EL SEÑOR DE LAS TORMENTAS
La elevada construcción de mármol negro se hallaba sólo a una o dos jornadas de la frontera occidental de Kern. En otro tiempo había sido morada de un potentado de la raza de los Grandes Ogros, y entre los descendientes caídos se murmuraba que una magia extraña y poderosa impregnaba aún el edificio. Aunque las torres redondas recordaban a las de Garantha, no había otras semejanzas entre ellas. Un muro estrecho acabado en dientes de sierra, del mismo mármol que el edificio, rodeaba la torre, casi intacto a pesar de los años. La única entrada al edificio era una puerta de hierro, en la que habían grabado un símbolo notoriamente parecido al cóndor en vuelo de Sargonnas.
La luz del día penetraba en el interior por dos únicas ventanas rematadas en sendos arcos, muy cerca del tejado. Sobre las puertas gemelas, con marco de hierro, un saliente de piedra sostenía la efigie oscura pero extremadamente realista de un dragón, cuya expresión resultaba curiosa incluso para los ogros que ahora acampaban dentro y alrededor del antiguo edificio, ya que manifestaba un dolor casi desesperado, sin apartar los ojos de la distancia, de las tierras prósperas de otras razas.
Aquel día, el Gran Señor Golgren contemplaba también los reinos lejanos, aunque sus pensamientos estaban en otra parte. Se había producido algo que, por alterar sus bien trazados planes, lo inquietaba.
Unos cuidadores montados en varios mastarks gigantescos conducían a las bestias hasta los pastos. Las hogueras del campo humeaban mientras cientos de ogros continuaban los preparativos de la guerra. Las rústicas tiendas de piel de cabra salpicaban el paisaje ondulado. Golgren vio dos guerreros que forcejeaban con un díscolo amalok; el animal arrojó al suelo de una patada a uno de ellos antes de que el otro consiguiera sentarlo tirando de las riendas. Los cuernos del bicho estuvieron a punto de ensartar al segundo, pero al fin la tempestuosa bestia se aplacó.
Golgren dio la espalda al campamento, a los reinos lejanos. La luz de las antorchas iluminaba todos y cada uno de los rincones de la torre más baja y de los muros…, así como los frisos fantasmales de otro tiempo y otro lugar. Como siempre en el arte antiguo de los Grandes Ogros, las figuras eran hermosas, perfectas, vividas. La mayoría, esculpidas de perfil, mostraban las suaves curvas de la nariz y la barbilla. Tanto los vestidos como el paisaje que los rodeaba eran idénticos a los de Garantha.
Sin embargo, allí, en aquel lugar, había algo distinto, algo que cautivó a Golgren desde el primer momento en que examinó las piezas. La expresión de aquellas figuras era curiosamente única…, distinta a todas las de Garantha o de cualquier otra zona de Kern.
No eran rostros felices. Al margen de sus actividades, los relieves se mostraban cabizbajos y afligidos. Algunos revelaban pena, casi temor. Ninguna de las imágenes manifestaba la menor sombra de esperanza. Y todo ello convertía sus actividades, sus posturas, en algo insignificante, deslucido. La aridez de las figuras repelía a muchos esbirros del Gran Señor, y producía en ellos el deseo de hallarse muy lejos de aquel lugar.
Precisamente por eso era muy apropiado para alojar a Golgren y la insidiosa tarea que ahora supervisaba.
Mientras sorbía lo que quedaba del vino de brezo que había traído del imperio de los Uruv Suurt se imaginaba entre sus admirables ancestros de épocas pasadas, conversando amablemente, valorado por los más brillantes. Quizá habría podido mantener una charla profunda con el artista de las imágenes para preguntarle cuál era su significado auténtico.
En efecto, Golgren estaba convencido de que habría podido mezclarse con sus augustos antepasados. Se apartó la negra cabellera y adoptó la postura de uno de sus relieves favoritos, en el que una figura majestuosa, ataviada con una túnica, daba un discurso entre los aplausos de la audiencia. Al margen de lo que estuviera diciendo a su público —tal era la excepcionalidad de aquel relieve— despertaba en él las ganas de imitarlo.
De pronto, un grito acabó con su meditación.
Malhumorado, volvió a la tarea que tenía entre manos. Alrededor de lo que había sido la mesa de comedor de un venerable señor se afanaban tres ogros especialmente monstruosos. Uno de ellos tenía la figura voluminosa típica de Blode; los otros dos servían a Golgren desde hacía mucho tiempo para aquel cometido concreto. Cerca de los tres, mirando ávidamente, estaba Belgroch.
De nuevo resonó un grito en la torre hueca. Encima de la mesa, atado con unas tiras espinosas de mavau, se hallaba un guerrero ogro capturado por los exploradores de Golgren un día antes de su llegada a la capital. Los esbirros habían reconocido a la indefensa víctima como uno de los acompañantes de la preciada caravana de las provisiones prometida por Hotak. Literalmente, lo habían arrastrado desde el poblado donde se ocultaba, sin ahorrarle más torturas que las imprescindibles para poder someterlo a un interrogatorio.
Las palabras arrancadas hasta el momento los habían dejado perplejos. Debían de ser alucinaciones. Pretendía que cientos de Uruv Suurt habían salido gritando de las montañas para dar muerte a la escolta de los ogros y a los de la caravana en pocos minutos, incluidos los dos de su raza, los minotauros imperiales que acompañaban a la caravana. Él había escapado por suerte, o por cobardía, como pensaba Golgren.
Conociendo de antemano la reacción de Golgren, el guerrero quiso ocultarse lejos, pero su intento había fracasado. Golgren aguardaba con ansia las provisiones de la caravana.
—Repítelo —ordenó en común, con la copa de vino aún cerca de la boca. Los labios se crisparon sobre las protuberancias de sus colmillos afilados—. Repite lo que nos has dicho de los Uruv Suurt.
Para animar al indefenso prisionero, uno de los torturadores tomó una sustancia blanca de una bolsita. Se inclinó sobre la víctima, eligió algunos de los cortes profundos que decoraban su cuerpo y esparció los polvos por encima.
La figura de la mesa lanzó un chillido casi indecoroso. Las espinas de las liras de mavau, que se le clavaban en las muñecas y los tobillos al forcejear, salpicaron de sangre el suelo y a los torturadores. El mavau era una planta carnívora, parecida a una parra y conocida por su dieta de insectos y lagartos pequeños, con la que, una vez seca, se podían confeccionar cuerdas casi imposibles de romper. A lo largo de muchas generaciones, la raza bestial había perfeccionado formas sencillas pero eficaces de causar terribles dolores.
Tras probar el látigo varias veces, el prisionero relató entre gritos los retazos de una historia poco clara. Los Uruv Suurt salieron de las montañas. No miles, pero sí cientos, y sin armaduras ni armas buenas; un hecho que inmediatamente despertó el interés de Golgren.
Pero el Gran Señor no estaba satisfecho. Los ogros eran unos embusteros extravagantes, especialmente cuando se los sometía a tortura. La víctima estaba dispuesta a decir lo que fuera con tal de aliviar su agonía.
—Ki jera i Sargor Jeka —ordenó.
—¿I Sargor Jeka? —preguntó Belgroch humildemente, pero con sorpresa—. Sargor Jeka i’fhan, i’Golgreni.
—Sargor Jeka… —El Gran Señor tomó un sorbo de vino.
Uno de los torturadores salió, para regresar un momento después con una ave de gran tamaño, encapuchada, que se posaba en su brazo. Se trataba de un pájaro idéntico al del palacio del Gran Kan, pero éste era uno de los mayores ejemplares de su especie. Abría y cerraba sin parar el pico afilado y mortífero, mostrando una lengua muy gruesa. El color del plumaje era de un rojo tan intenso que más parecía sangre. La feroz cresta de la cabeza recordaba una erupción de lava.
Los ogros lo llamaban Sargor Jeka…, «Sangre Sublime de Sargonnas». Otras razas le aplicaban nombres distintos, entre ellos el de «pájaro de fuego» o «halcón de Sargas». Sólo los ogros se habían atrevido a mantener en cautividad a los feroces predadores.
Y sólo los ogros empleaban esta especie para arrancar la verdad a sus prisioneros.
El terrorífico pájaro se agitó cuando lo acercaron a la figura atada. Al extender las alas, se vieron unas plumas con ganchos en las puntas. El animal graznó ansiosamente, y de no haber sido por la correa de cuero que lo sujetaba por la pata provista de espantosas garras, habría echado a volar.
El ogro que sujetaba al ave miró a Golgren.
El Gran Señor asintió.
Uno de los ogros tomó un polvo distinto del anterior, una sustancia espesa de color marrón oscuro que esparció sobre varios de los cortes del prisionero. El guardia, casi delirante, emitió un leve gemido, pero era evidente que ya se hallaba muy lejos y que los polvos poco podían molestarlo.
Entonces, el ogro quitó la capucha al pájaro.
El halcón de Sargas batió las alas y estiró el cuerpo para alcanzar al ogro atado, pero como no se lo permitían empezó a lanzar chillidos de protesta y arañó con las garras al ogro que lo sujetaba, que acabó por liberar a la salvaje bestia.
El pájaro se arrojó, voraz, sobre el prisionero, que, al notar su presencia, famosa en el reino, lanzó un alarido. El halcón de Sargas enterró su pico en una de las heridas abiertas y comenzó a tirar de la carne y de los tendones como si estuviera buscando algo oculto y valioso.
—¿Ki ya i Uruv Suurt ib h’rkara? —preguntó Belgroch a la víctima.
El ogro, ya muy debilitado, comenzó a hablar de nuevo. Gritaba, enroscándose y retorciéndose, pero el halcón de Sargas continuaba cavando profundamente con sus garras como alfileres, arrancando la carne ya herida.
Golgren escuchó con atención. Esta vez el relato había experimentado cambios sutiles, auténticas novedades. Gracias al halcón de Sargas, tenía ya una idea cabal de lo sucedido.
El pájaro continuaba su festín, de herida en herida. Los polvos marrones despedían un olor semejante al del baraki, su presa preferida. A los halcones de Sargas les gustaba sobre lodo la cabeza carnosa del reptil, que abrían, después de matarlo, con la ayuda de su poderoso pico. Eran tan aficionados al baraki que el polvo los trastornaba. En el caso de aquella víctima, el afán del ave habría podido durar horas…, aunque sin duda el ogro habría muerto mucho antes de que finalizase el banquete.
Pero Golgren ya había oído bastante. El prisionero le acababa de proporcionar una buena descripción de los atacantes. Faldellines harapientos, cuerpos llenos de cicatrices, armas que iban desde las espadas herrumbrosas hasta las lanzas improvisadas, pasando por las piedras y los puños. Algunos, montando los caballos torpes y pesados de los ogros, pero la mayoría a pie. Abigarrado grupo, sin duda.
—¡Ah Ke! —dijo, por fin, con brusquedad—. ¡Ah ke!
Desgraciadamente, la orden llegó tarde. El ogro atado comenzó a estremecerse espantosamente. El halcón de Sargas no cejó de arrancar pedazos de carne fresca ni de astillar los huesos hasta que dos ogros lo agarraron por el pico ensangrentado para cubrirlo de nuevo con el capuchón.
Belgroch se aproximó al Gran Señor. Después de mirar a los otros ogros, habló en un común pomposo.
—Esos Uruv Suurt… extraño…, suena a esclavos, amigo Golgren, ¿no?
—A esclavos, sí. —El acicalado Gran Señor alargó la copa vacía a un subordinado—. Sorprendente, pero es asunto de poca monta. Fácil de rectificar.
Era evidente que el corpulento ogro se debatía con el significado de la última palabra.
—Lo dejamos, ¿entonces?
—No…, no. —Golgren dio unos pasos hasta donde se encontraban los ogros con el pájaro. Rascó el lomo al halcón de Sargas, murmurando mus palabras en su lengua nativa que surtieron un efecto tranquilizador, hasta tal punto que el ave giró la cabeza para que Golgren admirara su cresta—. Esos esclavos deben morir, naturalmente. Dagrum, el de la tribu más fuerte que los mastarks, quiere probar su lealtad hacia mí. Envíalo tras los Uruv Suurt.
—¿Y las provisiones? Amigo Golgren, las provisiones nos cuestan…
—Hay que enviar un mensaje al Uruv Suurt, al que los ha traído hasta aquí. —Golgren evitaba mencionar a Maritia por su nombre o por su sexo—. Hay que explicarle que necesitamos más provisiones y por qué. —Su mirada se hizo calculadora—. Síííí…, hay que decirle por qué, creo. Ésos a mí no me importan, pero a nuestro buen amigo Hotak… —Golgren soltó una risita—. Esto no le va a gustar, no…
Los astilleros trabajaban a un ritmo desconocido en la historia del imperio. Las instalaciones de Mito, de Kothas y de las restantes islas accesibles producían de día y de noche. Los trabajadores cumplían con su labor, regresaban a casa para dormir y reemprendían la hercúlea tarea. Ninguno de los grandes astilleros imperiales había dejado de cumplir sus objetivos.
Pero sobre todos ellos destacaba el de Nethosak, donde nunca se habían construido tantos buques, con diseños revolucionarios y una finalidad secreta.
Aquel día, para honrar al mayor de los astilleros y a lo que allí se había construido, el emperador y su hijo mayor, en una rara demostración de unidad, asistieron a la botadura no de un buque de guerra… sino de veinticinco, una cifra sin precedentes.
Se trataba del buque insignia El Señor de las tormentas y simbolizaba bien el gran acontecimiento. Era la nave más alta que jamás se había construido… un goliat entre gigantes, un leviatán de los mares.
Paradójicamente, El Señor de las tormentas había sido uno de los últimos diseños de la época de Chot, y el modelo ya estaba casi montado en tiempos del golpe de Estado. No obstante, los ingenieros navales de Hotak le habían añadido una quilla más maniobrable, además de ajustar el diseño y el ángulo de la vela para coger mejor el viento. El buque contaba con dos enormes catapultas localizadas en la popa y una ballesta cerca de la proa. El inmenso barco duplicaba el número de marinos y la tripulación de uno normal.
El estandarte con el corcel de guerra ondeaba en lo alto del palo mayor del orgulloso barco, unos centímetros por encima de la bandera de la flota, algo más pequeña, con su dragón de mar verde y blanco. En total poseía tres mástiles de proporciones titánicas. Con todo, y pese a sus enormes dimensiones, la proa de El Señor de las tormentas era más estrecha que la de la mayoría de las naves, con el fin de que alcanzara mayor velocidad. Tanto la tripulación como la multitud allí reunida expresaban su admiración. Ninguna otra raza, ni siquiera la de los humanos, podía hacer tal manifestación de ingenio. Los mares y los océanos pertenecían a la raza de los minotauros.
Más allá del buque insignia, esperaban también varios buques nuevos de la gran armada minotaura. Alineados al este, frente a otras tierras por conquistar, se hallaban anclados los veinticuatro hermanos de El Señor de las tormentas, como centinelas que guardaran el imperio, con sus velas concebidas para navegar a pesar de los temibles vientos.
Cuando llegaron Hotak y Ardnor, ambos ataviados con petos relucientes y largas capas de color púrpura, el cielo retumbaba y los relámpagos iluminaban el mar.
Una columna de legionarios duros y resueltos cabalgaba jumo al emperador y su hijo, y un soldado sí y uno no sostenían en alto el estandarte del corcel de guerra para que todos lo aclamaran. La muchedumbre había comenzado a congregarse con las primeras luces, porque la ocasión era de las que se recuerdan durante mucho tiempo. Ondeaban los largos gallardetes rojos y negros, colgados por orden del Círculo Supremo, cuyos integrantes —era obligatorio— se habían reunido para la ocasión. El flaco y canoso Lothan, presidente del cuerpo administrativo, se levantó al ver que la pareja se aproximaba al enorme andamio que sostenía a El Señor de las tormentas, e inclinó los cuernos.
Una fila de legionarios, que flanqueaba el ancho sendero de madera, levantó las armas para saludar, gritando en la antigua lengua:
—¡Hri Dirac Una! ¡Hri Jesek Una! ¡Hri Dirac Una!
Entre la multitud, los que sólo sabían hablar en común repitieron la letanía que había llegado a la raza de los minotauros desde el reinado de Makel, el Temor de los Ogros.
—¡Salve, Hacha del Pueblo! ¡Salve, Espada del Pueblo! ¡Salve, Hacha del Pueblo!
Hotak recibió las aclamaciones haciendo un gesto con la mano. Todas las pasarelas del astillero estaban a rebosar. Aquel día, el resto de Nethosak estaba casi desierto.
—¡Espléndido! —exclamó Hotak al desmontar—. ¡Sencillamente, espléndido!
Hasta Ardnor asintió con rendida admiración. Un minotauro auténtico no podía permanecer impasible ante aquel espectáculo.
El sonido de los cuernos reclamó la atención de los asistentes cuando Hotak se acercó a la plataforma donde le aguardaban los dignatarios. La multitud volvía a sus aclamaciones; el emperador saludó con la mano. Los soldados dispuestos detrás de la plataforma golpearon unos grandes tambores de cobre.
Hotak y Ardnor subieron a la plataforma. En la parte que daba al puerto, El Señor de las tormentas quedaba al alcance de la mano. Mientras ascendía, el emperador hizo un gesto con la cabeza a cinco minotauros de color castaño oscuro que se mantenían alerta a los lados del buque insignia. Los cinco portaban unos enormes mazos de punta roma y montaban guardia cerca de los apoyos de madera que, por el momento, impedían que el buque se deslizara al agua.
Los cuernos sonaron cuando Hotak y su hijo alcanzaron el final de la plataforma. A su paso, Lothan y los demás mantuvieron los suyos inclinados a un lado. Los dignatarios se sentaban en bancos largos y curvos, pero cerca de El Señor de las tormentas habían colocado dos sillones afelpados, de roble rojo, con el asiento negro y el símbolo del corcel de guerra encabritado en el alto respaldo.
Pero ni Hotak ni Ardnor se sentaron. Con la llegada del emperador, comenzó la ceremonia. Era el momento de lanzar al mar algo más que la nueva flota: el futuro de la raza de los minotauros.
Con cierta exageración en sus movimientos, Hotak se volvió a un grupo que ocupaba la primera fila de la multitud. Como se podía apreciar por sus guardapolvos manchados de serrín y brea, entre otras sustancias, eran los constructores de El Señor de las tormentas y de sus hermanos. Cada cual se llevó al pecho la herramienta de su oficio: sierras, hachas, martillos, cepillos de crin de caballo… Su emperador les había pedido algo imposible, y lo habían logrado. Algunos presentaban cicatrices; otros habían perdido dedos o brazos, incluso se habían producido muertos en varios accidentes. Con todo, a pesar de la adversidad, habían cumplido con su deber para el imperio.
Cerca de donde se encontraban Hotak y Ardnor, otro minotauro provisto de guardapolvo se ocupaba de mantener caliente un enorme caldero de cobre. Entre los carbones encendidos se veía enterrada la punta de una pieza de metal brillante.
Antes de la guerra contra los magoris —durante la época que las razas interiores llamaron de la Guerra de Caos—, un acontecimiento como aquél habría comenzado con la bendición de un sumo sacerdote del templo de Sargonnas, durante la cual se habría invocado al dios de los Grandes Cuernos para que infundiera a los nuevos buques de guerra algo de su fuerza, un pequeño favor de la deidad. Todos los navíos construidos por manos minotauras eran ungidos sin falta por el templo.
Pero apenas quedaban sacerdotes de Sargonnas, y a los pocos que aún ejercían no se les respetaba. ¿Cuánto vale la bendición de un dios ausente?
Sin embargo, y pese a los vínculos de sangre y matrimonio que Hotak mantenía con la religión que había sustituido no sólo al templo de Sargonnas, sino también al de Kiri-Jolith y a los de las restantes deidades, la suma sacerdotisa de los Predecesores no estaba presente. La bendición de una secta que veneraba a los muertos no habría sido bien recibida por los que iban a navegaren El Señor de las tormentas. El emperador comprendía sus razones e incluso las compartía. De ahí la ausencia de los Predecesores.
El recién nombrado capitán del buque insignia, el único miembro de la tripulación que aún no se hallaba a bordo, se aproximó a Hotak al oír los cuernos y los tambores. En su oreja derecha tintineaban siete aros de oro, uno por cada buque capturado durante su carrera, tan larga como admirable. El capitán se arrodilló ante el emperador para ofrecerle una sencilla copa de plata. Hotak la levantó en alto con el fin de que la muchedumbre pudiera contemplarla, y luego se la llevó a la boca. Tomó un sorbo, lo tragó y arrojó el resto del contenido a la gigantesca proa del buque recién construido.
El líquido verdoso salpicó el casco y comenzó a escurrirse por él. Era cerveza elaborada con hierba de cola de caballo, el símbolo de la fuerza entre los minotauros. Con aquel acto, Hotak compartía de un modo simbólico la fuerza del trono con la del buque insignia y, a través de éste, la extendía al resto de la flota.
Devolvió la copa al capitán, que inmediatamente la guardó en una taleguilla cuadrada de cuero que llevaba al costado. La copa iría a bordo de El Señor de las tormentas, donde todos los capitanes de la armada brindarían con ella antes de arrojarla al mar, lo que en otros tiempos se hacía para implorar suerte a la temida Zeboim, diosa del mar e hija de Sargonnas, y en éstos por pura tradición.
Hotak se volvió a mirar a Lothan, que asintió sin levantarse. Entonces, Ardnor se puso de pie y se acercó al caldero, donde continuaba brillando el metal que no dejaba de chisporrotear. Con sumo cuidado, un criado se lo entregó a Ardnor, y éste se lo pasó a Hotak.
Hotak lo aceptó de la mano de su hijo y lo aplicó, haciendo presión, al inmenso casco. Se oyó un siseo cuando el metal ardiente tocó la madera.
Al separarlo, todos pudieron ver el símbolo del corcel de guerra impreso en el casco de El Señor de las tormentas. El gentío lanzó un fuerte bramido El tizón había comunicado el poder del emperador al nuevo buque de guerra y a toda la flota. Mientras ellos se mantuvieran fuertes, el imperio sería fuerte.
Hotak devolvió el tizón a Ardnor para dirigirse a la multitud.
—Por la voluntad del trono, por la gracia del imperio, temblarán los enemigos de nuestro pueblo con la fuerza que enviamos contra ellos. Hoy, aquí, botaré al mar la Foran i’Kolot, ¡la flota de Kolot!, y este Señor de las tormentas será la punta de lanza de una fuerza digna de mi hijo menor.
Retumbaron los tambores. Los trabajadores blandieron los mazos con todas sus fuerzas.
El impacto de los golpes rompió casi todas las estructuras que sostenían el barco. Con un fuerte crujido, el enorme navío se deslizó hacia el muelle. A bordo, la tripulación se agarraba con fuerza a la barandilla. Su presencia en cubierta era más simbólica que práctica. Aunque algunos perdieron el equilibrio, al final todos se mantuvieron en sus puestos. A ojos de los asistentes fue un buen presagio para el futuro de la armada.
En el instante en que El Señor de las tormentas se detuvo lentamente en el agua, sus nuevos hermanos lanzaron las catapultas. La tripulación había ajustado las armas de modo que su contenido surcara los cielos en dirección contraria a la de la capital. Los pequeños barriles ascendían hasta lo alto… y luego se deshacían en una serie de potentes explosiones.
El inesperado espectáculo de luz levantó gritos de temerosa admiración. Los tambores y los cuernos subrayaron el ritmo de las cargas explosivas. Hasta el cielo tormentoso brindó su propia percusión, como si deseara afirmar el destino de los nuevos buques.
Con un saludo final a Hotak, el capitán se dirigió a donde aguardaba una chalupa para llevarlo a su nuevo puesto de mando. A bordo, la tripulación y los soldados repetían los gritos de la legión:
¡Hri Dirac Una! ¡Hri Jesek Una! ¡Hri Dirac Una!
Hotak los saludó, levantando la espada ceremonial que portaba, y dio cinco estocadas al aire en dirección a El Señor de las tormentas antes de volver a enfundarla.
Con las velas desplegadas, la tripulación del buque insignia se aprestaba a la partida. Su primer viaje los conduciría a Mito, donde debían aprovisionarse y esperar a que llegaran las órdenes para cumplir el plan maestro.
Los asistentes, la mayor parte ya roncos, continuaban gritando mientras el buque se alejaba. Situándose a la cabeza de la nueva flota, El Señor de las tormentas disparó su propia catapulta. Una vez más, el pequeño barril ascendió hasta lo alto y estalló. El Señor de las tormentas saludaba a su emperador y a sus conciudadanos.
Cuando los buques abandonaron el puerto, el emperador y su hijo descendieron de la plataforma, y, entre los gritos de la muchedumbre, subieron a sus monturas. La guardia de honor se preparaba para seguirlos.
—¡Una ceremonia excelente! ¡Buen augurio de lo que ha de venir!, ¿no te parece, Ardnor?
—Como tú digas, padre.
El capitán de la guardia de honor indicó que estaban listos. Hotak le respondió asintiendo y espoleó a su caballo para que adoptara un paso apropiado a su realeza.
—Es un gran momento para el imperio, Ardnor, y para nosotros resulta vital. Tu presencia aquí significa mucho para mí.
—No podía rechazar tu invitación —asintió Ardnor.
—Tengo una misión al norte del continente, y necesito que la lleves a cabo por mí. Quiero que busques y destruyas una base rebelde y que captures a todos los traidores que encuentres allí.
El hocico de Ardnor se abrió en una amplia sonrisa.
—¡Estarían mejor muertos! —bramó.
—Capturados o muertos, dejémonos de eufemismos. ¡Excelente! —respondió el emperador, sonriendo también. Levantó la mano con la clara intención de dar unas palmaditas de camaradería en la espalda de su hijo—. Ya sé que debí tener más fe…
Pero en ese preciso instante, uno de los fieles de Hotak se acercaba a la columna al galope, procedente del palacio.
—¡Majestad! —Jadeó—. Perdonad una interrupción tan inoportuna, pero acaba de llegar la noticia.
Hotak se sobresaltó.
—¿Algún informe negativo?
—¡No, mi emperador! ¡Todo lo contrario! La señal ha llegado de la avanzada que vigila el mar del sureste, no mucho antes de que fuera visible en el puerto. No sé cómo no han arribado durante la botadura de los otros.
—¡Habla, pues! ¿De qué se trata? ¿Quién es el que viene?
—¡Lord Bastion, majestad! ¡El buque insignia de lord Bastion, el Escudo de Donag, a la cabeza de los otros barcos de la flota… y desde la avanzada informan de que la bandera dorada ondea sobre vuestro estandarte!
—¿Oyes eso, Ardnor? —bramó el emperador, súbitamente olvidado de todo lo demás—. Bastion regresa… y con la bandera dorada ¡Con la señal de victoria en la batalla! ¡A estas horas, los rebeldes de Rahm han de estar derrotados, si no muertos!
—Sabía que Bastion cumpliría con su cometido —dijo el primogénito de Hotak en un tono muy, muy bajo.
—Hay que apresurarse. Hay que preparar un recibimiento. Envía alguien delante para que comiencen a disponer una bienvenida con la que honrar a mi hijo.
—Sí, majestad. —El oficial salió al galope.
—¡Qué día! —gritó Hotak entusiasmado, volviéndose hacia Ardnor—. La botadura de la gran flota en honor a Kolot, y ahora el regreso de Bastion tras un combate victorioso.
—Un gran día, en efecto, padre.
—Perdona, Ardnor. Hemos hablado de tu misión especial con cierta precipitación, pero ahora debo preocuparme de todos los detalles de Bastion. ¡Merece el recibimiento de un héroe!
Ardnor tiró de las riendas de su corcel negro para alejarlo del emperador.
—Lo comprendo, padre. En todo caso, lo importante es que todo salga bien, —inclinó los cuernos, antes de añadir—: Yo también tengo que organizar mis propios… arreglos para recibir a mi hermano.
—¡Espléndido! —Diciendo esto, Hotak hacía señales al capitán de la guardia de honor—. Ardnor, mi deseo más sincero es que los dos superéis vuestras diferencias, que seáis tan hermanos de espíritu como de sangre.
—Seré la sombra de mi hermano —replicó Ardnor quedamente. Pero Hotak, ocupado en dar instrucciones al capitán, ya no le oía y desde luego no entendió sus palabras—. Su mismísima sombra, padre —murmuró el primogénito del emperador, espoleando a su montura—. Estaré a su lado, incluso cuando menos se lo espere.