LA TRAICIÓN
Desplegado en columna de a seis que serpenteaba en el horizonte, el ejército de los ogros avanzaba inexorable a través de las montañas y de las colinas ligeramente boscosas. La jornada había resultado agotadora, pero ninguno desfallecía, pues no ignoraban que lo contrario habría constituido para ellos una vergüenza.
La columna resplandecía como ninguna horda de ogros había resplandecido desde que perdieron el favor de los dioses. Casi todos sus integrantes llevaban petos nuevos, fabricados especialmente por manos de minotauros para las gigantescas medidas de sus pechos. Muchos empuñaban hachas nuevas y bien aguzadas, de doble filo, o espadas largas y recién pulidas. Regalos del imperio para aumentar su fuerza y sus ganas de luchar.
Los mastarks tiraban de carretas enormes, abarrotadas de armas y provisiones. Con tantos guerreros entre las patas, los cuidadores se las veían y se las deseaban para evitar que las bestias los aplastaran. Las voluminosas criaturas no eran animales de carga. Lucían en los colmillos fundas metálicas de extremos afilados, y, en la cabeza, yelmos con dos cuernos sujetos mediante correas por detrás de las orejas, que no paraban de sacudir.
En cabeza de la columna cabalgaba uno de los principales jefes de los ogros, el Gran Señor Golgren. Su aspecto, generalmente divertido, era muy distinto en esta ocasión. Observaba con gesto tétrico a los ogros que guiaban a los merodracos esclavizados. Las lenguas bífidas de los colosales lagartos barrían el aire y el suelo, y sus narices se hinchaban y se contraían continuamente para olfatearlo todo.
Seis rastreadores que se habían adelantado incluso a los merodracos inspeccionaban la zona. De vez en cuando, se detenían a recoger hojas y restos sospechosos entre los espigados arbustos; no dejaban un solo lugar sin mirar.
Uno de ellos se agachó en la hierba rala, con el repulsivo rostro colmilludo contra el suelo. Olisqueó la tierra y luego, muy interesado, tocó un pequeño espacio entre las plantas de color marrón verdoso.
Súbitamente, se puso de pie para dirigirse al Gran Señor, que en ese momento se sacudía el polvo de sus ropas, por otra inmaculadas.
—¡Hyka i donay I vorn! ¡Deka i grund i’jahari!
Golgren cesó de cepillarse. Chasqueó los dedos a Belgroch, y ambos cabalgaron hacía donde aguardaba el rastreador. Los cuidadores se apresuraron a retirar a los sibilantes merodracos, conscientes del castigo que los aguantaba si alguna de aquellas criaturas cortas de entendimiento mordía a uno de los corceles de sus jefes.
—¿Deka i donay i’jahari? —preguntó Golgren al alcanzar al explorador.
—¡Ke! —El ogro del faldellín se arrodilló para señalar un ligero hundimiento del terreno cubierto de hierba. Entonces, sacó dos objetos filiformes, tan diminutos y tan finos que el Gran Señor no los distinguió hasta que se los acercó su subalterno.
—Vorn —declaró Golgren tras inspeccionarlos—. Vorn uth i’Uruv Suurti.
—¡Ke, Hekatra un i’Golgreni! Vorn uth i’Uruv Suurti.
Junto a Golgren, Belgroch sonreía.
—¿Goran i zuun?
El Gran Señor chasqueó los dedos para llamar a los exploradores, que, tras una rápida inclinación, se adelantaron corriendo en busca de otras huellas. Golgren hizo dar la vuelta a su voluminosa montura y regresó lentamente hacia la columna, que continuaba su camino.
Al recuperar su puesto en cabeza, miró hacia el este, con el aspecto divertido que había perdido desde hacía días.
Todos lo miraban. Faros sentía los ojos fijos sobre él mientras masticaba un trozo de cabrito salado. No eran sólo miradas de curiosidad, sino también de recelo. A fin de cuentas, era sobrino de Chot.
Todavía débil por el incidente del rio, apenas pudo resistirse cuando Jubal insistió en que los acompañaran, a él y a los suyos, a una bahía cercana, donde reparaban su nave. Grom quiso que alguien avisara al ejército de Faros, pero este último le lanzó una mirada de alerta. No tenía el menor interés en unir su ejército al del gobernador Jubal. Aquellos rebeldes formaban un grupo lamentable, no mucho mejor que el de los libertos, y su destino sería aún peor y más implacable. Mejor vagar por Kern y matar ogros que apuntarse a una causa perdida.
Con un bufido de desdén, cuyo significado sólo él conocía, Faros tragó el último bocado de carne de cabrito.
—No tienes una opinión muy elevada de nada, ¿verdad? —preguntó Jubal con su voz rasposa.
Faros miró al minotauro de pelo cano y movimientos silenciosos, a pesar de su fornida apariencia, cuya presencia no había advertido.
—Carezco de razones para tener opinión de nada.
—No juegues conmigo, jovencito. Tienes ciertos pensamientos…, aunque la mayoría sean poco gratos.
Faros bebió agua de una bota.
—Lo has pasado muy mal —comentó el antiguo gobernador examinando las heridas y las cicatrices que cruzaban el pecho y la espalda de Faros—. Muy mal. Supongo que los latigazos de los ogros dolerían de un modo insoportable.
—No más que los que recibí en Vyrox, otra de las grandes avanzadas del imperio.
Jubal se sentó.
—¿Así que Vyrox, eh? Sí, Vyrox es un sitio espantoso. Una mancha en el honor del imperio, por lo que yo sé.
Sin añadir nada, Faros se levantó para irse. Jubal maldijo en silencio viendo marcharse al hijo de su antiguo camarada sin siquiera una última mirada.
—¿Por qué te preocupa tanto ése? —preguntó el capitán Botanos, que llegaba por otro lado procedente del barco—. Antes o después le rebanarán el pescuezo.
El antiguo oficial lanzó un lento suspiro.
—Porque a nosotros nos aguarda el mismo destino, y porque es el hijo de un viejo amigo. Ha sufrido cautiverio y torturas por la única razón de pertenecer a su linaje. Y porque todo lo que he oído de sus compañeros me dice que podría ayudarnos a llevar adelante la rebelión.
—¿Él? —resopló el rotundo marinero.
—¿Has oído lo que cuentan? Sobrevivió a Vyrox, escapó de los ogros y ayudó a escapar a los demás. Le siguen humanos y semielfos. Todo un éxito para un minotauro, ¿no te parece?
—La chusma sigue a la chusma.
—¿Chusma? —Con una risotada áspera, Jubal se puso de pie—. Capitán, él ha convertido a esa chusma en un ejército y luego ha conseguido poner de su parte a casi toda una legión…, y no a una legión cualquiera, sino a la de los Exterminadores de Dragones, comandada por el general Argotos.
—Ya he oído ese cuento, pero no me lo creo…
—¡Habla tú mismo con los antiguos guerreros de los Exterminadores! Hay con nosotros dos que pertenecen a su partida.
Butanos frunció el entrecejo. Cogió la pipa de arcilla y la rellenó con algo que sacó de una bolsita que llevaba en un costado.
—Es interesante, ¿y qué?
—¡Es de la sangre de Chot, pero no está corrompido, capitán!! Lleva los cuernos rotos, la marca del cautiverio entre los ogros. Le siguen esclavos, soldados y sujetos de otras razas. Con él, no sólo haríamos revivir la rebelión, sino que crearíamos una nueva, y quizá podríamos llevarla hasta Nethosak.
El marinero parpadeaba, pero sus palabras fueron aún recelosas.
—A él no le importa la rebelión. No se siente implicado, gobernador.
—He tratado de convencerlo. Intentaré hablar con ese que aún invoca a Sargas, el tal Grom. Parece que tiene algún ascendiente sobre Faros.
—Sí, pídele a Grom que rece —dijo el capitán, encendiendo la pipa—. Y que rece también por ti. Creo que necesitas toda la ayuda del mundo, gobernador.
Jubal halló a Grom ayudando a sus compañeros minotauros a trasladar las provisiones y el equipo desde la nave de Botanos, el Cresta de dragón, hasta los barcos rebeldes.
—¡Gobernador! —saludó el antiguo esclavo—. He hablado con vuestro primer maestre. Dice que tenéis sitio para todos nosotros a bordo de vuestros tres barcos.
—Iremos muy apretados, joven, pero sí, creo que podré llevaros. —Jubal entrecerró los ojos—. Naturalmente, si todos estáis de acuerdo en venir con nosotros.
—Os referís a Faros. —Grom agachó las orejas y su humor se ensombreció—. Debería venir. Tenemos la oportunidad de regresar a la patria con el honor recuperado.
—¿Lo has convencido?
—Lo he intentado, y si el de los Grandes Cuernos quiere oír mis plegarias, quizá tenga suerte…
Faros estaba solo, como de costumbre, practicando con su espada nueva estocadas contra enemigos imaginarios. Grom y Jubal lo encontraron siguiendo las indicaciones de otros antiguos esclavos que lo habían visto dirigirse al oeste, hacia los bosques.
Se quedaron contemplando cómo decapitaba de dos fuertes tajos a otros tantos ogros invisibles. Tenía una expresión rara; no tanto la de un guerrero fanático como la de un asesino frío y calculador. Todos sus gestos tenían una finalidad letal.
Al oírlos acercarse, se volvió bruscamente, con la punta de la espada a pocos centímetros del hocico de Grom.
—Tranquilo, jovencito —dijo suavemente el gobernador Jubal. Faros bajó un poco la espada.
—¿Qué queréis? —preguntó.
Grom se atrevió a apartar la cuchilla antes de dar un paso adelante.
—Faros, tienen sitio para nosotros a bordo. ¡Para todos nosotros! Podríamos ir con ellos y…
—Adelante. Ve tú. —Faros le dio la espalda y volvió a repartir sablazos entre sus fingidos adversarios.
—¡Pero, Faros! ¡Tú sabes que ni yo ni los demás te abandonaríamos! Nos has conducido a través del país de los ogros. Te has enfrentado a una legión y has vencido. Todos te seguimos.
Jubal se adelantó a Grom.
—Ellos no vendrán si tú no vienes, jovencito.
Como Faros callaba, añadió:
—Tendrás la oportunidad de vengar a tu familia, el honor de tu clan…
—El clan de Chot el Terrible.
—¡Tú no eres Chot! —dijo el veterano con su voz áspera—. Por otra parte, su sangre reuniría a muchos en este momento. Tu padre…
Pero no pudo continuar, porque Faros se giró. La hoja de su espada dio en el hocico de Jubal, que fue a caer a los brazos del rápido Grom.
—Mi padre…, mi familia…, están muertos. Todo mi clan pereció aquella noche. Y yo con ellos. —Replicó Faros, con una expresión neutra y sin tono.
Jubal se secó un fino rastro de sangre del hocico al tiempo que se erguía, haciendo gala de una extraordinaria paciencia.
—Escucha, jovencito…
Pero Faros le dio la espalda.
—Parto por la mañana —dijo, dirigiéndose a Grom.
El antiguo esclavo abrió la boca como si fuera a protestar; en cambio, lentamente, inclinó los cuernos a un lado.
—Como tú digas, Faros —murmuró.
—Mira… —comenzó a decir Jubal, pero Grom, tomándolo del brazo, lo apartó. Al ver la determinación de Grom. Jubal se dejó llevar a regañadientes.
—Su decisión es la nuestra, gobernador.
—Pues se equivoca. Me gustaría tener otra oportunidad de…
Grom sacudió la cabeza y lo acalló con una mirada mientras lo acompañaba.
Entretanto, Faros, que estaba frotando la espada, volvió a sus ejercicios. En apariencia, había desterrado a los otros dos de su pensamiento y sólo estaba en compañía de sus interminables adversarios. Daba mandobles tremendos, pero la mano libre se retorcía constantemente, como si sostuviera un látigo.
Las altas olas se abatían sin piedad contra la flota de Bastion. El Mar Sangriento hacía honor a su fama entre los minotauros o, mejor dicho, entre todos los marineros. Algunas olas, que superaban la altura de un mástil, hicieron zozobrar a más de un buque imperial.
A bordo de El Señor de las tormentas, la tripulación luchaba por mantener el rumbo. Una de las velas inferiores flotaba como un estandarte al viento huracanado, que ya se había llevado por la borda a dos tripulantes; por eso, el capitán sólo había dejado a unos cuantos en cubierta para hacer frente a la tempestad.
Por su parte, Bastion pasaba casi todo el tiempo abajo. Sentado a la mesa clavada en el suelo de su camarote, se concentraba en los datos que su madre había recabado sobre los rebeldes y sopesaba sus posibilidades. Jubal era famoso por sus tácticas conservadoras, pero también por su perfeccionismo, y Bastion no tenía intención de subestimarlo como había hecho con el general Rahm.
Un trueno sacudió a El Señor de las tormentas, cuyo nombre, según Bastion, podía resultar de buen augurio en el Mar Sangriento. La lámpara que se balanceaba sobre su cabeza comenzó a moverse con violencia y arrojó aceite sobre las cartas que el minotauro había desplegado. Maldijo en silencio, esperando que el tiempo no empeorara.
Al pensarlo, lo recorrió un extraño escalofrío, como si la tempestad fuera sólo el presagio de algo mucho más siniestro que estaba por llegar. Intentó centrar la atención en su tarea, pero la incómoda sensación se hizo tan intensa que finalmente apartó los mapas, se puso en pie, y recorrió el camarote a grandes zancadas una y otra vez.
Instantes después, descubrió una botella de vino en un estante de la pared y bebió con gusto para calmarse.
Un fuerte golpe cercano estuvo a punto de hacerle soltar la botella. Bastion reconoció la diferencia entre los truenos y la colisión de un objeto grande y sólido contra algo.
Devolvió la botella al estante y salió afuera. Los gritos procedentes de la proa llamaron su atención. Agarrado a la borda, luchó contra la tormenta para alcanzar la zona y averiguar cuál era la causa del alboroto.
La luz de un relámpago le descubrió en seguida la terrible situación. Parte del palo mayor se había estrellado contra la cubierta. Las velas y el cordaje se balanceaban. Estaban sacando por lo menos dos cuerpos de debajo de los restos.
—¡Aprisa, haraganes! —gritaba el capitán Xyr, de cuya capa de marino sólo sobresalía el hocico—. Aún queda otro debajo.
La tripulación se debatía entre los restos, pero los violentos bandazos del barco convertían su trabajo en una tarea hercúlea. Bastion continuó adelante hasta encontrar al capitán.
—¡Capitán Xyr! ¿Es muy grave?
—¡Mi señor! ¡No deberíais estar aquí arriba! Ya hemos perdido cuatro tripulantes desde que se desencadenó la tormenta, y dudo de que los dos que acabamos de sacar sobrevivan. ¡Jamás he navegado con un tiempo tan infernal!
—¿Habrá que abandonar?
—¡Esperemos que no, mi señor! —resopló Xyr.
A uno de los marineros más cercanos se le escurrió de las manos empapadas un trozo grande del mástil, que empezó a tambalearse. Bastion hizo intención de ayudarlo.
—¡No, lord Bastion! —gritó Xyr, cogiendo a su señor por un brazo—. ¡Insisto en que dejéis esto para nosotros y regreséis al camarote! ¡Vuestro padre os lo exigiría!
—¡Es absurdo! ¡Necesitáis todas las manos…!
—Tengo abajo un cargamento de veteranos luchadores del mar, por si necesito más manos o más cuerpos para abarrotar la cubierta. ¡Si no os retiráis voluntariamente a vuestro camarote, os llevaré con una escolta armada, aunque me cueste la cabeza! Tendréis tiempo de arriesgar la vida cuando encontremos a los rebeldes; entonces necesitaremos vuestro valor, mi señor.
Los iluminó el resplandor de un rayo que cayó en el agua, muy cerca de El Señor de las tormentas. Pero Xyr no hizo caso, seguía contemplando con determinación a Bastion.
Aunque el hijo de Hotak no creía que el camarote fuera más seguro, accedió:
—Muy bien, pero si fuera necesario…
—Sí, mi señor, naturalmente. Ahora id, por favor.
El minotauro de pelaje negro se dio la vuelta y emprendió el resbaladizo camino de regreso. Probablemente sería la última persona que Xyr llamaría en caso de necesidad.
—Serás el próximo emperador —le había dicho su padre en muchas ocasiones—. Tenlo en la cabeza siempre que vayas a decidir algo que te afecte. Ahora perteneces al pueblo y tus deseos personales son secundarios.
A veces, Bastion habría preferido nacer de un simple marino a ser el heredero de Hotak la Espada.
El Señor de las tormentas se inclinó. Bastion dio varios trompicones, pero al fin pudo agarrarse a la borda para no perder el equilibrio. Abajo, el negro oleaje golpeaba con furia el casco.
Tenía el pelaje tan empapado que le pesaba como un abrigo de hierro. Otro marinero, arropado en una capa protectora, se acercaba a él de frente. Bastion no lo reconoció, pero pensó que no conocía a todos los miembros de la tripulación. Inclinando la cabeza, el marinero pasó a su lado.
El mar se elevaba por encima de la borda, con un oleaje que dejaba pequeña a la nave. Bastion dudó, impresionado tanto por la majestad como por la fuerza temible del mar. Impulsado por una ola, El Señor de las tormentas dio un brusco viraje.
Aquello le salvó la vida.
Lanzó un grito cuando la daga se le hundió en el antebrazo. El asesino encapuchado cayó sobre él para intentarlo una segunda vez antes de que se recuperara de la sorpresa.
Esa vez la daga se dirigía a la garganta, pero Bastion era rápido de reflejos y pudo detener el golpe con el antebrazo herido. Apartó al asesino de un empujón. El atacante se dio la vuelta como si fuera a huir, pero se giró y atacó de nuevo.
—¡En efecto, asesino, no hay donde esconderse! ¡Yo te encontraré! —gritó Bastion, apretándose el brazo sangrante—. ¡No tienes escapatoria en este barco!
—Se ha ordenado que mueras —siseó su enemigo encapuchado—, y morirás.
Bastion no salía de su asombro. Al parecer, los rebeldes habían introducido a uno de los suyos en el buque insignia. A pesar de lo imposible de su causa, contaban con una red de agentes y de partidarios por todo el imperio. Aunque el ataque hubiera tenido éxito, aquello no habría sido sino un acto suicida para una causa sin porvenir. Puede que el asesino se hubiera ocultado entre la tripulación durante algún tiempo, pero el capitán habría acabado por dar con él.
La figura encapuchada volvió al ataque, y ambos rodaron, golpeándose contra la borda y la pared de la cubierta exterior. Empapado por la lluvia y el oleaje, Bastion perdió pie y resbaló. El asesino le hundió la daga en el hombro.
Bastion se estremeció pues la herida era profunda, pero consiguió apartarse, con la daga aún clavada en el cuerpo. Jadeando a causa de la herida, el oscuro minotauro retrocedió, alejándose de su oponente, que volvió a mirarlo, inseguro, como dispuesto a huir.
El hijo de Hotak apretó la empuñadura de la daga y, con un grito de dolor y de ira que habría oído todo el barco de no estar ensordecido por la tormenta, se la arrancó. La herida sangraba, y Bastion pensó que jamás se había sentido tan mal… Tenía paralizado un lado del cuerpo. Se apoyó contra una pared y, respirando profundamente, aprestó el arma.
De nuevo parecía que la figura encapuchada dudaba, moviéndose lentamente hacia él, con las manos listas para arrebatarle el arma.
Bastion parpadeó. La tripulación estaba ocupada manteniendo a flote el buque. Sentía que perdía las fuerzas, quizá incluso el sentido. Le quedaba una única posibilidad.
Con un grito de guerra digno de su padre, cargó contra el asesino. La figura encapuchada se quedó helada, sin habla. Bastion chocó contra el asesino y le tiró de la pesada capa. Ambos cayeron al suelo y lucharon envueltos en la tela.
Los movimientos del buque los lanzaban de la pared a la borda y viceversa. Bastion estuvo a punió de perder la daga, pero la sostuvo y atacó con desesperación.
El asesino emitió un gorjeo y retrocedió, tambaleándose, con la empuñadura de la daga asomando por su estómago. Se inclinó para arrancársela. Bastion se las compuso para mantenerse en pie.
Sin más arma que él mismo, Bastion se lanzó contra el asesino y, rodeándolo con los brazos, lo estrelló contra la borda.
La barandilla se rompió.
Ambos, víctima y atacante, cayeron a las aguas embravecidas. El choque contra el mar los separó. La figura encapuchada se desvaneció detrás de una ola que se interpuso entre ellos, agitándose mientras el oleaje se la llevaba.
Casi inconsciente, Bastion pidió ayuda inútilmente. Los truenos y el fragor del oleaje sofocaron sus gritos. Chapoteaba torpemente en el agua, pero El Señor de las tormentas continuaba avanzando.
El agua comenzaba a introducírsele en los pulmones. Tosiendo, trató de nadar hacia el buque, pero las enormes olas lo empujaban hacia atrás. Se quedó momentáneamente ciego, y cuando recuperó la vista, el buque era ya un destello diminuto en la distancia.
Al mirar alrededor comprobó que no había ningún barco cerca. Todos seguían al buque insignia, rumbo al norte.
Algo lo golpeó por la espalda. Instintivamente, se agarró a ello, para descubrir que el destino lo había reunido con el trozo de la borda rota. Quizá bastaría para mantenerse a flote.
El mar batía aún con mayor fuerza que antes. Unas olas inmensas lo arrastraban. Levantó la vista y vio una de veinte veces su altura a punto de precipitarse sobre él.
Sujeto al trozo de borda, trató con todas sus fuerzas de apartarse de la muralla de agua, pero la ola, tan alta como una montaña, se abatió sobre él.
Al sentir el golpe, contuvo la respiración y rezó a los dioses perdidos…