EL RÍO DE LA MUERTE
Las mesnadas de Faros —que formaban ya un auténtico ejército de grandes proporciones— recorrían el país de los ogros casi con total impunidad. De pronto, surgieron a su alrededor unas montañas muy altas, que dieron paso a colinas frondosas, con árboles y hierba verde, y en seguida, a unos bosques espesos.
Se aproximaban al Mar Sangriento, más allá del cual se encontraba la patria de los minotauros, a la que los antiguos esclavos convertidos en forajidos no podían regresar. Entonces, ¿por qué los conducía Faros hasta allí?
Pronto cayó sobre ellos un calor sofocante, y el cielo se cubrió de nubes verdosas y grisáceas. Soplaba un viento salvaje, que arreciaba de repente para detenerse del mismo modo. Entre las nubes gruesas y rojas como la sangre, resplandecían los relámpagos, pero la tormenta nunca acababa de estallar.
Grom, que no dejaba de hacer el signo de Sargonnas ni de murmurar plegarias al dios perdido, cabalgaba junto a Faros, a quien no parecía interesar la agitación anormal de los elementos.
Era difícil encontrar comida suficiente para su milicia. Había enviado partidas en todas direcciones, que durante muchos días no avistaron ninguna patrulla de ogros.
Entonces, encabezó una partida armada de arcos y flechas a lo largo del río. Dos semielfos exploraban el terreno delante de ellos, pues su capacidad para moverse furtivamente los convertía en los mejores cazadores al acecho. La banda esperaba cobrar alguna pieza de caza mayor…, un venado o un jabalí grande, pues la zona abundaba en huellas.
Grom, que nunca se apartaba del lado de Faros, se detuvo al llegar a la orilla.
—Mira… hay movimiento al otro lado. Juraría que es un alce.
—De poco nos sirve desde aquí. —El estrepitoso río se ensanchaba bastante en aquella zona, pero Faros señaló al frente, a un conjunto de pedruscos grandes, que formaban un puente improvisado.
Grom fue el primero en saltar de una roca a otra, a punto de resbalar por los peñascos húmedos. Aunque se sacudía el pelaje empapado, el agua que chocaba contra las piedras lo mojaba una y otra vez. Unos veinte compañeros, entre los que se contaba Faros, observaban con paciencia sus progresos.
De una piedra a otra, Grom se deslizaba casi metido en el agua. Por fin, logró afianzarse y salir del río. Lanzó una mirada lastimosa a sus compañeros antes de continuar.
Una vez a salvo en la otra orilla, hizo una señal a Faros y a los demás, que habían seguido mentalmente su curso, para que avanzaran.
Pero cuando Faros comenzó a vadear el río, aumentó el estrépito del agua, como si le lanzara un desafío personal. Mirando al frente, con la espada y el arco muy apretados, hacía pocos progresos.
Al llegar a la mitad del río, arreció el viento. Una ráfaga le hizo perder pie. El agua se estrellaba contra las rocas levantando espuma. Faros tuvo un atisbo de las profundidades. Unos peces de gran tamaño daban saltos fuera del agua, y las plantas acuáticas serpenteaban en la corriente.
De pronto, observó un extraño conjunto de rocas blancas. Le llevó un instante percibir la calavera de un animal pulida por el agua. Pensó que las abundantes piedras, de distintos tamaños y formas, eran quizá huesos de animales o de ogros, victimas del río traicionero.
Grom, que lo había ayudado a subir, le dio unas palmadas en la espalda.
—¡Gracias al de los Grandes Cuernos! ¡Te vi a punto de tomar un baño!
Faros gruñó, con las aletas de la nariz hinchadas y las orejas tiesas, impaciente porque los demás cruzaran. Otros dos habían comenzado ya el vadeo lento y precario.
Un semielfo de cabello blanco que iba en cabeza hacía progresos, a diferencia del corpulento minotauro que lo seguía, que no conseguía mantener el equilibrio. El semielfo resbaló en una roca, y a punto estuvo de precipitarse en el agua, pero consiguió aferrarse a la siguiente. Al fin, cuando había ganado sin percances las más cercanas, un golpe de agua se lo llevó.
El minotauro, que daba manotadas en medio de la corriente, quedó agarrado a una piedra, incapaz de moverse.
Uno de sus compañeros se dirigió a las rocas con ánimo de ayudarlo. El semielfo volvió la vista, vio los apuros de su camarada y retrocedió también para echarle una mano.
—Idiota —murmuró Faros. A causa de su ineptitud, el minotauro se arriesgaba él mismo y, lo que era peor, arriesgaba al resto de la partida.
Ahora, el que avanzaba desde la orilla opuesta se hallaba en una situación tan mala como el que se agitaba dentro del agua.
—Si esto sigue así, habrá que pescarlos en el río.
En ese momento, emergió una forma blanca que se arrojó no contra el minotauro que manoteaba, sino contra el semielfo que acudía en su rescate. Aquello, fuera lo que fuera, agarró al semielfo por la pierna y lo arrastró a las aguas embravecidas, donde desapareció de la vista.
El propio Faros se quedó sin habla.
—¿Qué ha sido… eso? —dijo Grom con la vista fija en el agua.
Los que formaban fila para cruzar no habían visto nada, ocupados como estaban en el semielfo arrastrado por el río. Dos más, que se balanceaban sobre las rocas, trataron de alcanzar al minotauro, cuyos gritos de auxilio eran cada vez más lastimeros.
De nuevo, una extremidad blanca y delgada, surgida de las aguas turbulentas, atrapó la pierna de una hembra subida a las rocas. La hembra quiso coger su hacha, pero perdió el equilibrio y cayó al río. Inmediatamente, la engulleron las aguas.
—¡Por el de los Grandes Cuernos! —Grom alzó el hacha, retrocediendo.
—¡No te muevas de aquí! —gritó Faros, que lo sostenía por un brazo para apartarlo de su camino. Luego, con la espada desenvainada, corrió hacia las piedras.
Los de la orilla opuesta, que por fin eran conscientes de la amenaza blanca, también empuñaban sus armas.
Sin pensarlo dos veces, Faros propinó varías estocadas a una cosa que se movía en el agua, no lejos de su pierna. La cuchilla hirió el final de algo que aleteó sobre las piedras unos segundos antes de rodar por el otro lado y desaparecer de nuevo bajo el agua.
Faros achicó los ojos, incrédulo. Acababa de cortar una mano de tres dedos, compuesta de fragmentos de hueso.
A su espalda, oyó maldecir a Grom. El testarudo lo había seguido y ahora estaba atrapado por un pie. Invocaba a Sargonnas y lanzaba estocadas a la extremidad del monstruo blanco, cuyos trozos de hueso volaron en todas direcciones. Aunque no estaban clavadas muy profundamente, tuvo que extraerse tres garras del tobillo.
Cuando Faros miró hacia atrás, vio que todos los que estaban encaramados a las rocas recibían el ataque de las feroces extremidades blancas. Parecían atrapados. En ese momento el agua estaba llena de huesos. Faros y los otros los rebanaban a estocadas.
En medio de la refriega, el primer minotauro se balanceaba agarrado a la roca y completamente ileso. En realidad, como se dijo Faros a sí mismo, había servido de cebo para todos los demás: prueba de que el mal al que se enfrentaban tenía un propósito. Había intentado atrapar a la mayor cantidad posible de una sola vez.
El tiempo corría en contra del minotauro de las rocas, ahora agarrado por cuatro manos huesudas y, aunque gritaba y forcejaba para liberarse, una de ellas consiguió llevárselo al fondo.
Cuando Faros saltó, con la esperanza de poder sujetarlo de algún modo, divisó, atónito, un rostro de ojos hundidos y vago aspecto de minotauro que lo contemplaba desde el fondo de las aguas. Se apartó de un salto y luego atacó.
La espada chocó contra la calavera de minotauro y la hizo mil pedazos.
Instantes después, las manos que atacaban soltaron sus presas y súbitamente se hundieron en la corriente.
—¡Fuera del agua! —gritó Faros—. ¡Todos fuera!
Estaban indecisos. Ni siquiera los minotauros se atrevían a luchar contra los muertos. Grom se apartó todo lo que pudo, mientras que el resto corría a la orilla del río.
Faros, que se encontraba junto a Grom, sintió un fuerte golpe que lo arrojó contra un grupo de piedras. La espada se le escapó de la mano.
Logró ponerse de rodillas, pero entonces el agua se alzó sobre él.
Grom gritó algo que el ruido de la corriente apagó. Señalaba a espaldas de Faros con una expresión de terror.
Mirando por encima de su hombro, Faros alcanzó a ver una lluvia de agua que procedía de la figura de un monstruo tres veces más alto que un minotauro, aunque parecido, vagamente parecido a uno de ellos…, si no fuera porque el espectro de huesos blancos carecía de carne y de músculos.
Las cuencas de los ojos, profundas y negras, estaban formadas de trozos rotos de distintos cráneos de animales, ogros e incluso humanos. Y como si intentaran parodiar a los minotauros, le habían clavado en lo alto de la cabeza unos cuernos formados por miles de huesos de criaturas muertas.
Cuando el monstruo abrió el hocico, mostró una dentadura compuesta de picudos huesecillos y, al fondo, un agujero oscuro. Un silbido de otro mundo escapaba de su mandíbula descomunal, que, cuando se abría, era tan grande como toda la catata.
El espanto de ultratumba se movía con soltura dentro del agua, que le entraba por la caja torácica, una cavidad con espacio suficiente para abarcar entero a Faros. El entrechocar de los dientes espectrales, junto al continuo silbido que escapaba por la boca dentuda, producía escalofríos.
La criatura alcanzó a Faros con sus brazos largos y fragmentados, que acababan en tres dedos provistos de garras.
Golpeándose contra las rocas, las garras arrastraron a Faros y se hundieron con él. El minotauro reapareció luchando y manoteando para recuperar la espada…, o una piedra…, cualquier cosa que sirviera de arma.
Instintivamente, agarró algo que le rozaba la mano. El monstruo diabólico lo había alcanzado y tiraba de su mano para hundirlo…, pero entonces dudó, como si hubiera quedado momentáneamente ciego.
Aunque no comprendía lo que pasaba, Faros buceó para alejarse a nado de la zona rocosa. Por desgracia, su gesto volvió a atraer la atención de la criatura, que lo cogió con una de sus garras.
Mientras lo arrastraba por la espalda, Faros no dejaba de retorcerse y forcejear. Como tragaba agua, no tuvo más remedio que soltar el objeto que apretaba en la mano. Sin embargo, cuando sus dedos alcanzaron la superficie, sintió la empuñadura de una espada.
No sabía si era la suya, ni le importaba. Cuando el esqueleto gigante volvió a inclinarse para arremeter contra él, Faros lo atacó lleno de rabia.
La espada rebanó limpiamente las espantosas garras del muerto y lo hizo retroceder. Entonces, Grom y los demás atacaron desde arriba, golpeándole el lomo con hachas y espadas.
Con frenéticos movimientos, las garras heridas consiguieron atrapar a Grom y tirarlo al agua. Faros saltó a la roca más próxima, detrás del monstruo. La criatura abrió las fauces para expulsar un apéndice puntiagudo en forma de lanza.
La punta traspasó el pecho de uno de los minotauros agachados, que perdió su arma. La bestia infernal echó hacia atrás la cabeza y tiró del apéndice para atraer a su víctima.
Faros esperaba ver caer el cuerpo entre las costillas del esqueleto; sin embargo, se esfumó.
Unas olas de gran altura empaparon a los miembros de la partida que habían corrido en ayuda de Faros. Apartándose del grupo, el demonio volvió a abrir las fauces para arrojar su lanza de huesos contra Faros, pero esta vez no lo cogió desprevenido, porque en el último momento dio un salto y agarró al esqueleto por una mano.
Inmediatamente, la bestia volvió a engullir su arma, pero Faros se arrojó contra la dura osamenta y la acuchilló varias veces sin darle tiempo a reaccionar. Aunque logró seccionarle varias costillas, las garras volvieron a alcanzarlo. Entonces, levantó la espada y consiguió cortarle una de ellas.
El monstruoso esqueleto trazó un círculo, sin dejar de silbar su furia. Faros nadó hacia él y le propinó una fuerte estocada en la columna vertebral. Un grito agudo llenó el aire y la herida comenzó a despedir un líquido negro y viscoso. Faros percibió un hedor que le recordaba a Vyrox.
La criatura se dio la vuelta para dirigirse a la parte más profunda del río. Faros saltó sobre su espalda y se agarró a ella. Sin embargo, lejos de detenerse, el engendro continuó su carrera hacia aguas profundas.
Faros gruñía, tratando de no ahogarse. Levantó la espada y, con toda la fuerza que logró reunir, la descargó contra su enemigo.
El monstruo lanzó un gemido largo y profundo, seguido de un gran crujido de huesos que procedía de su espalda rota.
Quiso la desgracia que, cuando Faros se disponía a saltar a un lado, el engendro se le viniera encima y lo hundiera con su peso.
Sin embargo, acabó haciéndose añicos. Finalmente libre. Faros intentó salir a la superficie, pero el agua lo arrastraba al fondo. No vio más que la corriente turbulenta y el cielo tormentoso. Se golpeó la cabeza contra una roca y comenzó a tragar agua y a sentir la asfixia.
Notó que se le iba la cabeza y, vagamente, que algo tiraba de su cuerpo, pero parecía tan lejano, tan insignificante.
Entonces chocó contra algo duro.
Y el mundo se oscureció.
Sahd se le vino encima, con una sonrisa que deformaba aún más su rostro abrasado.
No…, era Paug. Lanzando un triste bufido, el Carnicero se tragó la figura inerte, que descendió por su garganta.
Luego Paug se convirtió en el esqueleto demoniaco, que surgió ante él para ahogarlo.
—No —dijo una voz fría y calculadora, que le sonaba familiar—. Aún no ha llegado la hora de tu muerte.
Recuperó la conciencia, sobresaltado, con una tos violenta y los pulmones aún llenos de agua. Tenía el hocico aplastado contra el barro y vomitaba repetidamente. Sintió un dolor que jamás había sentido, ni siquiera bajo el látigo.
Al fin, respiraba aire. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que apretaba algo en la mano. Parpadeando, vio que a pesar de todo lo ocurrido, aún empuñaba su espada.
No, no era su espada, porque la empuñadura no coincidía; además, estaba decorada con lo que probablemente eran piedras preciosas.
Se hallaba atascada en el tronco de un árbol viejo medio sumergido, junto a la orilla del río. Ya recuperada la conciencia. Faros se dio cuenta de que el arma comenzaba a resbalar, se agarró al tronco y escaló el árbol para ganar terreno seco.
Tenía delante una zona boscosa…, probablemente a mucha distancia del vado y de los bosques. Oía ruido de movimiento.
Preocupado, alzó la vista y se encontró cruzando una mirada de pocos amigos con un minotauro que llevaba una espada en la mano y al que no reconoció.
El minotauro se echó hacia atrás, dando muestras de sorpresa. Faros oyó un grito a sus espaldas. El otro asomó la cabeza y gritó:
—¡Aquí! ¡De prisa!
Faros hizo acopio de fuerzas para mantenerse en pie…, con la espada aún en la mano, y sintió que, a pesar de su cansancio, estaba dispuesto a luchar.
Otro minotauro salió del bosque, y luego un segundo y un tercero. Uno de ellos, para sorpresa de Faros, vestía el faldellín blanco y verde de los marinos de la flota imperial.
Así pues, el imperio había dado con él. Rechinando los dientes, se lanzó al ataque, y si no ensartó al primero fue porque éste supo apartarse a tiempo. Pero al fallar la estocada, Faros cayó de rodillas, completamente exhausto.
El guerrero del faldellín lanzó un bufido.
—¡A este idiota podría llevárselo el aire! Matémoslo pronto para ahorrarle más vergüenzas.
—Nos lo llevaremos vivo —replicó el que Faros había estado a punto de herir—. El gobernador querrá interrogarlo.
Al oír la mención de un gobernador, Faros pensó que habría ido a parar a una colonia de Hotak. Tantas tribulaciones para que acabaran ejecutándolo los esbirros del usurpador. La ironía de su destino le daba ganas de reír. En cambio, lo que hizo fue toser y atragantarse.
Luego, con mucho dolor y para diversión de los presentes, se puso en pie. Esta vez sintió las piernas más fuertes.
—Yo…, yo no responderé a vuestro gobernador, ni a su falso emperador… Tendréis que venir a por mí.
El marino parecía enfadado y a punto de arrancarle la espada con su hacha. Los otros comenzaron a rodearlo cautelosamente. Con sus excelentes armas en la mano, parecían dispuestos al ataque.
—¿Qué ocurre por aquí? —preguntó de repente una voz nueva. Aunque en ese momento el cerebro de Faros ya comenzaba a funcionar y, con ciertas limitaciones, captaba los mensajes. Era como si susurraran lentamente cada palabra.
—Ha salido del río, gobernador —explicó el primero—. Está casi desfallecido, pero tiene ganas de pelea.
—No parece un legionario —comentó el jefe con voz áspera—. Esa espada es más propia de un general que de un soldado de infantería.
—Ven y pruébalo a riesgo de tu vida —logró balbucear Faros mirando al recién llegado, un minotauro corpulento y canoso al que le recorría la garganta una antigua cicatriz gruesa y en forma de sierra.
—Puedes quedártela, amigo mío…, porque estoy convencido de que vamos a ser amigos. Tenemos cosas en común. No actúas como un leal a Hotak.
Faros lo contempló, sin dejar de parpadear.
—Por tu reacción, veo que no me equivoco.
—A mí no me importa Hotak. No me importa nada.
—No lo creo. Volveremos a discutirlo cuando le encuentres mejor. Ahora, lo que más te conviene es venir con nosotros. Necesitas agua y comida.
—No voy con nadie —comenzó a decir, pero su cuerpo se agitaba espasmódicamente; intentó dar un paso y se desplomó.
—¡Cogedlo! —ordenó la voz rasposa.
Varias manos fuertes lo sostuvieron por las axilas para evitar que se cayera. Quisieron liberarle del peso de la espada, pero él la apretaba con fuerza.
—Dejadle la espada, basta con que se la enfundéis.
Jubal… Un recuerdo lejano acudió a la mente confundida de Faros. Jubal…, gobernador…
Súbitamente, volvió a oír la voz de su padre moribundo.
Jubal os… esconderá, a ti y a Bek. Jubal os protegerá a los dos, hijos míos.
Jubal, gobernador de Gol y antiguo camarada de Gradic. Si hubieran encontrado al capitán Azak con su barco, el Cresta de dragón, Bek estaría vivo y Faros…, Faros no habría padecido en Vyrox y en las minas de los ogros. Ni lo habrían capturado ni habría sufrido palizas y torturas…
—Jubal… —dijo, con un gruñido.
—Sí, hijo, soy yo —replicó su rescatador abriendo mucho los ojos—. No te dejes impresionar porque todo el mundo me llame gobernador. Soy Jubal desde el día en que Hotak robó el trono y sus soldados tomaron Gol.
Así pues, aunque se las hubieran compuesto para hallar el barco, Bek y él nunca habrían podido esperar la ayuda de Gol. Al margen de sus actos, el destino de Faros habría sido el mismo. Nadie había podido cambiar el suyo: ni su padre, ni Bek, ni el gobernador Jubal. Nadie.
Sintió que el veterano minotauro se inclinaba hacia él. Faros levantó la cabeza para encontrarse con la mirada serena de Jubal.
—Que me aspen si no me recuerdas a alguien… —susurró el antiguo gobernador—. Tenías un nombre antes de que saliéramos de allí, jovencito.
Faros no encontraba motivos de peso para decir la verdad. Jubal se empeñaría en defender el honor de su clan y en vengar a su padre. Hacía tiempo que Faros había matado dentro de si tan nobles ideales.
Se acordó del nombre de un compañero perdido en Vyrox. El rostro del marinero tatuado brilló un momento delante de sus ojos.
—Ulthar —replicó tranquilamente—. Me llamo…
—¡Faros! ¡Eh, vosotros! ¡Si no desaparecéis ahora mismo, lo pagaréis con la vida!
Jubal y los demás se volvieron hacia el sur, donde surgían unas doce figuras del bosque, casi todas de minotauros. A pesar del aspecto desaliñado, venían armados y listos para saltar sobre ellos.
Empuñando el hacha, Grom se aproximó, cauteloso.
—¿No me oís? ¡Soltad a Faros, si no queréis morir! —dijo, con expresión torva.
Pero los que rodeaban al gobernador no parecían dispuestos a obedecer, a pesar de la extravagancia de sus rivales. Uno de ellos levantó el hocico del prisionero con la punta de su hacha.
—¡Quietos! ¡Quietos! —ordenó Jubal. Se encaró con Grom, para mostrarle que iba desarmado—. Vosotros… tampoco sois amigos del imperio, ¿no es así?
Por toda respuesta, Grom se inclinó para que Jubal y los suyos le vieran el hombro.
—Éste fue el destino que el emperador nos tenía reservado —repuso.
—Es la marca de los cuernos rotos —mugió con amargura el marino—. ¡La marca de los minotauros esclavizados por los ogros!
—¿Hotak hizo eso? —preguntó Jubal, con una mirada oscura—. ¡Contesta!
—Nadie más que él… por nuestra lealtad a los que estaban vinculados a Chot.
—¡Entonces, somos aliados, amigos míos! —Antes de que un pasmado Grom pudiera impedírselo, el gobernador le estaba palmeando la espalda—. Nosotros somos los que se rebelaron contra el ladrón del trono; los que le haremos pagar los crímenes contra su pueblo.
Grom, inseguro, miró a Faros.
—¡Faros!, ¿lo has oído?
Pero Faros no respondió, porque Jubal, que lo miraba con un interés renovado, tenía un curioso brillo en los ojos.
—Has dicho que te llamas Ulthar —dijo la voz áspera de Jubal, que se acercó a él para estudiarlo más de cerca, aunque Faros intentaba apartar la cabeza—. ¿Por qué me has engañado? Tu rostro me resulta familiar, y tu nombre…, Faros.
Un profundo suspiro del gobernador hizo levantar la cabeza a Faros.
—¡Eres idéntico a tu padre! No importa que no me conozcas. —Jubal lo contemplaba con los ojos muy abiertos—. Creí que habías muerto. ¡Tenías más razones que yo para estar muerto!
—¿Qué quieres decir? —preguntó Grom.
El antiguo gobernador, sin dejar de mirar a Faros, se irguió.
—Es el hijo de Gradic —dijo a Grom antes de volverse de nuevo hacia Faros—. La última vez que te vi, eras un niño que casi no sabía andar. Pero eres hijo de la Casa de Kalin.
—¿Kalin? —exclamó, con la boca abierta, uno de los seguidores de Jubal—. ¿Él?
—Sí… hijo de un amigo muy querido para mí, es cierto. —Jubal se volvió a mirar a los rebeldes y los esclavos—. Y es también sobrino del emperador Chot.