LA COLONIZACIÓN
Llegaban a pie, a caballo, en carretas, especialmente en carretas, porque transportaban todo lo necesario para su supervivencia… o, mejor dicho, para su prosperidad.
El estandarte del Clan de Bregan, con las hachas cruzadas y la silueta de un trono, iba en cabeza de la columna; detrás, lo seguía el barco verde sobre campo azul de la Casa de Athak. Siete estandartes distintos ondeaban en lo alto de una única caravana, la de los minotauros que no iban a luchar sino a construir, a cultivar la tierra… a dar el siguiente paso para borrar Silvanesti del mapa y crear Ambeon.
Los legionarios que habían combatido para conquistar aquel derecho observaban a los recién llegados con poca camaradería. Algunos incluso bufaban su absoluto desprecio, mientras que otros acariciaban las armas.
El grueso de la caravana estaba compuesto por antiguos guerreros que, por haber perdido un miembro o haber enfermado a raíz de una epidemia, habían quedado inútiles. En vez de los petos de la legión, vestían unas blusas grises sobre el faldellín de paño. Muchos poseían dagas e incluso portaban hachas y espadas, pero lo que más se veía eran las varas que les servían de apoyo y los bultos que llevaban al hombro con sus pertenencias.
No todos los que formaban la columna eran lisiados o ancianos.
Los minotauros que aún conservaban sus lazos matrimoniales llevaban consigo a sus esposas. Había también niños, la mayor parte sanos, aunque tan pequeños que algunos todavía no sabían andar.
Los hijos mayores de los colonos habían sido adoptados por sus respectivos clanes, que se ocupaban de encontrar adultos que quisieran criarlos, con el objetivo de que crecieran sin estigmas. Los que se quedaban en la columna tenían las misma posibilidades de adopción una vez cumplido el primer año de entrenamiento militar, a la edad de cuatro.
Al frente de la columna cabalgaba el único minotauro con armadura. Le faltaba el brazo derecho y tenía deformado un tercio de la parte frontal del hocico, porque el hacha que le segó el brazo estuvo a punto de arrancarle también aquella zona del rostro. Su peto lucía aún el cóndor rojo, aunque el tiempo había emborronado la larga cresta de crin de caballo.
Era misión del general Orcius recibir a la columna, pero como aún no se le había encontrado sustituto, lo hizo lady Maritia con gran espectáculo. Necesitaba legitimar a los recién llegados ante los ojos de los legionarios curtidos, pues la colonización era idea de su padre.
Al verla llegar, el oficial lleno de cicatrices se golpeó el peto con una mano en la que sólo quedaban tres dedos. Maritia notó que, además de encanecer, comenzaba a perder el pelaje.
—¡Mi señora! ¡Soy el primer decurión Traginorni Es-Athak, al mando de la columna! ¡Os saludo!
Después de que él inclinara los cuernos astillados, ella asintió.
—¿Te unen lazos de sangre al almirante Cinmac?
—El patriarca es mi hermano menor. Debo este cargo a su bendición.
El almirante era uno de los mayores defensores de Hotak en su círculo íntimo, y también uno de los patriarcas más jóvenes de la historia de su raza.
—He tratado a tu querido hermano —respondió—. Cuando vuelvas a verlo no dejes de transmitirle mis saludos.
El rostro mutilado de Trag dio visibles muestras de vergüenza.
—Y-yo… no lo veré pronto. Me han asignado permanentemente a esta misión.
—Tu nombramiento es una decisión acertada de tu hermano y de mi padre.
Trag era tenido por un oficial competente, que, sin embargo, de poco podía servir en suelo patrio. En cambio, al poner al tullido oficial al cargo de la colonización, Cinmac le permitía salvar la dignidad y lo alejaba de la opinión pública de la imperial Nethosak. Trag bizqueó, mirando con ojos acuosos lo poco que quedaba de la primera población élfica conquistada.
—Así que esto es…
—Se llamaba Valsolonost, pero de ahora en adelante se llamará Orcinath, en honor del general Orcius, que dio la vida valientemente aquí.
—¡Aah! —El decurión inclinó los cuernos en homenaje al general caído—. Un oficial que merece lodos los honores. —Contempló a los legionarios que lo rodeaban, intranquilo—. Haremos lo posible para que la nueva colonia sea digna de él.
Los colonizadores habían comenzado a motear el campamento y desembalaban el equipo y las provisiones. Sacaban también sierras y hachas de grandes proporciones para talar el bosque, panzudos barriles de brea, fuelles gruesos como los que empleaban los herreros y azadas con la punta de hierro, entre otros enseres.
Trag observaba con aprobación su eficacia. Los colonos no recibían ayuda de los soldados de la legión, pero tampoco la deseaban A pesar de sus heridas y sus mutilaciones, trabajaban con método y con no menos disciplina de la que Maritia se habría exigido a sí misma.
El decurión manco la miró y, con un tono de indecisión en la voz, preguntó:
—Vuestras fuerzas…, ¿estarán aquí mucho tiempo?
Un relámpago de disgusto, no relacionado con Trag, cruzó los ojos de la hija de Hotak.
—Según los planes, dentro de unos días avanzaremos hacia el sur. Supuestamente, allí nos detendremos a esperar.
—Silvanost es una tentación…
—En efecto.
Sin embargo, según Galdar, Silvanost debía someterse a la autoridad de Mina. Los informes indicaban que los Caballeros de Neraka que seguían a la marioneta del minotauro renegado mantenían con mano firme la capital. Maritia había sostenido acaloradas discusiones con los generales Bakkor y Kalel, que deseaban proceder contra la principal ciudad élfica y desembarazarse no sólo de sus habitantes nativos, sino también de los actuales invasores. Ni los ogros, que convergían en Silvanost procedentes del norte, comprendían la necesidad de esperar. En eso por lo menos coincidían con los minotauros, porque ambos preferían la actividad.
También Maritia la deseaba. Silvanost era el gran premio. Podría convertirse en la pieza central de Ambeon tras el despliegue de los minotauros.
—Estaremos el tiempo necesario para comprobar que tu gente se establece; luego, nos trasladaremos a la siguiente posición.
Trag la miró con una expresión extraña.
Orcinath será reconstruido conforme a las órdenes de vuestro padre. —Luego, de pronto, el hermano del almirante Cinmac volvió a inclinar los cuernos—. Sí lo permitís, os dejo para dar instrucciones a los colonos.
—Ve.
Maritia arrugó el entrecejo al verlo retirarse muy de prisa. Trag se aproximó a un macho de gran tamaño que dirigía la descarga de una carreta de picos curvos, palas romas y otras herramientas eficaces para cavar en suelos rocosos. Al principio, la hija de Hotak sólo percibió que el otro minotauro llevaba un parche en un ojo, pero entonces él se volvió y la joven dio un respingo. Su brazo izquierdo, enjuto, se movía con torpeza. Era, sin duda, un defecto de nacimiento.
Maritia agachó las orejas. Se preguntaba si realmente sus padres le habían perdonado la vida.
Inflando las aletas de la nariz, hizo dar la vuelta a su montura. No bastaba con que las legiones se vieran obligadas a moverse con aquella lentitud, ahora había que quedarse a supervisar a los colonos… y ver a los recién llegados. Comenzaba a dudar de las ideas de su padre sobre la conquista de Ansalon.
—¿Qué pensabas, padre? —murmuraba de camino a su tienda, cerca del borde occidental de Valsolonost—. ¿Qué pensabas? —repitió, imaginando el trabajo y las luchas que estaban por llegar—. No saldrá bien.
Ya el primer día, los colonos organizaron sus provisiones y eligieron y marcaron los primeros árboles que deseaban talar. Levantaron, además, una enorme tienda que hiciera las veces de comedor y allí comenzaron a alimentar a los suyos. El olor que despedía su campamento despertó la envidia de los legionarios, hartos ya de cecina y de otras carnes curadas. Los soldados más atrevidos intentaron robar el conejo estofado que bullía en los inmensos peroles, pero un grupo de colonos, dedicados a guardar bienes y equipo, los expulsaron a golpes.
El segundo día levantaron tres estructuras de madera de no menos de cinco metros de altura en el extremo oriental del campamento. Eran los edificios largos y anchos de las casas comunes que iban a servir de domicilio temporal a los colonos. Otros se ocupaban de proyectar el curso de un río cercano, estudiando cómo habían configurado los elfos su corriente y cómo cambiarla para abastecer a una población mucho mayor que la que antes vivía en Orcinath.
Al mediodía del tercero, una de as las edificaciones contaba ya con tejado. Llenaron de astillas y de carbón un enorme horno de hierro, cuya colocación requirió los brazos de seis colonos de los más fuertes, tres a cada lado, que lo transportaron como si fuera una litera real. Inauguraron la herrería y, con un yunque y un fuelle de grandes proporciones, comenzaron a fabricar y reparar las herramientas que traían en recipientes de cobre y de hierro.
Maritia encontró al decurión ocupado en la construcción de las casas comunes, en una de las cuales se veía el esqueleto de madera de las futuras paredes. La hija de Hotak observó a un trabajador aparentemente sano que rellenaba con pericia las rendijas que quedaban entre los maderos con una mezcla de arcilla y otros elementos y, sobresaltada, comprendió que era ciego.
Trag se acercó al notar su expresión de desconcierto.
—Tiene un toque experto, mi señora. Se ocupa de que los elementos y los gusanos no se abran camino entre las paredes.
—Has hecho mucho en muy poco tiempo. Estoy impresionada.
El minotauro inclinó los cuernos para agradecer la alabanza.
—Cuando vinieron a transmitimos las órdenes, nos recordaron que los que son como nosotros no tienen otro lugar en el imperio. Eso nos sirve de estímulo. —Levantó con orgullo el hocico—. Aún somos minotauros, mi señora.
—Entonces, puede que mi ofrecimiento haya sido un insulto para ti.
—Trag miró por encima de la joven, porque acababa de descubrir a un grupo que se amontonaba detrás de ella.
—¿Elfos…, mi señora?
A su lado, los colonos parecían fuertes y sanos. Flacos, extremadamente pálidos y sin haberse podido lavar desde su captura, los elfos de Valsolonost no osaban levantar la vista. Desde la caída de la ciudad, se habían ocupado de retirar los cadáveres y de vaciar de objetos valiosos las casas destruidas. Además, Maritia había ordenado que los más fuertes comenzaran a limpiar la zona norte para hacerla habitable. Los elfos habían cultivado allí a lo largo de siglos y siglos un inmenso jardín de flores de gran colorido, con árboles en forma de paraguas y arbustos recortados según las suaves figuras del país de los bosques, donde se creía que habitaba Branchala, su antiguo dios. Maritia ordenó que lo arrasaran.
La destrucción del jardín había representado su humillación final. Ahora sabían que sus dioses los habían abandonado definitivamente.
—No creo que sean habilidosos con el yunque, ni siquiera que sepan clavar un clavo —dijo Trag, gruñendo su desprecio. Unía su orgullo de minotauro al desdén por los fatigados y apáticos dueños de Silvanesti—. Imagino que no sabrán guisar la carne… ellos comen flores silvestres, ¿no es así; mi señora?
Maritia se encogió de hombros. Después de cinco días sin comer, había descubierto que los esclavos estaban dispuestos a tomar cualquier cosa.
—Comprueba si puedes emplearlos en algo. Quizá habría hecho mejor en ejecutar a toda la cuadrilla.
De pronto, en la mirada de Trag creció el interés por los elfos. Maritia siguió sus ojos pero no halló nada excepcional. Hasta los kiraths tenían el aspecto derrotado de todos los demás.
—Pueden cavar —anunció el minotauro—. Todo el mundo puede cavar. Hasta los animales cavan.
—¿Cavar qué? ¿Sus tumbas?
—No, mi señora. Hemos encontrado una zona excelente al sur para explotar una cantera. Necesitamos mucha piedra para la construcción de Orcinath. Seguro que los elfos pueden cavar.
—Si tú lo dices. —Maritia arrugó el entrecejo.
—Estupendo. —Trag estiró las orejas—. Con los progresos que estamos haciendo, mi señora, no quiero reteneros aquí. Seguramente querréis moveros libremente entre vuestros soldados.
—Entonces, dejo a los esclavos en tus manos —replicó, asintiendo con la cabeza. Lo miró desde su altura—. Cuento contigo. La colonización marcha bien. Os dejaremos dentro de dos o tres días.
Él inclinó la cabeza.
Maritia se despidió, consciente de que los deseos de decir adiós a las legiones expresaban a las claras la animosidad que reinaba entre colonos y soldados. Pero ella estaba de acuerdo; cuanto antes se separaran los dos grupos, mejor para todos.
Sin embargo, y a pesar del íntimo disgusto que le causaban, debía reconocer que los colonos trabajaban con profesionalidad. Maritia sentía curiosidad por conocer sus planes de reconstruir Silvanost para satisfacer al imperio.
Porque… jamás tendrían la posibilidad, ya que Silvanost pertenecía a Galdar y a su humana. Así rezaba el acuerdo. Los minotauros detendrían la conquista antes de alcanzar la capital.
No obstante…
La joven resopló, recorriendo con la mirada el pueblo destruido. Uno de los centinelas de su propia legión del Corcel de Guerra, que pasaba a caballo, la saludó. La hija de Hotak arrugó el entrecejo y lo llamó.
El soldado se arrodilló ante ella.
—¿Sí, mi señora?
—Envía este mensaje al general Kalel. —Los Sabuesos Terribles eran los más capacitados para lo que estaba pensando—. Dile —volvió a mirar haría el sur—, dile que necesito a sus cuatro mejores exploradores para una misión especial.
La Foran i’Kolot, enviada por el emperador, entró en el puerto en plena noche. Tenía órdenes de navegar hacia el norte, encontrar a las naves rebeldes que, al parecer, estaban allí y acabar con los traidores.
A bordo de su buque insignia, conduciéndolo hacia la victoria iría Bastion, segundo hijo del emperador, su preferido y el campeón del imperio.
Hotak había analizado sus ideas de última hora con él antes de despedirse en palacio. Sólo dos guardias cabalgaban junto al minotauro de pelaje negro, camino del puerto. Aún no había salido el sol. Pocos repararían en la aparente patrulla de tres soldados.
—¿Es aquél? —preguntó al acercarse a los muelles. Se refería a la enorme sombra que proyectaba el formidable buque de guerra que Bastion sólo había visto en construcción.
—Sí —replicó el mayor de los dos—. Es El Señor de las tormentas.
—Sin duda, un buen sustituto del Escudo de Donag. —Bastion desmontó—. Un buque digno de encabezar la Foran i’Kolot.
—Y un gran honor también, mi señor, para vuestro hermano.
—Sí…, mi hermano.
Se oyeron pasos. Con una antorcha en la mano, el capitán del buque —un minotauro amplio de tórax, con una raya gris que le atravesaba el pecho en sentido vertical— los esperaba al pie de la pasarela. Inclinó los cuernos, antes de decir con una voz sorprendente por su suavidad.
—Mi señor Bastion, soy el capitán Xyr. Es un honor teneros a bordo de este buque.
—Tu reputación es conocida por mí y por todo el imperio, capitán Xyr. También yo tengo a gala navegar contigo.
Xyr se estremeció de orgullo.
—Gracias, mi señor. —Miró por encima de su hombro hacia el barco sumido en la oscuridad—. Tenéis una visita que ha venido a despedirse.
Bastion atiesó las orejas.
—¿De quién se trata?
—Comprobadlo vos mismo, mi señor. He ordenado a un marinero que lleve vuestras cosas al camarote.
Lleno de curiosidad, el minotauro de pelaje negro subió a El señor de las tormentas. Allí, se quedó mirando tas figuras envueltas en la noche que avanzaban por la cubierta.
—Pensabas que no te iba a encontrar en la oscuridad, ¿eh? —comentó una voz grave a su espalda.
—¿Ardnor? —Bastion se giró.
Su cetrino hermano se echó a reír.
—¿Esperabas a la Reina del Mar?
—No te esperaba a ti. ¿Cómo has sabido que iba a estar aquí a estas horas?
Ardnor sonrió, enseñando los dientes.
—Hay pocas cosas que no sepa o que no descubra, hermano.
—Supongo que sí.
—No quería que zarparas sin tener la oportunidad de desearle la mejor de las suertes en una misión tan importante.
La tripulación bullía a su alrededor, preparando la partida. Bastion y Ardnor se hicieron a un lado para sortear a dos marineros que cargaban con el equipaje del primero.
—Agradezco tu deseo y tu presencia aquí, Ardnor. Yo también quería desearte toda la fortuna del mundo en tu misión, que no es menos trascendente, pero el tiempo se me echó encima.
—Mi misión… —El hermano mayor lanzó un bufido—. Llevar provisiones. Nada glorioso, pero hago lo que puedo por el imperio.
Bastion puso la mano en el brazo de su hermano.
—Es una misión importante, lo sé. Padre no se la confiaría a cualquiera. Y cuando la hayas cumplido, estoy seguro de que te premiará con un puesto que yo envidiaré. Siente un gran amor por ti, Ardnor.
—Quizá. —Ardnor hizo un ademán para quitar trascendencia a las palabras de su hermano—. Tú y yo, sin embargo, aquí y ahora… —Se inclinó hacia Bastion—. Hemos estado alejados el uno del otro muchos años, pero cuando te fuiste a luchar contra los rebeldes, se me ocurrió que podían matarte. Lo pensé mucho. Luego, regresaste y creí que no debía perder la oportunidad. —Ahora era él quien cogía a Bastion por el brazo, apretándolo con fuerza—. Quiero asegurarme de que esta vez te despido como es debido.
—Entonces, me siento muy honrado.
—Somos hijos de Hotak, hijos del futuro. Es normal que cuidemos el uno del otro. Y, como primogénito, yo debo cuidar de ti. —Volvió a enseñar los dientes.
Se dieron unas palmadas rápidas, torpes, como si algo no fluyera entre ellos desde la infancia. Luego, Ardnor dio unos pasos atrás e inclinó los ruemos. Bastion lo imitó.
—Espero que tu viaje salga como yo deseo —dijo la voz grave de Ardnor.
—Serás el primero en enterarte, te lo prometo.
El hermano mayor se echó a reír y, con una leve reverencia, desapareció.
Bastion vio descender por la pasarela la voluminosa figura de su hermano. Su tácita rivalidad había comenzado desde que eran guerreros del reino. Aunque Bastion nunca lo había pretendido, se abrió entre ellos un abismo que los años no habían hecho más que agrandar. Él llegó a creer que nunca lo superarían.
Pero ahora, Ardnor parecía cambiado. Hotak volvía a introducirlo en el círculo íntimo del palacio y le encomendaba su primera tarea importante. Bastion estaba convencido de que si su hermano mostraba más respeto por su padre y obedecía sus órdenes, podía aspirar a un alto cargo.
En su deseo de poner en paz a la familia, había hecho saber a Hotak que el día en que heredara el trono pensaba reservar un puesto de honor a su hermano.
—Cuando regrese, hablaremos largo y tendido —murmuró a la figura que se alejaba.
—Excusadme, señor —dijo el capitán Xyr, dirigiéndose a él—. No desearía importunaros. Eran conocidas las diferencias entre vos y vuestro hermano. Es bueno que las cosas cambien.
—Sí…, sí, es bueno.
El capitán se aclaró la garganta.
—Estamos listos para zarpar. Acorralaremos a los últimos rebeldes contra las rocas, ¿verdad?
—Esperemos que sea así —replicó Bastion, con un gesto deferente de la cabeza.
Acompañado por un miembro de la tripulación, se dirigió a sus estancias. Aunque tenía cosas que hacer, sus pensamientos volvieron al cambio experimentado por Ardnor. Puede que su familia estuviera conquistando la unidad sin precedentes que también caracterizaba ahora al reino.
Incluida, se atrevió a esperar, su madre.