XIII

CAMPEÓN DEL IMPERIO

La noticia recorrió Nethosak en una hora. Poco después aparecía un edicto imperial, redactado a toda prisa, con la orden de disponer lo necesario para celebrar el regreso del triunfante heredero. Había que limpiar las calles y situar filas de ciudadanos frente a los edificios que se alineaban desde el puerto hasta el palacio. La Guardia Imperial daría escolta a Bastion para cruzar la capital, y los heraldos lo precederían para anunciárselo a la plebe.

La primera vista de la flota victoriosa no arrancó gritos de alegría al pueblo, sino que lo llenó de pesar y confusión, porque el maltrecho Escudo de Donag, que navegaba en cabeza, se escoraba a estribor y había perdido el mástil de popa. El fuego lo había chamuscado y, aunque repararon el casco como pudieron, la primera impresión era desalentadora.

Aun así, la vista de la bandera dorada y de la inequívoca figura negra situada junto a la proa acabó con todas las preocupaciones. Cuando el buque de casco largo y bajo entró renqueando en el puerto, el orgullo henchía ya los corazones de los minotauros. La determinación del barco, a pesar de las terribles heridas, reflejaba la tenacidad y el carácter invencible de la raza de sus constructores y navegantes.

Tripulantes y soldados levantaron las armas y lanzaron entusiastas gritos de guerra a la muchedumbre. En tierra, una guardia de la legión de honor, a cuyo frente cabalgaba el emperador, prorrumpió en vítores de respuesta.

Bastion, que contemplaba con cautela el espectáculo que se ofrecía a sus ojos, era quizá el único que habría preferido entrar en Nethosak tranquilamente, arropado por la oscuridad de la noche. Volvía victorioso, en efecto, y se había asegurado de que Rahm exhalara su último suspiro, pero quedaban aún muchos rebeldes dispuestos a desafiar al imperio. En su fuero interno, no había completado la misión. La rebelión era como un bosque en llamas, y él comenzaba a preguntarse si sería capaz de apagarlo.

Los de tierra oían las noticias del combate que proclamaban los heraldos del emperador. Se enteraban de las batallas decisivas y de la cobarde huida de los rebeldes supervivientes. Sabían que Bastion había dirigido el abordaje de las naves enemigas y que había dado muerte a los primeros adversarios, y también que ahora el imperio disfrutaría de una paz interior imprescindible para concentrarse en la expansión hacia el continente.

El campeón del Courrain, como llamaban a Bastion los heraldos de Hotak, iba a recibir numerosos títulos y cargos nuevos. Algunos sólo ceremoniales, pero otros útiles para consolidar su proclamación a heredero del trono. Aunque ya era comandante de la Guardia Imperial, pronto iba a recibir un almirantazgo que lo colocaría por encima de los oficiales de alto rango de las flotas. Y pronto también, el heredero de Hotak sería nombrado Imperator de las legiones, un título que le confería el poder efectivo sobre todas las funciones del brazo militar del poder. Sólo el propio emperador estaría capacitado para revocar sus decisiones.

Cuando el Escudo de Donag atracó, sonaron los cuernos y los tambores del triunfo. Las dos filas de legionarios se desplegaron más allá del puerto, para flanquear el camino que iban a recorrer Bastion y su padre hasta el palacio.

Aunque la mayor parte de la ciudadanía adoraba al heredero de Hotak, la Guardia Imperial se mantenía alerta. Últimamente se habían oído rumores de que los alborotadores de Rahm se introducían en la ciudad, de uno en uno o por parejas…, y probablemente entre la multitud había más de un simpatizante de la causa rebelde.

Cuando descendió la pasarela de desembarque del Escudo, los gritos se hicieron ensordecedores entre los trabajadores presentes. Muchos habían pasado la noche en blanco para mantener el ritmo agotador que requería la construcción militar, pero la novedad los entusiasmaba; la victoria en una gran batalla era siempre un pretexto ideal pata celebrar una fiesta.

Los gritos se superpusieron incluso a los truenos del cielo cuando Bastion se acercó, por fin, a la borda y vieron su figura entera. Las hachas se alzaron a sus espaldas, mientras él saludaba a la multitud, agradeciendo su adoración con un simple asentimiento. Luego, descendió lentamente. El emperador, por su parte, arrojó las riendas a un subordinado y se aproximó a su hijo en el momento en que éste pisaba el suelo de Mithas.

—Bienvenido, hijo mío —dijo, poniendo énfasis en sus palabras—. Me honra ser tu padre. —El emperador miró a Bastion a los ojos—. ¿Ha muerto?

—Aunque no lo he visto con mis propios ojos y no podría garantizártelo, mi corazón me dice que sí, padre, que el general Rahm ha dejado de existir.

—¡Magnífico! ¡Vamos! Continuaremos la conversación en palacio.

Hotak dio unos golpecitos en la espalda de su hijo y luego le rodeó los hombros con un brazo para guiarlo hasta donde aguardaban los corceles.

Muchos de los asistentes arrojaban pequeños ramos de cola de caballo. Aquel tributo no pasó inadvertido para Bastion, que se agachó a coger uno de los ramos y lo apretó contra su pecho. Inclinando ligeramente los cuernos, saludaba a lodos los que le rendían homenaje.

Bastion tomó las riendas de su corcel preferido y, antes de montar, acarició al animal y le susurró unas palabras al oído. Hotak esperó a que terminara antes de subir a su nervioso caballo.

Bastion aguardó a que su padre encabezara la comitiva como hacía siempre, pero aquella vez, Hotak cedió la delantera a su hijo con todo orgullo. La muchedumbre percibió el gesto y redobló los gritos.

Sin mostrar sus emociones, el minotauro de pelaje oscuro inclinó los cuernos ante su padre y espoleó la montura. Hotak no se movió hasta que su hijo estuvo a cierta distancia…, los cinco pasos rituales. En ese momento, la guardia de honor ocupó su puesto para flanquear a los dos jinetes.

Ya fuera del puerto, la comitiva cabalgaba con los estandartes del corcel de guerra ondeando en lo alto, protegida por las hachas y las espadas de la guardia de honor. Los heraldos marchaban delante sin dejar de proclamar la noticia del regreso de Bastion y del triunfo del imperio sobre sus enemigos.

Entraron en Nethosak, cuyas calles a lodo lo largo de la ruta se hallaban abarrotadas de minotauros vociferantes. Los ramos de cola de caballo llenaban los pulcros caminos de piedra, que ahora parecían de color verde, y los tejados y las ventanas lucían gallardetes rojos y negros. El símbolo del negro corcel de guerra estaba por todas partes: en las banderas, en los muros o en los discos de madera pintada que llevaban los celebrantes.

Aunque parecía distraído por sus pensamientos, Bastion continuaba saludando con la mano y con la cabeza a la multitud. Hotak rebosaba de orgullo observando la actitud de su hijo, propia de un rey.

Ya próximos al centro de la ciudad avistaron el palacio mientras pasaban frente al templo de los Predecesores. Bastion atiesó las orejas y puso rígido el cuerpo como si anticipara algo que podía echar a perder aquella ocasión perfecta.

Al contrario que en el resto de su camino, las calles paralelas al templo estaban vacías, las puertas cerradas, y los Defensores que siempre las guardaban se habían esfumado.

Bastion echó una ojeada. Hotak contempló el silencioso edificio, sin dejar de preguntarse por qué parecía desierto precisamente aquel día.

Cuando dejaron atrás la zona del templo, la cálida bienvenida reapareció como por encanto. Bastion volvió a saludar a la muchedumbre, y el emperador y su guardia se mostraron visiblemente aliviados.

Por fin, llegaron a palacio. Allí aguardaba un enorme gentío. Sin embargo, lo que reclamó la atención de Bastion fue un pequeño grupo que esperaba lejos de la guardia del palacio, en la misma puerta.

Tres de ellos eran miembros de una escolta. Llevaban uniformes negros y espadas, pero bastaba con el cabello corto para saber que pertenecían a una unidad de élite de los Defensores.

Flanqueado por los tres, Ardnor montaba un garañón negro que resoplaba sin cesar. Vestía el uniforme completo y la capa de oficial de la legión. Al contrario que los miembros de la escolta, que ladearon los cuernos para recibir a Bastion con respeto, él saludó levantando la espada.

A un gesto del emperador, se abrieron las puertas. La multitud continuó gritando mientras Bastion y su padre, acompañados no sólo por su guardia de honor, sino también por Ardnor y su escolta, entraron en el recinto.

Bastion acercó la montura a la de su hermano.

—Me sorprende que me honres con tu presencia, Ardnor.

El hermano mayor lanzó un bufido desagradable.

—¡Te equivocas. Bastion! Soy yo el que se honra con tu presencia. —Dio una fuerte palmada a su hermano en la espalda—. ¡Bienvenido, destructor del general Rahm, vencedor de los rebeldes! Estoy seguro de que si Kol nos ve desde arriba te agradece que lo hayas vengado.

Eran palabras generosas, considerando que muchos aún achacaban la pérdida de Kolot al descuido de Ardnor. El hermano pequeño había muerto por salvar al mayor del general renegado, porque Ardnor no había obedecido las órdenes paternas de abandonar la persecución de Rahm. De haberlo hecho, el tercer hijo de Hotak aún estaría vivo.

Pero nadie, ni siquiera el emperador, sacaba a relucir el asunto, especialmente en un día como aquél. Cuando Hotak se unió a Bastion, saludó alegremente a su primogénito.

—Me agrada que hayas venido a la puerta, Ardnor. Un bonito recibimiento para tu hermano, ¿no es así?

—Bastion lo merece, padre. Mi hermano ha despojado a los rebeldes de sus cuernos, no me cabe ninguna duda.

—Sí, por fin ha muerto Rahm Es-Hestos —añadió Hotak—. En cuanto a los que escaparon, ninguno puede sustituirlo. Jubal y los otros acabarán peleándose y se convertirán en una partida de bandidos a la desesperada que pronto probarán el hacha, ¿eh, Bastion?

—Lo que tú digas, padre —replicó Bastion concisamente.

—¡Padre tiene razón! —rio Ardnor—. Por cierto, hablé con Lothan antes de que llegara tu barco, hermano. El Círculo Supremo está preparando en su sede una ceremonia especial en tu honor.

Bastion sacudió la cabeza.

—Aprecio el honor, pero lo que realmente deseo ahora, lo que prefiero a cualquier otra cosa, es una buena comida, Ardnor.

—¡Naturalmente! Seguro que no has comido más que cabrito y cerdo salado durante muchas semanas. Desearás algo fresco y sabroso, ¿verdad? Vino y quizá compañía femenina, supongo.

—Por el momento bastará con la comida. Los otros ofrecimientos los apreciaré… cuando haya recuperado las fuerzas.

Su hermano se echó a reír, aunque Bastion no hablaba en broma. La persecución del general Rahm había resultado agotadora y le había costado la muerte o la invalidez de muchos guerreros expertos. También se habían perdido varios buques. Estaba cansado.

—¿Por qué no cenamos juntos, hermano? —continuó Ardnor—. Sé de un sitio donde sirven el cabrito condimentado a tu gusto…, y ofrecen también un entretenimiento que te ayudará a recuperar las fuerzas.

Bastion no pudo ocultar su sorpresa. Durante mucho tiempo no había sentido la proximidad de su hermano y no habían cenado juntos desde mucho antes de la Noche Sangrienta, cuando su padre acabó con sus rivales y se hizo con el imperio.

—Estaré encantado de acompañarle, Ardnor —respondió.

Hotak estaba visiblemente satisfecho con lo que le parecía el fin de las viejas diferencias entre sus hijos.

—Y tú, Ardnor, cenarás con nosotros en palacio en cuanto puedas. Recuerda que aún tenemos mucho que hablar. Siempre serás bienvenido allí, hijo mío, como… —El emperador dudó, echando por encima del hombro, una breve mirada de desconsuelo hacia la puerta—, como tu madre.

El hermano de Bastion se encogió de hombros.

—Madre sabe dónde es bienvenida. En cuanto a mí, puedes tener por seguro que vendré pronto a palacio, padre. —Luego, añadió, dirigiéndose a Bastion—: He oído tus numerosos títulos nuevos, hermano. Espero que les hagas justicia, ¿eh?

—Lo intentaré.

—¡Ja! Tus intentos valen más que los actos de muchos, Bastion. —Con tan espontánea alabanza, Ardnor hizo una leve inclinación de los cuernos y se puso en cabeza de su escolta. Las puertas se abrieron para permitirles el paso, pero, en cuanto se dio cuenta de quién era, la muchedumbre desapareció.

Hotak despidió a la guardia de honor y entró en palacio con su hijo y su retén personal. Bastion y él desmontaron, entregaron los caballos a un mozo de cuadra y ascendieron juntos los escalones altos y anchos.

—Me sorprende lo mucho que me he acostumbrado a esta casa —comentó el padre al entrar en los inmensos vestíbulos de mármol. Los relieves de los antiguos soberanos y las antiguas hazañas se alineaban en las paredes; uno de ellos representaba incluso a un joven Chot combatiendo contra un crustáceo magori. Hotak no lo había retirado por deferencia a la tradición, ya que no se trataba de exaltar la figura de Chot, sino simplemente de constatar su lugar en la historia de los minotauros —. Recuerdo los tiempos en que una tienda y un suelo de piedra me parecían un hogar. Ahora…, ahora no imagino la vida sin todo esto.

—El mundo cambia constantemente y cuando menos lo esperamos, padre —replicó Bastion, con cierta dureza en el tono.

—Yo trato de impedir que me sorprenda. Lo que más necesita Ansalon (¡nada de Krynn!) es orden y estabilidad. Hace mucho que los dioses no están aquí para guiarnos, por eso tenemos que crearnos un mundo enteramente nuevo, en el que…, ¡ah!, capitán Gar.

Un minotauro negruzco, algo mayor que Bastion, se dirigía corriendo hacia el emperador. Gar, que parecía claramente contrariado, llevaba en la mano derecha una taleguilla que acababa de traer un emisario.

—Podéis iros —dijo Hotak a su guardia personal.

—¡Mi señor! Gradas a que habéis regresado. —Mirando al hijo del emperador, el oficial añadió con precipitación—: ¡Y naturalmente, mi más sincera enhorabuena por vuestras victorias, lord Bastion!

—¿Qué ocurre? —preguntó Hotak, cuando los guardias salieron y se quedaron los tres a solas.

—Llegó una nave a uno de los puertos pequeños del oeste, mi señor, y un jinete trajo esto. Lleva el sello de vuestra hija.

Bastion frunció el entrecejo:

—¿Maritia? ¿Esperabas…?

—No es un despacho regular —subrayó el emperador, tomando la taleguilla de las manos del capitán Car—. Gracias, capitán…, estás excusado.

Al salir Gar, Hotak rompió el sello del saquito y luego el del pergamino que iba dentro. Estudió la nota. Su ojo sano se abrió mucho al principio, para luego cerrarse en señal de peligro. Bastion, que lo conocía bien, percibió los cambios y la agitación de sus emociones. El emperador alargó el papel a su heredero.

—Toma. También tú debes leerlo.

Bastion leyó con rapidez, y su mano estuvo a punto de hacer trizas el papel mientras intentaba asimilar las palabras de la hermana.

Y si lo que cuenta Golgren sobre un pequeño ejército de minotauros que campa a sus anchas por Kern es cierto, sólo puede tratarse de los que entregamos como esclavos en cumplimiento del pacto histórico…

Esclavos minotauros en Kern.

—Siempre temí que ocurriera esto —murmuró Bastion con amargura, mirando a su padre—. Si el pueblo se entera…

Hotak había logrado calmarse.

—El pueblo se enterará, hijo mío. No has acabado de leer. Mira lo que ha hecho tu hermana.

Golgren afirma que hay que afrontar el problema, y como sé que esta vez estarías de acuerdo en lo esencial, he tomado la iniciativa de ordenar al general Argotos que se dirija al norte. Detesto perderlo, pero con la llegada de los Krakens y los Leones de las Sombras, las fuerzas serán suficientes para la invasión…

—El general Argotos. —Bastion conocía su reputación—. La legión de los Exterminadores de Dragones.

—¿Te das cuenta ahora, Bastion? Maritia no sólo nos informa del posible problema, sino de la solución apropiada. Si los ogros no son capaces de resolver esa modesta complicación, lo hará el general Argotos. Esperemos que todo se haga con rapidez y discreción.

El emperador buscó la antorcha más próxima para acercar el pergamino a las llamas, luego se quedó observando cómo lo devoraba el fuego. Cuando todo, salvo el fragmento que sostenía en la mano, estuvo carbonizado. Hotak arrojó el resto al suelo y apagó el fuego a pisotones.

—Sí. Argotos podrá con la situación —repetía—. Podrá con ella…, y la ocultará para que la noticia no disturbe mi imperio.

—Listos —avisó quedamente Faros—. Atacad a mi señal. El que actúe antes…

Los antiguos esclavos estaban quietos, esperando sus palabras. ¡Cómo se habría sorprendido su padre al verlo comandar a tantos seguidores e inspirar tanta lealtad! Habría sacudido la cabeza contemplando al despreocupado de antes convertido en el jefe de una banda de minotauros desesperados, abandonados por los suyos en el país de sus enemigos históricos.

¿Le habría desconcertado el destino de su hijo?

Con los músculos en tensión, sostenía en una mano su espada herrumbrosa, mientras que la otra se movía constantemente como si cogiera otra arma; un látigo. Raramente pestañeaba, ni siquiera cuando el eterno polvo de Kern se le metía en los ojos inyectados en sangre.

Ahora mandaba algo más que una banda heterogénea. Sus seguidores triplicaban a los supervivientes del campamento de Sahd, porque durante sus vagabundeos habían asaltado otras dos instalaciones mineras. Para Faros, la decisión de atacar había sido instintiva, aunque no necesariamente dictada por las nobles razones que habían movido a Grom y a los demás. El ejército vengador había pasado por los campamentos mineros sin dejar un ogro vivo y liberando a lodos los esclavos. Cogían las provisiones y arrasaban el campo hasta los cimientos.

Las dos veces, Faros había dejado atrás muchas estacas dispuestas tal como había aprendido de Sahd.

Pero los otros dos rescates habían aportado otras razas a su ejército. Los ogros tenían otros esclavos: humanos, semielfos, incluso uno o dos enanos. Algunos tenían habilidades, tales como la de remediar las heridas graves y conocer las hierbas capaces de curar o al menos de aliviar los dolores. Otros sabían localizar la comida y el agua en aquellas tierras desoladas y traicioneras.

El ejército contaba incluso con algunos ogros renegados, caídos en desgracia ante el régimen. A decir verdad, Faros habría preferido decapitarlos, pero los esclavos los defendieron porque sabían que, tras condenarlos a la esclavitud, les trataban aún peor que a los minotauros. La mayor parte de ellos estaban mutilados por los guardianes, que les rompían o les cortaban los dedos de las manos y de los pies, las orejas y la nariz.

Aquellos ogros eran los que más ansiaban vengarse de los suyos, por eso Faros los situaba en primera línea.

Aunque las colinas negras bullían de soldados del ejército de Faros, los desprevenidos ogros que inspeccionaban los últimos campamentos destruidos no sabían que eran observados por muchos ojos encolerizados. Los ogros habían venido para averiguar por qué razón se interrumpía el suministro de materias primas.

Los enviaba el Gran Señor Golgren.

Hacía varios días que Faros los esperaba. El hecho de que fueran más que los suyos y de que llevaran mejores armas no disminuía su confianza. Habría bajas en los dos bandos, pero lo importante era que morirían más ogros.

No obstante, comprendía que estos ogros merecían más respeto. No eran bestias desorganizadas y malhumorados como la mayoría de los guardianes de los campos; el ejército que contemplaba desde lo alto estaba entrenado por alguien que sabía de estrategia militar.

Hasta podría ser que algún oficial minotauro hubiera intervenido en su entrenamiento.

Faros levantó la mano vacía. Observó que el jefe de los ogros, un joven monstruo de enormes proporciones que llevaba un peto nuevo, seguramente de factura imperial, gruñía una orden. Inmediatamente, un grupo de ellos comenzó a escalar una rugosa pared de piedra en dirección a donde se hallaba Grom con el resto del ejército esperando la señal de Faros.

Ahora o nunca.

Bajando la mano como si golpeara a un enemigo invisible, dio un salto. Resonaron los cuernos robados en varios campamentos. Los ogros se quedaron paralizados por el estruendo que devolvía el eco en varias direcciones. Los invasores soplaban docenas de cuernos, cambiando continuamente de lugar, para dar la impresión de una fuerza siete veces superior a la suya, por otra parte, nada desdeñable.

Sin dejar de lanzar rugidos los minotauros empujaban grandes piedras y peñascos sobre los pasmados enemigos. La lluvia de piedras hizo pedazos la falda de la colina y arrastró consigo enormes pedruscos. Varios afloramientos de hacia siglos se deshicieron en una avalancha de fragmentos de gran tamaño. En pocos segundos, los ogros se enfrentaron a una espantosa matanza.

Los brillantes petos de metal nada podían contra las mortíferas piedras de varias toneladas. Los ogros echaron a correr, entre gritos, pero la mayoría no pudo alejarse lo suficiente. Muchos quedaron sepultados por toneladas de tierra y de piedras contra las que de nada servían sus desesperados forcejeos.

Y tras la avalancha, llegaron los minotauros conducidos por Faros, que rugía a pleno pulmón, con los ojos inyectados en sangre. Movía la espada como si fuera un látigo feroz y rebanaba a los enemigos que se cruzaban en su camino. El primer ogro que le salió al pasó cayó con el tronco separado de la cintura, y sus fluidos vitales salpicaron la tierra estremecida. Otro perdió una mano antes de sufrir una estocada tan terrible que casi le partió el cráneo en dos mitades.

Un ogro era igual que otro; objetos a destruir. Los recuerdos de sus años perdidos como esclavo lo impulsaban a un frenesí letal. Vyrox. Ulthar y sus tatuajes. Paug el Carnicero. Los derrumbamientos de los túneles, la máquina de la tortura del campamento de los ogros. La monstruosa dieta de los merodracos. Sahd y sus látigos…

Sahd y sus látigos.

Antes le asaltaban aquellos recuerdos agotadores, pero ahora sufría pesadillas que lo habían convertido en una especie de guerrero enajenado e invulnerable, con la respiración agitada y unos ojos que despedían chispas. Los ogros listos huían de él nada más ver su mirada, pero los que no escapaban con rapidez perdían la vida, aunque le dieran la espalda para escapar o levantaran las manos en señal de rendición.

Aquel día, sin embargo, hubo un ogro que no se plegó. Joven, en pleno vigor y entrenado, era el jefe de la fuerza enviada por Golgren. Llevaba un peto reluciente, en cuya parte delantera habían añadido en metal un grifo estilizado.

Llevaba una hacha mucho más grande que las que solían utilizar los minotauros, casi de la altura de Faros. Con los brazos dos veces más fuertes que los de su enemigo, el joven comandante de los ogros manejaba fácilmente la enorme amia de doble filo como un péndulo enorme y mortífero para despejar su camino hacia Faros. Uno de los antiguos esclavos le salió al paso con una inteligente maniobra, pero recibió una herida tremenda en el hocico que le afectó al hueso y los tendones, y no consiguió detener el avance del bestial guerrero.

¡Kya i Garantho uth i’Dagrumi! —rugió a Faros, deteniéndose para golpear su peto con mucho ruido—. ¡Kya i Mastarko uth i’Dagrumi! ¡Sya i’fhan, Uruv Suurt!

Por lo poco que Faros conocía de aquella lengua inmunda, el ogro se jactaba de su fuerza y se comparaba no sólo con el grifo que figuraba en su armadura, sino también con el colosal mastark nativo de Kern. La bestia sonreía malignamente, enseñando no sólo sus colmillos largos y curvos, sino los dientes amarillentos tallados en puntas perfectas, como alfileres.

Faros esperaba el ataque, resoplando su desprecio.

Con un aullido salvaje, el ogro cargó contra él.

La enorme hacha dio en el suelo, junto a los pies de Faros, que saltó hacia atrás y propinó una tremenda estocada a su enemigo cuando éste intentaba recuperar su arma. Aunque la punta de la espada había herido el brazo hirsuto del ogro, el colmilludo guerrero continuaba sonriendo y lanzando rugidos.

De nuevo blandió la voluminosa hacha contra Faros, que esta vez trató de contener el golpe con su espada, pero ésta se partió cerca del mango y el minotauro quedó con un muñón inútil en la mano.

El ogro, sin dejar de reír, lo hirió con la punta del arma. El golpe directo cogió por sorpresa a Faros, que lanzó un gruñido al sentir la cuchilla en el hombro. A pesar del dolor, agarró con fuerza el hacha por debajo de la hoja afilada.

El enorme adversario levantó por los aires hacha y minotauro. Entre risotadas, balanceaba a un lado y a otro a Faros como si fuera un gallardete.

De improviso, apareció una figura por un costado del ogro. Era el intrépido Valun, armado con un hacha. Blandió su arma, pequeña pero letal, buscando una zona desnuda en la cintura del ogro.

Tras romperle la banda que unía las dos secciones de la armadura, Valun hundió el filo superior de su cuchilla en el torso del ogro. Con un rugido de sorpresa, el temible gigante arrojó a Faros, con su propia arma, a un lado, y, sangrando por la herida, cayó sobre Valun, que se dobló sobre su pierna enferma.

El ogro dio un golpe en el hacha que empuñaba Valun y le apretó la garganta con su mano carnosa. Aunque el dolor de la herida lo hacía temblar, levantó por el cuello al minotauro, que no dejaba de luchar, y lo arrojó como un muñeco de trapo contra uno de los pedruscos más grandes de la avalancha.

Valun chocó contra la enorme piedra de espaldas y se rompió la columna. Quedó hecho un ovillo junto al peñasco.

Por un instante, un brillo intenso cruzó el espantoso rostro del ogro…, que en seguida adoptó una expresión de sorpresa y consternación.

Faros, que había lograrlo levantarse, acababa de hundirle en la nuca lo que quedaba de su espada.

La bestia se revolvió, sacudiendo los brazos. Miró al minotauro hasta que se nubló la mirada de sus ojos ensangrentados.

Faros se apartó para dejar que el enorme cuerpo cayera de bruces en la tierra enrojecida.

Tomando la monstruosa arma del ogro, la blandió con ferocidad, deseoso de acabar con más enemigos, pero no halló ninguno cerca. Gritaba, desafiando a las sombras, como un guerrero enfermo de odio. Sus propios seguidores se apartaban de él.

—¡Faros! —gritó uno de ellos.

Al volverse hacia la voz, se encontró con Grom. Una fina línea roja le decoraba el pecho. Observaba a Faros con temor.

—¡Faros! ¡Soy yo, Grom! —Pero Faros no salía de su trance y Grom tuvo que agacharse para evitar una feroz estocada dirigida a su cabeza.

Lentamente, con la respiración alterada y una mirada salvaje en los ojos, Faros bajó el arma del ogro al reconocer a su compatriota.

—Grom…

—Sí, Faros. —El otro minotauro tragó saliva, sin dejar de contemplar el rostro aún letal de su jefe—. Soy Grom.

Faros miró a su alrededor. Sólo veía su ejército. Adondequiera que mirara, había enemigos apilados en montones sangrientos. Algunas cabezas se dirigían al cielo sin verlo, otras parecían dormidas. Su orden permanente era la lucha inmisericorde.

—El plan ha ido bien —comentó.

—Bastante bien —respondió Grom, con mirada aún preocupada—. Pero hemos tenido pérdidas.

—Era de esperar. —La mano vacía de Faros volvía a empuñar un látigo imaginario. Miraba con satisfacción los cadáveres.

—Faros… —dijo Grom, dubitativo—. Faros… Valun ha muerto. Creo que se rompió el cuello y la espalda contra aquella piedra.

Por encima de su hombro. Faros vio el cuerpo flácido del valiente tallador de huesos. Un humano de cabello y barba claros se arrodilló ante el minotauro buscando en él un aliento de vida. Al sentir la mirada de Faros, levantó la suya y sacudió la cabeza.

—Murió hace unos minutos —anunció con aire sombrío.

Pinchando un cadáver de ogro para cerciorarse de que también estaba muerto. Faros comentó:

—La pierna le hacía lento. Tenía que ocurrir. A todos ha de llevarnos la muerte.

Grom estuvo a punto de decir algo, pero se llevó la mano a la breve línea roja que le había causado el propio Faros. Bajó los cuernos en señal de deferencia y asintió solemnemente.

—Como tú digas. Voy a preparar la pira.

«Y las oraciones», pensó Faros con cierto desdén. Inmediatamente se quitó a Valun de la cabeza.

—Esto no ha sido casualidad —dijo, y Grom se detuvo para escucharlo—— Han venido por nosotros. Hemos cogido a ese grupo por sorpresa, pero cuando regresen estarán prevenidos. Tenemos que irnos de aquí.

—¿Adónde? Si nos adentramos hacia el sur, nos arriesgamos a encontramos con los nuestros. No es lo que tú quieres.

—¿No? —Faros levantó una espada que acababa de hallar junto a un cadáver para sopesarla. Tuvo una visión repentina de los minotauros asesinos, de los traidores, de aquellos que habían incendiado su hogar y acabado con su familia—. Supongo que no: de momento, no.

Un alborozado semielfo, con el pelo castaño y la complexión flaca propia de su raza, se aproximó a él.

—¡Faros! Creo que casi hemos acabado con una legión. —Llevaba una hacha que relucía bajo el sol ardiente—. ¡Mira las armas que traían! ¡Muchas y nuevas!

—Nunca serán suficientes —replicó Faros, arrojando la espada que había recogido del suelo porque no satisfacía sus necesidades. Miró los cuerpos más próximos—. Recogedlo todo… y dadme todas las lanzas.

—¿Lanzas? —murmuró Grom.

—Todas. —Tomando otra espada, Faros la blandió dos veces, luego se agachó para coger una cabeza de ogro por las greñas. Con un hábil gesto, la cercenó—. Necesitamos dejar un recuerdo… algunos recuerdos de nuestro paso por aquí.

El semielfo sonrió y echó a correr para transmitir la urden. Con la cabeza aún en la mano, Faros miró a Grom, como si esperara una protesta.

Grom bajó los cuernos y asintió; luego, con el hacha en la mano, comenzó a buscar otros cuerpos.