EL ESCUDO
Al igual que la gasa que oculta el rostro de una princesa bárbara, el escudo que rodeaba Silvanesti atraía a los extranjeros con los atisbos de un mundo misterioso cubierto por un velo. Sin embargo, nadir podía atravesar la barrera mágica que, desde su creación, había rechazado a numerosos soldados de fortuna, entre los que destacaban los Caballeros de Neraka. Ahora burlaba a las legiones, el mayor orgullo del imperio minotauro.
A todo lo ancho de la frontera oriental de Silvanesti, en el límite mismo del escudo, las legiones habían batallado infructuosamente contra la magia de los elfos asaltando la barrera con sus hachas mejor afiladas y sus grandes martillos de guerra. Con el pelaje empapado en sudor y los ojos enrojecidos por la frustración, lanzaban una y otra vez sus ataques…
Todo en vano.
¿Qué podían las armas materiales contra semejante poder mágico? A pesar de la inutilidad del ejercicio, Maritia insistía en que los soldados enviaran andanadas constantes. Un legionario que robó un momento de sueño a la tarea fue premiado con azotes. Por eso, cuando la noticia corrió por las filas, los soldados redoblaron sus esfuerzos, aunque eran muchos los que en privado abrigaban sus sospechas sobre la cordura de la comandante.
—Han llegado dos legiones más —gruñó uno de los miembros de la legión del Corcel de Guerra al tiempo que dirigía el filo de su hacha contra el aire sólido. El golpe que propinó a la barrera invisible le agitó todo el cuerpo. Lanzaba bufidos y el sudor le corría por el hocico achatado.
—He oído que los Exterminadores de Dragones han recibido órdenes de movilización —replicó uno de sus compañeros, cuyo método preferido de ataque era correr a tocia velocidad hacia el escudo y embestirlo con el hombro, aunque, de momento, lo único que había logrado era un brazo magullado y dolorido.
—¿Qué pretenderán esos piratas que atacan las carretas de las provisiones en Kern?
—¿Piratas?, no sé. Más me parece una jugada de los ogros. Llegará un día en que el emperador se canse y dejemos esto para ir a matar a las bestias de los colmillos. ¡Aliados nuestros! ¡Es increíble!
—Sólo hay una cosa peor que un ogro, y es un elfo —mugió uno de los últimos legionarios de la fila, que cargaba por enésima vez una enorme piedra de las que arrojaban contra el escudo—. Y la única cosa peor que un elfo es darse una paliza de muerte tratando de entrar ahí…
El pedrusco voló por los aires y, para sorpresa de todos, aterrizó varios metros más adelante y fue a hundirse entre la hierba agostada y la tierra reseca. Otros minotauros dieron varios trompicones antes de caer al suelo por el impulso de su propia hacha. Muchos se quedaron paralizados en pleno ataque. La escena de los soldados contemplando, boquiabiertos, lo que parecía imposible, se repetía por todas partes. En el país reinaba el silencio, como si también se hallara momentáneamente atónito.
El escudo… El legendario, el malhadado escudo de los elfos… se había esfumado.
Un ejército que sólo los grandes emperadores de su raza habrían soñado aguardaba las órdenes de Maritia, y, sin embargo, durante mucho tiempo, la joven no había podido ordenar más que paciencia. Sus soldados se ejercitaban con las armas, atacaban el escudo y esperaban.
Tanto Galdar como su madre habían prometido la desaparición del escudo y la apertura de Silvanesti a las legiones; a pesar de todo, Maritia comenzaba a preguntarse si aquello ocurriría en el tiempo que a ella le quedaba de vida.
Delante de ella, en la mesa, había incontables informes sobre las fuerzas, las entregas de suministros y las contingencias de la batalla, pero Maritia desdeñaba aquel aspecto del mando. Ansiaba los gritos de guerra, la sangre del enemigo…
No más papeleo.
Con un bufido de frustración, asomó la cabeza por la entrada de su tienda.
—¡Llamad al general Orcius! —ordenó.
Poco después apareció un veterano canoso que fumaba en pip. El general Orcius se ocupaba de las operaciones cotidianas de la legión del Corcel de Guerra, con el fin de que Maritia dirigiera la invasión en su conjunto.
Con el yelmo en una mano, Orcius se quitó la pipa de arcilla de la comisura de los labios.
—¿Sí, mi señora? —preguntó.
—¿Sabes algo de los Exterminadores de Dragones?
Dudó un momento, mientras aspiraba la pipa y dejaba escapar una bocanada de humo. Fuera del campo de batalla, Orcius era a veces pausado hasta la desesperación.
—No, mi señora. El correo lleva una jornada de retraso, aunque no es de extrañar, ¿verdad? Deseáis que Argotos examine la situación en la frontera, pero no queremos que nuestros excelentes aliados piensen que tramamos algo.
—No. desde luego que no, aunque me gustaría oír que hay alguien que no pierde el tiempo. Llevamos aquí semanas, merodeando como… como elfos.
Orcius resopló, divertido, antes de aspirar de nuevo su pipa.
—Recuerdo una vez que, a las órdenes de vuestro padre, tuvimos que esperar un año…
Sonó un cuerno y luego otro. Y otro y otro.
Maritia y el general se giraron para mirar a una hembra a caballo que se aproximaba al galope por el oeste, entre gritos y aspavientos, aunque, cuando reconoció a la hija de Hotak, cerró el hocico y condujo su montura hasta ella.
—Mi señora —jadeó la joven oficial con el grado de decurión, arrojándose casi de la silla—. Mi señora, el destino nos es propicio. ¡El destino nos es propicio!
Detrás de ella comenzaban a congregarse los oficiales de los subcampamentos, como si anticiparan la noticia.
—¡Decurión! —rugió Maritia—. ¡Recuerda quién eres y cuál es tu rango! ¡Compórtate como corresponde a una legionaria!
La oficial, que llevaba la melena recogida en una cola de caballo, recobró la compostura. Firme, con la mirada fija ante sí, gritó:
—¡Sí, mi señora!
—Mejor así. Ahora, infórmame.
La jinete tuvo un destello de su anterior alegría al exclamar:
—Mi señora, el escudo se ha evaporado… hace menos de una hora, a todo lo largo de la frontera oriental de Silvanesti. La causa hasta ahora no…
—¿Qué? —Maritia no daba crédito a sus oídos—. ¡Repítelo, decurión!
Con los ojos brillantes y muy abiertos, temblando de entusiasmo, la mensajera gritó:
—¡El escudo ha caído, mi señora! La barrera mágica que levantaron los elfos hace tantos años se ha desvanecido de improviso. Por fin se ha abierto el camino a Silvanesti.
Los oficiales daban gritos que pronto se convirtieron en un clamor entre las filas. Los soldados echaron a correr.
Silvanesti estaba listo para la invasión.
El general Orcius saludó a Maritia.
—¡Hay que tomar en seguida la delantera! —exclamó—. Las legiones están ansiosas, no esperarán un día más. Cuando caiga la noche, las unidades serán capaces de entrar a hurtadillas y por su cuenta para adjudicarse el honor de los primeros muertos en Silvanesti. Hay que formarlas e imponer disciplina.
—Las legiones avanzarán según lo dispuesto. ¡Informa a los otros comandantes! Diles que la invasión comenzará a mediodía. Nadie debe adelantarse a sus compañeros.
—¡Sí, mi señora! —rezongó Orcius, apagando la pipa al tiempo que llamaba a uno de sus asistentes. Luego contempló a los soldados arremolinados—. ¡Preparad las líneas de batalla! ¡Corred la voz! ¡Aprisa!
Cuando todos se fueron, Maritia agarró a la decurión por un hombro y, con la voz temblorosa, preguntó:
—¿Lo viste con tus propios ojos? ¿Viste Silvanesti?
—¡Lo vi, mi señora! Vi el espeso follaje, los árboles como torres. Creo… creo que llegué incluso a oír el canto de uno de sus pájaros.
Sus palabras estremecieron de emoción a Maritia.
—Silvanesti… —Abrió la boca, apartó a la orgullosa mensajera y miró llena de entusiasmo en dirección al bosque invisible—. Silvanesti…
Al mediodía las nubes se cernían sobre sus cabezas. Una súbita tensión se apoderó de los soldados, que se inclinaban hacia adelante, preparados para la señal. Los conductores ponían a punto sus tiros con la intención de impedir que las catapultas y las ballestas cedieran terreno a la caballería y a los infantes. Los oficiales de la legión se movían entre las filas para mantener el orden.
Montada en su garañón castaño, Maritia se echaba la melena hacia atrás para colocarse el yelmo de guerra. Llevaba un peto resplandeciente y un faldellín con guarniciones metálicas. El rico manto púrpura de su rango le flotaba sobre los hombros.
—Ahora —ordenó.
Y a un gesto del estandarte imperial, más de cien cuernos rugieron la esperada orden de avanzar.
Gritando al unísono, los minotauros arremetieron contra la frontera oriental de Silvanesti.
Las filas de soldados no se detuvieron ni siquiera cuando el bosque amenazador, plagado de sombras, se adueñó del paisaje. Todos los guerreros astados conocían leyendas de anteriores derrotas por eso esperaban la victoria sobre el enemigo con una mezcla de ansia y preocupación. El escudo había caído, pero los elfos, con toda seguridad, estarían dispuestos a vender cara su patria.
Con el general Orcius a su lado, Maritia cabalgaba al frente de la legión del Corcel de Guerra. Los dos se sorprendían de no encontrar resistencia. No podía ser, ni siquiera la raza de los enanos gully era tan miserable.
—El bosque se espesa, mi señora —comentó Orcius, apartando una rama de su pecho—. Creo que ha llegado el momento de que los wyverns tomen la delantera.
Maritia asintió.
—Da la señal al general Bakkor.
A un gesto de la mano de Orcius, un corneta cercano dejó escapar tres notas breves y penetrantes.
Por el norte se elevó un griterío de júbilo, seguido de una actividad repentina, acentuada por el choque del metal y los chirridos de las ruedas. Las unidades especiales de guerreros enguantados se pusieron en cabeza del ejército, desplegándose para cubrir todo el frente. Una unidad de caballería, conducida por un minotauro con la preocupación pintada en los ojos hundidos, buscaba un sendero por el interior del peligroso bosque.
Bien entrenados en la guerra de los bosques, los wyverns atravesaban hábilmente las espesuras, moviéndose como sombras a pesar de su volumen natural. Muchos llevaban el pelaje cortado casi al cero para evitar retrasos a causa de las hojas, las ramas o las trampas. Disponían de guanteletes blindados, a los que se podían acoplar unas fundas para los dedos acabadas en garras de metal que permitían asirse con gran seguridad. Al contrario que los otros legionarios, llevaban también botas con clavos para escalar. Con aquel equipo, podían encaramarse rápidamente a los árboles, con el fin de otear desde las ramas más altas.
Detrás de los escaladores venían las patrullas montadas del general Bakkor, que abrían los caminos por donde atacaban las feroces unidades de infantería, doladas de hachas, palas y cuerdas y seguidas de las catapultas y las ballestas.
El primer indicio de vida élfica llegó al encontrar a dos legionarios sentados junto a un árbol, como dormidos. Conservaban las armas en la mano y a primera vista los rostros parecían en paz. Sus compañeros no vieron los cortes rojos que tenían en la garganta hasta que se acercaron.
Entonces, el general Bakkor dividió a sus oficiales para enviarlos en pequeños grupos y en distintas direcciones a explorar la zona. Apretándose contra los troncos de los árboles, los fornidos minotauros se escurrían con la agilidad y la destreza de una ardilla. Arriba, entre el follaje, los wyverns saltaban de rama en rama, sorprendentemente ligeros y silenciosos.
En el instante en que uno de ellos alcanzaba un espeso grupo de hojas y ramas entrelazadas, una mano flaca, surgida de repente, lo agarró con fuerza por la muñeca. A una velocidad sorprendente, apareció una daga estrecha, casi delicada. El minotauro se llevó la mano a la garganta, por donde se le escapaba la vida. Cayó de espaldas, chocando contra las ramas con una serie de golpes fuertes y ruidosos antes de aterrizar en las raíces.
Al oír el estruendo y ver caer a uno de los suyos, los legionarios se precipitaron como un enjambre hacia el lugar. Llegaron a tiempo de ver una silueta furtiva que desaparecía veloz entre las hojas. Los kiraths, expertos en las artes del camuflaje, se confundían con el entorno.
Pero si éste esperaba escapar de los wyverns, se equivocaba. Cinco de ellos rodearon la zona donde se le había visto, y un legionario se subió a un árbol con la espada corta en la mano libre.
Poco después, el elfo, cuyo rostro juvenil y alargado desmentía su edad, saltó desde la rama que lo sostenía. Los cinco guerreros estrecharon el círculo y se deslizaron hacia él.
En cuanto el elfo pisó el suelo del bosque, sus ojos almendrados, que se movían con rapidez inspeccionándolo todo, se abrieron al ver aparecer por detrás de un tronco a un sexto wyvern que ya blandía el hacha en la mano.
El elfo se abalanzó contra su enemigo astado.
Pero el experto legionario lo hirió en el aire.
Con el cadáver del elfo ya retorcido en el suelo, apareció un jinete por detrás de su asesino. El wyvern recién llegado puso una marca dorada con el símbolo de su legión en el árbol del que había caído el elfo.
Inmediatamente salieron de los arbustos dos soldados a pie y comenzaron a dar tajos al árbol marcado, con el fin de destruirlo y despejar el bosque de los árboles ofensores. A sus espaldas, y a poca distancia, la primera catapulta chirrió al detenerse para aguardar a que le abrieran camino.
Y todo fue así. Los kiraths hicieron lo posible por detener la invasión, pero, privados de su magia, sus únicos recursos eran la astucia, la habilidad y las armas élficas. Lenta pero inexorablemente, los wyverns los obligaban a retroceder, les daban muerte y conquistaban con método una zona del bosque tras otra para facilitar el avance.
El general Bakkor se movía con soltura entre sus tropas, como olvidando que podía convertirse en un blanco fácil para un kirath encaramado a un árbol. En una ocasión, se agachó justo a tiempo de evitar una flecha. Impasible, se volvió para señalar en la dirección del ataque. Instantes después, una ballesta arrojaba una lluvia de saetas cortas y veloces a la copa de un árbol… del que cayó otro kirath.
Al parecer, horas antes, las tropas de los minotauros habían encontrado desierto el primer asentamiento élfico. Era sólo una aldea habitada por elfos humildes, de la casta inferior, pero la gracia de sus hogares cónicos amontonados en los troncos o pareados en las copas despertó la admiración de los minotauros, que no por eso dejaron de arrancar los árboles en busca de signos de vida.
Hasta el propio general Bakkor, que observaba el desmantelamiento de la aldea, comentó a su segundo:
—Una disposición inteligente. Estos elfos avergonzarían a las casas de Tyklo o Lagrangli. —Teniendo en cuenta que Bakkor pertenecía al clan de esta última, famosa por sus antiguas tradiciones artesanales, era todo un cumplido—. Ahora…, si han acabado con la búsqueda, que lo quemen todo.
Mientras los wyverns incendiaban la aldea, las restantes unidades continuaron su avance. Maritia, que carecía del sentimentalismo de Bakkor, entró en la aldea con una mirada llena de desprecio. Por lo que veía, las casas de los elfos eran endebles y decadentes.
—Es como la caída de los Grandes Ogros —dijo, burlándose—. Asombra que los elfos hayan sido tan soberbios durante tanto tiempo.
—Ya les ha llegado su fin —replicó Bakkor, inclinando la cabeza.
—Sí, ha llegado. General Orcius, acamparemos aquí.
—Una sabia elección, mi señora. —El veterano oficial le alargó un despacho que acababa de traer un mensajero a caballo—. Los clanes de Bregan, de Alhak y de otros designados para la colonización se encuentran cerca de nuestra base. Supongo que dentro de una semana, sus elegidos estarán aquí.
—¿Colonos? —se burló un wyvern que estaba cerca. Él y otro de sus compañeros tenían una expresión de disgusto.
Dirigiendo su montura hacia ellos, Maritia los miró desde su altura como había visto hacer a su padre con los subordinados a lo largo de los años.
—¡Basta ya! El emperador ha decretado que Silvanesti ha de ser habitable lo antes posible para asegurarnos de que el imperio se asienta de un modo permanente. De qué serviría conquistarlo sí no lo conservamos.
—Su señoría, nosotros sólo queríamos decir…
Pero ella zanjó las disculpas.
—Los colonos cumplen una función muy valiosa para el imperio, tanto como la de las legiones. ¡Algún día te encontrarás en una unidad de colonizadores, guerrero! Quizá antes de lo que piensas. Bastaría con que te mutilaran, ¿no crees?
La mano de Maritia descansaba, amenazadora, en el pomo de la espada, dispuesta a poner fin a las protestas. Los colonos eran minotauros inútiles para el servicio militar que, sin embargo, aún podían servir al imperio en el trabajo y la construcción. Todos tenían alguna herida o deformidad. Antes de Hotak, los minotauros con deficiencias vivían al margen de la sociedad, pero él los había rehabilitado confiándoles un objetivo, y los primeros voluntarios habían pertenecido a su propio clan. Los otros seis clanes mayores se apresuraron a imitarlo y crearon una fuerza emigrante pionera. A pesar de sus minusvalías, los colonos eran valientes y orgullosos, y sabían luchar para defender sus tierras.
Sin embargo, Hotak no se había parado a pensar si los colonos sanos que inevitablemente seguirían a éstos estarían dispuestos a aceptarlos.
—Hasta ahora hemos tenido pocas bajas, mi señora —dijo el general Bakkor, probablemente pensando en los colonos. Cuando Maritia acabó con los legionarios, que habían salido corriendo, añadió—: Menos de veinte muertos, y otros tantos heridos.
—¿Y los elfos?
—Más o menos, diría yo…, pero en este mundo hay menos ellos que minotauros. Nuestro número nos da ventaja.
La hija de Hotak reflexionó.
—Sí, nuestro número, nuestra láctica y nuestras tradiciones, mi general. Los elfos tendrán que ofrecer una resistencia mayor que ésta, que yo ni siquiera llamaría batalla.
—Les falta la magia que utilizaban antes —le recordó Orcius—. Ahora dependen del sigilo y de sus ardides.
De momento, lo único que les quedaba a los elfos era el sigilo. Aunque algunas legiones habían acampado en la zona, otras continuaban adelante para asegurar el perímetro occidental. Habían clavado las estacas, guardadas por tres líneas de centinelas. Para introducirse en el campamento principal, los elfos tendrían que salvar no sólo las líneas de wyverns, sino también las de los Sabuesos Terribles y los de su propia legión del Corcel de Guerra. La noche en el bosque élfico sería segura para los minotauros.
—Llegaremos a Silvanost antes de lo que esperábamos…, dentro de unas tres semanas si continuamos avanzando sin hallar oposición, mi señora —informó Bakkor, y el pensamiento de la fabulosa capital de los elfos puso un destello en sus ojos hundidos—. Mis wyverns estarán encantados de abrirnos camino.
El general Orcius posó su mirada serena en Maritia.
—Nuestro pacto con el tal Galdar y su Mina estipula con toda claridad que no entraremos en la capital. Tienen otros planes para ella.
—Unos planes que nuestros aliados nunca se han molestado en comunicarnos. —Maritia liberó su cabellera del yelmo y, dejándola caer suelta, sonrió a los dos maduros oficiales—. Actuaremos según lo acordado. Aseguraremos la parte oriental de Silvanesti, mejor dicho, de Ambeon, y levantaremos nuestros poblados. Luego podernos decidir lo que hay que hacer con la capital de los elfos.
—Como digáis, mi señora —respondieron los dos veteranos, inclinando a un lado los cuernos.
Pero Maritia no había acabado de hablar.
—Cuando todo esté dicho y hecho, veremos cómo les ha ido a Galdar y a su remedo de humana en Silvanost… Supongo que lo harán bien y tendrán éxito. Entonces, cumpliendo los deseos de mi padre, se la arrebataremos.
Cuando la mano femenina, cubierta de pelaje castaño, se introdujo en el rojo contenido del cuenco de plata, fragmentó un instante la visión turbulenta del interior. En el líquido rojo oscuro, las figuritas con armadura que marchaban resueltas por un espeso bosque se descompusieron antes de recuperar poco a poco su forma primitiva.
—Takyr…, escúchame.
Desde las sombras de la estancia se materializó el fantasma encapuchado.
—Señora… —dijo la voz en la mente de Nephera.
—Después de varias horas sin éxito he captado una nueva visión mientras intentaba ver más allá del velo de los elfos, hasta el corazón de su capital.
A espaldas de su esposo, la suma sacerdotisa trataba día y noche de captar el misterio del escudo y aprender los secretos de los elfos. Le habían fallado todos los hechizos, pero ese hecho, aparte de frustrarla, aumentaba su determinación de saber. A pesar del poder que acumulaba, Silvanesti continuaba resistiéndose. Hotak le pedía informes que ella no podía darle, y aquella debilidad empañaba todo lo que había hecho por el imperio.
Pero ahora sí…, ahora veía a los legionarios adentrarse como una inundación por la frontera oriental del fabuloso reino élfico.
Y del maldito escudo no quedaba ni rastro.
—Hace sólo unas horas que mi hechizo volvió a fallar —repetía en un tono sombrío que hacía temblar tanto a sus serviciales fantasmas como a sus acólitas mortales—, pero lo he repetido … ¡y ahora veo el reino de los odiados elfos abierto a las legiones como si el escudo no hubiera existido jamás! —De pronto elevó la voz, que adquirió un tono fanático—. ¿Cómo ha podido ocurrir sin que yo, yo, supiera que el acontecimiento había comenzado? ¿Cómo?
La imagen del espectro hizo un ademán, el único indicio de que su señora le inspiraba temor. La capa andrajosa que envolvía su cuerpo se agitaba violentamente, como si dentro se moviera un viento misterioso o alguna oscura manifestación de vida.
Y al agitarse, Takyr mudaba de forma y dejaba de ser un tenebroso cadáver de marino para adoptar una imagen tras otra.
Primero se transformó en una anciana encorvada con el rostro picado de viruela. Del cuerpo asomaba una mano retorcida, y la falda se hallaba espantosamente sucia.
Luego, la anciana dio paso a un soldado joven y aguerrido que parecía tan sano en la muerte como lo había estado en vida…, si no hubiera sido porque le habían arrancado los ojos de las cuencas y la lengua del hocico. Había caído en manos de unos bárbaros que lo torturaron metódicamente.
Por fin, Takyr se convirtió en un oficial de pelaje gris y hocico grueso, que llevaba el vestido rojo, bordeado en oro y repujado en plata, de la Casa de Zhakan. Lucía varios aros de oro en su fantasmal oreja izquierda y una gran variedad de gemas en algunos dedos. Zhakan era un gran clan de comerciantes, con puestos de influencia dentro del gremio y una concepción mundana cuyos valores no abundaban entre los minotauros. Debía de haber sido un mercader muy importante, pues había muerto de muerte natural.
Éste…
Takyr quiso informar a lady Nephera. Luego se apartó del fantasma y su capa flotó detrás de la figura, mucho más baja que él.
—Dime.
Éste es el que no ha vigilado bien. Éste… se ha distraído con algo. No sé con qué, señora, pero quizá…
—Da igual. Me importa poco lo que distrae a los muertos. —Se apartó del cuenco, con los ojos abiertos y hundidos, y, a su manera, mucho más espantados que los de su monstruoso séquito de cadáveres—. Existen para servirme, de otro modo no los quiero para nada.
Mientras hablaba, sus dos acólitas mortales miraban de frente, con un semblante inexpresivo, ya que sólo oían su parte de la conversación. Percibían, eso sí, el aroma tenue pero inequívoco de algo podrido en el mar y experimentaban la sensación de que la estancia vacía estaba en realidad llena de una muchedumbre. Si su señora hablaba sola, como hacía con frecuencia, ellas sólo sabían que no hablaba consigo misma.
La capa de Takyr volvió a moverse espontáneamente, traspasando, envolviendo a la figura trémulamente iluminada del mercader muerto.
Los ojos vacíos del segundo fantasma manifestaron un temor súbito e intenso.
¿Ha de ser… corregido, señora?
Con el rostro insospechadamente animado, como el de un vivo, el mercader alargó una mano implorante y traslúcida.
Señora…, os ruego…
La suma sacerdotisa hinchó las aletas de la nariz al contemplar a la criatura que había osado decepcionarla.
—Hazlo.
La capa de Takyr se abalanzó sobre el suplicante. El amplio manto remolineaba sobre el anciano, cubriéndolo como un sudario. Aunque el fantasma se defendía, la capa lo apretaba cada vez más y lo retorcía de un modo grotesco hasta deformar su figura espectral.
Los demás fantasmas se apartaban hasta donde Nephera permitía; todos con los ojos… redondos, abiertos, hundidos, atemorizados.
Ahora, la capa de Takyr apretaba de un modo insoportable. Dentro, el mercader atrapado lanzaba gemidos tan terribles que las dos acólitas de Nephera, sintiendo una angustia instintiva, se arroparon con sus propios mantos, en un gesto defensivo.
Finalmente, el segundo fantasma se esfumó dentro de los oscuros pliegues de la capa de Takyr, con un chillido escalofriante.
Las dos acólitas de Nephera se sobresaltaron, visiblemente pálidas. Las otras sombras daban vueltas por la estancia, incapaces de expresar su terror de otro modo. Sin embargo, la suma sacerdotisa asintió, satisfecha.
La capa de Takyr volvió a su lugar y se desvanecieron las últimas notas del grito.
No volverá a fallaros…, señora…
Lady Nephera recuperó la calma al dirigir otra vez su maléfica mirada al líquido rojo.
—Tengo que continuar. He de ver qué es lo que espera a las legiones. Y esos esclavos fugitivos que recorren Kern. Hay que solucionarlo. No puede haber más pasos en falso ni más distracciones. —Achicando los ojos, los dirigió a la plataforma en la que había yacido Ardnor; luego se dirigió a sus acólitas—. Sin embargo, necesito un hechizo extraordinario. —Señaló con impaciencia el curioso envoltorio que estaba encima del mármol—. ¡Quitad eso! Ya no vale. Necesito algo fresco, más joven…, y también más de uno.
Las dos sacerdotisas se aproximaron a la plataforma. A pesar de su fuerza natural, les costaba retirar la carga, pues, aunque anciano; el infortunado había sido de grandes proporciones cuando aún respiraba…, y de eso no hacía mucho.
Nephera dejó que sus dedos dibujaran ondas en la visión.
—Ordenad que los guardias lo oculten mejor esta vez…, preferiblemente donde el luego pueda destruirlo.
Al observar en la visión el paso del estandarte del corcel de guerra, se le escapó una sonrisa.
—No queremos que mi esposo se inquiete con pormenores fastidiosos. A fin de cuentas, ya tiene mucho en qué pensar.