UN DESCUBRIMIENTO TENEBROSO
Jubal contemplaba el Tridente de Habbakuk, la nave rebelde destruida que, en otros tiempos, había mostrado con orgullo su nombre dorado en la proa, aunque ahora, a causa de los destrozos, apenas se apreciaba el contorno de las letras.
El Tridente de Habbakuk se inclinaba ligeramente a un lado con el casco roto. Imposible reparar la brecha. Uno de los tres mástiles no era más que un muñón astillado. Las velas rasgadas pendían de los otros dos palos, mientras que la mayor parte de la cubierta yacía bajo los escombros. Como el Cresta de dragón, el Tridente de Habbakuk había soportado la parte más dura del combate para crear el caos con su ballesta y facilitar la huida de las otras naves rebeldes. Había acertado a dos buques enemigos antes de recibir el golpe. El minotauro canoso y ceñudo se maravillaba de que la antigua y orgullosa nave hubiera sobrevivido aun en aquellas condiciones.
Tampoco estaban en buena forma los otros cuatro barcos que rodeaban al Tridente, aunque aquéllos al menos aún podían navegar. El único futuro posible para el navío destrozado estaba en el fondo del Courrain…, y ése era el destino que Jubal pensaba darle.
Cuando el bote de remos se aproximó, el antiguo gobernador del imperio convertido en rebelde agarró la escala de cuerda que se balanceaba junto a él y saltó la borda. Uno de los marineros le echó una mano para ganar la cubierta, donde lo esperaban doce figuras.
Conocía bien a dos de ellas. Una era la capitana Tinza, comandante de El Corsario de los mares, que había pertenecido a la flota oriental del imperio, una hembra castaña y musculosa, tan alta como la mayor parte de los machos. A su lado, un macho más joven, con un hocico estrecho y largo y unas cejas muy pobladas, que a veces lanzaba a Jubal una mirada sorprendida, aunque lo más llamativo en él era el pelaje castaño plateado, raro entre los minotauros. El joven guerrero se llamaba Nolhan y, hasta la caída de Chot, había sido ayudante de Tiribus, el presidente del Círculo Supremo.
—Así pues, ¿no hay más? —preguntó Jubal con un tinte de desilusión en la voz áspera.
—Napol está abajo, preparando la guardia de honor, gobernador —replicó Tinza—. Cuando deis la señal, subirán.
Él asintió.
—¿Alguna noticia de los otros? —preguntó a continuación.
—Suponemos que siguen la ruta acordada —dijo Tinza, y sacudió la cabeza.
—Entonces, cuando acabemos aquí, comprobaremos que es así. El Venganza de Vartox llevaba copias de nuestras mejores cartas de marear. Ahora que están en manos del imperio, ya saben dónde nos hemos ocultado. Hay que encontrar una base de operaciones nueva.
—¿Otra más? —resopló Nolhan—. ¿Qué nos queda? ¿Sólo huir y escondernos? ¿Un pedazo de roca en el fin del mundo?
—Todo eso lo discutiremos más tarde. —El viento le agitaba la cabellera mientras contemplaba la proa rota del Habbakuk…, destruido y privado del mascarón que lo había guiado hasta entonces.
»Acabemos de una vez —añadió con un gesto.
Uno de los miembros de la tripulación levantó un cuerno al que arrancó cinco notas breves y agudas.
De los barcos restantes llegaron las notas de la respuesta ritual. Cuando sonaron los cuernos, Jubal condujo a la modesta delegación a la cubierta principal.
El cuerpo yacía sobre lo que había sido la puerta del camarote del capitán, que estaba cubierta por un antiguo estandarte imperial cuyo símbolo del cóndor era reconocible aún debajo de la figura inmóvil. La puerta servía ahora de plataforma improvisada para cumplir con el antiguo ritual marino, y sobre ella se veían los efectos personales ofrecidos por los capitanes de las otras naves. Había armas, naturalmente, pero también flautas, copas, pipas, yesqueros, anillos y otras muchas cosas…, los efectos corrientes de los soldados y los marineros que habían luchado a las órdenes del general Rahm Es-Hestos; un modo de presentarle sus respetos por última vez.
En el hueco del brazo doblado sostenía una gran hacha de combate, y en el otro brazo, una espada larga. Habían sacado brillo a la vieja armadura imperial de Rahm, cuyo pelaje estaba cepillado y abrillantado con aceite. Curiosamente, su rostro expresaba paz.
Jubal y los demás ocuparon sus puestos. Un instante después, llegó un grito marcial desde abajo y se oyeron unos pasos que marcaban la marcha. Al final de la escalera apareció la guardia de honor comandada por Napol, un minotauro oscuro y ancho de hombros. Como su regimiento naval, llevaba el faldellín verde y blanco del clan, aunque rematado por una cinta roja a la cintura para indicar su lealtad, no al emperador actual, sino a la rebelión.
Dos filas de doce minotauros siguieron al comandante naval, veinticinco minotauros en total, incluido Napol. Cinco veces cinco, para dar buena suerte a Rahm en la otra vida.
—¡Soldados! ¡En dos filas! —gritó Napol. Él mandaba la columna de la izquierda. La otra mitad flanqueó la plataforma con su contenido. Los que estaban detrás de Napol blandían sus espadas; los otros, las hachas de mano, las preferidas para los encuentros navales.
—¡En posición!
Las dos filas se situaron una frente a otra y los minotauros unieron las armas en lo alto para formar un arco sobre los restos.
Napol, situado junto a Jubal, hizo un saludo ante el cadáver del jefe de la rebelión. Con la mirada fija ante sí, gritó:
—¡Los que deseen honrar a un auténtico guerrero que den un paso al frente!
Tinza fue la primera. Se arrodilló junto al general, con los cuernos hacia un lado en señal de respeto. Cerca del cuerpo, depositó algo de pequeño tamaño que el gobernador no pudo distinguir hasta que ella se apartó del cadáver.
Era una figurita que, al parecer, había tallado ella misma. Muchos minotauros se entretenían con aquellas cosas cuando estaban en alta mar. Tinza talló para la ocasión la imagen de Rahm, pero sentando al general en lo que era a todas luces un trono.
El gobernador soltó un bufido que no era de desdén, sino de aprobación. Con las orejas gachas, vio aproximarse a Nolhan.
El minotauro castaño plateado también se arrodilló para depositar, junto a la figurita, un medallón en el que habían grabado un círculo dorado.
—Me lo dio mi maestro, Tiribus, para atestiguar mi puesto de asistente suyo —le había dicho una vez el joven guerrero a Jubal. Al ofrecerlo como tributo, Nolhan hacía el mayor de los honores a Rahm, pues su gesto significaba la intención de mantenerse a sus órdenes incluso en la muerte.
Otros dieron también un paso adelante para depositar sus ofrendas. Cuando ya sólo quedaba Jubal, el minotauro de voz áspera se adelantó lentamente y, situándose junto a la improvisada plataforma, extendió la mano. No llevaba una ofrenda, sino dos. La primera era un recuerdo personal, una daga finamente trabajada, en la que estaban grabados su nombre, el de su padre y el de su abuelo. Dos gemas valiosas, una verde y otra azul, decoraban el mango curvo.
De pronto, las gemas trajeron al gobernador el recuerdo de otra joya, y se acercó a mirar la mano de Rahm. En efecto, el anillo intensamente negro continuaba en la mano del jefe rebelde. Lo incinerarían con él y ya nadie sabría jamás de su poder secreto.
Depositando la antigua daga junto a su camarada, Jubal preparó la otra ofrenda. Era una moneda de hierro, vieja y gastada, que mostraba el perfil de un minotauro alado en una de sus caras.
—Botanos me dijo que Azak habría elegido esto para vos, general.
Azak, que fue el primer capitán del Cresta de dragón, había ayudado a Rahm a huir de los esbirros de Hotak. El general y él estaban unidos por una estrecha camaradería. En cierta ocasión, Botanos le había contado a Jubal que la moneda fue el talismán de la suerte de su capitán. La imagen del minotauro alado situaba la acuñación de la moneda durante el reinado de Ambeoutin, el primer gobernante distinguido de su especie, al que todos consideraban padre de la civilización. Azak la había encontrado siendo joven, durante su primer viaje como marinero, y desde entonces la guardó siempre entre sus pertenencias.
Azak no llevaba la moneda consigo cuando lo asesinaron durante el abortado intento de matar a Hotak.
Después de inclinar la cabeza un momento, Jubal se apartó. Al acercarse a Napol, el comandante naval dejó escapar un bramido bajo y gutural. Inmediatamente, la guardia de honor lo imitó y el resto de los asistentes se unieron a ellos levantando la voz. Los minotauros bramaron al unísono, como antes de un gran combate, cuando sentían que les hervía la sangre al prepararse a dar la vida.
De las otras naves llegaron unos bramidos que competían por ser los más fuertes, los más duros en su reafirmación.
La guardia de honor bajó las armas; el signo tradicional de que la vida de un gran guerrero había terminado. El gobernador Jubal y sus compañeros desenvainaron sus espadas y sus hachas para hacer otro tanto. Cuando sonaron los cuernos, Napol condujo a los marinos a un lugar en el que aguardaban varios barriles de gran tamaño.
De pronto, el Tridente se inclinó y todos estuvieron a punto de perder el equilibrio. Uno de los barriles rodaba por la borda. Dos de los soldados de Napol saltaron tras él, pero el barril se estrelló contra la borda y comenzó a derramar aceite.
—Gracias a que las antorchas no estaban encendidas todavía —comentó Tinza.
Nolhan y los demás se retiraron hacia la zona donde aguardaban las chalupas. Tinza miró al gobernador:
—Rahm no habría alterado el rito tradicional, ni siquiera para sí mismo.
—No importa, yo lo hago, en su honor.
Alzando los hombros, el capitán se unió a Napol y a los marinos. Cada uno se dirigió a una parte de la cubierta con un barril en la mano. Luego, sin más preámbulos, los minotauros rompieron los recipientes para verter su contenido. Impregnaron de aceite hasta el último centímetro de madera, salvo un pasillo largo y estrecho que conducía a las chalupas.
—¡Muy bien! —gritó Napol, arrojando a un lado su barril vacío—. ¡Todo el mundo fuera del barco! ¡Aprisa!
Los guerreros descendieron por las escalas para unirse a los que esperaban en los botes. Todos se apresuraban, menos uno que se quedó rezagado.
Napol y la capitana Tinza se unieron al gobernador. Jubal les alargó dos de las tres antorchas apagadas que sostenía en el puño crispado. Luego, con mucho cuidado, las encendió con su yesquero.
—A una señal mía —dijo con su voz áspera el encanecido minotauro.
Tinza y el comandante naval se apartaron en direcciones opuestas, dejando a Jubal en su posición. Una vez que la capitana alcanzó la proa y Napol la popa, el gobernador blandió su antorcha y la arrojó a la pira improvisada.
Las llamas, alimentadas por el aceite, alcanzaron en seguida la pira y envolvieron el cuerpo de Rahm. Con las orejas gachas, el gobernador Jubal observaba en silencio cómo el general primero y la nave después se consumían en un infierno de fuego.
El Tridente se inclinó ligeramente. Jubal se agarró a la borda. El cuerpo llameante de Rahm giró un poco y uno de los brazos se salió de la plataforma.
El minotauro mayor gruñó con la atención puesta en la mano.
Qué extraño. Ya no veía el anillo.
—¡Gobernador! ¡Jubal! ¡Vamos! —De pronto, Napol estaba a su lado, conduciéndolo a la escala. Tinza lo seguía. El fuego se había extendido por casi toda la cubierta y las llamas prendían los mástiles, el timón y todo lo demás.
Los tres se apresuraron a descender al último bote. En cuanto estuvieron a bordo, los marineros remaron con todas sus fuerzas.
Acababan de alcanzar el Cresta de dragón cuando el Tridente de Habbakuk comenzó a hundirse, pese a lo cual aún flotó plácidamente un momento antes de que las olas constantes lo arrastraran hacia aguas profundas.
—Puede que navegue una hora o dos antes de hundirse —subrayó la capitana Tinza.
—Si es que se hunde. —Jubal se agarró a una de las escalas del Cresta.—. ¿Estamos de acuerdo, Tinza? ¿Volverás a El Corsario de los mares y pondrás rumbo al sur?
—Sí, y Nolhan y los otros navegarán hacía el este. Sí la suerte nos acompaña, dentro de un mes nos encontraremos al norte de Petarka. Buen viaje, y ojalá traigáis noticias gratas.
—Tenemos que reagruparnos y hallar otra base de operaciones.
Napol estrechó brevemente la mano del gobernador.
—Ahora sois el jefe, Jubal —dijo con voz tranquila.
—Creo que Nolhan y algunos más no estarán de acuerdo.
Los dos minotauros fruncieron el entrecejo.
—Han tenido ocasión de comprobar vuestros méritos —gruñó Tinza—. Nos encargaremos de convencerlos.
Pero Jubal sacudió la cabeza.
—Necesitamos unidad, no una rebelión dentro de la rebelión.
Aunque se zanjó el asunto, quedó una sensación incómoda en la atmosfera. El gobernador saltó a bordo del Cresta de dragón, y desde allí contempló a los dos minotauros remando hasta su nave.
El capitán Botanos se puso a su lado, sin dejar de mirar la pira ardiente.
—Una escena que nos incita a buscar mayores glorias.
—Roguemos que así sea, capitán…, roguémoslo con todas nuestras fuerzas. —Gruñó el gobernador Jubal.
Hacía ya mucho que Ardnor no era convocado a palacio…, que no recibía una invitación. Aunque él aparentaba indiferencia, en su fuero interno se rebelaba. Bastion recibía todos los honores y las glorias. Bastion gozaba de los favores y los privilegios que, por derecho, le pertenecían a él, al primogénito.
A Bastion le aguardaba el gobierno de un imperio.
Hacía tanto desde la última vez que Hotak y Ardnor habían hablado que, cuando llegó el mensaje de palacio, Ardnor pensó que se trataba de una broma.
Pryas, el de los ojos acerados, llegó con la misiva sellada cuando el Gran Maestre se encontraba haciendo los honores a unos cuantos miembros de los Defensores. Con las filas de soldados engrosadas y esparcidas por todo el reino, el reconocimiento de los que mostraban la mayor lealtad a su culto —y a Ardnor— se había convertido en un ritual frecuente.
La cámara cuadrada e iluminada por antorchas carecía de ventanas; sólo unos agujeros pequeños practicados en el techo permitían la salida del humo. Pese a todo, la atmósfera de la habitación estaba cargada por el polvo de shaka que un Protector vestido de gris arrojaba a un cuenco de cobre, poco profundo y caliente, cada vez que uno de los suyos se adelantaba para recibirlos honores. La shaka era una planta de color verde apagado, cubierta de pelusa, que crecía a poca altura de la tierra, especialmente en las montañas de Mithas, y que, inhalada, surtía el estimulante efecto de elevar la adrenalina del cuerpo. Los minotauros reunidos exhalaban una energía nerviosa que satisfacía las intenciones del Gran Maestre. Estos Defensores honrados esperaban con ansia el momento de entrar en acción a una orden suya.
Eran cincuenta guerreros, entre los que había varias hembras. Al principio, los Defensores fueron todos machos, pero en una religión dirigida por una suma sacerdotisa —ni más ni menos que la madre del Gran Maestre— las hembras acabaron por tener una presencia numerosa en el ala militar. Como los machos, se habían cortado la cabellera. Vestían faldellines negros, a los que habían añadido una blusa de color negro intenso, muy escotada. No se trataba de una forma de seducción, sino de exhibir el hacha rota que, también a ellas, se les había grabado en el centro del pecho.
Ardnor se sentó en la silla de piedra que empleaba como trono. Vestido también de gris, esperaba, impaciente, a que uno de sus seguidores leyera el próximo nombre en el pergamino desenrollado.
—¡Kyra Es-Ronas!
Una hembra musculosa, de hocico ancho, se levantó para adelantarse. Los ojos tenían el brillo fanático que el Gran Maestre buscaba en los más leales. Miró a Ardnor con devoción, con un temor reverente, al hincar una rodilla ante los bajos peldaños.
—Kyra Es-Ronas —continuó proclamando el seguidor en traje de ceremonia—, de los fieles de Mito, primera en el combate armado, acólita de Quinto Nivel.
—¿Con tanta rapidez has adquirido esa categoría? —preguntó Ardnor. Pocos Defensores alcanzaban el Quinto Nivel, y mucho menos las hembras. El Quinto Nivel, cuyo miembro más antiguo era Pryas, suponía entregar la vida a los Defensores, día y noche, y requería además una gran fuerza física y un complicado entrenamiento. La mayor parte del esfuerzo se realizaba con la mitad superior del cuerpo, por eso las hembras se hallaban en desventaja.
—Los que me precedieron han sabido guiarme, mi señor —murmuró ella, con la cabeza baja.
Ardnor asintió, aprobando.
—Levanta tu mano izquierda —ordenó.
Cuando Kyra la levantó, él hizo un gesto al Defensor que se hallaba junio al incienso. El sacerdote tomó un par de tenazas curvas y se acercó al cuenco caliente, de donde extrajo un disco incandescente de unos cinco centímetros de diámetro.
—Somos los Defensores de la fe —dijo, con voz grave, Ardnor—, los guerreros del hacha rota. Damos la vida y el alma por los Predecesores.
—Todos veneramos a la suma sacerdotisa Nephera y al Gran Maestre Ardnor —replicaron cincuenta voces.
Ardnor se levantó para coger las tenazas que le ofrecía el sacerdote.
—Honramos a todos los que nos sirven, pero respetamos aún más a los que nos sirven más allá del deber.
Entonces, apretó el disco metálico contra la palma de Kyra.
El chisporroteo de la carne quemada se oyó en el silencio de la cámara. Kyra no se acobardó. Lentamente, casi con indiferencia, cerró los dedos alrededor del metal y levantó el rostro hacia sus camaradas.
Los otros minotauros se pusieron de pie al unísono, golpeándose con el puño la marca grabada a fuego que llevaban en el pecho.
Kyra dio la vuelta y se dirigió con pasos medidos al cuenco caliente. Con lentos y deliberados movimientos, el sacerdote añadió incienso. Kyra se inclinó para inhalar profundamente.
Con una sonrisa de triunfo, devolvió la pieza de metal al cuenco.
—Kyra Es-Ronas —dijo Ardnor—. Enséñanos el honor de los Defensores que llevas contigo.
La hembra soldado volvió a enfrentarse a los Defensores para mostrarles la palma abierta. La quemadura dibujaba dos cuernos largos y curvos y una marca dentada, algo parecido a una espada con un rayo por hoja…
El símbolo personal del Gran Maestre.
Entre las filas, otros siete Defensores extendieron su mano izquierda para mostrar el mismo signo. No todos los convocados aquel día habían recibido el honor más alto. Ardnor lo reservaba para unos pocos, según los informes de los superiores, que también llevaban la marca. Los que la recibían estaban destinados a profesar y a convertirse en oficiales y comandantes de las cada vez más numerosas legiones de Defensores, que los necesitaban como guías.
Saltándose de un modo sorprendente el ritual, Kyra avanzó hacia Ardnor: una vez ante él, se arrodilló a sus pies y apoyó el hocico en los peldaños.
—Doy gracias al Gran Maestre. Ojalá sea digna de este honor por siempre.
Ardnor expresó entre gruñidos su aprobación de las intrépidas hazañas de la joven.
—¡Levántate, Kyra Es-Ronas! ¡Regresa con orgullo a tu puesto!
Cuando ella ocupó su posición, Ardnor comenzó el tradicional recitado:
—El pueblo es la vida del templo…
La clausura de la ceremonia no ocupó más de un minuto. Cuando los Defensores recién condecorados desaparecieron, Pryas se aproximó a su señor.
—Esa última —le susurró Ardnor—, Kyra de Mito. Demasiado cincelada de rostro y de formas, pero me gusta su energía. Asegúrate de darle cita para una audiencia privada conmigo.
—Como gustéis, mi señor. —Pryas, que llevaba el pergamino que acababa de llegar, mostró a Ardnor el sello de cera real.
El Gran Maestre arrugó el entrecejo.
—¿De mi padre?
—Eso creo.
—¿Para mí? —comentó el primogénito de Hotak, dándole vueltas en sus manos—. Tiene mi marca, no la de mi madre.
—Ha de ser importante, si el emperador os convoca.
Los ojos inyectados en sangre de Ardnor mostraban una mirada de triunfo.
—Sí, es él quien me llama. Desea algo que sólo yo puedo darle.
Rompió el sello para desenrollar el pergamino. Pryas, cortésmente, retrocedió unos pasos para que su señor leyera en privado.
—Así pues…, mi padre me llama en mi calidad de oficial de las legiones…, como merezco.
El emperador Hotak solicitaba la presencia de su hijo en la ceremonia de botadura de un barco que tendría lugar dos días después, y esperaba mantener con él una charla confidencial en palacio.
Ardnor informó a Pryas de la noticia. Los ojos acerados perdieron algo de su seguridad.
—¿Una charla confidencial? Lord Ardnor…, ¿pretenderá insistir en su porfía con los Defensores?
—No, no se atrevería a criticar nuestra religión. Eso es cosa del pasado. Ahora la fe forma parte del gobierno. No, quizá es que por fin ha comprendido lo mucho que me necesita (que nos necesita) para el futuro del imperio. Sus legiones están por todas partes…, pero los Defensores tienen aún una importancia vital para sus planes. —Ardnor arrugó la misiva, con los ojos brillantes—. Está bien, si mi padre se digna llamarme, yo le corresponderé, ¿no te parece, Pryas?
El mensajero del continente traía muchas cartas. Además de los informes de los distintos comandantes —entre los que destacaba la misiva de su hija Maritia—, había llegado un pergamino con ciertas noticias que, al principio, arrancaron a Hotak un bufido de incredulidad.
Aquella extraña humana trataba de enseñar a todo un general el arte de la guerra.
Sentado ante su adorado mapa, con el estandarte del negro corcel de guerra en el mástil de bronce que se hallaba en un rincón, detrás de él, Hotak releía el informe de Maritia. Nuevamente trataba de comprender el misterio y el poder de Galdar, el renegado.
… entonces, dijo que sería la última vez que nos veríamos antes de la caída del escudo. Padre, no debemos dejar que su actitud servil nos desvíe del camino. Galdar es, sin duda, un personaje retorcido y ambicioso. La prueba está en las notas que adjunto con los informes más recientes. Los planes de batalla de la gran Mina.
Aunque al principio me parecieron sorprendentes, te los envío nada más examinarlos, A fin de cuentas, revelan el pensamiento de Galdar, sus intenciones, lo que te proporcionará una idea de cómo tratarlo cuando llegue el momento.
Perdóname, pero debo confesar que…
Hotak dejó a un lado la carta de Maritia y tomó el mapa y los planes para repasar las revelaciones que le llegaban del continente.
La estrategia era buena, muy buena.
—No… —-murmuró el emperador, cerrando los dedos, lo que hizo crujir el pergamino—. Los planes son excelentes.
Aunque la caligrafía sugería la mano de Mina, era evidente que Galdar había concebido la ofensiva. Por otra parte, se notaba la intervención de oficiales expertos, entre los que habría varios Caballeros de Neraka. Los planes mostraban a la perfección el emplazamiento y los movimientos de seis legiones, con la posibilidad de recibir refuerzos y refrescos.
Hotak entrecerró su único ojo, lleno de admiración. No encontraba un solo fallo en la concepción de la victoria.
Una vez situados en un cerro dominante, con las catapultas colocadas cerca del límite septentrional del bosque…
Ella —él, se corrigió en seguida— contaba incluso con planes contingentes en caso de que las legiones encontraran resistencia.
…las tropas de refresco que esperarán junto al río podrían marchar hacia el oeste o navegar para unirse al flanco más alejado. Esto serviría…
Ningún plan de batalla, según su experiencia de más de veinte años de comandante, sobrevivía al primer enfrentamiento, pero, examinando éste, Hotak pensó que Galdar era un genio militar que había anticipado incluso la retirada.
Cogió el informe de Maritia para leer de nuevo su evaluación final.
Perdóname, pero debo confesar que me sorprende que no tengan un solo defecto. Aunque no confío en Galdar, no tengo más remedio que admirar lo que él —ha de ser él, porque la tal Mina no me merece ningún crédito— ha recogido en esos documentos. Si sus proyectos se llevan a cabo, preveo la derrota del enemigo.
Naturalmente, él cree que sigo sus órdenes, pero yo espero una palabra tuya para saber si debo llevar a cabo sus planes.
Hotak se levantó.
—¡Guardia! —gritó.
Entró uno de los centinelas:
—¿Mi señor?
—¿Aún espera en el vestíbulo el mensajero de mi hija?
—Sí, mi señor. Tiene órdenes de no abandonar el palacio sin un mensaje de respuesta.
—Le daré uno en seguida. —Hotak sacó una pluma desnuda de un panzudo tintero y separó una de las hojas del pergamino ligeramente tostado que guardaba para sus decretos imperiales. Con una rúbrica rápida, escribió una sola palabra que ocupaba gran parte de la página: Hágase.
Después de enrollar la hoja, tomó el sello con su símbolo y lo acercó a una vela. Dejó caer unas gotas de cera en el borde del pergamino y aplicó el sello.
—Llama al enviado.
Cuando entró el atezado mensajero de Maritia, la cera, ya fría, había sellado la misiva.
—¡Mi emperador! —La figura con armadura se arrodilló a un lado de Hotak.
—Álzate. Regresa a tu nave y di al capitán que zarpe inmediatamente para Sargonath. Debes entregar esto a mi hija cuanto antes. Sin dilaciones y sin tropiezos. ¿Queda claro?
—¡Sí, mi emperador! —Con una reverencia, el minotauro abandonó la estancia.
Hotak, distraídamente, daba golpecitos con los dedos en el borde del mapa, ponderando los grandes acontecimientos que estaban a punto de desarrollarse.
Se oyeron unos golpes en la puerta.
—¡Adelante!
El mismo centinela que la vez anterior volvió a arrodillarse, pero esta vez mostraba una pequeña nota en la mano velluda. El emperador la tomó, despidió al guardia y leyó: Con vuestro permiso.
Y debajo, con unas letras casi ilegibles: Jadar.
Hotak aplicó la nota a la llama de la vela y esperó a que se consumiera. Luego, se dio la vuelta, pero no en dirección a la entrada, sino a la pared.
Sabía desde mucho tiempo antes que el palacio estaba recorrido por pasadizos secretos. Después del abortado intento del general Rahm de asesinarlo, el emperador había buscado las entradas y los corredores secretos. Sabía dónde se encontraban muchos de ellos, pero se dio cuenta de que aún no conocía otros.
Justo detrás de un alto bastidor de roble situado en un rincón del muro occidental, en los estantes, guardaba sus despachos importantes. Introduciendo un dedo por debajo del segundo de los cinco estantes, el bastidor se abría como una puerta para dar paso a un corredor de piedra que descendía bajo tierra. Sólo unos cuantos conocían aquella escalera de caracol oculta, y entre ellos no estaba su querida esposa. Había ciertas cosas que el estado debía mantener en secreto.
Tomando la palmatoria con la vela, Hotak procedió por la angosta escalera. Los peldaños daban varias vueltas antes de terminar en un vestíbulo breve y lleno de musgo, al final del cual se veía una deslucida puerta de cobre con una anilla. Grabadas en el metal, las alas abiertas de un cóndor.
La puerta chirrió al abrirla de un tirón. Su mirada cautelosa se encontró con una luz vacilante. Perfilado por la antorcha colocada en un nicho, al fondo de la húmeda estancia, un oficial de la legión, canoso y enjuto, que llevaba una insignia roja de cinco lados en el hombro esperaba pacientemente. En el techo había una trampilla idéntica a la puerta de entrada, de la que colgaba una anilla herrumbrosa, y de ésta una escala de eslabones de hierro.
—Mi señor —susurró el solemne oficial, inclinando sus cortos cuernos.
—Jadar. —Hotak bajó la mirada a los pies del minotauro, donde yacía un fardo. Quién sabía cómo se las había compuesto Jadar para arrastrar el paquete por los pasadizos secretos sin que nadie lo descubriera.
»Has investigado aquello, ¿verdad, Jadar?
—Los antecedentes del renegado aún se me resisten —dijo el legionario en su monótono susurro—. Esto lo he hallado por pura casualidad. —Con movimientos metódicos, Jadar se inclinó para desliar el fardo—. Yo diría que murió hace más de una semana.
La visión y el hedor inflaron las aletas de la nariz de Hotak.
El emperador se arrodilló para inspeccionar de cerca el espeluznante trofeo. El fardo contenía los restos de un minotauro macho, con edad suficiente para su primer destino militar. Lo habían despojado de sus vestidos…, y, con ellos, de las señas de su clan. A juzgar por el color y la hinchazón, era evidente que habían sacado el cadáver del mar.
—¿Dónde has encontrado… esto?
—A media jornada del puerto. El que lo mató creía que el peso que le había atado a los tobillos lo mantendría debajo del agua hasta que todos se hubieran olvidado de él. Debo advertiros que los golpes que tiene el cuerpo son del mar, no de un acto violento.
Hotak estudió el cuerpo pálido y macilento.
—¿Y esto por qué le atañe al imperio, Jadar? Los asesinatos no son tan raros por aquí.
—En efecto, mi señor. Sólo la agudeza de un capitán que tengo contratado para que me informe de las cosas extrañas ha sacado a la luz el incidente. —Jadar se arrodilló junto al cuerpo y señaló la garganta, el pecho y las muñecas—. Cortes expertos, hechos para torturar provocando mucha sangre, y, según creo, en varias veces. Creo que a este desgraciado lo desangraron antes de morir.
—¿Hablas como tara’hsi? —preguntó el emperador empleando una palabra de la antigua lengua de los Grandes Ogros.
Los minotauros raras veces confiaban su salud a los clérigos, como hacían las razas inferiores, pero utilizaban lo que ellos denominaban reparadores. En todas las legiones había alguno especializado en tal oficio, que se dedicaba al estudio y a la práctica. En realidad, los pacientes morían, pero los grandes reparadores aprendían de sus fallos.
Jadar era algo más que un reparador. Primer centurión por su rango, investigaba las muertes sospechosas para el emperador. Estos investigadores recibían el nombre de tara’hsis, literalmente «El que responde las preguntas».
Los tara’hsis infundían respeto y temor.
—Prefiero el término «explorador» a ese más antiguo, mi señor —dijo con su voz queda y casi átona. Los ojos de Jadar tenían una profundidad que todo guerrero veterano reconocía, porque, con los años, había presenciado infinitas formas de muerte y violencia. Estaba avezado en las matanzas y en los peores horrores imaginables.
»Si se me permite —pidió Jadar, indicando el cuerpo—. Se aprecia fácilmente que murió por los signos de corrupción… antes de caer al agua. —Sacó una larva de una de las orejas del cadáver.
La impaciencia del emperador aumentaba.
—Aún no sé por qué me has traído aquí. Según tú, era para un asunto importante.
El tara’hsi sacó algo del cinturón, que no era una daga, sino una varilla larga, fina y puntiaguda. Varios instrumentos parecidos colgaban de su cintura, muchos de ellos con formas cuya finalidad el emperador no conocía… ni deseaba conocer.
—Mirad aquí. —Jadar levantó una de las muñecas heridas—. Cuando se secciona la muñeca de un enemigo para desangrarlo hasta la muerte, se hace un corte largo y ancho en la vena. Este, sin embargo, murió con una lentitud deliberada. Puedo probar de otro modo, si queréis…
Sacudiendo la cabeza, Hotak se levantó.
—Ve al grano, centurión.
La mirada del tara’hsi se alteró extrañamente al levantar el rostro.
—Fue un ritual. Una muerte que seguía un método. Querían su sangre fresca. Tiene casi un… aspecto religioso.
La expresión del emperador se endureció.
—¿Acusas al templo de practicar sacrificios sangrientos?
—Necesitaría saber más antes de acusar a nadie…
—¡Sin duda! ¡Esto es una necedad ultrajante, Jadar! ¡Supones demasiado! ¡Bordeas la traición!
Por primera vez, el tara’hsi expresó cierta emoción. Ya de pie, retrocedió ante su emperador.
—¡No he acusado a nadie! Creí que merecía la pena informaros de esto…
Hotak dio una patada al fardo para cubrir de nuevo el cadáver.
—Dispón de él. Quémalo. ¡Vuelve a investigar a Galdar y deja esas ideas extravagantes para los borrachos y los enemigos del estado!
—Mi señor, no estoy acusando a la sacerdotisa…
La cólera cruzó el rostro de Hotak, que se aproximó a Jadar y le propinó un golpe en el hocico. El minotauro cayó hacía atrás, contra el muro, tocándose la parte derecha de la nariz, por donde manaba la sangre.
—Olvídate del asunto. ¿Entendido? —ordenó el emperador, ya más calmado, aunque con los ojos inyectados en sangre.
Jadar asintió en silencio.
Hotak abandonó la habitación, haciendo esfuerzos por concentrar sus pensamientos. El tara’hsi había ido muy lejos. Había tenido suerte de que Hotak no lo acusara de traición, lo que le habría valido el arresto y la ejecución a campo abierto. Jadar imaginaba cosas, cosas detestables. El templo tenía sus defectos, pero acusarlo de hundirse en los abismos del asesinato…
Empujó el bastidor de roble que conducía a la sala de planificación y depositó la palmatoria en la mesa con tal fuerza que la cera salpicó el mapa. Con las manos temblorosas, Hotak contempló la reproducción del imperio que regía y que estaba expandiendo.
El imperio que Nephera le había ayudado a conquistar.
—¡Jamás! —dijo con brusquedad, porque a pesar de sus esfuerzos se descubrió pensando en las insinuaciones de Jadar—. Jamás… Nephera no…