XIX

LA MANO DE NEPHERA

El incesante entrechocar de las hachas competía con los truenos continuos, y ambas cosas juntas hacían temblar los muros del palacio. Las dos figuras con yelmo se separaron respirando con dificultad. Las paredes eran de una piedra gris muy corriente, y el suelo estaba cubierto de arena. Las antorchas colgadas de las cuatro paredes conferían a la estancia un resplandor siniestro, responsable de aquellas sombras danzantes que habrían podido distraer a luchadores menos preparados.

Junto a los dos combatientes, en la amplia estancia, había sólo una figura de pie. El médico miraba y esperaba, con una cesta negra a su lado, llena de hierbas, gasas y agujas para emplear en caso de que alguien sufriera algún contratiempo. Para las heridas más graves, el minotauro calvo contaba también con una botella de vino de brezo.

En el instante en que el fragor de un nuevo trueno sacudía el palacio, Hotak arremetió contra su adversario. El otro minotauro dio un paso atrás, desvió el golpe de su hacha y atacó por debajo de la guardia al emperador. Sin embargo, cometió el error de apuntar demasiado bajo y dejar la cabeza expuesta.

Hotak descargó el hacha contra la cabeza, protegida por el yelmo, de su enemigo.

Con un sonido metálico y un ruido sordo, el vencido cayó de bruces. Su hacha fue a parar a los pies enfundados en sandalias del emperador.

—Me rindo…, majestad.

—Lo estaba deseando, Doolb. No hubiera podido levantar el arma otra vez. —Hotak arrojó a un lado el hacha y se quitó el yelmo de la cabeza empapada en sudor. Luego se agachó para ayudar a ponerse en pie al capitán—. Te agradezco que me hayas dejado ganar.

—Entrené a vuestros hijos y jamás dejé que me ganaran, hasta el día en que me vencieron de verdad. ¿Me creéis capaz de emplear ese truco con vos, majestad? —se burló Doolb.

—No, por eso me gusta practicar contigo, capitán. —El emperador se dirigió al médico—. No te necesitaremos esta noche, Karsos.

El minotauro calvo se inclinó en silencio, tomó su cesta y salió por la puerta de hierro que había al fondo de la estancia en el momento en que un guardia muy nervioso se introducía en la sala. El soldado hincó una rodilla ante Hotak y le alargó un mensaje lacrado.

—¿De quién es?

—Lo ignoro, majestad… No me lo dijo el guardia que lo entregó. El emperador tomó la carta y despidió al soldado. El capitán Doolb guardó una respetuosa distancia mientras Hotak la abría.

Hotak frunció el entrecejo al reconocer la caligrafía.

—Gracias de nuevo, capitán. Puedes irte.

La preocupación achicó los ojos del veterano, que, aun así, inclinó los cuernos y abandonó la estancia en silencio.

Ya a solas, Hotak leyó el mensaje. Su rostro pasó de la preocupación al asombro y la amargura. Después de releerlo, arrugó la nota en su puño. Lleno de cólera, y sin apartar la vista de las extrañas sombras que proyectaban las antorchas, murmuró:

—Otro. Esto ha llegado muy lejos… demasiado lejos…

El tempestuoso Mar Sangriento se había empleado a fondo para hacer zozobrar a los tres buques. El más grande, que llevaba las provisiones, y los dos de la escolta. Ardnor ya había contado con enfrentarse a las tormentas incesantes, pero en realidad las aguas agitadas y los cielos turbulentos habían sido la única diversión del viaje hasta el momento.

Cuando aún avistaban la costa, tuvieron que poner rumbo al norte, porque el tiempo los obligaba a tomar una ruta alternativa. Sin embargo, no viajaban con retraso. Pensaban atracar al día siguiente en Sargonath, donde él personalmente entregaría las provisiones al oficial al mando. Después, acabada la misión supuestamente importante, regresaría a la capital.

De repente oyó gritos entre la tripulación. Los marineros corrían de un lado para otro ajustando los cabos. El capitán, desde un lugar que él no veía, ordenó a gritos virar a estribor. El Espada de Jaro dio un giro para sortear otra formación de rocas que tampoco aparecía en el mapa.

—Qué gloriosa misión —tronó con sarcasmo hacia sí mismo, inclinándose sobre la borda. Estaba impaciente por regresar. Si su padre no le hubiera ordenado hacer aquel viaje, jamás se habría rebajado a realizarlo. La misión verdaderamente honrosa, la caza de Jubal, el jefe de los rebeldes, y de sus menguadas tropas…, era cosa de Bastion.

Bastion…

La lluvia lo empapaba a pesar de su gruesa rapa de marino. Lejos, distinguió otro barco que se dirigía al sur, aunque mientras él lo observaba giró al este. No, parecía que cambiaba poco a poco el rumbo y se orientaba al norte. Cuando aminoró la marcha para maniobrar, Ardnor lo reconoció.

—¡Capitán! —bramó—. ¡Capitán!

Pasaron unos segundos preciosos antes de que el capitán, un marinero rechoncho, con el pelaje castaño grisáceo y dos aros de oro en la oreja derecha, se aproximara a la borda.

—¿Sí, mi señor?

—¡Aquel buque! Míralo… ¡Vamos, antes de que vire del todo!

—¿Mi señor? —El marino entrecerraba los ojos para distinguir el barco.

—¡Maldito seas, es un barco rebelde! —gritó Ardnor—. ¡Vamos tras él!

—Mi señor, quizá lo sea, pero nuestra misión…

Ardnor agarró al minotauro del cuello de la capa y lo alzó por encima de la cubierta.

—¡Te he dado una orden! —bramó.

El capitán miró los ojos inyectados en sangre y, con las orejas gachas, tragó saliva.

—¡Sí. mi señor! Ahora mismo —respondió.

Ardnor apartó al marino de un empujón y volvió a la borda. Poco después, su buque viraba en aquella dirección y el tasco crujía al rozar una roca. El capitán ordenó virar a babor.

Mientras se aproximaban a la nave, Ardnor inspeccionaba sus características. Era pequeña, con dos mástiles y una proa estrecha. Llevaba una ballesta en el puente de popa y parecía preparada para el combate, aunque la fuerza del oleaje se lo habría puesto muy difícil, a no ser que el enemigo estuviera muy cerca y le mostrara el costado. Ardnor estaba dispuesto a perder el valioso buque de abastecimiento y las vidas de sus marineros a cambio de capturar un barco rebelde. Unos minutos antes se aburría, pero ahora tenía la oportunidad de transformar su misión en un acto que podía brindarle la gloria que siempre había merecido.

La nave rebelde se dirigía a la costa. Ardnor aporreaba nerviosamente la borda. Si quería capturarlo había que navegar aprisa. Con el corazón acelerado, gritó:

—¡A babor! ¡A babor!

Cuando el Espada de Jaro dio un nuevo bandazo, el capitán se acercó al hijo de Hotak con gesto implorante.

—¡Mi señor! En esa dirección las rocas ofrecen mayor peligro. Nos arriesgamos a encallar, o incluso a romper el casco.

—No parece que a los rebeldes les preocupe.

—Su nave es más pequeña, y por tanto más ligera y más rápida. De quedarse encallados, ellos podrían escabullirse; en cambio, nosotros tendríamos que retiramos y…

Ardnor apartó al capitán de un empujón.

—¡Mantén el rumbo o los perderemos!

Los bajos del casco continuaban crujiendo. Ardnor resoplaba. Con idiotas e incompetentes como aquéllos no le extrañaba que los elementos rebeldes operaran con tanta impunidad en las proximidades del continente.

Ya estaban cerca de los rebeldes, hasta el punto de distinguir varias figuras que se movían con nerviosismo en la cubierta. La nave viró ligeramente al este, y el Espada de Jaro ajustó el rumbo. Acortaba distancias.

Los marinos se movían impacientes por la cubierta con las armas preparadas.

—Preparados para el abordaje, mi señor. ¿Queréis que lancemos una carga cerrada cuando estemos más cerca? —preguntó el comandante a Ardnor.

—¡Lanzadla ahora! —rugió el hijo del emperador.

A un gesto del oficial del faldellín verde y blanco, varios marinos prepararon los arcos.

De nuevo, la nave pequeña viró al oeste. Ardnor, enfurecido, agitó el puño, porque el imperial había quedado casi en su punto de mira.

Entonces, todos los ruidos quedaron sofocados por un crujido fuerte y prolongado, y el Espada de Jaro comenzó a agitarse violentamente. Un marinero se precipitó al mar desde los obenques. Varios soldados perdieron el equilibrio y más de una flecha fue a parar al agua.

—¿Qué es esto? ¿Qué ocurre? —preguntó Ardnor al primer oficial, sujetándose a su asidero en la borda.

—Hemos rozado una roca de gran tamaño, mi señor; parece que se ha abierto una grieta en la base del casco. Debemos apresurarnos a ganar aguas más profundas.

—¡No! —Ya había fracasado en una persecución importante. El recuerdo del general Rahm atormentaba sus pensamientos. No quería volver a fracasar.

—¡Da el aviso al otro buque de la escolta! ¡Que se acerque ahora mismo!

—Pero, mi señor, el otro capitán teme entrar en estas aguas. No podemos arriesgar todos los buques de abastecimiento.

El segundo buque se mantenía en alta mar, a una distancia segura.

De improviso, el Espada de Jaro comentó a escorarse a gran velocidad. Tambaleándose, el primer oficial salió disparado por encima de la borda hacia las aguas turbulentas, y a punto estuvo de llevarse a Ardnor consigo.

Dos barriles rodaron en dirección al hijo de Hotak. Uno de ellos le golpeó en el pecho, pero, cuando estaba a punto de caer por la borda, algo lo agarró por los hombros para evitarlo.

En realidad, tendría que haberse ahogado, por eso miró a su espalda.

Y allí, flotando en el aire y sujetándolo con sus manos transparentes, el hijo de Hotak se encontró con los ojos de dos espectros.

Aún lo estaba asimilando cuando, dentro de su cabeza, sintió otra presencia. No tendría que haberse sorprendido; ¿o es que no reconocía el tierno roce de su propia madre?

Al volverse de nuevo, vio que los espectros habían desaparecido, pero ya se sostenía sin ayuda. Se dirigió a proa sin dejar de sujetarse con fuerza a la borda.

Miró hacia la nave enemiga y una sonrisa iluminó su rostro al comprender que su madre también se ocupaba de los rebeldes.

Las aguas hervían de muertos surgidos del océano, que clavaban sus garras en el casco y en la cubierta y saltaban por las bordas. Aparte de Ardnor, nadie los veía, naturalmente, pero los rebeldes sentían sus espantosos efectos. Los fantasmas se asían con fuerza a la nave para frenarla y cambiar su dirección.

El capitán se acercó a la borda para hablar con Ardnor.

—¡Mi señor! En nombre de la Reina del Mar, ¿qué hacen?

Ardnor guardó silencio. A los ojos del ignorante oficial era como si los rebeldes hubieran perdido el juicio, porque de un modo absurdo y violento la nave ponía rumbo a la costa occidental… donde abundaban los escollos traicioneros.

Ardnor imaginaba el horror y la frustración del capital y la tripulación de los rebeldes al ver que los cabos se enmarañaban solos y el timón giraba como si uniera voluntad propia. La nave estaba repleta de criaturas espectrales.

En ese momento, se oyó un ruido atroz, que llegó incluso a bordo del navío imperial. Los rebeldes acababan de encallar. La fuerza del impacto tiró a más de uno por la borda.

Arremolinándose alrededor del casco, la horda de fantasmas produjo un torbellino que lanzó la nave contra las rocas. Zozobró, se escoró del lado de babor y fue arrastrada por la corriente.

Al momento, se estrellaba contra una de las rocas más grandes. El casco se quebró. El palo mayor se partió por la mitad. Las velas desgarradas flotaban al aire y las piezas salían volando arrastradas por un viento salvaje.

Atónito, el capitán del Espada de Jaro contemplaba la destrucción sin dar crédito a sus ojos.

—¡Nunca he visto nada semejante!

—No… —sonrió con jactancia el hijo de la suma sacerdotisa—. Imagino que no.

Luego, un nuevo grito les llamó la atención. Una ola gigantesca se levantaba por detrás de las rocas…, naturalmente, con los fantasmas literalmente encaramados a su cresta, conduciéndola. Ardnor nunca había visto tantos, ni siquiera en el santuario que tenía su madre en el templo. Cabalgaban sobre la ola, configurándola, dándole el tamaño y la forma que su ama ordenaba. Al fin, cuando la ola llegó a la altura de la nave rota y zozobrante de los rebeldes, había crecido tanto a lo alto y a lo ancho que habría podido engullir doce barcos más.

—Dioses… —barbotó el pasmado capitán—. Es como si la mano de la propia Zeboim hubiera descendido para castigarlos.

Aunque Ardnor sabía que no se trataba de la diosa del mar, sino del dios de los Predecesores, que guiaba a los muertos, no se molestó en corregir al oficial. Se limitaba a contemplar la obra materna, lleno de admiración.

Entonces la ola monstruosa descargó contra la nave rota y atrapada. En la cubierta se divisaron unas figuritas que intentaban saltar por la borda para escapar de la furia explosiva sin conseguirlo.

Varias toneladas de agua enviaron por los aires cuerpos y piezas. Los restos llovieron durante varios segundos en el mar y a lo largo de la costa de Ansalon.

Desapareció hasta el último rastro de la nave. La destrucción había sido absoluta. La resaca lo barrió todo y limpió de los restos del naufragio hasta las rocas.

—Se han ido…, mi señor… se han ido…

No los fantasmas, que continuaban arremolinándose por las aguas cada vez en mayor número…, con las bocas abiertas, terroríficos. Pronto se sumarían a ellos los rebeldes… porque todos los muertos pertenecían a la suma sacerdotisa de los Predecesores.

El Espada de Jaro volvió a crujir al golpearse con otra roca. Olvidando el destino de los rebeldes, el capitán gritó:

—¡Mi señor! ¡Si no salimos de aquí en seguida iremos a hacerles compañía! ¡Aprisa!

Ardnor lo siguió, pero su paso era mucho más tranquilo que el del nervioso capitán. Sólo él sabía que precisamente en aquel momento nada debían temer del mar. El poder del templo cuidaba de ellos.

Un poder que, ahora lo comprendía, ni el de su padre ni el de todo el imperio podían igualar.

Lady Nephera profirió un gemido y se desplomó boca abajo. Al llevarse una mano a la cabeza, sintió en la palma de la mano la humedad pegajosa que le enmarañaba el pelo.

Las acólitas se apresuraron a socorrerla, pero ella las detuvo con un gesto.

—Dejadme —consiguió susurrar—. Ahora dejadme.

Con una rápida inclinación, abandonaron la estancia.

Cuando la puerta se cerró tras ellas, la suma sacerdotisa hizo un esfuerzo para levantarse. Luego, se inclinó sobre la plataforma.

—¡Takyr! —siseó.

El leal fantasma se materializó a su espalda; en ese momento parecía más vivo que su ama. Al darse cuenta, Nephera sintió una punzada de fastidio.

¿Señora?

—¿Qué me acaba de ocurrir, Takyr? —Mirando a su alrededor, descubrió un frasco de vino del templo. Lo agarró y bebió con avidez del propio recipiente. El dulce líquido rojo le alivio los latidos de la cabeza y renovó sus fuerzas. Ya más calmada, dejó el frasco—. ¿Y bien, Takyr?

Señora…, no sé… qué deciros…

—¿No sabes? ¡Pues y-yo creo que he estado a punto de morir hace un instante! —Los dos hechizos habían sido todo un éxito, pero había necesitado tanta energía que apenas le quedaba sangre en las venas.

La criatura conjurara para atacar a los esclavos huidos, cuya presencia habían detectado casi por casualidad sus espías trotamundos, había hecho una excelente labor…, aunque no de los esclavos se las compuso al final para destruirla. En efecto, Nephera había hallado por fin a los esclavos y los había atacado desde la distancia. Aun así, consiguieron burlarla temporalmente, porque la distrajo otro descubrimiento más importante, el de una nave rebelde que navegaba cerca del propio Ardnor.

Lady Nephera no había esperado tener que enfrentarse a los rebeldes dos veces seguidas, pero el peligro que se cernía sobre Ardnor y la voluntad de aprovechar la oportunidad la habían forzado a ello. Por fortuna, salvó a su primogénito de las garras del destino, aunque el esfuerzo había resultado excesivo.

Su hijo se adjudicaría el triunfo de destruir por completo una nave rebelde, y con ello limpiaría su honor y borraría para siempre el amargo recuerdo de lo ocurrido a Kolot.

Aun así, el esfuerzo la superaba, y aunque ahora podía añadir a sus legiones los muertos de la tripulación rebelde, la emperatriz se sentía exhausta…, cosa que jamás le había ocurrido.

Yo…, lo siento…, señora… —replicó Takyr, inclinando la cabeza encapuchada.

—¡No pienso aceptar tus disculpas! —gritó. Sin embargo, la furia sólo sirvió para agotarla más. De nuevo se apoyó en la plataforma, para descansar brevemente. Takyr aguardaba con su eterna paciencia.

Por fin, la suma sacerdotisa se irguió y sacó un lienzo para limpiarse la sangre de las manos. Había exigido demasiado al poder innominado que servía. Había ido demasiado lejos sin estar preparada. No era digna de tanto poder. Sin embargo, lo necesitaba, lo deseaba…, no para sí, sino para el imperio…, para los Predecesores.

—Más… —murmuró. Sus ojos, más abiertos y más hundidos que los de sus esclavos, despedían un brillo fanático. Se permitió una ligera sonrisa, como si acabara de comprender algo—. Necesito más…

Eran los muertos. No bastaban. Nephera hacía muchas cosas a la vez. Sus temibles ojos y oídos se hallaban en constante movimiento, vagando por todas partes, vigilando sin tregua el imperio. En una sola jornada había viajado desde las primitivas regiones de Kern hasta el límite oriental del imperio, pasando por el Mar Sangriento. Nada tenía de sorprendente que el esfuerzo la extenuara.

—Sí…, no son suficientes. —Nephera se miraba el cuerpo, como condenándolo por su debilidad y su extrema delgadez—. Más…; todos los que hagan falta para mantener el poder.

Contempló a los fantasmas de la habitación, que se arremolinaban muy agitados. Si, reconocían sus faltas, por eso estaban tan nerviosos. De pronto, comprendió lo que debía hacer para poner las cosas en su sitio. Todo se debía a que últimamente su patrón no la investía de sabiduría. Era ella misma la que, como toda acólita que se preciara, debía solicitar las respuestas.

—Te prometo que seré digna de nuevo —murmuró a las paredes y los descomunales símbolos de los Predecesores—. Comprobarás que no hay nadie que te sirva como yo… Voy a hacer lo que debo. —Tenía los ojos muy abiertos, y tan rojos como las manchas que teñían sus manos—. Todo lo que tengo que hacer…

Lady Nephera cogió el cuenco en el que realizaba los hechizos y convocaba sus visiones. Se detuvo, pensando que su hijo aún se hallaba allí…; aún le veía. Ardnor estaba sentado en un bote que los marineros del Espada de Jaro conducían hasta uno de los buques de la escolta. Doce espíritus rodeaban la chalupa para garantizar la seguridad del primogénito de Nephera.

Pero Ardnor se había hallado mucho más cerca de la muerte de lo que él mismo creía, y la culpa era de otro.

—Hotak…

Todo se debía al descuido de su esposo, a la estupidez de su esposo. Sin prestar oídos a sus palabras, Hotak había enviado a su hijo a un viaje insignificante, en vez de encomendarle la persecución de Jubal y los rebeldes. La mayor parte de sus fantasmas y sus espías se encontraban siguiendo a Bastion por aquellas regiones. También ella se había descuidado…; por eso su adorado primogénito quedó por un momento en manos del destino. Pero la idea de enviar a Ardnor a Sargonath, para cumplir un encargo baladí, era de su testarudo esposo.

Sí, la culpa era de Hotak. Por su culpa ella había bajado la guardia y había puesto en peligro la vida de su hijo y, al fin, casi la suya propia.

Llena de ternura, contemplaba al hijo mayor y acariciaba con un dedo su reflejo. El rostro ceñudo aunque resuelto de Ardnor se desdibujó y volvió a dibujarse.

—Cuando seas emperador, lo sabrás todo y dejarás de cometer errores como ésos, ¿verdad, hijo mío? —susurró a la imagen—. Harás caso a tu madre. Sí…, claro que sí…, le harás caso…