EN EL REINO DE LOS ELFOS
El capitán Botanos entró en el camarote con una expresión sombría que presagiaba malas noticias.
—Es peor de lo que pensaba.
Jubal, el antiguo gobernador del imperio, apartó la vista de las cartas que estudiaba sin encontrar soluciones milagrosas para su problema. Los rebeldes querían que sustituyera al reverenciado Rahm, pero él se sentía un soldado viejo y cansado, que llevaba mucho tiempo en el campo de batalla. Mirara por donde mirara el mapa, se hallaba siempre flanqueado, perseguido o acorralado por una flota imperial. Sólo habían tenido en cuenta una posibilidad, por otra parte indeseable…
Nolhan y otros comenzaban a discutir sin disimulo su autoridad, y en algunas naves se producían estallidos de frustración y violencia que amenazaban con degenerar en motines.
La rebelión se destruía sola.
Mirando al capitán Botanos, Jubal preguntó:
—¿Y ahora, qué es lo peor?
—El casco —respondió sin dudarlo el imponente marinero—. Sufrió más en la batalla de lo que creí al principio. Los parches provisionales que pusimos hace semanas no durarán. Puedo fijarlos, pero seguirán dando problemas. Sin un dique seco, los trabajadores tendrían que establecer turnos dentro del agua. Naturalmente, sería más peligroso y menos eficaz. Necesitamos también aventurarnos a salir a buscar madera para reemplazar algunas piezas.
—¿Realmente es recuperable? —preguntó Jubal, con las orejas caídas.
El capitán Botanos lo miró espantado, inflando el pecho en defensa de su adorada nave.
—¿El Cresta? ¡Sí! ¿Cómo puedes dudarlo? ¡Es la mejor nave que se ha construido jamás! Sólo requiere una reparación. Juro que la dejaré buen estado.
—Pero ¿cuánto tiempo se necesita?, si de verdad merece la pena.
Botanos se tranquilizó, con las orejas igualmente gachas.
—Más del que tú y yo desearíamos, pero merece la pena para mis hombres y para mí.
—No podemos eternizarnos aquí —dijo Jubal, con su voz áspera—. El buque espía se nos ha escapado, y avisará a Nethosak.
Justo cuando se creían tranquilos y a salvo en una ensenada solitaria al norte de una isla diminuta y desconocida, se les había echado encima un buque imperial de una sola vela. El Cresta de dragón y dos de sus hermanos habían logrado debilitar al enemigo, pero el buque espía se las compuso para sortear la zona de escollos a la que le habían empujado los rebeldes. El imperial nunca estuvo al alcance de una catapulta o una ballesta.
—Juro por mis antepasados que se puede hacer más aprisa.
—Ojalá —dijo Jubal, dando un suspiro. Luego volvió a bajar la mirada a una de sus cartas—. Con todos los lugares que hay en el mundo…, tenía que ser Kern.
—No se está tan mal. Hay árboles y todo. ¡Y podemos agradecer al trono que los ogros estén ocupados! Se han ido al oeste de Kernen, para echar a los humanos o para desunir el desesperante escudo de los elfos.
Aquello no significaba que la región estuviera libre de peligros, pero el Cresta de dragón no tenía mucho donde elegir.
—Muy bien. Alerta a los otros capitanes. Si vamos a estar aquí más tiempo, hay que formar una partida para internarse en tierra —añadió Jubal con decisión—. Exploraremos la zona y quizá podamos traer carne fresca. —Señaló en el mapa una zona en la que el verde exuberante había dado paso al marrón—. No pasaremos de aquí.
Botanos asintió, con una mirada reflexiva.
—Zeen, el capitán del Buitre, cuenta con constructores navales expertos a bordo. Le pediré que nos los envíe. Con un poco de suerte, tendré listo el Cresta para cuando vuelvas de la expedición de caza, gobernador.
—Así lo espero.
—No te defraudaré. —El corpulento marinero saludó a Jubal y salió para dejarlo a solas con su tarea.
Botanos haría todo lo posible por mantener su promesa, de eso estaba seguro Jubal. Pero Nethosak enviaría una flota de refresco en cuanto supiera que los rebeldes se hallaban en la zona, y él sospechaba que lord Bastion iría en cabeza de sus nuevos perseguidores.
Tratando de desechar su pesimismo, Jubal volvió al estudio del mapa de Kern. Según sus conocimientos, la población más cercana estaba a varías jornadas de distancia. Botanos llevaba razón; los ogros no iban a importunarlos. Temía más al implacable lord Bastion.
La máquina de guerra de los minotauros entró en Silvanesti… y al fin halló la primera resistencia auténtica.
Los legionarios del wyvern que iban en vanguardia no oyeron la lluvia veloz de pequeños venablos disparados desde los árboles de hojas secas que tenían delante. Cayeron casi al unísono, y varios de ellos se arañaron la garganta y la cabeza con los garfios de sus guantes tratando de arrancarse los dardos de madera. Por desgracia, el veneno que utilizaban los kiraths era tan potente que antes de desplomarse ya estaban muertos.
Los atacantes se retiraron de su alcance para tenderles una nueva emboscada. Pronto, Maritia y los otros comandantes de las legiones comprendieron el motivo. Según el informe de los exploradores, justo delante de ellos había una población con varios cientos de enemigos.
—No figura en este maldito mapa —mugió Orcius, arrugando la carta imperial—. Apenas indica poblaciones importantes.
Maritia miró el mapa que Galdar les había proporcionado.
—Mina ha marcado algo: Valsolonost. Según ella, «El lugar del sol perfecto».
Alisó el mapa arrugado y se bajó el yelmo.
—Llámese como se llame, yo digo que desde ahora será «La Primera Tumba de los Elfos».
Y desenvainando la espada, dio la orden de avanzar a las legiones.
El bosque cubría también aquella parte de Silvanesti, pero, a medida que avanzaban, veían árboles enfermos o secos desde mucho tiempo antes, que facilitaban la tarea a los encargados de abrir camino a la caballería, las ballestas y las catapultas.
Los elfos no carecían de recursos. Cuando las legiones convergieron, con los árboles-casa de los enemigos tentadoramente cerca, la tierra se abrió en varios lugares. A pesar de su experiencia, los legionarios se desesperaban por aferrarse al suelo, buscando asideros. Varios jinetes de los Sabuesos Terribles, deseosos de ser los primeros en entraren la población élfica, rodaron con sus monturas por los imprevistos abismos.
Pero la pérdida de más de cien soldados no les impidió reagruparse con precisión. Los especialistas, preparados para afrontar encrucijadas traicioneras, tiraron en seguida varios troncos que les permitieran cruzar los agujeros.
Las ballestas avanzaban pesadamente, pero las catapultas no se movían. A toda velocidad, prepararon para el fuego las grandes máquinas de guerra, mientras que los conductores llevaban las otras a lugares más apropiados.
El estandarte blanco y plateado de los Halcones Albos se movía sobre un cerro que dominaba la población. Tres líneas de cien arqueros tomaron posiciones, y en pocos segundos arrojaron una descarga mortal, no contra la ciudad de Valsolonost, sino contra los árboles que le servían de escudo.
Hicieron fuego hasta cuatro veces, ajustando el blanco a una orden de su capitán. Éste, con insignia de oficial y una pequeña cresta en forma de cola de caballo que se agitó a su espalda al echarse hacia atrás el yelmo para ver mejor, ajustaba las marcas después de cada andanada de flechas.
Nada más arrojar la última, los legionarios se apresuraron a improvisar puentes para saltar los agujeros.
De repente, se oyó un formidable estrépito por la zona central del frente, y una docena de árboles de los más grandes se precipitaron sobre los invasores. Por raro que pareciera, uno de los kiraths había cortado sus apreciados troncos. El hecho de que la mayoría estuvieran secos o a punto de secarse no restaba audacia a su gesto, pues, como los minotauros no ignoraban, los elfos amaban con locura la naturaleza.
Casi todos los minotauros lograron esquivarlos, pero algunos, los más lentos o los que se equivocaron de dirección, sortearon un árbol para ponerse en el camino de otro. Armaduras y huesos se quebraron bajo toneladas de madera.
Entonces, dispararon las catapultas.
Desde la retaguardia de la fuerza invasora, los enormes proyectiles sobrevolaron los árboles guardianes para estrellarse contra el corazón de Valsolonost. Se trataba de pedruscos de gran tamaño, cuyo efecto, tal como deseaban las legiones, fue aplastar árboles y casas. Se oyeron los gritos en la ciudad élfica y tembló el suelo, dando a entender que, una tras otra, casi todas las rocas habían acertado el blanco.
Peor aún eran los barriles. Estaban divididos por dentro en dos partes, rellenas, cada una de ellas, de aceite y de pólvora, y se arrojaban nada más encender las mechas, que eran cortas. Algunos, los que estallaron a destiempo, destrozaron su propia catapulta, pero la mayoría funcionó según lo esperado, Al aterrizar en la ciudad, producían una explosión tremenda y el contenido se incendiaba. El humo comenzó a ascender desde todos los poblados que formaban Valsolonost, señal inequívoca de la extensión del fuego.
Sólo entonces marcharon las legiones.
Las filas de arqueros avanzaban junio a la infantería para crear un escudo que protegiera a los camaradas de las espadas y las hachas. Los minotauros pasaron por encima de numerosos cadáveres de ellos, la mayoría kiraths según se desprendía de su atuendo, atravesados por las flechas. Algunos parecían tan enfermos como su paisaje, pero ni Maritia ni los suyos esperaban otra cosa de sus decadentes enemigos.
La desesperación de los habitantes crecía con la proximidad del ejército. Los elfos salían de sus escondrijos para caer sobre las líneas de guerreros, moviéndose con una soltura y una rapidez que dejo atónitos a los primeros en entrar, muertos por heridas en la garganta o en el costado antes de que pudieran blandir sus armas. Sin embargo, la táctica dejó de dar resultados a medida que la determinación y el duro entrenamiento de los minotauros comenzó a minar la defensa. Los elfos eran ágiles, sí, pero no ignoraban su condición de minoría condenada a la derrota.
Uno de los wyverns mandó por los aires la espada curva y sutil de un elfo con rostro de pájaro antes de emplear los garfios de sus guantes para desgarrarle la garganta y el pecho. Sin armadura, poco podía hacer contra aquella fuerza bruta el elfo, cuyo cuerpo nadie habría podido reconocer cuando el minotauro acabó con él.
Al contundente y continuo impacto de las catapultas seguía el implacable silbido de las ballestas. Los largos venablos metálicos traspasaban el follaje y difundían el caos y el terror aunque no hicieran blanco.
La ciudad quedó expedita para las legiones de Maritia. Con los ojos inyectados en sangre, enseñando los dientes en una sonrisa salvaje, los legionarios entraron en Valsolonost. Las casas de los árboles habían sido diezmadas, y la ciudad estaba en llamas. Algunos defensores cargaban contra los minotauros en un acto desesperado; otros, con más calma, disparaban desde lo alto. Detrás de ellos, los que ya no podían luchar huían a ocultarse en el bosque para alcanzar la capital de su país.
Pero la caballería acorraló a los refugiados, y los wyverns escalaron los árboles en los que se escondían 1os arqueros, mientras que los Sabuesos acababan con los últimos defensores. A pesar de sus esfuerzos, los elfos estaban aturdidos y dispersos, y aunque lucharon bien, mejor de lo que Maritia había esperado, fueron aniquilados. Un proyectil en llamas dio en una de las casas de los árboles, cerca de donde se hallaba la hija de emperador. Orgullosa, Maritia observó cómo ardía la compleja edificación, dotada de ventanas y construida sin herramientas de metal. La enredadera que colgaba de ella sólo sirvió para avivar el fuego.
Un elfo que se hallaba dentro y que probablemente sólo había cumplido unas decenas de sus varios centenares de años posibles, asomó por la entrada abierta y redonda. Se agarró a una rama próxima para saltar a otra, pero las tres flechas que se le clavaron en la espalda lo arrojaron al suelo.
Se oyó un grito cercano, y Maritia se volvió a tiempo de ver ladearse en su silla al general Orcius, herido en el muslo por una flecha larga y fina.
Rechinando los dientes, la joven la extrajo de un tirón e inmediatamente restañó la sangre que manaba con un trozo de tela arrancado de un saquito que llevaba en el cinturón.
—¡No hay que preocuparse! —murmuró Orcius, con fastidio—. Ésta no lleva la punta envenenada.
Pero en ese instante, se le hundió otra en el costado, por debajo del brazo que acababa de levantar. El impacto lo arrojó del caballo. Maritia miró en la dirección que llevaba la flecha.
—¡Allí! —bramó, señalando con su espada—. ¡Traédmelo!
Dos wyverns saltaron a un roble de gran tamaño al tiempo que los legionarios del Corcel de Guerra corrían en ayuda de su comandante. Sin embargo, Maritia se dio cuenta de que ya no se podía hacer nada por el veterano guerrero.
Con gesto amenazador, buscó con la vista a un elfo en el que desahogar su furia, pero sólo vio cadáveres, elfos retorcidos en el suelo por todas partes. A unos les faltaba la cabeza o un brazo: a otros se les salían los órganos vitales. Los minotauros se habían esmerado en la matanza.
Entonces, oyeron gritos en la copa del inmenso árbol. Una elfa flaca, con un vestido corto y brillante, intentaba saltar para ponerse a salvo o para matarse, pero un wyvern que salió tras ella la atrapó por las ropas con su mano enguantada. La elfa quedó colgando de un brazo, por debajo del wyvern. En seguida, otro legionario que llegó en ayuda de su compañero, ató a la prisionera con una cuerda.
Valsolonost tembló al recibir el impacto de dos pedruscos. El primero impactó en el suelo, pero el segundo destruyó el también inmenso roble que estaba a la derecha del primero. Como los legionarios se tuvieron que agarrar para no estrellarse contra el suelo, la elfa aprovechó la distracción y se revolvió contra sus captores.
—¡Tú! —gritó la hija de Hotak a una oficial con capa. La figura alada en el círculo azul de su divisa indicaba que pertenecía a la legión de los Sabuesos—. ¡Da orden de que cese el fuego!
Uno de los regimientos de caballería con el estandarte del Corcel de Guerra conducía hasta ella a un pequeño grupo de elfos. Maritia observó sus extenuados ojillos de ratón. Aun en la derrota, percibía su convicción en una superioridad innata. La hija de Hotak lanzó un bufido. Pronto saldrían de su error.
—Aquí está la elfa, mi señora —informó con voz bronca uno de los wyverns. Maritia se acercó a la asesina de Orcius.
Como la mayoría de los elfos, la hembra era casi tan alta como ella. La hija de Hotak la miró.
—Podría romperte el cuello de un simple apretón —declaró, resoplando—. ¡Por mi espada!, bastaría un estornudo para que salieras volando.
El cabello de la elfa, aun en aquellas circunstancias, tenía la finura de una telaraña. Lucía un delicado collar de platino en la garganta tierna y suave. Aunque estaba pálida, daba muestras de carácter. Levantando el mentón estrecho y elegante, dijo con aire regio:
—Puedes emplear el puño o la espada para atacarme, hembra de minotauro. Yo hice lo que debía por mí y por los míos. Ya puedo morir.
Pese a las sutiles ropas verde esmeralda, Maritia comprendió que tenía delante algo más que una elfa agotada y retadora.
—Kirath —gruñó con un ligerísimo tinte de respeto—, aunque te ocultes tras tu bonito vestido, no me engañas. Supongo que habrá más prisioneros como tú.
La elfa guardó silencio.
—Así que quieres morir. —Maritia sacudió la cabeza—. Me gustaría complacerte, pero el emperador ha pensado en otro destino para ti y tu raza. —Se volvió a los restantes prisioneros—. Un gran destino para todos vosotros.
La esbelta hembra de minotauro apuntó al este, donde varios legionarios que vaciaban una carreta transportaban una brazada de cadenas.
Sin avisar, Maritia alargó la mano hacia el collar de la elfa. Admiró por un momento su artesanía antes de arrancarlo de un tirón y entregárselo a un capitán que estaba a su lado.
—Ponedlo junto al cuerpo del general cuando dispongan su pira.
—Sí, mi señora.
Y, volviéndose de nuevo a la elfa, la hija de Hotak añadió:
—Lo siento, pero no es la muerte lo que te espera hoy, sino un futuro nuevo y grandioso.
Los legionarios amontonaron las cadenas frente a los cautivos. Uno de los soldados alzó una de ellas para esposar al elfo que tenía más cerca.
—Por orden de su majestad, el emperador Hotak I —exclamó Maritia a grandes gritos—, sois siervos del imperio. Obedeceréis todas las órdenes o seréis castigados. De hoy en adelante, únicamente os debéis al trono, a la raza de los minotauros —a pesar de la muerte lamentable de Orcius, pudo esbozar una sonrisa al mirar a la cabizbaja hembra de elfo—, vuestros superiores.
El camino de Blode a Kern era tan largo y traicionero que sólo los más fuertes se atrevían a recorrerlo, por eso los extranjeros despertaron la curiosidad del campamento de Golgren. El Gran Señor descendió de la torre para recibirlos con el segundo sonido del cuerno.
Lo primero que vio fue una larga fila de ogros rechonchos e hirsutos, ataviados con petos herrumbrosos, que aporreaban unos tambores cubiertos de piel y sujetos a su abdomen con una cuerda. Con sus manazas, repetían una y otra vez un compás binario contundente.
Tum, tum. Tum, tum. Tum, tum.
Detrás había una fila de guerreros de su misma raza, fatigados, greñudos y vestidos de un modo semejante, pero con yelmos redondos, que llevaban al hombro mazas gruesas acabadas en pinchos o espadas dentadas. Observaban el campamento que rodeaba a la torre como si temieran un ataque.
Dos guerreros que portaban largas estacas de madera con estandartes andrajosos de piel de cabra seguían a las unidades. En cada una de las banderas había un ojo siniestro, cuya pupila estaba formada por llamas.
A su lado restalló un látigo que anunciaba una formación de esclavos. Dos enormes guardias guiaban otras tantas columnas de ogros y humanos, entre otras razas. Muchos esclavos llevaban unas parihuelas sobre las que había unos fardos. De los sacos de piel de cabra salían objetos de todo tipo: una empuñadura de espada, un trozo de tela roja y amarilla…
Entonces, flanqueado por los brutales guardianes con los rostros colmilludos pintados de rojo, apareció el Gran Cacique de Blode.
Varios mastarks tiraban de su carruaje de dos ruedas. El vehículo, menos elegante que el de Golgren, aunque mucho más decorado, bordeado en oro y cubierto de manchas rojas, se coronaba con un adorno macabro.
Las cabezas vibraban con el ruido de los tambores. Alrededor del carruaje, los cráneos cuidadosamente pulidos de más de media docena de razas atestiguaban el poder brutal de su coleccionista. Todas iban atadas con tiras de cuero introducidas por la parte superior del cráneo y todas miraban al frente. Las mandíbulas permanecían fuertemente encajadas. Rodeaban la cubierta plana y los lados del carruaje.
Y, como todo lo demás, estaban pintadas de rojo.
Belgroch caminó pesadamente hasta donde se hallaba Golgren. El rostro carnoso expresaba ansiedad.
—¡Kya i Nfa di Blüden Kerktain Nfa!
El Gran Señor rebajó la ansiedad de Belgroch con un leve gesto de la mano. Continuaba en los escalones de la torre, esperando que fuera el otro quien se acercara a él.
Uno de los guardias pintados corrió la cortina de piel de mastark que hacía de puerta del carruaje. Dos esclavos humanos —bárbaros, a juzgar por su cabello largo y negro y sus facciones rudas— salieron corriendo y cayeron al suelo polvoriento.
Entonces, un pie enorme, atado a una sandalia, propinó una patada al primer esclavo en la espalda llena de heridas antes de que apareciera, escudriñando los alrededores, la redonda cabeza de sapo, con los ojos bulbosos. Cuando el Primer Cacique vio a Golgren no pudo evitar un ceño breve que cruzó su rostro repulsivo y cubierto de verrugas. Pero en seguida lo reprimió para sustituirlo por una expresión falsamente neutra.
Un viejo yelmo solámnico, con una calavera humana a modo de cresta, cubría las greñas canosas del ogro viejo. Apartando su capa nerakiana de color rojo, la imponente figura se apeó del carruaje.
Cerca de Golgren, Belgroch calculaba la situación. Primero dio un paso, como para acercarse a su jefe, pero luego miró al Gran Señor. Al fin, se quedó donde estaba, observando con sus ojos redondos y acuosos.
A pesar de su voluminosa figura, el Primer Cacique tenía más aspecto de guerrero que el Gran Kan. Aún se apreciaba el poder de los músculos por debajo de la figura oronda, y todos sabían que los dueños de las cabezas que decoraban el vehículo habían muerto a manos del amo de Blode.
El jefe ogro, ignorando los gemidos de los esclavos, contempló el espacio que lo separaba de Golgren. Luego, con dos guardias a cada lado, se dirigió hacia el Gran Señor.
Otro esclavo, ogro en este caso, tomó una caja cuadrada de cobre y siguió al Primer Cacique. Los tambores no dejaron de retumbar durante todo el tiempo que el pequeño grupo empleó en recorrer el suelo crujiente de piedra hasta el lugar que ocupaba el Gran Señor.
Cuando hubo alcanzado a Golgren y a Belgroch, midió con los ojos al primero, más bajo y más flaco que él. A un gesto de su mano, los tambores se detuvieron. Luego, ajustándose el yelmo, hincó una rodilla en tierra, asegurándose de quedar por debajo del Gran Señor.
—¡Herak i Jeriloch uth Kyr i’Golgreni! —gruñó, con un gesto inopinadamente servil. El resto del grupo lo imitó en seguida—. ¡Ko i keluta, Hargo i Lanos i’Golgreni! ¡Ko i uth Lughrac i Merko i’Golgreni!
Belgroch no pudo evitar una leve sonrisa, como todos los ogros que servían a Golgren. La boca del Gran Señor se torció ligeramente de satisfacción, antes de replicar en un tono serio.
—Ko i Keluta, Hargo Drago uth i’Donnagi. Ko i kyr Tulan Herko i’Donnagi.
—Ke —respondió el Primer Cacique con cierto alivio. Se alzó, imitado por sus guerreros, y se golpeó el pecho con su enorme puño—. ¡Hyra i Dun, i’Golgreni!
Al oír su pronunciamiento, los guerreros, incluidos los de la caravana, alzaron las armas y corearon:
—¡Hyra i Dun! ¡Hyra i Dun!
Donnag susurró algo al esclavo más cercano para que acercara la caja de cobre, cuyos lados estaban pintados con aves mágicas en vuelo y sobre cuya tapa se veía el escudo y la espada de un antiguo señor solámnico. Estaba abollada, pero Donnag se había preocupado de que uno de sus subordinados le sacara brillo.
—Jeka i’fhani, i’Golgreni —dijo, ofreciendo la caja.
Golgren asintió, pero no por eso cogió el regalo. Con un gesto comprensivo, el Primer Cacique abrió la caja para mostrar su contenido.
Eran orejas…, orejas de ogro. No hacía mucho que las habían cortado porque la caja aún estaba manchada de sangre. Había por lo menos doce, y el que fueran todas del lado derecho aumentaba su valor.
Golgren tomó una que tenía un lóbulo muy grande y estaba bordeada de cortes hechos a propósito.
—Morto i gahana i’Vorgi…
—Ke… i’Vorgi… —Donnag se volvió para rugir algo a uno de sus guerreros de mayor edad. El ogro se apresuró a trotar hacia la caravana y se situó detrás del carruaje, donde Golgren no podía verlo.
Sonó un grito y el restallar de un látigo… Y entonces aparecieron, dando trompicones, tres ogros desgreñados y llenos de magulladuras con esposas y grilletes. Apenas veían con los ojos hinchados, y los trapos empapados en sangre que les cubrían la oreja derecha merecieron las risotadas de los suyos. Dos de ellos eran gruesos, pero el otro se parecía más a los guerreros de Kern.
—I’Vorgi…, i’Drochnuri…, i’Suunuki… —El cacique lleno de verrugas sonrió con complicidad a Golgren—. ¿Forschuri i hunn, i’Golgreni?
En respuesta, el Gran Señor asintió cortésmente. Se echó mano a la cintura para extraer una daga brillante, regalo del emperador Hotak. La reluciente cuchilla, con una empuñadura curva y ondulada, no era propia de la artesanía de los ogros.
El Gran Señor presentó el arma a Donnag, que la tomó con mal disimulado entusiasmo. El Gran Kan de Kern había desafiado el prestigio creciente de Golgren y había perdido. El Primer Cacique de Blode presentaba sus respetos al nuevo poder. La daga era un regalo entre iguales.
Golgren contempló las tres figuras que representaban el último y el más significativo de los ofrecimientos del Primer Cacique. En Blode, tan lejos de la mirada del Gran Señor, no faltaba quien deseara su ruina. Tras acabar con los dueños de las orejas, Donnag había reservado tres, los más lenguaraces, para el toque especial de Golgren.
Un simple chasquido de los dedos del Gran Señor puso en marchad último castigo. Arrastraron a los dos ogros más bajos y rechonchos hasta seis estacas altas. Los guardias enderezaron dos de ellas.
Aún colgaban unos cuerpos antiguos. Después de dos semanas, las figuras secas y carcomidas mostraban los picotazos de los cuervos carroñeros. Cuando los guardias las bajaron, los cuerpos rígidos conservaban la postura que habían adoptado durante los estertores de la muerte.
Los dos ogros, comprendiendo el final lamentable que les aguardaba, luchaban en vano para apartarse de las estacas, pero los centinelas eran más fuertes. Uno de ellos gritaba y rogaba, mientras que el otro rechinaba los dientes sin decir nada.
Se oyó el crujido de los huesos, porque los guardias tiraban de los hombros de los prisioneros con las cadenas y las enganchaban en unos garfios que había detrás de los maderos. Hicieron lo mismo con los tobillos, tirando de las piernas hasta desgarrarles los músculos.
Cuando estuvieron preparados, se acercó otro guardia al primer ogro y, tomando un grueso punzón de hueso astillado y un hilo de pelo de cabra, comenzó a perforar el labio inferior de la temblorosa víctima, que, aunque quiso apartarse, apenas pudo mover la cabeza. Con esmero y método, el guardia le cosió lentamente la boca.
Mientras que los otros dos ogros preparaban las estacas para colearlos, condujeron al tercero hasta los mastarks. El acaloramiento había enrojecido las grandes orejas de los guardias, que se movían con torpeza. Ataron dos enormes grilletes a las patas traseras de dos toros muy pesados, al tiempo que liberaban de las cadenas al prisionero.
El ogro, aterrorizado, intentó huir al verse libre, pero uno de los guardias lo tiró al suelo, boca abajo. Luego, lo arrastraron, le dieron la vuelta y le aseguraron los brazos forcejeantes a las patas de uno de los mastarks, y los tobillos, a las del otro.
Golgren invitó a Donnag a contemplar el espectáculo.
El Primer Cacique sonrió.
—¿Jeruka i’Vorgi hain uth hain?
Golgren aceptó con un gesto de la cabeza.
Los guardias habían terminado de preparar a la pareja de ogros. Con la ayuda de unas correas levantaron las estacas y las clavaron. Las dos víctimas colgaban, flácidas, hacia adelante, con la carne y los tendones desgarrados. De las bocas empapadas en sangre sólo salían sonidos apagados.
Los cuidadores subieron al lomo de los mastarks, con la vista clavada en Golgren, a la espera de una señal.
Golgren asintió.
Los jinetes espolearon a las imponentes bestias en direcciones opuestas, y las cadenas se tensaron. El prisionero sólo podía chillar… y chilló. Brazos y piernas se estiraron más allá de sus límites. Los gritos reverberaban por todo el valle.
Entre rugidos, los asistentes animaban a los mastarks. Los cuidadores no dejaban de espolearlos.
De pronto, instantes después, cesaron los lamentos del prisionero.
Los seguidores de Golgren lanzaron un grito de alegría colectivo. Se daban palmadas en la espalda y se reían de la crueldad de los mastarks.
El propio Donnag rugía encantado. Luego, llamó a uno de sus guerreros. El ogro entró en el carruaje y salió en seguida con un cáliz de oro. Trotó hasta el Primer Cacique, que tomó la valiosa reliquia.
—Ilra by tuum —dijo el ogro viejo, sin dejar de sonreír, dando golpes con su brazo izquierdo y señalando los restos retorcidos y ensangrentados del prisionero. ¡Ilra by tuum orna, ke, i’Golgreni!
Golgren aceptó con gesto amable el pago de la apuesta que había ganado. En el campo, los guardias reunían las partes del cuerpo para hacerlo desaparecer.
Golgren y Belgroch condujeron al viejo Primer Cacique hasta la torre para celebrar su visita con una comida a la altura de las circunstancias. Pero cuando se volvía para acompañarlos, el primero descubrió un jinete que se acercaba a toda velocidad por el este. Debía de traer noticias de mucha importancia…, y su expresión no gustó al Gran Señor.
«Uruv Suurt», se dijo para sus adentros, con un gesto sombrío. Miró más allá del jinete, hacia las lejanas montañas de las minas. No estaba de humor para las malas noticias.
—Uruv Suurt… nkya i f’han… —murmuró, enseñando los dientes puntiagudos—. F’han…