LOS EXTERMINADORES DE DRAGONES
Notó su presencia cuando se le acercó en forma de viento helado. Hotak alzó la vista con una mezcla de placer y aprensión. Dominó esta última diciéndose que los abominables rumores que habían llegado a sus oídos no eran más que eso…, rumores.
—Amor mío —dijo, abandonando su estudio del gran mapa de campaña—. Es un raro placer.
Como de costumbre, más que andar, parecía que su esposa se deslizaba. Lady Nephera miró a su esposo, luego al mapa en relieve que se extendía por la amplia mesa, y de nuevo a Hotak.
—No somos tan distintos, esposo mío. Tú pasas el tiempo adorando este mapa.
El comentario se aproximaba de un modo incómodo a la verdad, porque Hotak había dormido la noche anterior en la estancia.
—Las cosas están al rojo vivo —explicó el emperador a modo de excusa—. Además de los distintos escenarios de guerra, he de cuidar al Gremio de Mercaderes prometiéndoles que mis demandas extraordinarias de producción no harán escasear de repente las materias primas para las necesidades cotidianas del imperio. No puedes imaginar hasta qué punto son pobres de miras los jefes del comercio.
Caminó lentamente alrededor de la mesa y se detuvo en el lado opuesto. Nephera se inclinó para estudiar las piezas del mapa.
—Debes corregir la disposición de tus fuerzas. —Sin darle tiempo a replicar, señaló con el índice las situadas ante la frontera de Silvanesti. Los guerreros minotauros se deslizaron hacia el oeste y no se detuvieron hasta haberse introducido en territorio élfico.
Abriendo los ojos, Hotak se asió con fuerza al borde de la mesa; en su aturdimiento nervioso hizo crujir la madera.
—¿Es posible?
—¿Dudas de mi palabra?
—¡No…, no, desde luego que no! —Se acercó al lado de la mesa en el que estaba Nephera para ver mejor la zona correspondiente a Silvanesti—. ¿Qué resistencia ha encontrado mi ejército? ¿Hasta dónde ha penetrado en el reino de los elfos?
—Maritia te informará de los detalles prácticos, esposo mío. El buque de Sargonath está entrando en el puerto con misivas suyas. Yo puedo decirte que han conquistado la ciudad élfica más cercana con un mínimo de bajas… Me refiero a las legiones, naturalmente. —De pronto, Nephera miró a su izquierda, como si oyera algo. Una expresión que podría ser de simpatía aleteó en su rostro enmarcado por la capucha—. ¡Oh!, perdona. Debo informarte de que…, el general Orcius ha abandonado su cuerpo mortal.
—¿Orcius? —Hotak hinchó las aletas de la nariz—. ¡Maldita sea!
—Ahora sirve a un poder más grande, esposo mío, puedes estar seguro.
—Lo preferiría en este mundo, dirigiendo el campo de batalla. —El emperador sostenía un mensaje que acababa de recibir cuando llegó su esposa—. ¿Y de esto? ¿También puedes decirme algo de la situación?
La suma sacerdotisa esbozó una leve sonrisa. No lo había leído, pero tenía algo que decirle.
—Sí, una nave rebelde navega cerca de la península septentrional. El gobernador Jubal de Gol se encuentra a bordo.
—¿Jubal? ¿Jubal? —Hotak contempló la zona del mapa donde se hallaba la nave negra—. El Cresta de dragón.
—Sí. El mismo.
Hotak levantó la pieza, imaginando que se trataba de la nave auténtica y la apretó dentro de su puño.
—La captura de esa nave y del gobernador acabaría con la rebelión.
Nephera asintió sin pestañear. Contemplaba a su esposo con la misma atención con que miraba la figurita que tenía en la palma de la mano.
—Sí, quien lograra esa captura conquistaría un gran honor.
—En efecto —replicó confiadamente el emperador, devolviendo la pieza al mapa, del que no apartaba la vista—. Como corresponde.
—Envía a Ardnor.
—¿Ardnor? —Levantó la mirada, asombrado por la sugerencia—. ¿Que lo envíe a esa misión?
—Merece tu confianza, le has dicho que deseas integrarlo en el trono. Concédele la oportunidad de demostrarte su coraje.
—Ardnor —repetía Hotak—. Podría ser.
Rodeando la mesa, Nephera se aproximó a su marido Pese a su delgadez extrema y a sus ojos fijos y abiertos, pese a que su belleza se había ajado en los últimos tiempos, a Hotak se le iluminó el rostro con una sonrisa. Aspiró, imaginando el aroma a lavanda que siempre la había precedido… hasta hacía poco.
—Yo regresaría —le susurró la emperatriz, y levantó la mano para dejar correr los dedos por el ojo herido—. Una vez te ofrecí recuperar lo perdido…
Gentilmente, Hotak tomó su mano y la retiró de la antigua herida.
—No.
—Como quieras. —Miró por encima de él, asintiendo a unos espectadores silenciosos, y luego se deshizo de la mano de Hotak para dirigirse a la puerta—. Te mantendré informado.
Cuando salió. Hotak tuvo la agradable sensación de que una muchedumbre abandonaba la estancia. Una vez a solas, recuperó sus sentidos y sopesó la sugerencia de Nephera de un modo más reflexivo. Tenía sus pros y sus contras.
Pero al pensar en Ardnor y en el carácter trascendental de la misión, los segundos ganaron a los primeros.
—No…, no, amor mío, imposible. No en esta misión. Con Jubal y el Cresta de dragón hay que tener mucho cuidado. Bastion actuará con mayor experiencia.
Recorrió el mapa con la mirada, tratando de hallar algo de importancia semejante para su primogénito, y reparó en Sargonath.
Sí, había que despachar con urgencia un nuevo barco de provisiones para el Gran Señor Golgren. ¿Por qué no enviar a Ardnor a esa misión? ¿Quién podía negar la importancia de cumplir el pacto con los ogros y mantener su ejército bien aprovisionado? La vital misión de abastecimiento demostraría cómo amaba a su hijo mayor y lo mucho que confiaba en él.
—Sí…, Ardnor a Sargonath y Bastion al norte de Kern. —Tomó el barco dorado que representaba el de su hijo más joven y otra figurita idéntica. Situó el primero junto a la península, y el otro al oeste. Entonces, asintió con la cabeza—. Sí, las necesidades del imperio son lo primero. Ella tendrá que entenderlo.
A pesar de sus órdenes, el general Argotos no tenía intención de esperar a que los ogros se sumaran a su campaña. Eran bestias incapaces de comportarse con auténtico espíritu militar. No le extrañaría que los esclavos huidos hubieran silbido aprovecharse de aquella carencia. Aunque su objetivo fuera matarlos, Argotos admiraba el valor de los mineros fugitivos. Tenía que exterminarlos para que no fueran tomados como ejemplo, pero lo hacía por el bien del imperio. Después presentaría su justificación al emperador y a lady Maritia… justo antes de que le impusieran la condecoración.
Argotos era un minotauro ancho, de hocico grueso, cuyo cuerno izquierdo dibujaba una ligera curva. Tenía el rostro lleno de cicatrices, algunas tatuadas a propósito. En su calidad de comandante de la legión de los Exterminadores de Dragones, se lo conocía por ser un oficial capaz de combatir codo a codo con sus soldados.
Aquel día cabalgaba al frente de una legión de intervención rápida, inspeccionando el paisaje en busca de algún rasuro de los renegados.
—General —llamó uno de sus ayudantes—. Se aproximan los exploradores.
Argotos observó a los jinetes que atravesaban a toda prisa la larga y ancha columna. Al parecer, habían descubierto algo.
Se detuvieron para recuperar el resuello. Los dos vestían camisas de paño marrón para confundirse con el paisaje seco y polvoriento de aquella zona de Kern, aunque llevaban debajo unas cotas de malla ligeras por si se veían obligados a correr.
—Justo d-delante —anunció una hembra curtida, que era la de más edad de la pareja—. Están diseminados a todo lo largo de un sendero.
—¿De qué se trata? ¿Es que los condenados ogros nos han pisado la caza de los bandidos?
Sólo el general y los oficiales conocían la verdad: que perseguían esclavos minotauros fugitivos. Para los legionarios, estaban buscando rebeldes y piratas. Que el emperador los hubiera vendido como esclavos era un secreto, por eso había que exterminarlos.
—¡No, mi general! —replicó la hembra con una vigorosa sacudida de cabeza—. Creemos que es la escolta de la caravana original.
Argotos estaba preocupado. Ya sospechaba que habían atacado la escolta de los ogros, porque nada se sabía de su destino. La acompañaban, además, dos oficiales de la legión, que sin duda habían muerto.
Bueno, serviría para que sus soldados comprendieran que no iban de excursión. La muerte de los oficiales legionarios los pondría furiosos.
—Muy bien, adelante.
Los esclavos no habían mostrado piedad alguna con los ogros, e incluso habían clavado en estacas algunas cabezas. Argotos no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción al ver los resecos cráneos ensartados.
—Esto habrá impresionado a las malditas bestias.
Mientras recorrían el sendero de destrucción, los soldados no perdían de vista los cadáveres mutilados que había por todas partes. Apenas quedaba nada de los cuerpos. Algunos tenían restos de piel de animal o trozos de metal oxidado. Todos estaban decapitados.
Varios soldados, moviéndose entre los cadáveres, reclamaban venganza. Como Argotos, tampoco querían a los ogros, aunque ahora los eternos adversarios se hubieran convertido en aliados, pero comprendían que los perpetradores de aquella atrocidad interferían en el legítimo destino del imperio minotauro, y la visión los irritaba tanto que se prometían castigar a los responsables.
Soportaban un calor opresivo, aunque no era la primera vez que luchaban en un territorio tan hostil. Ni el polvo ni el viento inclemente podrían detenerlos. Los soldados minotauros sabían luchar cualquiera que fuera el lugar en el que se enfrentaran al enemigo.
Y no les importaba derramar sangre.
—Regresan los otros exploradores —dijo uno de los oficiales de Argotos, señalando en dirección nordeste, hacia unas montañas cercanas.
—Ojalá traigan informes. —Algo especial, fuera del sendero, llamó la atención de Argotos. El viento destapaba ciertos rastros que se habían tratado de ocultar—. ¿Aquello no son los restos de una pira? Decid al primer decurión que envíe un contingente a inspeccionar la zona.
—Sí, mi general.
El oficial se cruzó con los exploradores que llegaban en ese momento. Nada más saludar a su superior, comenzaron a informarle.
—Hay huellas de dos acampadas; una de ellas se instaló varias semanas antes que la otra. Parece que estuvieron moviéndose por aquí, general, trazando círculos, incluso retrocediendo.
—Una táctica perspicaz, ¿no os parece?
—Serían varios cientos, probablemente más de mil, pero no llegarían a una legión.
Argotos resopló.
—No sé si merece la pena perseguirlos, pero resultará fácil. —El general levantó la vista al cielo. Pronto anochecería—. Demasiado tarde para alcanzar las montañas. Acamparemos al norte de aquí. Si nos buscan, nos hallarán en campo abierto, y si nos esperan en las montañas, haremos bien en quedarnos y seguir su rastro mañana al amanecer…
Un movimiento repentino en aquella dirección lo obligó a callar, porque no se trataba de los exploradores…
—¡General! ¡Ogros! —gritó uno de los oficiales.
—No se mueven como los ogros —replicó otro.
—¡Formad filas! —ordenó Argotos, alerta en su silla—. ¡Dad aviso! ¡Quiero formación de batalla inmediatamente!
Se oyeron los cuernos y el entrechocar de los metales, ya que los expertos legionarios se movían a toda prisa para crear una barrera viviente, superior en número y magnitud a las fuerzas que tenían enfrente. Adelantaron las lanzas. La caballería se disponía a cargar contra el enemigo mientras los arqueros preparaban los venablos que precedían a toda carga. Los encargados de las catapultas y las ballestas situaban sus voluminosas armas en posición.
Ya era evidente que la legión de los Exterminadores de Dragones no afrontaba un ataque de los ogros, sino de una vociferante banda de minotauros.
—¡Los rebeldes! —gruñó un soldado, al que siguieron otros que manifestaban así su odio hacia los seguidores de la causa del depuesto Chot.
—Dejad que se acerquen —mugió Argotos—. Y entonces, disparad con todo.
Sin embargo, a medida que los atacantes se aproximaban, lo que parecía una pequeña unidad compacta se desintegró en un grupo heterogéneo de figuras encorvadas, muchas de las cuales ni siquiera habrían podido andar sin la ayuda de sus compañeros o de los caballos de patas gruesas que habían pertenecido a los ogros. Algunos no eran minotauros.
—¡Ja! —bufó Argotos a sus oficiales—. ¡Atajo de miserables! Ni siquiera harían sudar a mis legionarios.
——¿Qué ordenáis, señor? —preguntó su segundo, con expresión impaciente.
Pero el comportamiento de los renegados obligó al general a rascarse la cabeza. Ante sus ojos y los de sus soldados, en vez de avanzar, el andrajoso ejército de antiguos esclavos bajó las armas.
—Por el de los Grandes Cuernos, ¿qué hacen? —profirió Argotos.
Un macho joven y pálido, de ojos penetrantes, se adelantó hacia el frente enemigo y estudió, casi con indiferencia, el despliegue de los guerreros bien armados.
El general abrió la boca para ordenar el ataque.
Sin embargo, volvió a cerrarla, sin dar crédito a sus ojos.
Como si no pensara en la muerte segura que le aguardaba, el jefe se agachó para depositar su espada en el suelo.
Sus seguidores lo imitaron al unísono, las armas chocaban estrepitosamente contra el duro terreno y los legionarios se miraban, perplejos.
—¡Se rinden sin luchar! —barbotó un centurión.
—¡Imposible! —bramó el comandante. Argotos habría preferido aniquilarlos, pero atacar a los que se rendían, tratándose de su propia especie, sería un acto deshonroso.
Y el honor era un sentimiento profundamente arraigado en las legiones del emperador Hotak.
Todos, salvo el jefe, de pelaje castaño claro, hincaron, como mejor pudieron, una rodilla en el suelo. Los que iban a caballo desmontaron, manteniendo en una mano las riendas. Los heridos y los enfermos se arrodillaron a pesar de la evidente dificultad.
El jefe inclinó los cuernos a un lado. Los demás repitieron el gesto.
—Es una rendición honrosa —comentó alguien.
—¡Alto! —gritó Argotos. El general se rascaba un lado del hocico, con la mirada turbia de frustración.
Entonces, la figura de suave tono castaño y ojos penetrantes volvió a tomar la iniciativa. El jefe de los desesperados minotauros y otros renegados se puso en pie cautelosamente para examinar la línea de legionarios; parecía que deseaba clavar la mirada en todos y cada uno de ellos.
Alzó los brazos para demostrar que iba desarmado antes de dar cinco pasos en dirección a los soldados. Luego, se detuvo y los abrió como si quisiera enseñar el pecho cruzado por incontables cicatrices. Lo habían torturado a fondo.
—¡Nuestra vida es vuestra! —retumbaron sus palabras.
Algunos legionarios se movían con nerviosismo.
Con la voz casi quebrada por la emoción, el jefe continuó:
—¡Nuestra muerte es vuestra!
—General —murmuró el segundo de Argotos—. Deberíamos…
—¡Estoy pensando!
—Pero si él…
Argotos lo miró.
—¿Por qué hay que confiar en él? ¡Es un renegado! —El general sopló y resopló antes de añadir con un gruñido en voz baja—. Da la señal para que los arqueros preparen las flechas.
Casi al mismo tiempo sonaron los cuernos. Los atacantes se hallaban a tiro. Argotos miró a los arqueros, que se disponían a disparar.
Sin embargo, como si no le importara la inminencia de su muerte, el jefe rebelde se acercó más. Ahora contemplaba directamente a los arqueros y se exponía ante ellos, retándolos.
Algunos de los minotauros que estaban a sus espaldas se agitaron, intranquilos. Uno de los más cercanos al frente hizo algo que le recordó a Argotos su juventud: era el signo de Sargonnas.
—Ése no ir ayudará —se burló con voz pausada el general. Luego, levantando la voz, ordenó—: ¡Arqueros…, listos!
Los soldados tensaron los arcos alzados.
Pero aquel insensato ni se volvía ni echaba a correr. Por el contrario, una sonrisa siniestra cruzó sus facciones tensas.
Despreciando las flechas que apuntaban hacia él, se dirigió a la legión:
—Nos rendimos a la voluntad del imperio…, del imperio de Hotak el usurpador, el mismo que nos cedió como esclavos a nuestros eternos enemigos.
Aquello colmó la paciencia del general Argotos.
—¡Disparad! —ordenó.
Sonaron los cuernos. Argotos hizo lo posible porque no le afectara el silbido de los centenares de flechas que volarían, certeras, hacía su meta.
No obstante, sólo unas cuantas se dirigieron hacia los desharrapados. La mayoría voló en todas direcciones, como si, más que de arqueros y guerreros expertos, se tratara de un regimiento de enanos gully borrachos.
Algunas sí dieron en el blanco y produjeron bajas en el heterogéneo ejército. Cayeron varios de los arrodillados, evidentemente heridos o muertos. Pero su actitud retadora desconcertó a Argotos más que el comportamiento de los arqueros. Aunque varios ayudaron a sus compañeros heridos, los restantes ni se movían ni se replegaban. Aguardaban mirando al frente, con los ojos fijos.
Aguardaban su muerte.
Y en primera fila, a pocos metros de los legionarios, el joven minotauro de mirada fatalista y ojos penetrantes continuaba de pie e ileso, aunque le habían pasado rozando no menos de doce flechas, algunas a pocos centímetros de su cuerpo.
De nuevo, sin tono ni expresión, dijo:
—Dispongo de pruebas para los incrédulos. Todos los que tenéis delante llevamos la marca de los ogros. Estamos marcados por el estigma de la vergüenza eterna. Vosotros lo conocéis. Sabéis cómo es. —Entonces, adelantó un hombro—. Aquí está para quien quiera verla…, la cicatriz de la alianza.
El general Argotos abrió la boca para lanzar una nueva orden de ataque, pero los murmullos de protesta extinguieron sus palabras. Airado, se volvió para buscar el origen de la reacción de los soldados.
Sus templados y leales guerreros hablaban en voz alta entre sí. Unos señalaban a los arrodillados mientras que otros discutían acaloradamente. Varios se daban golpes en los hombros e incluso alguno hizo ademán de adelantarse.
—¡Mantened las posiciones! ¡Disciplina en las filas! —gritó un centurión musculoso, empujando con su hacha a un soldado para que regresara a su posición. Cuando los oficiales repitieron las órdenes, la legión de los Exterminadores de Dragones recuperó parte de la disciplina perdida.
El general Argotos buscó con la mirada entre sus ayudantes.
—¡Capitán Sarnol! —bramó.
Un minotauro joven y atlético, con el hocico alargado, espoleó su montura. Argotos señaló al comandante de los rebeldes.
—Tú eres un arquero experto, ¡dispara contra aquél! —le ordenó.
—Pero, mi general, está desarmado, sería una vergüenza, una deshonra…
Argotos bufaba, exasperado.
—¡Cumplimos órdenes del emperador! Si no quieres disparar contra él, ve y rétalo. ¡Oblígalo a empuñar su espada! ¿No quiere morir? Pues dale ese gusto.
—Sí, mi general… —Con dolorosa desgana, hacha en mano, el capitán Samol espoleó su montura para dirigirse a donde estaba el jefe de los renegados. Lanzó un grito de guerra poco entusiasta y blandió el arma dos veces sobre su cabeza para dejar claro el desafío.
La figura solitaria, sin abandonar su expresión indiferente, depositó la espada en el polvo y giró un poco el hombro para mostrárselo al legionario que se acercaba.
Viendo que no hacía ningún movimiento de defensa, Sarnol dudó. Una vez cerca, tiró de las riendas del caballo y bajó el arma. Murmuró algo a la figura que tenía enfrente al tiempo que mostraba la espada con gesto retador, pero todo fue en vano.
Su enemigo continuó enseñando el hombro lleno de cicatrices.
—En nombre del emperador, ¿qué pretende con ese comportamiento insensato? —El general miraba a los otros oficiales, que no sabían qué responder.
Una exclamación colectiva entre las filas de sus legionarios lo obligó a volver rápidamente la vista hacia los dos minotauros enfrentados.
El capitán Sarnol, con expresión amarga, bajó el hacha y se dirigió a sus compañeros y a su general.
—¡No quiero luchar con él! ¡Con él, no! —gritó.
Cuando el bramido de asentimiento traspasó las filas de los Exterminadores de Dragones, la rabia hizo enrojecer los ojos de Argotos. A gritos, para que todos lo oyeran, el capitán Sarnol habló, señalando el hombro de otro minotauro:
—¡Ahí están! ¡Los cuernos rotos con que los ogros han escarnecido siempre a nuestra raza! —Ahora miraba a Argotos con dureza—. No lucharé contra un minotauro traicionado por los suyos…, aunque el traidor sea el propio emperador.
—¡Ganth! —Argotos se dirigió ahora a otro miembro de la oficialidad—. Sarnol traiciona al imperio. ¡Acaba primero con él y luego con esos imbéciles! ¡Ahora mismo!
—¡Sí, mi general!
Al contrario que Sarnol, Ganth, un minotauro de pelaje negro, no había olvidado su condición. Empuñó el hacha y cargó contra el que hasta ese instante había sido su compañero.
Sarnol aprestó la espada y se puso en guardia. Ganth se acercaba enarbolando el arma con gesto feroz. Sarnol, que se mantenía firme delante del jefe de los esclavos, estaba dispuesto a impedirle el paso.
Pero Ganth no sólo era tan grande como él, sino que su hacha era mucho mayor que una espada. Sarnol arremetió contra su compañero, intentando herirlo por debajo de la guardia, pero le faltó destreza. No deseaba matarlo, por eso le gritó algo mientras le hacía un gesto con la mano.
En respuesta, Ganth lanzó un bramido y, cargando con todas sus fuerzas, le causó una herida profunda en el cuello. Sarnol se revolvió, pero el golpe había sido mortal. La espada se le escapó de las manos y fue a caer a los pies de dos soldados de la primera fila.
Luego, se desplomó del caballo, a pocos pasos de aquel a quien había intentado proteger.
Los gritos de asombro no sólo salían de las filas de los legionarios, sino también del ejército de los esclavos fugitivos. De nuevo, los arqueros ajustaban las flechas.
Olvidando a Sarnol, Ganth volvió a ocuparse de la lucha principal y animó a los legionarios para que dispararan a discreción.
—¡General! —gritó, con las orejas gachas, uno de los oficiales que se hallaban junto a Argotos—. ¡Eso no está bien! El honor impone…
—¡Basta, o mandaré que os arresten!
—¡No está bien! —gritó otro.
El furioso comandante levantó el hacha, se dio la vuelta y golpeó en el pecho al oficial que había tenido la osadía de hablar. El metal chocó contra el metal y el oficial se desplomó a causa del impacto.
Pero entonces se elevó una fuerte protesta entre las tropas. Minotauros que habían luchado codo con codo durante muchos años se gritaban los unos a los otros e incluso llegaban a amenazarse cuando estaban en desacuerdo.
Al aparecer Ganth, uno de los arqueros disparó.
—¡Alto ahí! ¡Ahora no! —La advertencia de Argotos llegaba tarde.
La flecha, deslizándose con pericia entre el yelmo y la protección de la espalda, acertó a Ganth en la nuca. El legionario abrió mucho los ojos, como si no lo creyera, y soltó el hacha. Quiso arrancarse el venablo con una mano…, pero fue su último gesto ames de que la muerte se lo llevara. Cayó hacia adelante, sobre el caballo, que, desbocado, echó a correr y sobrepasó al jefe de los rebeldes.
Argotos pestañeó. No cabía duda de que el disparo contra Ganth había sido intencionado.
Hacha en mano, el mismo centurión que había querido imponer el orden dirigió su montura hasta el arquero, pero antes de que pudiera alcanzarlo, dos soldados de infantería le bloquearon el paso.
—¡Apartaos! —ordenó el centurión, y, señalando al arquero, gritó—: ¡Aquél está arrestado!
—¡Basta ya de farsa! —El general Argotos blandía el hacha, señalando a la figura solitaria—. ¡Matadlo! ¡Acabad con los revoltosos ahora mismo! ¡Os lo ordeno! ¡Los que desobedezcan serán ejecutados!
Cuando varios legionarios hicieron ademán de avanzar, algunos de sus compañeros trataron de convencerlos de que desobedecieran a Argotos. El centurión intentó apartar a los protectores del arquero, pero uno de ellos lo empujó. Cerca, tres leales que cayeron sobre el desobediente se encontraron con otros que acudían a rescatarlo. Las filas perfectamente ordenadas comenzaban a romperse.
—¡Orden! ¡Restaurad el orden! —gritaba el general a sus oficiales—. ¡Vamos! ¡Sin pérdida de tiempo!
Los oficiales empuñaron sus armas y se dirigieron a la soldadesca para ayudar al centurión y a los decuriones. Sin embargo, a pesar de su presencia —o precisamente por ella— las cosas empeoraron. Por todas parles surgían gritos. Había legionarios que tiraban las armas, asqueados por la situación; en cambio, otros amenazaban a los que llamaban traidores.
En ese momento, el centurión leal, con los ojos centelleantes, cargó contra uno de los que se habían atrevido a desafiarlo. El hacha que le clavó en el pecho traspasó el metal. Con un gruñido de sorpresa, el legionario cayó de rodillas, llevándose una mano a la herida. Pero otro soldado se adelantó y, enseñando los dientes, clavó su espada en la garganta del centurión, que cayó hacia atrás, muerto.
Incrédulo, Argotos tuvo tiempo de ver cómo se revolvía su legión contra él.
En pleno pandemónium, los oficiales montados luchaban para vender cara su vida. Los soldados los empujaban para tirarlos de los caballos. Un centurión que, sin dejar de bufar, azotaba con un látigo a los soldados para que regresaran a las filas, recibió un hachazo que estuvo a punto de amputarle un brazo. Al caer sobre una rodilla, sus atacantes se abalanzaron sobre él como un enjambre.
—¡Tocad los cuernos! —gritó el comandante de los Exterminadores de Dragones—. ¡Dad orden de retirada!
Cuando uno de los trompetas intentó levantar el cuerno, lo arrojaron del caballo. El propio general tuvo que repeler a dos soldados, incluido un decurión que le había servido con lealtad durante muchos años. Por todas partes, los legionarios se enfrentaban a los legionarios, en vez de atacar a los rebeldes que habían pensado aniquilar.
Desaparecido ya todo vestigio de orden, se armó una batalla.
Con un grito de frustración, el general comenzó a cabalgar entre sus tropas traidoras. Blandía el hacha a un lado y a otro, hiriendo a todo aquel que se volvía a plantarle cara. Con el pelo reluciente salpicado de sangre de sus soldados y la capa desgarrada por las estocadas que recibía, Argotos espoleaba el caballo sin dejar de gritar y blandir su arma. Con los ojos inyectados en sangre, se lanzó al combate dispuesto a todo.
Sin embargo, por cada traidor que mataba, surgían dos. Había tantos soldados combatiendo en una apretada confusión, que su entrenado corcel le servía de poco. Una y otra vez recibía heridas.
Las patas del animal se doblaron y el general cayó al suelo. Boqueando, con las piernas temblorosas, intentó defenderse del filo de las espadas, de las numerosas manos que pretendían agarrarlo.
Había perdido el hacha. Alguien le propinó una tremenda cuchillada en el hocico con una espada rota. Con la visión borrosa, el general Argotos recuperó su daga en el momento en que volvían a caer sobre él las espadas…
Faros, que había observado con calma la suerte del general, recogió su arma del suelo con la misma tranquilidad.
Fue la señal para sus seguidores. Grom se apresuró a hacer el signo de Sargonnas, levantó su hacha del suelo y se acercó a él. Uno de los ogros esclavos lo imitó, seguido de dos elfos. Todos los luchadores corrieron a cerrar filas detrás de su jefe.
Faros contempló la batalla durante un momento. Luego, empuñó la cuchilla mientras la otra mano se crispaba como sosteniendo el látigo maldito… y dirigió la carga.
No resultaba fácil distinguir al amigo del enemigo en medio de la soldadesca. El primer legionario que vio a Faros le lanzó una mirada solemne antes de asentir con la cabeza.
El segundo, por el contrario, intento herirlo con su hacha y con tal ferocidad que casi perdió el yelmo. Faros premió su lealtad al general y al emperador con una rápida estocada en el cuello.
Los encargados de una de las catapultas apuntaron contra las tropas de insurgentes, pero un grupo de ellos acabó con los leales. Dirigidos por un decurión que se había arrancado la insignia, los legionarios renegados agarraron la máquina de asedio y, con una fuerza que sólo los minotauros eran capaces de reunir, la tiraron al suelo, le dieron la vuelta y finalmente la hicieron añicos.
La batalla arreciaba alrededor de Faros. El ruido de los cascos lo avisó a tiempo de evitar el tajo de una espada larga, de hoja bien afilada. Al darse la vuelta, vio a una hembra de yelmo encrestado que llevaba la insignia circular y bordeada en azul de los altos oficiales.
—¡Esto es culpa tuya, escoria! —Tenía el rostro contraído de furia—. ¡No vivirás para esparcir tu veneno! —Con un gruñido, le lanzó un nuevo tajo a la cabeza.
Faros se apartó, rodando, pero el filo de la espada le había dado en uno de los cuernos. Quedó en cuclillas mientras ella preparaba la montura para un segundo ataque. Faros logró dar una estocada en el costado del animal, a cambio de lo cual recibió un corte profundo acompañado de un grito penetrante.
El corcel se tambaleó. Sólo la experiencia de un oficial de la legión impidió que cayera con su jinete. La hembra lo obligó a recuperar el equilibrio tirando de las riendas con fuerza.
Un grupo de esclavos y soldados que se interpuso entre ellos proporcionó a Faros un momento de respiro.
Luego, cuando volvió a quedar vacío el espacio que los separaba, la decurión, con los ojos encendidos, cargó nuevamente contra él. El caballo había enloquecido a causa de la herida.
Esta vez Faros se mantuvo en pie. Esperó a que el animal se acercara y saltó sobre él. Haciendo lo posible por evitar sus mordiscos, se agarró al grueso cuello con una mano mientras le hundía la espada con la otra.
Cuando el caballo cayó muerto, Faros se hizo a un lado. La oficial de la legión saltó de la silla y fue a caer sobre él.
Los dos adversarios rodaron y rodaron, hasta casi quedar atrapados bajo el combate que se libraba sobre ellos. La decurión, que había perdido el yelmo durante la batalla, consiguió mantenerse encima, apretándole la garganta con una mano mientras buscaba una daga con la otra.
Faros la hirió en la sien. La legionaria cayó a un lado, boca abajo, y perdió el arma, que rebotó contra el suelo.
Inmediatamente. Faros se arrodilló sobre ella y la golpeó en la nuca. Ella intentó levantarse, empujando con la espalda, pero él volvió a golpearla. La segunda vez, Faros oyó el crujido de los huesos. La hembra lanzó un gruñido y se estremeció antes de quedar quieta.
Al ponerse de rodillas, notó una mano que venía en su ayuda. Naturalmente, se trataba de Grom, que en seguida se cercioró de que su jefe estaba bien.
—¡Gracias sean dadas! No hay heridas profundas. ¡El de los Grandes Cuernos no te abandona!
Faros resopló echando una ojeada a la batalla. Quedaban sólo algunas bolsas de lucha; en cuanto a los insurgentes, llevaban la delantera.
El humo que ascendía del perímetro exterior de la batalla se debía al incendio de una catapulta.
—¡Faros! Hay que apagar los incendios. Necesitamos esas armas.
—¿Para arrastrarlas de un sitio a otro? —sacudió la cabeza—. Iremos más aprisa sin ellas. Deja que se quemen.
Unos gritos llamaron su atención. Varios soldados insurgentes discutían con un grupo de esclavos liberados. Los dos bandos se amenazaban con las armas.
Faros se aproximó.
—¿Qué pasa? ¿A qué viene esto?
Un semielfo, con un largo rastro de sangre en la nariz ahusada, se lo explicó:
—Hacemos lo que hemos hecho siempre, lord Faros, cortar las cabezas para exponerlas…
—Nuestros camaradas no recibirán esa deshonra —gritó un veterano legionario—. Nosotros luchamos porque creíamos que era una causa honrosa, pero ellos pensaban lo mismo de la suya. No merecen esto…
—Entonces, disponed una pira —replicó Faros con poco interés—. Haced lo que os parezca, siempre que sea rápido.
Ante la facilidad con la que había zanjado la cuestión, los soldados guardaron silencio. El oficial, un centurión, según se apreciaba por su insignia dentada, inclinó los cuernos.
—Te seguiremos, lord Faros.
—¿Qué hacemos con los prisioneros? —preguntó uno de los esclavos.
El minotauro de suave tono castaño resopló. Miró hacia el este, antes de volverse a los que le acompañaban.
—Ejecutadlos —improvisó. Luego, abarcó con la mirada a los legionarios que acababan de ponerse a sus órdenes—. Ejecutadlos o llevadlos con vosotros. Vuestro destino y el de todos los que estamos aquí depende de lo que hagáis con ellos.
—Pero… —comenzó el centurión. Faros, sin embargo, se alejaba ya, seguido de Grom.
—¡Por Sargas! Una solución inteligente —susurró Grom*. Probará su lealtad. Los obligará a asumir responsabilidades y los unirá más a nuestra causa.
—Yo no tengo ninguna causa. —La mano libre de Faros continuaba crispada y los ojos contemplaban el este—. Absolutamente ninguna. Harías bien en recordarlo, Grom.
Se apartó del otro minotauro para alejarse a solas.
Grom hizo el signo de Sargas antes de regresar, como siempre, para ocuparse de los muertos.