LA MANO DE LA MUERTE
Los esclavos habían vaciado el campamento de todas las cosas útiles, ya fuera comida, ropa o armas. El botín era escaso, pero después de recogerlo, Faros ordenó quemar el campamento. Él mismo inició la devastación acercando una antorcha a la que fuera la cabaña de Sahd. Había comprendido que no podía dormir allí dentro, ni siquiera pasar más de cinco minutos. El habitáculo de Sahd era tétrico, pues estaba lleno de horribles instrumentos de tortura y de recuerdos de algunas de sus víctimas. Los relatos de los minotauros sobre su colección de huesos y calaveras no se alejaban mucho de la realidad.
La casa de Sahd apestaba aún más que las empalizadas de los esclavos.
Con una satisfacción siniestra, contempló cómo se derrumbaba la redonda estructura, devorada por las llamas. Tras arrojar la antorcha al fuego en expansión, Faros se aproximó a Grom, que tenía un caballo listo para él. El voluminoso corcel había pertenecido a Sahd, pero parecía contento del cambio de amo, porque a él también lo golpeaba con frecuencia.
Los restantes edificios estaban también en llamas.
—Da la señal de partida.
Con un gesto de asentimiento, Grom montó otro de los caballos capturados. Valun, que intentaba dar forma a lo que parecía un hueso de ogro, metió su pequeña talla en una bolsa y los siguió a pie.
Sonaron los cuernos. Unos espolearon a sus monturas; los otros les siguieron caminando por el polvo. Los libertos dejaban a sus espaldas una enorme pila de cadenas rotas. Eran varios cientos los que abandonaban el campamento aún en llamas.
Todos los ojos se volvían con devoción hacia Faros, que cabalgaba entre ellos. Lo miraban como si fuera el propio Sargonnas.
En realidad. Faros ya no se parecía a aquel joven mimado de familia noble que había sido en otros tiempos. Ahora era un minotauro delgado y musculoso. Tenía un ceño perpetuo y una expresión dura en el hocico lleno de cicatrices. Con la cólera a flor de piel, casi nunca prestaba atención a los demás. Los ojos miraban siempre más allá de los que le rodeaban, fijos en un peligro inesperado.
Pero mientras cabalgaba bajo las estacas que Sahd había clavado para inspirar temor a sus prisioneros, el minotauro levantó la vista y contempló las nuevas cabezas que ocupaban ahora el puesto de honor y sonrió.
Rodeada de enjambres de moscas, la cabeza sin ojos de Sahd lo miraba con lo que aún parecía una sonrisa macabra. Al pasar, Faros apretó la mano derecha con una punzada de temor.
Las restantes estacas sostenían también cabezas de ogros. Grom y los otros habían descolgado las de los esclavos ejecutados. Antes de quemar sus patéticos restos, Grom había rezado a Sargonnas para que aceptara a los muertos en las filas de los guerreros celestiales.
Los minotauros tendrían que soportar un intenso calor durante el viaje, pero la vida en el campamento de Sahd los había endurecido. Algunos cayeron por el camino, pero Grom se empeñó en ayudar a los que aún respiraran.
Dos noches después de haber dejado atrás las horribles empalizadas, acamparon a la sombra de una cadena de montes muy altos, en los que hacía mucho frío. Habían racionado toda la comida, pero sabían que sus magras existencias sólo durarían algunas jornadas, y el agua posiblemente menos.
Faros envió a Valun con unos cuantos a explorar la zona. Asignó la organización del campamento a Grom, que parecía dotado por naturaleza para aquellos menesteres. Él, por su parte, campaba a solas por los límites, observando en la oscuridad. Sin darse cuenta, colocaba las manos en posición de sostener un pico o una pala, pues tras tantos años de trabajos forzados, ni siquiera la liberación le había borrado el siniestro hábito.
El sonido de unos cascos de caballos lo despertó de su ensueño. Valun y dos de los exploradores llegaban al galope, como si los persiguiera el fantasma de Sahd. Al bajarse del caballo, Faros observó que traían las orejas tiesas y una expresión de ansiedad.
Valun se acercó cojeando a Faros e inclinó su único cuerno a un lado.
—Una caravana enorme se aproxima lentamente hacia el oeste, a media jornada de nosotros. Parece que procede del sur. Tendríamos que volver a refugiarnos en las montañas.
—¿Están armados?
—Llevan una escolta, probablemente unos doscientos guerreros. Mazas, espadas, armamento variado. Algunos llevan yelmos y corazas, incluso escudos, pero la mayoría parecen guardias normales.
Reflexionando, Faros apretó la mano derecha, como si volviera a sostener en su puño el látigo de Sahd.
—¿Qué es lo que protegen?
—Creo que llevan comida, y armas también, de buena calidad, a mi parecer. —Valun quiso añadir algo, pero cerró la boca.
Sin embargo, Faros notó sus dudas, y mirándolo fijamente, le ordenó:
—Adelante, dilo todo.
—Faros, había marcas de minotauros en las carretas…, y dos oficiales de nuestras legiones cabalgaban junto al comandante de los ogros.
Faros no demostró ninguna emoción, aunque algo le hervía por dentro. Todos recordaban que el imperio los había vendido a los ogros para sellar su pacto militar, pero la prueba evidente de su desgracia se pintaba ahora en sus rostros, allí…, tan lejos de su reino…
—Reúne a todos los que aún conserven las fuerzas y las ganas de luchar —ordenó bruscamente, apartando la mirada.
—¡Pero, Faros! Tú sabes…
—¡Aprisa, Valun! —El tono de Faros zanjaba la cuestión.
—Está bien. —Valun y los demás corrieron a cumplir la orden. Faros no prestaba atención ni al nerviosismo ni a los gritos que siguieron. Con el corazón desbocado y los ojos inyectados en sangre, volvió a apretar el látigo imaginario y olió a sangre de ogro.
Con el rostro picado de viruela y la barbilla redondeada, el cacique encargado de trasladar las provisiones para el Gran Señor Golgren estudiaba el modo de sisar todo lo posible antes de alcanzar su destino. Llevaba alimentos poco comunes, buenas herramientas y armas nuevas y bien afiladas, todo ello de gran valor entre los suyos. Que la pomposa criatura sin colmillos jugara a la guerra; a él le importaba más su prosperidad personal.
Aún no había hecho nada. Y no por los dos Uruv Suurt que cabalgaban a su lado, aunque si de él hubiera dependido, habrían ido varios pasos detrás… cargados de cadenas. No, Howgar dudaba a causa del propio Gran Señor. A pesar del desprecio que le inspiraba, había oído contar lo ocurrido a otro cacique que internó hacerse el listo con Golgren. Una de sus orejas decoraba la entrada de la tienda del Gran Señor y el cuerpo había sido donado al estómago de varios merodracos…, eso, naturalmente, después de varios días de tortura experta.
—Vamos con retraso —mugió de repente el minotauro de su izquierda.
Howgar no conocía bien a las criaturas bovinas, pero había notado que éste, siempre que tenía ocasión, se dedicaba a sacar brillo a su coraza nueva; mientras que el rasgo distintivo del otro era inflar las aletas de la nariz cada vez que el viento llevaba en su dirección el aroma natural de Howgar.
—No mucho, no mucho —replicó el ogro en su mejor común, que no era tan bueno como él creía, por eso los minotauros se lanzaban miradas, rascándose la cabeza, cuando Howgar se dignaba a hablar con ellos.
—Todo retraso es mucho —respondió el segundo minotauro, con las aletas de la nariz crispadas.
El retraso se debía a que el cacique no llevaba prisa, porque sólo pensaba en cómo escamotear las provisiones. Aquel nuevo tipo de guerra —en la que los ogros de distintas tribus no sólo combatían como hermanos de sangre, sino que lo hacían ayudados por los astados— chocaba con sus instintos y con su tradición.
—Hay que apresurar el paso —dijo el primer oficial minotauro a su camarada. Se echó el yelmo un poco hacia atrás y se incorporó en la silla para observar el paisaje—. Quizá si bordeáramos las montañas… ¿Qué hay allí detrás?
Howgar siguió con la suya la mirada del Uruv Suurt, esperando ver otro mastark o incluso un amalok a la carrera. Los dos extranjeros se comportaban como si estuvieran recorriendo Kern en viaje de placer, mirando todo como necios y haciendo preguntas; parecía que no habían oído hablar nunca de los esplendores naturales de su país.
Pero el cacique abrió mucho los ojos, porque había visto aparecer por una brecha de la cadena de montañas una horda salvaje y resuelta —¿era posible?— de Uruv Suurt. Howgar miró primero a uno de los legionarios y luego al otro, convencido de que lo habían guiado hasta aquella trampa desconcertante…, y entonces comprendió que estaban tan pasmados como él.
La sorpresa supuso para Faros una ventaja mayor que las pocas dagas y espadas herrumbrosas que empuñaba la mayor parte de sus seguidores. No sólo cogieron desprevenida a la escolta de los ogros, sino que la visión de una banda de minotauros vociferantes que salía de las montañas para cargar contra la caravana los dejó lógicamente estupefactos.
Los ogros se apresuraron a agruparse para hacer frente a los atacantes. Eran superiores en número, fuerza y peso, pero los hijos de Sargonnas recibían entrenamiento bélico desde la cuna.
Los jinetes de Faros cargaron a toda velocidad contra el centro de la fuerza de los ogros. Heridos de muerte, dos minotauros se desplomaron, pero eran muchos los enemigos cogidos en la trampa. Uno de los ogros lanzó un grito cuando un jinete le acertó con la daga en un ojo. Faros, a la cabeza, empuñaba la espada reviviendo sus tormentos pasados en los rostros de los que se enfrentaban a él. Después de rebanar la cabeza a un ogro fornido, apartó la figura inerte de una patada.
Detrás de los jinetes minotauros llegaron los guerreros a pie con las mazas, las lanzas e incluso varios palos puntiagudos…, las armas más grandes y más sólidas que habían robado del campamento de Sahd.
Y mientras que el primer ataque distraía a los ogros, otros minotauros cayeron sobre ellos por un costado. Estos últimos traían dagas y piedras —algunos sólo el puño en ristre—, pero se incorporaron a la batalla con el mismo fervor que sus compañeros armados.
Con una lanza profundamente clavada en su vientre, un guardián de los ogros cayó de una de las carretas grandes. A otro lo atraparon con una cuerda por detrás, para estrangularlo una vez cayó al suelo. Los minotauros de a pie acuchillaban a los conductores y los tiraban a tierra.
Pero también cayeron varios minotauros con las cabezas aplastadas por los terribles golpes de los ogros o con el pecho atravesado por las espadas. Viendo morir a sus camaradas, los demás redoblaban sus esfuerzos. La caravana comenzaba a diseminarse y algunos grupos intentaban la huida. Faros salió tras una de las carretas e hirió al ogro que llevaba las riendas. Pero el conductor, intrépido, se arrojó contra él mientras el vehículo volcaba. Los dos lucharon brevemente sobre el caballo de Faros, hasta que éste golpeó al ogro por debajo de su carnosa barbilla con la empuñadura de la espada. El guerrero colmilludo fue a parar al suelo de cabeza y se rompió el cuello.
—¡Eh, vosotros! —bramó una voz en perfecto común. Con una mirada feroz, Faros se giró para ver a un individuo de su propia raza…, un legionario que llevaba una coraza reluciente. El oficial miró al esclavo fugitivo de arriba abajo, con desdén, tratando de comprender quién era—. ¿Estáis locos? ¡El emperador pedirá vuestras cabezas por esto!
—Ya me ha quitado la vida —murmuró Faros, acercándose al de la armadura. El legionario se apresuró a atacar, pero él se las compuso para eludir la brillante espada—. No le daré nada más.
Una rápida estocada obligó a retroceder al minotauro uniformado, cuyo cuero cabelludo sangraba por debajo del borde del yelmo alzado. Resoplando con una furia no disimulada, el legionario se arrancó el yelmo y lanzó tres ataques rápidos y seguidos, con la intención de alcanzar a Faros por debajo de su guardia.
El tercero cruzó con una línea roja el pecho de Faros, pero éste estaba tan acostumbrado a las heridas que no le prestó atención. Cuando el oficial renovó sus ataques, Faros desvió su montura, se situó al costado del adversario y consiguió hundirle más de la mitad de su hoja en la axila.
Con una mirada de asombro, el legionario retrocedió. El arma se desprendió de su mano y él se ladeó en la silla.
—Traidor… —logró decir antes de desplomarse. Quedó en una postura grotesca, con la pesada armadura meticulosamente pulida clavada en el suelo polvoriento.
Sonriendo, con la respiración agitada, Faros buscó con la mirada otro enemigo, pero lo peor casi había pasado. Los ogros, divididos en pequeños grupos, estaban rodeados por los antiguos esclavos, que rompían una y otra vez su resistencia. Uno de los ogros arrojó su arma con intención de rendirse, pero los minotauros lo trataron con la misma cólera que habían empleado con sus jefes. Una hembra lo golpeó con su maza hasta convertirlo en un amasijo de carne, y cuando ella se sació, continuaron otros.
Pero el cacique demostró ser más astuto de lo que se habría esperado de su voluminosa figura. Los dos primeros minotauros que lo asaltaron recibieron sendas estocadas tan rápidas como mortales. Un tercero que intentó estrangularlo desde atrás se encontró con los brazos atrapados y lanzado por encima de la cabeza del ogro contra un grupo de minotauros.
Espoleando sin piedad el costado de su montura, el cacique se apartó a la carrera de la caravana, seguido de cerca por otro ogro.
Al pasar junto a una formación rocosa, los asaltaron nuevos minotauros con palos y piedras. El cacique cayó de bruces y se dio un fuerte golpe en el pecho. El otro continuó la carrera sin preocuparse de la vida de su jefe.
Los minotauros agarraron al sorprendido cacique y lo ataron fuertemente para llevárselo a rastras a Faros, aunque él no paraba de forcejear. Otros minotauros despojaban a los cuerpos de sus armas y sus pertenencias. En otra época, el saqueo de los cadáveres de los ogros habría sido un acto indigno, pero los que habían padecido su yugo habían cambiado de parecer.
Grom saltó de la trasera de una carreta.
—¡Por los cuernos de Sargas! El corcel de guerra está por todas partes. En los barriles, en los costales, en las canastas. ¡Todo lleva la marca de Hotak! Como si creyera que lo que hay en el imperio es suyo y que él es Sargonnas.
—¡Cógelo todo! Que no quede nada —respondió Faros con indiferencia. Finalmente, la voz gruñona del cacique llamó su atención.
—¡Uruv Suurt locos! ¡Vacas traidoras!
—Rebanadle la garganta para que deje de ladrar —sugirió alguien.
—Un momento —dijo Faros. El ogro, cuyo peto herrumbroso estaba decorado con orejas (de minotauro, notó Faros) enseñó sus colmillos amarillentos y repulsivos al mirar a su captor, un minotauro mucho más pequeño que él.
Valun le propinó una patada desde su altura inferior, para rechifla general. El cacique cayó de rodillas con un gemido de dolor. Valun entonces captó un gesto de Faros.
—Mira a tu superior con respeto —siseó otro minotauro.
El cacique levantó la cabeza para escupir a Faros.
Sin hacer caso de la saliva que se escurría por su pecho, Faros puso la punta de su espada en la garganta del cautivo.
—Háblame de las provisiones. ¿Quiénes eran los soldados que te acompañaban?
—Soldados, ¡ja! Tomas el pelo, ¿verdad? —rugió el cacique en un torpe común—. Tú sabes, Uruv Suurt ladrón. ¡Tu emperador los dio al Gran Señor Golgren! Si lo coges, rompes el pacto. Peor para los tuyos. —Con un gesto amplio, señaló al oficial que Faros había matado y al otro minotauro, que yacía delante de la caravana con la cabeza abierta por una maza—. ¡Matas a tus propios toros! Tu emperador se enfada.
—Es una terrible deshonra —mugió en alto uno de los minotauros—. Nos han vendido como esclavos a estos canallas.
Faros hizo un gesto para pedir calma. El ogro había dicho algo que acababa de comprender.
—¿Para quién dices que son las provisiones?
—Golgren…, el Gran Señor Golgren.
El nombre impresionó a los minotauros. Faros recordaba al Gran Señor Golgren, y los otros también. Había oído el nombre durante su cautiverio. Para los minotauros era un fantasma desconocido, sin rostro, el diplomático que había conducido a su raza a un pacto antinatural con la nación minotaura; un jefe astuto y malvado temido incluso por Sahd.
—¿Este cargamento era valioso para el Gran Señor?
Con un temerario ademán de desprecio, el cacique replicó:
—Mueres lentamente por esto, Uruv Suurt. —Luego, dirigió su desdén al resto de sus captores—. Arrancan las orejas, la piel…
Sus atrevidas palabras acabaron tan bruscamente como su respiración. La punta de la espada de Faros le atravesó el cuello.
Después de extraer la hoja, Faros dejó que el cuerpo se desplomara.
—Disponed de esa porquería —dijo. Y volviéndose hacia las carretas, ordenó—: Coged todo lo que sea de valor, y vámonos lejos de aquí.
—¿Qué hacemos con ésos? —preguntó Grom en voz baja, señalando a los legionarios muertos.
—Iban con los ogros y compartirán su destino. Colocad los cuerpos donde los cuervos carroñeros coman hasta saciarse.
Limpió la espada.
—Yo me ocuparé de nuestros muertos —se ofreció Grom.
Faros se encogió de hombros, porque no esperaba menos de su religioso subordinado. Inevitablemente habría una pira y más oraciones a Sargonnas, pero él no pensaba participar.
Mientras Grom se ocupaba de todo, Valun se acercó a Faros.
—Esto pondrá furioso al Gran Señor Golgren, y enviará a alguien tras nosotros.
Faros asintió, con la mirada perdida en otra época, en otro lugar…, donde el fuego devoraba la villa de su familia entre las risotadas de los asesinos. Desde el edificio en llamas, le observaban los rostros de sus familiares, especialmente el de Gradic, su padre.
Al contemplar el humo que salía de su casa destruida, se dio cuenta de que éste adoptaba la silueta de un negro garañón encabritado.
—Él y otros querrán darnos caza —respondió por fin al paciente Valun. Apretó la mano, como si tomara de nuevo el látigo—. Especialmente otros.
Pocas cosas sacaban de quicio a Ardnor, que en calidad de Gran Maestre disfrutaba de un poder enorme. Los Defensores de ropajes negros se ocupaban de la segundad de la suma sacerdotisa, su madre, la emperatriz Nephera. Apenas se relacionaba con extraños, y los que no compartían su fe, le temían.
Sin embargo, y pese a contar con tantos individuos pendientes de su voluntad y con un poder sólo inferior al de sus padres —y, le costaba reconocerlo, al de Bastion—. Ardnor entraba lleno de ansiedad en la cámara…
La cámara donde su madre, lady Nephera, le aguardaba aquella noche.
Su bruñido peto negro, que hacía juego con el yelmo que sostenía en el brazo doblado, le protegía escasamente, pensó al entrar en la cámara de meditación de su madre. Por mucho poder que él acumulara, por muy seguro que se sintiera, jamás tendría la fuerza de ella. Él tenía ambiciones, impulsos irresistibles que, como los dos sabían, refrenaba a causa de la omnipresente amenaza de la magia negra de Nephera.
En realidad, había actuado por impulso no hacía mucho, al introducir a los Defensores en los asuntos imperiales más de lo que Nephera habría deseado. Por esa razón, Ardnor se aproximó a la figura encapuchada de su madre con cierta ansiedad nerviosa, aunque con expresión compuesta.
—Me llamaste. Aquí estoy, madre.
—Un poco tarde, como acostumbras —replicó casi indiferente—, pero ya lo tenía previsto, por eso te he llamado con antelación.
Él bajó los cuernos en reconocimiento de su autoridad. Al mirar la habitación, Ardnor notó que se había preparado un ritual. Dos acólitas vestidas con túnicas negras, semejantes a la de su madre, flanqueaban una plataforma de mármol, larga y ancha, que habían levantado recientemente. Ahora parecía manchada, aunque Ardnor no distinguía nada con claridad. Como ya era habitual, había muchas sombras, muchas manchas oscuras. Sólo unas cuantas antorchas alumbraban la estancia, y la sombra de las acólitas danzaba en los muros.
Las puertas se habían cerrado detrás de él, y el Gran Maestre de los Defensores se preguntaba por qué. Algo en la mirada vacía de las acólitas lo impulsó a lanzar una ojeada de cautela a la plataforma… al altar de mármol vacío.
Al Gran Maestre se le pasaban por la cabeza ciertos pensamientos inquietantes. Se volvió para mirar a su madre. Como Hotak, Ardnor notaba los extraños cambios que había experimentado su madre desde que se dedicaba a explorar en profundidad las fuerzas misteriosas que canalizaban su poder. Los ojos hundidos, la delgadez extrema…, parecía tan sobrenatural como sus fantasmas.
—¿Qué deseas de mí, madre?
—Has servido al templo con total dedicación, sin dudar de aquel que nos concede dones que pocos mortales se permiten soñar. —Miró con reverencia los símbolos de la pared—. Por eso se ha decidido recompensarte.
—¿Recompensarme? —Más de una vez, Ardnor había pedido que su madre confiara en él, que le enseñara algo más de su magia negra, pero hasta aquel momento sólo había tenido acceso a trucos menores. La verdadera autoridad continuaba en manos de su madre y sólo de ella.
En respuesta, Nephera extendió una mano flaca y pálida hacia la plataforma.
—Por favor, tiéndete —pidió a su hijo.
—¿Allí? —Sin darse cuenta, el Gran Maestre dio unos pasos atrás.
En seguida, el rostro de Nephera adquirió una expresión severa.
—Haz lo que te digo, hijo mío. El miedo está de más.
Ardnor no podía apartar la mirada de ella. Los ojos negros y penetrantes atraían su vista y lo conducían inexorablemente hacia adelante. Poco a poco, el fornido guerrero se acercó al altar de mármol…, no sabía si por decisión propia o dominado por Nephera. Un momento después, se hallaba de pie ante el largo altar. Sólo entonces se ablandó la mirada de la madre.
Y sólo entonces percibió Ardnor el rojo desvaído de las manchas que salpicaban el mármol.
—Tiéndete, Ardnor.
A pesar de sus presagios, no podía desobedecer. Sin una palabra, depositó el yelmo y subió al altar.
Nephera y sus acólitas ascendieron tras él. Ardnor miraba a su madre con ansiedad, pero dudaba de la conveniencia de decir algo.
Ella levantó las manos, y de repente la luz de las antorchas se redujo a un tenue brillo. La temperatura de la cámara, que ya era fría, bajó tanto que la respiración de Ardnor formaba nubes de vapor. También él notó el vaho de las dos acólitas, pero, curiosamente, la boca de la suma sacerdotisa no exhalaba nada.
Entonces, lady Nephera comenzó a pronunciar palabras en una lengua que él no había oído jamás. Parecía que las tres comenzaban a ondularse al tiempo que se alejaban de Ardnor, Lo envolvieron las sombras.
Oyó susurros de voces en todas las direcciones.
—También tú comandarás legiones de carne voluntaria —dijo Nephera a su hijo—. Contempla ahora lo que yo comando y maravíllate.
Y la cámara se llenó literalmente de una muchedumbre que la ocupaba de suelo a techo…, con miríadas de sombras espantosas de los muertos.
Allí donde ponía sus asombrados ojos, Ardnor veía rostros, rostros famélicos, hundidos…, obedientes… y espectrales. Algunos eran pálidos y translúcidos, como surgidos de un mal sueño. Otros estaban terriblemente desfigurados por la enfermedad o las heridas, con los signos de su muerte grabados para la eternidad. Aunque veía miles de ellos en la estancia, deambulando sin cesar, atravesándose unos a otros, comprendía que aquella multitud no era más que una diminuta fracción de los muertos que se hallaban a las órdenes de la suma sacerdotisa.
—Este es el auténtico imperio —continuó Nephera, con los ojos muy abiertos en una expresión de triunfo—. Éste es el imperio de los muertos y nosotros somos sus soberanos.
Al recorrer con la vista la multitud, Ardnor reconoció a varias sombras. Rivales de su familia, enemigos de su madre. Incluso…
Apartó rápidamente la vista, incapaz de mirar al que lo contemplaba con mayor fervor.
—Calma, hijo mío —susurró la suma sacerdotisa, acariciándole el hocico—. Tu hermano está tranquilo, sólo observa.
Entonces, más allá de los fantasmas, Ardnor notó otra presencia abrumadora. Era como si se lo hubiera tragado entero. Una presencia infinita y todopoderosa; la fuente de todo lo imaginable.
La madre le pasó la mano por los ojos para interrumpir la visión. Cuando la retiró, Ardnor volvió a percibir sólo la oscuridad de las antorchas casi apagadas y las siluetas de las tres hembras entre las sombras.
Pero no, ahora había una cuarta forma. Confusa, vestida con una capa de las que llevaban los exploradores, larga pero andrajosa. El hedor a descomposición en el mar hirió su olfato.
Del interior de la capucha apareció un hocico blanco y corrompido.
El frío aumentó.
—Takyr te guiará en este viaje —anunció Nephera, en un tono que parecía real.
Takyr… Su madre había pronunciado en ciertas ocasiones el nombre de aquel espectro especial, pero a él nunca antes se le había permitido ver a la criatura. De hecho, Ardnor había sentido celos de aquel fantasma que servía a su madre como nadie en el mundo y que parecía capaz de obligarla a casi todo, al margen de las necesidades de su propio hijo.
Una risa que helaba los huesos resonó en su cabeza, y comprendió que el siniestro fantasma le leía los pensamientos. Takyr extendió la mano huesuda, con dos dedos menos, y aguardó.
—Acepta su mano, hijo mío.
Dispuesto a no conceder a la sombra más diversión de la imprescindible, Ardnor tomó el repulsivo apéndice con actitud desafiadora.
Pero no fue la suya la que estrechó la mano blanquecina de Takyr. Su miembro físico yacía aún sobre el mármol. La mano que estrechaba la de la sombra era también fantasmal.
Antes de que Ardnor pudiera asumir el terrible giro que tomaban los acontecimientos, Takyr tiró de él y se lo llevó consigo.
Entonces sintió como si lo estuvieran despellejando. Un escalofrío salvaje lo recorrió de arriba abajo y experimentó una sensación de pérdida desconocida para él. El Gran Maestre contempló su propio cuerpo tumbado boca arriba, con la mirada fija.
—Se ha realizado —anunció lady Nephera, con el pecho henchido de orgullo. Miró hacia las sombras, para añadir—: Te agradecemos tu guía.
Los fantasmas que aguardaban se hincharon y gimieron de temor. Ardnor notó la presencia renovada de una fuerza oscura que no había percibido hasta ese momento. Quiso liberar su mano y regresar a la seguridad de la carne mortal.
Nephera levantó la mano y Ardnor se quedó inmóvil. Entonces, la madre comunicó a su hijo:
—No, no estás muerto, Ardnor. Tu devoción y tu fuerza nos serían menos útiles, a mí y al que servimos, si no fueras de carne. Esto es un honor, no un castigo. Yo pedí que se te privara del auténtico poder del templo, y así ha sido hasta ahora. Pero en esta ocasión has de ponerte a prueba.
Los fantasmas que se aproximaron para rodearlo contemplaban a Ardnor como si fuera una pierna de cabrito asado. Se mostraban envidiosos de la vida que aún latía en él, envidiosos… y hambrientos de ella.
—¡Apártate! —gritó al muerto más próximo.
Para su tranquilidad, se dispersaron. Con la intención de impresionarlos, les obsequió con un grito y se rio al verlos retroceder.
Cuánta… energía airada…, comentó una voz divertida.
Takyr lo contemplaba, pero el tono de su voz no se correspondía con su rostro vacío. Ardnor lanzó un bufido, pero el fantasma no añadió nada.
—Escúchame, Ardnor —susurró lady Nephera, con la vista fija no en su forma espiritual, sino en el cuerpo que yacía sobre el altar marmóreo—. Se te ha concedido algo que ninguna criatura mortal ha experimentado jamás. Ahora, para demostrar tu agradecimiento, debes realizar una tarea meritoria. Tengo en mi lista un individuo que supone una amenaza para la buena marcha del templo Ha de ser… eliminado, hijo mío.
Podría habérselo pedido a su fiel fantasma, y Ardnor lo sabía, ¿qué razón la impulsaba a pedírselo a él?
—No preguntes —replicó la madre al cuerpo, como si oyera sus pensamientos—, Takyr te guiará, y tú sabrás lo que debes hacer cuando llegue el momento.
Ardnor miró a su macabro compañero, esperando algún modo de comunicación tácita, pero sólo encontró una mirada aterradora.
Takyr se había literalmente derretido. La figura ultraterrenal del fantasma se convirtió en mercurio. Ardnor abrió la boca, sorprendido… y entonces, de improviso, el Takyr líquido comenzó a introducírsele en la boca. El hijo de Hotak quiso cerrar el hocico, pero la repulsiva sustancia continuaba bajando por su gaznate.
Catando la esencia de Takyr hubo entrado en su forma espiritual, el hijo de Nephera experimentó un cambio profundo. De pronto, su percepción del mundo de los muertos se hizo mucho más aguda. Comprendió cómo extraía Nephera su poder de ellos y cómo canalizaban ellos las fuerzas primigenias. Y aprendió también cómo extraerlo él, al igual que su madre, de aquella fuente inagotable de energía.
Una hambre feroz e insaciable lo invadió de repente, y Ardnor se encontró mirando a la muchedumbre, en busca de alguien que tuviera sustancia que ofrecer. Los fantasmas, a su vez, se apartaron del Gran Maestre, espantados, comprendiendo instintivamente sus deseos y las posibles consecuencias que de ellos se derivaban.
Deliberadamente, se acercó a los espíritus, y aunque su mano no tocó a la sombra elegida, Ardnor sintió que lo invadía una corriente de energía renovada. El espectro, una anciana flaca, con la cabellera pajiza, le rogó en silencio que se detuviera, pero él, desoyendo sus súplicas, saboreó todos los poderes de la muerta y la absorbió como si fuera un manjar delicioso.
La silueta vacilante del fantasma se encogió. Retorciéndose y plegándose sobre sí misma, su rostro muerto se contorsionaba de un modo casi ridículo, como si la estuvieran obligando a ceder toda su energía.
Cuando acabó el intercambio, la anciana quedo reducida a una sombra macilenta que apenas se distinguía entre los otros muertos. En cuanto Ardnor terminó su repugnante banquete, ella desapareció entre los suyos. Si continuaba existiendo o no, Ardnor ni lo supo ni se preocupó de saberlo.
Lleno de una sensación gloriosa, se sentía capaz de comandar el mundo. Notó que Takyr se hallaba detrás de su cabeza, pero ya no le importaba la presencia invasora del demonio. Ardnor no temía a nada ni a nadie. Se sentía un dios.
—Aplaca tu entusiasmo —lo reprendió la suma sacerdotisa, mirándolo como cuando, de niño, cometía una travesura. El aura de lady Nephera era tal que su hijo reaccionó también como entonces, bajando la cabeza en silencio.
Nephera asintió antes de añadir con calma:
—Tu cometido aún aguarda. Espero que lo hagas bien, hijo mío.
De pronto, Ardnor se vio flotando en lo alto de un cielo nocturno. Sorprendido, contempló el mundo que tenía debajo. Todo Nethosak yacía a sus pies, extendido en un panorama iluminado por las antorchas que jamás habría imaginado. Desde el puerto, al suroeste, hasta los bosques del norte, la capital era hermosísima. Vio el perpetuo resplandor de los astilleros y las herrerías, donde día y noche los trabajadores construían las armas y los buques que su padre había encargado para la expansión del imperio. Percibió las figuritas apresuradas, que aparecían un momento a la luz para luego desvanecerse en las sombras. Ya fuera por los golpes en los yunques o por los martillazos en los tablones, el continuo trabajo de los minotauros repercutía monótonamente en sus oídos.
Buscó el resplandor del palacio. Una luz brillaba en la cámara que, como Ardnor no ignoraba, pertenecía a las estancias privadas de su padre. Se dirigió hacia allí, pensando en la posibilidad de espiar al gran Hotak.
Hacia el norte… —insistió una voz—. A la Casa de Leot.
¿Leot? Ardnor conocía aquel clan, famoso por la barba que les crecía a sus componentes bajo los hocicos, en forma de copete, una vanidad rara entre los minotauros. Sin embargo, la Casa de Leot era aliada de su padre, y la sangre del clan corría por las venas del propio Ardnor por parte materna. ¿Por qué tenía que buscar a su víctima en la Casa de Leot?
La situación de Ardnor cambió bruscamente. De nuevo flotaba en el cielo nocturno, pero ahora, debajo de él, veía la encumbrada garra de piedra que señalaba la entrada al hogar del patriarca de Leot…, la base del poder del clan. Ardnor observó las almenan altas y estrechas, y no le pasaron inadvertidos los guardias con sus yelmos lisos y acabados por detrás en una especie de cola. Un muro imponente rodeaba el terreno, salpicado de centinelas.
Ardnor notó un súbito deseo de posarse en el tercero de los cinco pisos y, al hacerlo, se encontró atravesando los oscuros muros de piedra interiores hasta llegar a una habitación iluminada por antorchas.
Tal como esperaba, el patriarca del clan se encontraba allí. Aún joven para la posición que ocupaba dentro del clan, Herek Es-Leot mostraba tres pequeños mechones de pelaje castaño claro debajo de la barbilla. Tenía una mandíbula débil y algo retraída y unos ojos almendrados que despedían mucha fuerza. El patriarca estaba sentado con otros siete individuos, escuchando a un octavo que no vestía la túnica gris y púrpura del clan.
El extranjero, de porte imponente, llevaba el faldellín bordeado de blanco y verde propio de un marino, una capa con los mismos adornos y un yelmo con una larga cresta de bronce que representaba el lomo erizado de un dragón de mar. Una espada ancha y afilada colgaba de su costado derecho. De pelaje oscuro, con pequeñas manchas blancas aquí y allá, llevaba un parche en un ojo y tenía un hocico ancho que a Ardnor le recordaba el de su padre. Acompañaba sus palabras con gestos amplios y se inclinaba enérgicamente sobre su embelesada audiencia.
Ardnor lo conocía bien. Era el general Kobo de-Morgayn, el Dragón de Duma, llamado así porque sus marinos habían diezmado cerca de Duma a los rebeldes con una falta de piedad que había asombrado al propio emperador. Un veterano profusamente condecorado, que lucía en el cuello la cadena de oro con el preciado medallón rojo en forma de sol.
Aquélla no podía ser la víctima designada…
Súbitamente vio varios fantasmas que le habían seguido o precedido. Detrás de cada individuo había uno o dos, escuchando, memorizando. Un macho encorvado, con profundas y espantosas heridas de hacha por todo el cuerpo, se mantenía cerca del general, atento a sus palabras con lo que quedaba de sus destrozadas orejas.
Acércate a él —dijo Takyr con voz áspera—, y escucha…
Ardnor flotó hasta el desprevenido Kobo. En aquel momento el general deleitaba a su público con el relato de su victoria en Duma, reflexionando sobre la poco envidiable situación del enemigo.
—Estaban atrapados en una ensenada de coral. Si se retiraban, los navíos corrían el peligro de hacerse trizas, pero si se quedaban, caerían en nuestras manos. Os digo que…
Ardnor no oyó más, porque se dirigió al fantasma.
—Dime —ordenó el primogénito del emperador al espectro que escuchaba a Kobo—. Pero sólo lo que quiero oír.
Y el fantasma se lo dijo, repitiendo palabra por palabra todo lo que había acumulado. Su voz no estaba sincronizada con el movimiento de las mandíbulas.
—¡Los Defensores se han introducido en las filas para convenir a los guerreros! Los hemos azotado; los mantenemos encerrados. Esparcidos por tres colonias. Los Predecesores tienen un proyecto secreto. Es como los peores tiempos del antiguo templo de Sargas, yo creo…
La voz, con su zumbido monótono, revelaba que el general Kobo tenía toda una historia de enfrentamientos con los Predecesores.
Ardnor había oído bastante. Tras detener el recitado del fantasma con una mirada penetrante, se situó a espaldas de Kobo, pensando que le bastaría con alargar la mano para arrancar el corazón al oficial. Sin duda, era lo que esperaba su madre.
Pero en cuanto sus dedos etéreos rozaron el cuerpo del general…, Ardnor sintió que Takyr lo animaba a adelantarse.
Con la misma facilidad con que se ponía una túnica, el Gran Maestre se encontró adoptando la forma del general Kobo.
Parpadeó, dándose cuenta de lo que había hecho porque los asistentes se quedaron boquiabiertos.
—¿Estáis bien, general? —preguntó solícitamente el patriarca.
¿Y ahora qué? Su madre le había pedido que hiciera todo lo posible, pero lo único que se le ocurría era…
Movido por un impulso, miró la espada de Kobo.
Uno de los minotauros tiró una copa.
—¡General!, ¿qué hacéis…?
Con un ademán de desprecio, Ardnor hundió la punta de la espada en el hombro del que había hablado. Se volvió al patriarca, que retrocedió rápidamente. Al contrario que la mayoría, Herek no portaba armas.
—Kobo, ¿os habéis vuelto loco? —exclamó Herek—. ¡Guardias! ¡Guardias!
—¡Llámalos! —rugió Ardnor con la voz de Kobo, disfrutando intensamente—. Cuando me alcancen, tu pedazo más grande servirá de cebo para los peces.
Pero le asaltó un nuevo impulso. En vez de atacar al patriarca, Ardnor se movió con lentitud, a propósito, deseoso de comprobar la reacción del os demás. Súbitamente, se interpusieron dos minotauros entre él y su supuesta víctima.
—¡Tranquilo, general! ¡Estáis loco o enfermo! Actuáis sin sentido.
—Es un amigo del trono, no necesito más razones. —Con aquellas palabras inteligentes, estaba condenando a Kobo.
Uno de los dos blandió un hacha corta, cuya cuchilla se detuvo a un centímetro del cuerpo anfitrión de Ardnor. Éste eludió con facilidad el golpe y contraatacó con varias estocadas. Hirió a los dos, engañándolos, haciéndoles creer que pretendía abrirse paso hasta Herek.
El patriarca continuaba llamando a gritos a la guardia. La puerta de roble se abrió de par en par y cuatro figuras enormes, con cascos, se precipitaron en la estancia.
Abandonando a sus dos adversarios, hirió al primero de los guardias por encima del peto con un golpe fatal.
Al verlo desplomarse, el ansia de sangre creció en su interior. Ahora sonreía a los restantes centinelas que lo rodeaban lentamente.
—Déjalos… —oyó que le decía Takyr.
Aunque tuvo que hacer un gran esfuerzo, cumplió lo que se le ordenaba. Se apartó a cuerpo limpio, como si se ofreciera a aquellos idiotas.
Uno de los guardias aprovechó la oportunidad y su hacha se hundió en la carne de Kobo.
Esperaba dolor, y no quedó defraudado. Sin embargo, se sintió colmado de una sensación muy distinta, algo parecido a una emoción muy profunda. El cuerpo de Kobo estaba muerto, pero él, Ardnor, era indestructible. El éxito lo aturdió.
Con un bramido de desprecio, extendió los brazos para que sus enemigos se abalanzaran sobre él. Una espada le abrió el torso por debajo del costado izquierdo. Una enorme hacha de guerra le rajó la coraza y el hueso. Blandió una última vez la espada en dirección al asombrado Herek, saboreando la sangre —la sangre de Kobo— que escapaba por su boca a medida que las heridas se cobraban su tributo.
Al fin, el cuerpo anfitrión no aguantó más. Ardnor sintió una fuerza que tiraba de él cuando el general cayó de rodillas entre espasmos. El espíritu del Gran Maestre abandonó el cuerpo, contemplando cómo exhalaba su último suspiro el oficial de la marina.
—¿L-lord Herek? —balbuceó Kobo, en un tono débil y confuso.
Uno de los guardias que tenía detrás puso fin a su vida con un feroz tajo del hacha.
Lady Nephera estaba sentada en un banco de la cámara de meditación, rodeada de incontables legiones de servidores que aguardaban sus órdenes en silencio. Volvía a leer la lista recién elaborada de los aliados más estrechos del general Kobo de-Morgayn. Ya había enviado unos cuantos ojos para espiar a la mayoría.
Al fondo de la estancia, donde las dos acólitas mortales atendían a la figura inmóvil de su hijo, se oyó un gemido. La suma sacerdotisa apartó rápidamente el pergamino y se puso en pie.
Con un gesto brusco, Ardnor se levantó también. Mantuvo la mirada fija unos instantes, y luego pestañeó. Se tocaba el pecho como si quisiera comprobar que había recuperado la solidez de su carne.
—La tarea está cumplida —anunció lady Nephera—. Me han informado ele que lo hiciste bien, de que aprendiste cómo se hacen estas cosas, hijo mío.
—Así es. —La voz de Ardnor sonó como un graznido. Una de las sacerdotisas se apresuró a darle una copa de vino, que el Gran Maestre bebió de un trago—. Fue fascinante.
—No es más que un ejemplo del futuro —le recordó su madre—. Olvídate del trono. Ése es tu destino.
—Fascinante —repetía, con una sonrisa que le cruzaba el rostro.
Ella asintió porque comprendía lo que quería decir.
—Los fantasmas carecen de poder para hacer lo que tú has hecho hoy. El propio Takyr sólo puede conducir tu mano a la espada, pero se necesitan tu voluntad y tu determinación para llevarlo a cabo. El Más Grande está satisfecho.
—¿Podré repetirlo pronto?
Nephera inclinó la cabeza.
—Cuando sea necesario. ¿Dejaste vivo a Herek?
—Sí. Herí a otros dos y maté a un guardia.
—Eso no tendrá consecuencias. —Nephera hizo un ademán de indiferencia—. El Dragón de Duma está deshonrado. Los que oyeron sus blasfemos propósitos se apartarán de su memoria. —Bajando las manos, añadió—: Ahora descansa. Querrás estar en forma cuando acompañes a tu padre en la ceremonia.
Ardnor, que había comenzado un gesto para alcanzar su yelmo, se detuvo.
—¿Lo sabes?
Ella se limitó a mirarlo.
Con un resoplido, por su estupidez, Ardnor se puso el yelmo, hizo una reverencia a la suma sacerdotisa y salió.
Al quedarse a solas con sus dos acólitas, lady Nephera rodeó la cámara con la mirada, viendo lo que nadie podía ver sin su ayuda. Sus legiones de fantasmas se multiplicaban sin cesar para aportarle fuerza.
Luego, llena de satisfacción, dio la bienvenida al último, que la contemplaba con la misma mirada hambrienta que los demás, aunque con una expresión más fresca y más amarga.
La suma sacerdotisa enseñó los dientes en una sonrisa y volvió a ocuparse de sus listas.