberíamos esperar…
Ardnor se dirigió al oficial y se inclinó sobre su hocico.
—¡Capitán, Xyr no es un idiota! Jamás habría enviado semejante mensaje si no creyera que esta… tragedia… es desgraciadamente cierta. Las profundidades marinas no devolverán su cuerpo.
—Ardnor tiene razón. —A pesar de sus desavenencias, Hotak depositó una cálida mano en el hombro de su primogénito y habló con la voz de un anciano lleno de dolor—: Mi hijo querido, debo pedirte una tarea difícil. Ayúdame a preparar el funeral de tu hermano. Debemos rendir a su valor un tributo digno de nuestras tradiciones. ¿Querrás encargarte?
El corpulento minotauro se irguió y luego hizo una ligera reverencia al emperador.
—Será un honor, padre. Bastion vengó a Kol en mi nombre, y se lo debo. Al fin y al cabo… a pesar de nuestras diferencias, era mi hermano.
—Espléndido. —El emperador tuvo fuerzas para esbozar una sonrisa—. Confío en ti para esto, hijo mío, y confiaré para más en el futuro.
Tomando la mano de su padre, Ardnor se arrodilló y tocó el dorso con su frente.
—Esta vez no te defraudaré. —Levantó la vista para encontrar la mirada de Hotak—. No te defraudaré nunca más.
Fiel a su palabra, Faros abandonó el campamento rebelde a la mañana siguiente junto con Grom y los componentes de su pequeña partida. Los argumentos de Jubal no lo habían convencido. Contrariados, Jubal y el rotundo Botanos vieron partir a los antiguos esclavos.
—Hiciste todo lo posible —comentó Botanos, fumando su pipa—, pero ya te lo dije, es un individuo estrecho de miras.
—Si hubiera conseguido que lo entendiera…
—Gobernador —gruñó el marino—, su nombre y su sangre lo condujeron a la esclavitud y a la tortura por culpa de Hotak y de los ogros… ¿Cómo va a interesarle una misión que podría devolverlo a casa?
Jubal no tenía respuesta. Contempló a los antiguos esclavos hasta verlos desaparecer en los bosques, sacudió la cabeza para desprenderse de las telarañas y se dio la vuelta. Alrededor, la tripulación del Cresta de dragón se afanaba en sus tareas.
—¿Cuánto tiempo pasaremos aquí, capitán?
—Un día o dos más. El trabajo avanza más rápido de lo que pensaba; ahora estamos bien equipados y contamos con provisiones gracias a ti.
—Entonces, en cuanto regresen los exploradores nos haremos a la mar. —El minotauro cano se detuvo para echar una última mirada a los bosques—. Lo que no puedo saber es con qué meta final…
Los antiguos esclavos, Grom incluido, hicieron el camino de regreso extrañamente silenciosos. Faros, sobre todo, parecía de un humor pésimo. Comía y descansaba poco, y Grom tenía que rogarle que se detuvieran, pensando en los demás.
Tardaron dos días en regresar a su campamento. Al ver a Faros, los antiguos esclavos y legionarios prorrumpieron en bravos y vivas. En seguida se vio rodeado de afecto y de manos que le palmeaban los hombros y lo agarraban de los brazos, a pesar de que él las rechazaba.
Zyri, una antigua legionaria con el grado de decurión, se acercó a saludarlo. La musculosa guerrera sonreía.
—¡Gracias sean dadas, mi señor Faros! Algunos temían que hubierais muerto, pero yo estaba segura de que nada podía…
Se detuvo, mirándola con severidad.
—No me llames eso.
—¿Mi señor? —vaciló ella.
—Yo no soy tu señor. No soy señor de nadie.
Grom se apresuró a intervenir para evitar que Zyri añadiera algo inconveniente.
—¿Han vuelto de la caza? ¿Hay alguna baja?
—Vosotros fuisteis los únicos perdidos —dijo la decurión—. ¿Se puede saber qué os pasó? ¿Dónde os habéis metido hasta ahora?
Faros miró a Grom.
—Diles lo que te apetezca —respondió, abandonando a sus entusiastas seguidores.
De pronto se sentía tan cansado que pensó que iba a desmayarse. Estudió las colinas ligeramente boscosas, vio un hueco umbrío y se dirigió hacia allí, solo.
El edificio ardía. Faros recorrió los vestíbulos incendiados buscando una vía de escape, pero sólo encontró fuego.
Entre las llamas, se le acercaron unas figuras negras armadas con espadas, hachas y otras almas. Algunas, como se veía por los cuernos, eran minotauros, pero otras más altas y más gruesas le parecieron ogros.
Estaba rodeado de enemigos. Veía el rostro repulsivo de Sahd y el semblante inmundo de Paug. No faltaba el asesino del yelmo que quemó su casa y ni siquiera Krysus, el comandante manco de Vyrox.
Faros se dio la vuelta con intención de huir, pero una oficial llamada Maritia de-Droka —la hija de Hotak— apareció sobre un caballo de lava hirviente. La hija del emperador se reía de él. A su lado cabalgaba el general de los Exterminadores de Dragones, con el cuerpo cubierto de heridas sangrantes, clamando venganza.
Todos llevaban armas grotescas y terroríficas. Él no tenía nada con que luchar, pero aun así se preparaba para el combate.
Argotos fue el primero en atacar, blandiendo el hacha al acercarse. Faros alzó el brazo para detener el golpe.
De repente, su espada favorita apareció en una de sus manos.
El afilado acero cortó el hacha y al general Argotos. Le seccionó la cabeza en dos. Argotos se desvaneció entre las llamas.
Correr no te conducirá a ningún sitio —le susurró al oído una voz que le pareció la de su padre—. Quédate, lucha y vence.
Paug saltó sobre él, que nuevamente empuñó la espada, y partió al Carnicero en dos por la cintura. También el guardián de la prisión desapareció en una explosión de fuego, y Sahd, que quedó reducido a trozos y llamas cuando Faros, lleno de confianza, cargó contra él. El comandante de Vyrox fue a hacerle compañía en la muerte instantes después.
Blandiendo amenazadoramente su enorme espada, el asesino del yelmo que había exterminado a su familia se lanzó contra Faros. Y el hijo de Gradic lo obsequió también con una muerte de fuego.
El último enemigo era lady Maritia, que le echó encima su monstruoso garañón. Se aproximaba enarbolando el arma y lanzando un grito de guerra, que se introdujo en los oídos de Faros de un modo tan horrible que cayó de rodillas, acobardado.
—¡Muere, Faros! —gritó, con los ojos rojos y brillantes—. ¡Muere!
La voz se hizo más profunda y, mientras lo atacaba, Maritia y su montura se fusionaron para dar paso a una figura mucha más monstruosa.
Hubo un terremoto. Las llamas se petrificaron. La que había sido hija de Hotak era ahora un gigante de fuego.
El gigante lo sacudía violentamente. Faros buscaba a tientas su espada, que se le había deslizado quién sabe cómo de los dedos. Sintió el alivio de su empuñadura y comenzó a levantarla…
—¡Faros! ¡Vamos! ¡Soy Grom!
—¿Grom? —Lo miró, furioso por haberlo despertado. Cuando iba a apartarlo, se dio cuenta de que llevaba la espada en la mano.
Grom retrocedió, mirando con preocupación el arma, que aún se mantenía en el aire.
—¡Que Sargas me perdone, Faros, pero tenía que despertarte! Uno de nuestros centinelas los ha visto aproximarse. Apenas nos queda tiempo.
—¿De qué hablas? ¿De los rebeldes? ¿Nos han seguido?
—¡No!, de los ogros. Traen un ejército inmenso que casi no puede creerse, y los tenemos encima.
El oscuro placer que había experimentado al acabar con los enemigos del sueño se agitaba de nuevo en su interior. Por encima de todas, la muerte de Sahd lo había satisfecho, tanto en el sueño como en la realidad. Bajó la espada, sosteniéndola suavemente, mientras que la otra mano empezaba a crisparse.
—Muéstramelos —ordenó, poniéndose en pie.
—Los veremos desde lo alto de esta colina.
Faros siguió a Grom. Al llegar arriba, oyó un lejano retoque de tambores que se repetía tétricamente. Le hirvió la sangre.
—Allí —señaló Grom—. Mira hacia el suroeste.
Un ciego habría podido ver la horda que se aproximaba. Se extendían hasta donde alcanzaba la vista, marchando con armamento y disciplina de legionarios, y con centenares de mastarks y merodracos. Los primeros barritaban su avidez; en cuanto a los segundos, sus cuidadores apenas podían sostener las traíllas, y sacaban la lengua y se mostraban ansiosos, como presintiendo la carne de minotauro.
En cabeza de la columna cabalgaba su jefe, no menos impaciente por entrar en combate. Su ropa, casi propia de un elfo, y su ropa de viaje lo distinguían de los demás. Aunque montaba un caballo de gran altura y volumen, se notaba que era un ogro más bajo de lo habitual entre los suyos, más cercano al tamaño de un minotauro. Faros olía su autoridad y el temor que despertaba en su entorno.
Por los cuchicheos de los antiguos guardianes del campamento minero de los ogros y los murmullos atemorizados del propio Sahd, sólo podía tratarse del Gran Señor Golgren, que por fin se ocupaba personalmente de los advenedizos capaces de interferir en su escalada hacia el poder.
El último despacho de Maritia arribó pocas horas después del espantoso informe sobre Bastion, y dio al emperador al menos una dosis módica de buenas noticias. Sentado a la mesa de su estudio privado, donde los rollos de pergamino que registraban siglos de campañas bélicas llenaban los estantes de las tres paredes de la habitación, Hotak leía lentamente las nuevas de su hija, tratando de centrarse en aquel único momento de placer entre tanto dolor y tanta oscuridad.
Tras los saludos habituales y el enunciado de los numerosos títulos de su padre, la hija abordaba los puntos importantes.
Esta misma mañana, sólo dos horas antes de que tornara papel y pluma, regresó el último de los rastreadores que había enviado al sur. Los datos de su reconocimiento, junto a los anteriores, me obligaron a adoptar una decisión que espero que cuente con tu asentimiento.
La frontera sur de Silvanesti, donde acordamos detenernos, no cuenta con defensa alguna. Los exploradores no han hallado nada que pudiera disuadimos. Dos Sabuesos Terribles —ya conoces su reputación— se han aventurado cerca de la propia capital élfica, y han podido verla a distancia. Regresaron los últimos, aunque sus noticias eran las que aguardaba con mayar interés.
Los Caballeros de Neraka de Galdar dominan definitivamente la imponente capital, pero los rastreadores detectaron algo irregular. Aunque no pudieron acercarse demasiado, por determinados indicios, han supuesto que se está preparando algún conflicto en, la capital y que los humanos esperan algo con ansiedad. Tanto importa el misterioso acontecimiento a los caballeros que sus piquetes dedican más tiempo a vigilar el interior o a discutir acaloradamente entre ellos que a las tareas de la guardia o a los ejercicios rutinarios.
Ya hemos hablado del momento inevitable en que Galdar y su marioneta humana dejarán de ser fiables. Yo creo que la ansiedad de los caballeros se debe a que Galdar ha perdido poder. Puede que la tal Mina haya socavado su autoridad e intente hacerse con el ejército, aunque cueste comprender que alguien se ponga a las órdenes de una hembra pequeña, pálida y flaca… si es tal como se cuenta. Para mi disgusto, los rastreadores no consiguieron verla; naturalmente, yo tampoco la he visto jamás con mis propios ojos.
Si la autoridad de nuestros aliados está en duda, sus efectos sobre la invasión serán nocivos, y el retraso, cada vez más peligroso. Así pues, por el bien de todo lo ya conseguido, creo que nuestras legiones deben comenzar el avance hacia la capital. Debemos arrebatársela a los caballeros antes de que los elfos aprovechen su desorden o su incompetencia para reconquistarla.
A tal fin, doy órdenes de marchar dentro de tres días, con tiempo para que tu mensaje llegue a manos de Nagroch, que comanda a los ogros en nombre de Golgren, ya que el Gran Señor se ocupa de otros negocios. Con los ogros de nuestro lado, como tú mismo supiste ver, seremos capaces de barrer en ambos bandos, destruir toda resistencia, conquistar Silvanost y, luego, continuar hacia el sur hasta que el reino de los elfos se halle en nuestras manos.
Ambeon se extenderá por el continente…
El emperador bajó el mensaje, con los ojos fijos en las sombras.
—Después de todo, se conseguirá, Bastion, se conseguirá.
Pero el breve placer que le había proporcionado el informe de Maritia palideció al notar que su mano aún asía otro pergamino. Automáticamente, Hotak se lo acercó para leerlo y releerlo una vez más, como había hecho en las últimas horas, desde que recibió la noticia de la muerte de Bastion.
En ese instante, se movió una de las sombras que había sobre la mesa, y Hotak levantó la vista para encontrarse con su esposa.
—Vengo para compartir tu dolor en esta hora.
Sin pensarlo, Hotak puso a un lado el informe de Maritia. Se levantó de la mesa para acercarse a la inesperada visita.
—Nephera…
—Venía a compartir tu dolor —repitió la suma sacerdotisa, aproximándose, con un ligero tinte de algo extraño (¿diversión?) en la voz—, pero te encuentro examinando tus informes, como siempre.
—El imperio debe continuar adelante… Bastion lo comprendería. Yo trato de continuar… también.
—Lo comprendo, esposo mío, lo comprendo. —Nephera se acercó al emperador y levantó una mano para acariciarle el hocico.
Sus dedos descarnados le arañaron la piel, pero Hotak no se inmutó, porque, a pesar de la frialdad del roce, él lo deseaba. Donde antes admiraba unos ojos profundos y negros, como iluminados por la luna, veía ahora unos abismos oscuros que lo obligaban a apartar los suyos. Sólo el eterno e intenso amor que sentía por ella evitaba la repulsión.
—Envié un mensajero al templo hace ya varias horas —dijo—. Pero como no tenía noticias…
Ella retrocedió, con un ligero encogimiento de hombros.
—Mis acólitas saben hasta qué punto valoro mi encierro, y temen molestarme. Por favor, perdónanos, a ellas y a mí. Naturalmente, vine en cuanto me enteré.
—No tengo nada que perdonarte, amor mío. Estás aquí y es lo único que importa.
—¿Lo único? —comentó, críptica, la suma sacerdotisa.
Apartó su figura encapuchada de él y se quedó mirando un retrato de los dos, cuando eran más jóvenes. Hotak vestía la armadura de la legión del Corcel de Guerra y llevaba el hacha de combate en la mano derecha, mientras que la izquierda descansaba suavemente en el hombro de Nephera. Ella se sentaba en un sillón de madera, ataviada con un vestido verde esmeralda y luciendo un colgante con una silueta negra en el centro. Sostenía el yelmo de su esposo en el regazo, envuelto en la larga cresta de crin de caballo. Hotak siguió sus ojos y descubrió que Nephera contemplaba aquel retrato de tiempos más felices, pero no lo contempló por mucho tiempo, pues le hacía más daño mirar la pintura que los ojos hundidos de su esposa.
—Ardnor me ha referido que se está preparando el funeral —continuó ella.
—Sí, él se encarga. Es una bendición para mí en esta hora de tristeza.
—Me ha dicho que no deseas que el templo tome parte en la ceremonia pública.
—Nephera…
Ella lo acalló con un gesto.
—Lo comprendo, esposo mío. Pero ten por seguro que Bastion también recibirá los honores del templo.
—Naturalmente, eres su madre. Lo comprendo y lo esperaba.
Nephera lo miró con un aire interrogador.
—Hotak, si quisieras asistir a la ceremonia del templo, disfrutarías del privilegio de ver a tu hijo.
—¡No empieces de nuevo! ¡No lo quise con Kolot. menos con Bastion! —exclamó él sin ocultar su disgusto.
Se sorprendió al ver que ella no se ofendía. Nephera hizo una ligera inclinación.
—Como quieras. —Sus ojos recorrían los informes, la correspondencia y los planos que había sobre la mesa—. Estás tan ocupado que creo que debo irme.
Súbitamente, el emperador hizo un movimiento hada ella. Estuvo a punto de cogerle una mano, pero se quedó con los dedos en el aire.
—Nephera…, quédate conmigo. Te necesito. No regreses —murmuró, moviendo las orejas.
—Hablaremos luego.
—No…, quiero decir…, que no regreses al templo nunca más. Por favor.
Los ojos de la mujer —que raramente expresaban alguna emoción— relampaguearon y se hundieron en él como dos dagas, aunque el tono de su voz no perdió la suavidad.
—Pídeme que no respire, que no coma, que no exista.
Hotak comenzó a bajar la mano, pero, de repente, Nephera la tocó con sus dedos helados y se la llevó al hocico para besarla. El emperador no dijo nada, no sintió nada…, sólo una desesperación aún mayor.
Después de soltarle la mano, la suma sacerdotisa abrió la puerta y desapareció. Afuera, los dos centinelas dieron un respingo y le hicieron una reverencia.
Cuando la vio desvanecerse en la oscuridad, Hotak llamó a los dos guardias.
—¿Por qué no se me ha avisado de su llegada? He ordenado que se me avise en el momento en que la escolta imperial atraviese el umbral del palacio.
—¡Pero, mi señor! —balbuceó el mayor de los dos centinelas—. ¡No… no la hemos visto! No sé cómo ha entrado.
—Por esta misma puerta, ¡idiota!
—Mi señor —barbotó el segundo guardia—. ¡Nunca la vemos!
Hotak retrocedió para examinarlos. No eran capaces de urdir semejante locura. Así pues, decían la verdad.
—Mirad mejor de ahora en adelante —murmuró, regresando a la estancia.
Lentamente, se dirigió a la mesa, tomó un documento oculto debajo de otros muchos y lo desplegó para leerlo. Intentaba asumir su contenido perturbador…, un resumen de informes de varios agentes, entre los que no faltaban los del leal Jadar.
No había lugar a dudas sobre las conclusiones de Jadar, aunque lo estremeciera tanto o más que la noticia de la muerte de Bastion. La novedad hería al emperador en el corazón, en el núcleo de su vida.
Volvió la mirada a la puerta, pensando en la oportuna llegada de Nephera. Era como si le adivinara el pensamiento.
Súbitamente, lanzó un bufido.
—¡Nunca! —exclamó.
Pero ¿qué sería ella capaz de hacer si se enteraba? La secta de los Predecesores se había infiltrado en puestos muy importantes del imperio. Hotak lo sabía bien porque había propiciado los principales nombramientos. Sin embargo, pocos de ellos, ni siquiera Lothan, conocerían las actividades cuyas pruebas tenía delante, ni mucho menos las aprobarían. Si la noticia llegaba a oídos públicos, Nephera perdería apoyos y el templo se vendría abajo. La secta se había vuelto loca… Oh, sí, su esposa tenía parte de culpa, pero bastaría con un largo descanso y con el regreso a palacio.
Se sentía capaz de desmantelar a los Predecesores con poco esfuerzo. Incluso Nephera estaría de acuerdo una vez que comprendiera la situación. Lo mejor de los Defensores podría dispersarse entre las legiones, donde, al no tener más remedio que obedecer su autoridad, serían menos nocivos. Habría que derribar el templo. El pueblo comprendería que se trataba de una medida sabia.
—Me lo agradecerás, amor mío —murmuro Hotak, volviendo a contemplar el retrato de los dos—. Eso…, sea lo que sea…, te ha cambiado, te ha convertido en un instrumento de sus oscuros deseos… Cuando estés libre de su influjo, todo volverá a su lugar.
La muerte de Bastion lo había decidido, y estaba dispuesto a pedírselo a su esposa después de los funerales por el heredero. Sin discusión y sin dilaciones. Dentro de una semana, los Predecesores dejarían de existir y el imperio dependería de su fuerza y su sabiduría. Los minotauros siempre habían puesto la voluntad de su emperador por encima de las religiones.
—Y entonces, los sacrificios cruentos acabarán —murmuró, retador—. Tienen que acabar.