IX

SAHD

No había ogro que despreciara a los minotauros tanto como Sahd. Para él no eran otra cosa que alimento de merodracos, pero Kern necesitaba mano de obra esclava, y si los minotauros no hubieran hecho el trabajo sucio, él se habría visto en un aprieto para sacarlo adelante.

Con todo, el capataz aprovechaba cualquier pretexto para desahogar su profundo odio hacia la raza astada.

Los esclavos bajaban la cabeza cuando, al llegar de las minas, hallaban al brutal señor del campamento aguardándolos. Con su capa vieja y desgastada de Jefe de la Garra, el desfigurado ogro jugaba con el látigo de nueve puntas mientras inspeccionaba al miserable grupo.

¡Garak! —llamó a gritos a uno de sus guardianes. La cercanía de Sahd también ponía nerviosos a los otros ogros—. ¡Garak hota i j’han!

El mugriento guardián se dio la vuelta para agarrar al minotauro más próximo, un joven macho leonado al que faltaba un ojo como consecuencia de una paliza anterior.

—¡Hota i Garaki, Uruv Suurt! —gruñó el guardián, empujando hacia adelante al esclavo—. ¡Baraka h’ti Forna Gliu i’Sahdi!

Aún sin comprenderlo bien, el esclavo caminó penosamente hasta encontrarse a poca distancia de Sahd.

La horrenda boca abrasada del capataz se contrajo en una mueca monstruosa.

Desde atrás, el guardián golpeó al minotauro en la corva derecha.

Con un grito, el mísero trabajador cayó al suelo. Sahd rodeó en círculo a la víctima elegida, aprobando con un gesto de la cabeza. Sus ojos la estudiaban de cerca.

Se detuvo para inclinarse a pinchar al esclavo en el hombro herido con el mango de su látigo. Apenas se apreciaba la marca de los esclavos minotauros —unos cuernos rotos— bajo la suciedad de la carne apaleada.

Uruv Suuuurrt —gruñó prolongadamente Sahd—. Cavar trabajo duro, ¿verdaaad?

En silencio, el minotauro no apartaba los ojos del sucio.

El descolorido manto rojo flotó cuando Sahd se dio la vuelta para mirar al esclavo a la cara.

—Cavar lamentable, ¿sííí? Túnel asfixiante, aire apestoso.

Un ligero estremecimiento recorrió visiblemente al joven minotauro.

—Trabajo mucho, amo Sahd —exclamó aterrorizado.

De la peluda cabeza de Sahd salieron una serie de gruñidos ásperos…, su famosa risa.

—Pero vuestro túnel. —Miró a los otros que trabajaban en el mismo pozo—. Menos entregas buenas, menos cavar.

—¡Es que allí tenemos alojada una roca enorme! —intervino de repente un trabajador mayor, de pelaje negro canoso, que se hallaba en el grupo. Tenía las orejas gachas y desgarradas; sus captores le habían arrancado el primer día los sencillos aros de cobre que llevaba.

—Los picos han perdido la punta. Necesitamos herramientas más afiladas y más resistentes…

Acabó la explicación con un grito de dolor, porque uno de los guardianes se había acercado a él para obligarlo a arrodillarse con el látigo. Antes de que Sahd le ordenara detenerse, cruzó cinco veces la espalda ya muy golpeada.

—Hay que hacer mejor, Uruv Suuuurrrt —informó a los esclavos. Haciendo chasquear el látigo salvajemente, gritó a un guardián que estaba en el extremo occidental—: ¡Hiri i korak Ravana uth i’Argoni!

Los pocos esclavos que sabían algo de la lengua del ogro dieron un respingo, pero antes de que alguno dijera algo, los guardianes fueron hacia ellos, gritando, e impusieron silencio con los látigos y las mazas.

¡Hirak! —ordenó Sahd.

El guardián que estaba cerca del joven prisionero tiró la maza y agarró al minotauro por la garganta y el pecho con un abrazo asfixiante. El esclavo se debatía valientemente, pero cuando acudió un segundo guardián en ayuda del primero, no tuvo más remedio que rendirse.

El que Sahd había llamado por su nombre se acercó llevando con mucho cuidado un cuenco grueso y forrado que echaba humo. El contenido estaba tan caliente que, a pesar del forro de piel de cabra, el ogro lo sostenía a duras penas en las manos.

Sahd señaló el suelo. El guardián depositó el cuenco y luego sacó una pesada cuchara de hierro que llevaba en la cintura de su faldellín.

Tras obligar al esclavo a arrodillarse, los dos ogros le empujaron la cabeza hacia el cuenco. Intentó resistirse, pero uno de los ogros lo agarró del hocico para abrirle las mandíbulas a la fuerza.

—¡Mucho cavar…! Uruv Suuuurt necesita más fuerza —ronroneó Sahd malignamente, al tiempo que se ponía en cuclillas junto al desesperado esclavo—. Necesita comida fuerte, ¿verdad?

Alargó el cuenco para que el esclavo tomara el contenido.

Dentro bullía la negra tierra fundida, aún roja en los bordes. Hasta el interior del cuenco de piedra estaba abrasado.

—Para ser fuerte como piedra, hay que ser piedra —continuó el grotesco capataz de los ogros—. Habrá que comer piedras, ¿no?

Los restantes esclavos murmuraban entre sí, pero ninguno osaba intervenir. Hacía mucho que el trabajo letal, las cadenas y la falta de alimento los habían reducido a la sumisión.

Sahd torció la boca devastada.

—Come, Uruv Suuurrrt.

El capataz cogió la cuchara y comenzó a introducir la tierra ardiente en la boca del minotauro.

La lengua del esclavo siseó suavemente. El minotauro de más de dos metros de altura emitió un espantoso quejido. Sahd continuaba introduciéndole la cuchara en la boca mientras él luchaba cada vez con mayor desesperación.

Al fin, el calor de la cuchara fue excesivo para el propio Sahd, que la arrojó haciendo una señal a los guardianes.

Uno de los que le habían sostenido las mandíbulas le cerró el hocico. Otro, tomando una cuerda, se lo ató fuertemente mientras el minotauro agonizaba.

Durante varios minutos terribles, los presentes tuvieron que asistir a los dolorosísimos estertores del joven minotauro. El propio Sahd lo contemplaba con una actitud casi indiferente, pero los que veían sus ojos oscuros y profundos leían en ellos un placer salvaje.

Por fin, la víctima quedó quieta, superada por el dolor. Después de indicar a los guardias que lo desataran. Sahd permitió que dos de sus compañeros lo arrastraran hasta las empalizadas.

El jefe de los ogros miró entonces al resto de los oprimidos, resoplando, contrariado.

—No más hambre, ¿verdad? Trabajo duro, ¿verdad? ¡Dobles carretas llenas! ¡Sin pretextos! —Como los esclavos no decían nada, ni siquiera se atrevían a mirarlo, Sahd hizo un ademán a los guardianes que esperaban sus órdenes—. ¡Vamos!

Mientras se marchaban con los esclavos. Sahd, relajando el látigo, contemplo las estacas, las que sostenían una cabeza y las vacías. Estas últimas le atraían. Diez no bastaban para castigar el acto humillante de los fugitivos. Recuperó la macabra sonrisa, y el costurón se abrió para mostrar las encías y el hueso.

Sahd pensaba seguir reinando sobre su pequeño imperio aunque tuviera que condenar a una muerte horrible a todos los minotauros para que sus órdenes se cumplieran a rajatabla.

Los dos ogros situados en la avanzada más occidental vigilaban los alrededores con aire desinteresado: colinas negras, calcinadas y una miríada de afloramientos curvos y redondos, piedra y sólo piedra hasta donde alcanzaba la vista. Era la periferia más negra del campamento. Ni un signo de vida, ni siquiera las plantas larguiruchas y aguzadas, ni siquiera un lagarto gris con cresta. La vegetación más próxima se hallaba a más de cuatro días de jornada con una montura rápida.

La avanzada se consideraba el peor de los destierros para los guardianes. Allí nunca había ocurrido nada, como sabían los dos. Uno de ellos se rascó debajo del brazo con el extremo de su herrumbrosa espada mientras que el otro se quitaba una garrapata del enmarañado pelaje del pecho. El hedor era peor que nunca por culpa de aquel día de calor insoportable, que los ponía de un humor pésimo; sólo el temor que les inspiraba Sahd impedía que se estrangularan mutuamente.

Inesperadamente, el que llevaba la espada dio un respingo. Allá abajo, una figura astrosa se arrastraba con mucho cuidado hacia la puesta de sol. El ogro bizqueó al distinguir las cadenas rotas y los cuernos delatores.

Bien, bien. Un esclavo fugitivo.

Se acercó a su adormilado compañero, gruñendo su descubrimiento. El otro se puso en pie y en seguida distinguió la figura fugitiva.

Dispuestos a vengar sus frustraciones en el pobre esclavo, comenzaron a descender tras el prisionero fugitivo que, al parecer, se tambaleaba a cada paso. Sahd los recompensaría bien por la presa, estuviera viva o muerta.

Pero al pisar el terreno irregular, cerca de la presa, aparecieron más de doce minotauros de detrás de las piedras y las desoladas colinas. Uno de ellos agarró al ogro de la espada y, con un tajo rápido, le cercenó la garganta con la suya.

El segundo centinela blandió la maza en un desesperado intento de huida, pero lo único que consiguió al golpear a uno de los minotauros en el hombro fue aumentar la furia de los otros, que se le vinieron encima. Indefenso, recibió una paliza mortal mientras que la cólera de sus adversarios ahogaba sus gritos.

Faros contempló cómo reducían al guardián de los ogros a una masa irreconocible de carne y sangre mientras limpiaba la espada.

—Cerciórate de que no se pierda ninguna arma. Supongo que llevarían dagas —dijo a Grom.

—Sí, Faros.

—Los otros aparecerán pronto —aseguró a los demás—. Hay que ponerse en marcha.

Casi todos los esclavos liberados lo había seguido hasta su escondrijo. A Grom correspondía parle del mérito, o de la culpa, ya que se sentía moralmente obligado por Sargonnas a ayudar en todo lo posible a los suyos. Faros callaba, porque le traía sin cuidado que lo siguieran o no. Con tantas bocas que alimentar, los comestibles robados no habían durado más de dos días, y eso racionándolos.

Instintivamente, todos solicitaban su caudillaje.

También en aquello tuvieron algo que ver Grom y Valun al aceptarlo como jefe desde el principio, de modo que los recién llegados se lo habían encontrado todo hecho. Faros no sentía deseo de compañía ajena, pero se daba cuenta de que no podía deshacerse de ellos.

Luego, comenzó a pensar en cómo aprovechar el tamaño del grupo. Había más provisiones que robar; más saqueos que llevar a cabo. Una incursión tan cercana a la anterior volvería locos a los ogros.

Dejando los cuerpos donde habían caído, la heterogénea banda se dirigió al campamento. El sol se ocultaría en el horizonte antes de una hora, y el plan de Faros requería una acción nocturna.

Antes ele que avistaran su destino tuvieron un encuentro con dos centinelas más. Los ogros que guardaban el campamento jamás habrían imaginado un asalto masivo de fugitivos. Su exceso de confianza era el mejor aliado de Faros. Probablemente, Sahd pensaría que habían huido cada uno por su lado.

Los últimos rayos del sol se habían ocultado cuando el grupo se reunió para el último reconocimiento del terreno. Delante de ellos, las antorchas señalaban tanto el perímetro del campamento como los guardianes apostados en los extremos. Continuamente se oían los silbidos de los merodracos.

—Atentos al gong —ordenó Faros—. Tenemos que actuar todos al mismo tiempo.

Aguardaron un rato en silencio, oyendo sólo su propia respiración y el rugido ocasional y distante de un centinela. Uno de los minotauros lanzó un bufido que le valió una mirada de reproche por parte de Faros.

Entones…, un ruido profundo y sordo retumbó por toda la zona.

Una hora después del anochecer, el sonido del gong comenzaba a abrirse paso entre la oscuridad. Todas las noches, los ogros tocaban el gong de bronce situado cerca de la cabaña de Sahd. Los minotauros no comprendían el significado, y más de uno sospechaba que ni siquiera sus captores conocían el porqué de la insistencia de Sahd para que se cumpliera el ritual. Faros pensaba que se trataría de una costumbre procedente de la época de los Grandes Ogros.

Aquella noche constituía la señal idónea para el ataque al campamento.

Actuando con gran nerviosismo. Faros y sus minotauros, unos doce más o menos, se reunieron alrededor de los pedruscos mellados. Los que no disponían de armas llevaban lascas o trozos de cadenas u otros instrumentos improvisados para hacer daño.

Dos ogros que llevaban unas lanzas con puntas de hierro se encontraban en aquel lado del perímetro acompañados de un merodraco monstruoso. Con la caída de la noche, el reptil se movía perezosamente, como narcotizado.

Casi había llegado hasta ellos el primer minotauro cuando el merodraco percibió su olor. El lagarto se detuvo, parpadeando, y luego silbó y arañó el suelo con las garras. El cuidador se giró con tiempo de dar un respingo al ver varias sombras que caían sobre él.

Algunos minotauros apedreaban al merodraco, mientras que tres de ellos —uno con espada y dos con dagas— se acercaron para ensartarlo buscando una zona desprotegida en su escamoso costado. Como no estaba acostumbrado a enfrentarse con una presa tan agresiva, el merodraco retrocedió hasta caer sobre su aterrado cuidador.

El otro ogro arrojó la lanza contra Faros, pero éste eludió el torpe ataque y cargó contra su enemigo, que era mucho más grande que él.

Cayeron de espaldas y las armas salieron despedidas. El minotauro pudo extraer una oxidada daga de su faldellín y, levantándola, hirió al centinela debajo de la gruesa mandíbula. La cuchilla se partió en dos por los espasmos del ogro antes de desplomarse.

Otro minotauro cogió la lanza y se dirigió al merodraco. Cuando Faros recuperaba la espada, oyó gritos por todo el campamento. Grom y los suyos se habían lanzado a su propia incursión para diseminar a los esbirros de Sahd en distintas direcciones, de modo que la partida conducida por Faros pudiera ir directamente al barracón de las provisiones.

El merodraco lanzó un silbido cuando el minotauro le hundió la lanza en el cuerpo jaspeado. Sus terribles coletazos estuvieron a punto de tirar a otros dos minotauros, hasta que el primero, liberando la lanza, volvió a herir a la criatura, esta vez mortalmente.

Vacilante, el reptil trató de huir, pero la sangre se le escapaba a chorros por un costado. Consiguió dar varios pasos rápidos antes de desplomarse, boqueando. Un profundo tajo de la espada de Faros había acabado con su vida.

—¡Aprisa! —ordenó Faros—. ¡Antes de que se organicen!

Su grupo de minotauros entró en el campamento minero. Faros condujo a varios hasta la cabaña, pasando por delante de las siniestras estacas de Sahd. Algunos de los esclavos liberados se sobresaltaron al ver las cabezas.

Todas estaban ocupadas.

Ni siquiera Faros había imaginado que la maldad de Sahd llegara tan lejos. ¿Es que pretendía matar a todos los minotauros que tenía en su poder?

Los minotauros se quedaron paralizados unos segundos preciosos. La mayor parte se dio cuenta de que su libertad les había costado la vida a las últimas víctimas.

En ese instante, antes de que Faros diera la orden de continuar, varios de sus seguidores, llenos de ira, comenzaron a derribar las estacas al suelo con su espantosa carga. Cada golpe era saludado con rugidos.

Por el este se oían gritos de distinta clase. Los esclavos llamaban, implorando, desde las empalizadas más próximas.

Sin dudarlo, tres de los luchadores de Faros se lanzaron en aquella dirección. Faros estaba a punto de ordenarles retroceder cuando apareció una banda de unos doce ogros aunados con mazas, lanzas y espadas. No disponía de muchos más recursos, así que gritó:

—¡Cogedlos!

Los de Faros se encontraron cara a cara con los ogros. Uno de los antiguos esclavos pereció inmediatamente ensartado por una lanza. Otro minotauro se lanzó al ataque, armado solo con una daga. El guardián luchó inútilmente por liberar su lanza, pero acabó por prescindir de ella y sacó el cuchillo. Sin darle tiempo a actuar, la usada cuchilla del esclavo le produjo un tremendo tajo en el vientre. El ogro cayó de rodillas, estremeciéndose. Una segunda cuchillada en la garganta acabó con él.

El golpe de una maza envió al ceniciento suelo al minotauro más próximo a Faros, con el cráneo hundido. Faros hirió en un costado al ogro culpable. Dos esclavos más le cortaron el paso y lo derribaron.

Había tres minotauros manipulando el cerrojo de la empalizada. Uno de ellos lanzó un grito al sentir la lanza que se le clavó entre los hombros. Los dos restantes rompieron el cerrojo, que cayó al suelo con estrépito.

Nada más abrirse la puerta aparecieron las figuras desaliñadas y cargadas de cadenas, que inmediatamente se unieron a los luchadores. Los atónitos ogros se vieron superados en número.

A pesar de los grilletes y de la falta de armas, los minotauros luchaban con tal ferocidad que pronto sometieron a los guardianes. Se desquitaban de los meses de miseria y agonía que habían pasado en sus manos, recibiendo golpes hasta caer al suelo sin sentido.

—¡Tú! —llamó Faros a uno de los minotauros—. ¡Tú y otros cuatro, venid conmigo!

El minotauro, encantado de cumplir la orden, comenzó a pedir voluntarios. En vez de cinco. Faros se encontró con más de doce.

En el sector oriental se produjo una explosión seguida de una llamarada que aumentaba rápidamente. Resonaban las voces ásperas de los ogros. Faros pensó que los seguidores de Grom habían prendido fuego a los barriles de aceite que los ogros tenían almacenados. En poco tiempo, el combustible se había extendido por toda la zona oriental del campamento.

Faros se detuvo en seco al ver salir de la oscuridad una babosa figura de reptil, seguida inmediatamente de una segunda y una tercera. Los merodracos parecían desorientados o temerosos. Y no llevaban la traílla.

Instantes después aparecieron varios ogros con antorchas para conducir a las bestias.

Casi todos los minotauros se batían en una rápida retirada.

Sin las riendas para dominarlos, los reptiles no hacían caso a sus cuidadores. Comenzaron a arrastrarse de un lado para otro. Los guardias les lanzaban rugidos, pero ni las órdenes ni las antorchas consiguieron nada. Uno de los merodracos se volvió para morder a un ogro cogido por sorpresa.

—¡Vosotros! —rugió Faros a dos minotauros que llevaban sendas lanzas—. ¡Abridme paso!

Los dos atacaron a uno de los reptiles, para separarlo de los demás. Aunque mordía las lanzas con su enorme mandíbula, el merodraco se vio obligado a retroceder.

Faros y los demás cargaron.

Los ogros, por su parte, tiraron las antorchas para blandir sus armas. Unos cuantos intentaron hacerse con los merodracos, pero en la confusión los reptiles no resultaban menos peligrosos para sus amos.

Un ogro vociferante ensartó a uno de los esclavos y lo arrojó contra una cabaña con tal fuerza que la estructura de piedra y madera se vino abajo. Otro, que blandía una maza, mantenía a raya a tres minotauros.

Los dos minotauros de las lanzas infligieron varias heridas a un merodraco, cuya sangre excitó a los otros monstruos. Uno de ellos atacó inmediatamente a la criatura sangrante, mientras que el tercero arremetía contra la maraña de ogros y minotauros.

Unas mandíbulas salvajes se aproximaron a pocos centímetros de Faros. Eludiendo una maza que se le venía encima, el minotauro cogió una de las antorchas que estaban en el suelo y la lanzó contra el hocico largo y grueso del reptil. Pero al hacerlo, sintió que lo agarraba uno de los guardianes.

Sin dudarlo un momento, Faros dio un rápido giro y arrojó las llamas al hirsuto rostro.

El ogro gritó, con la colmilluda boca abierta, al tiempo que soltaba al minotauro para sacudirse las llamas. El pecho le humeaba.

Faros lo remató con su espada. Luego se dio la vuelta para enfrentarse al merodraco, pero la criatura ya se encontraba rodeada por unos doce minotauros. Los astados se agrupaban como un enjambre en torno a la bestia sin dejar de hostigarla con hachas, mazas y cadenas.

Los otros dos merodracos se habían enzarzado en una pelea, pero los minotauros los rodearon también buscando un lugar por donde atacar.

A la luz de las antorchas, se veía correr por todo el campamento a las figuras astadas, muchas de las cuales pedían a gritos la sangre del capataz. La incursión se les había ido de las manos… Era una revuelta.

Los ogros, diseminados, trataban de reagruparse, pero eran muchos menos que los minotauros y, al contrario que en Vyrox, aquí no contaban con refuerzos que vinieran a rescatarlos.

—¡Encontradme a Sahd! —gritó Faros a los que le rodeaban—. ¡En-centradlo!

El sector este y el sur estaban en llamas, porque los libertos habían incendiado las empalizadas. En el centro del campo derribaron la alta estaca que sostenía el estandarte de Sahd, un trapo rojo con el dibujo de un cráneo aplastado. Los minotauros hicieron turnos para pisotearlo antes de hacerlo jirones.

Faros dirigió la vista a los cobertizos de las provisiones, que hasta ese momento habían estado solos, pero ahora se veía movimiento en la zona y, de pronto, una de las edificaciones estalló en llamas.

—¡No, condenados de vosotros! —gritó Faros—. ¡Deteneos!

Apareció la negra silueta de una figura enorme que sostenía una antorcha, y luego otras dos, estas últimas inclinadas porque cargaban con unos barriles cuyo contenido vertieron en el siguiente barracón.

Ogros.

Destruían sus provisiones… ¡Estaban locos! Mientras corría hacia ellos, Faros pensaba que debían de considerarse ya derrotados. Hasta que estuvo cerca no reconoció la voz de Sahd.

El capataz reprendía a sus estúpidos subalternos, echándoles en cara su lentitud. Los guardianes habrían preferido defenderse o, mejor incluso, huir de la matanza que se producía a su alrededor, pero aún temían la cólera de su jefe.

Uno de los ogros miró hacia donde estaba Faros. El sorprendido guardián ladró una advertencia que obligó a girarse a Sahd.

A la luz del campamento incendiado, el salvaje rostro de Sahd, con los dos agujeros abrasados que le quedaban por nariz, era una máscara aterradora. El látigo que tantas veces había restallado en Faros y en otros colgaba enrollado de su cintura, y llevaba una espada envainada al cinto. Al divisar a Faros, el rostro deformado se retorció en una sonrisa grotesca.

Indiferente a la muerte y la destrucción que lo rodeaban, Sahd se dirigió hacia Faros casi con caima, con una enloquecida mirada de soslayo.

Los recuerdos acudieron a la cabeza de Faros…, recuerdos de otro vigilante sádico en los tiempos de Vyrox. El cerdo de Paug era un hermano espiritual de Sahd y, como el ogro, inspiraba temor a todos los que trabajaban sin descanso para él. Paug había asesinado a Ulthar, el único amigo verdadero que Faros tuvo en Vyrox. A él mismo había tratado de matarlo tres veces.

Pero al final… fue Paug quien murió a manos de Faros.

Sahd era un Paug reencarnado, pero mil veces peor.

Faros devolvió la sonrisa a su torturador mientras preparaba la espada.

Repentinamente, Sahd le lanzó la antorcha. Faros desvió de un golpe la tea en llamas, pero ese momento de distracción bastó para que el repugnante ogro sacara su enorme espada de filo ancho y arremetiera contra él.

Faros consiguió levantar la espada a tiempo. El choque de las armas resonó por todo el campamento. Sahd estaba encima de Faros, sonriendo con su dentadura amarillenta y llena de restos de comida. Sólo su aliento pútrido habría bastado para acabar con un adversario.

—¡Te conozco, Uruv Suuuurt! —resopló malignamente—. Te pegué mucho, sí. Vienes por más, ¿verdad?

Haciendo acopio de fuerzas. Faros se zafó con un empujón de su rival, mucho más grande que él, y lo hizo retroceder hasta los barracones incendiados.

El ogro se detuvo hundiendo su pie enorme y calloso, de largas uñas, al tiempo que alargaba la mano libre buscando la garganta de Faros.

Faros se echó hacia atrás bruscamente, dando un salto. Sahd se tambaleó hacia adelante, pero en seguida recuperó el equilibrio y le lanzó una estocada que estuvo a punto de herirlo.

Uno de los guardianes, dispuesto a intervenir, fue a saltar cuando oyó un grito y, mirando por encima del hombro, rugió algo a un tercer ogro; luego, ambos echaron a correr sin preocuparse por Sahd.

De nuevo entrechocaban las desgastadas cuchillas. La de Faros quedó mellada y le saltó una esquirla al rostro. El afilado acero le cortó la piel debajo del ojo izquierdo. La herida comenzó a sangrar.

Sahd volvía al ataque, y esta vez le acertó debajo de las costillas. El segundo corte también sangraba.

Entre gruñidos y maldiciones, Faros retrocedió…, tropezó con la antorcha que Sahd le había arrojado y perdió pie.

El capataz de los ogros se acercó corriendo y se puso a dar vueltas alegremente a su alrededor.

—Pongo cabeza en una estaca, Uruv Suuuurrrt. Pongo sonrisa en tu rostro y tus amigos dan vueltas alrededor.

Levantó las manos por encima de la cabeza para blandir la espada, pero Faros se hizo a un lado. La cuchilla se enterró a un milímetro de su cuello. El minotauro rodó lanzando paladas a las piernas del ogro.

Al verlo caer, Sahd se echó a reír como un poseso, pero ahora había perdido la espada, momento que Faros aprovechó para agarrarlo. Rodaron una y otra vez, primero el ogro encima, con su terrible peso; luego, Faros; luego, el ogro de nuevo.

Cerca, uno de los barriles abandonados por los guardianes se prendió fuego y explotó. La sacudida del suelo los separó. Faros escarbaba el suelo buscando una de las espadas.

Unas uñas le arañaron la espalda —no, no uñas sino garfios afilados—, y la risa de Sahd volvió a martillear en su cabeza.

Un ligero siseo detrás de él, y de nuevo los horrendos arañazos en la piel y el pelaje. Se alejó arrastrándose.

—Éste muerde fuerte, ¿verdad? —jadeaba, a sus espaldas, Sahd, cuya silueta, látigo en mano, adquiría un brillo siniestro a la luz del fuego.

Con los ojos llenos de lágrimas por el dolor. Faros giró sobre su espalda ensangrentada y el capataz se detuvo junto a él. Sahd preparaba otro trallazo.

Los desesperados dedos del minotauro asieron un filo metálico. Retorciéndose en el suelo, descubrió, junto a su mano, la empuñadura de una espada tirada en el fango.

Un nuevo latigazo de Sahd le destrozó uno de los muslos desnudos.

—No piel ni pelaje, Uruv Suuuurrrt —se mofó—. Sólo sangre…

Pero Faros ya no oía al capataz de los ogros. Como había aprendido para sobrevivir en aquel lugar, estaba concentrado en sí mismo. Sin embargo, esta vez la finalidad era distinta; no buscaba solaz u olvido, sino hacer acopio de fuerza y de paciencia.

La última vez que se cernieron sobre él las garras metálicas, consiguió agarrar tres de ellas, lo que disminuyó el dolor, a pesar de que las restantes le golpearon en el brazo y en un costado. Faros tiraba del látigo con la misma fuerza con que Sahd defendía su arma preferida.

Cada cual tiraba de una punta. Faros agarró el látigo con la otra mano y lo atrajo sin dejar de mirar a los ojos llenos de rabia de su torturador.

De improviso, Sahd soltó su extremo del látigo y se inclinó a un lado, escarbando, para buscar la otra espada.

Pero Faros hizo algo no menos imprevisto…: lanzó el látigo.

En el momento en que Sahd recuperaba su espada, soltó un aullido; las garras de su propia herramienta se le clavaban en la mano y la muñeca. El capataz rugía mientras Faros hacía restallar una y otra vez el látigo.

Un líquido negro comenzaba a fluir por el costado derecho del ogro, cuya respiración se hacía más pesada. Como hipnotizado, Faros seguía a la desfigurada figura, retorcida en el suelo, sin dejar de golpearla con el que había sido su propio látigo.

Pero las heridas no habían acabado con el ogro, ni siquiera lo habían obligado a soltar la espada. Consiguió esquivar un latigazo y, rodando, se puso en pie, sin dejar de parpadear por la sangre que le caía de la frente. Tenía la misma sonrisa de siempre, ni más ni menos espantosa y demente.

Faros lo rodeó, chasqueando el látigo.

Con la espada delante de él, Sahd volvió a sorprenderlo… corriendo de repente hacia la cabaña más próxima. Faros salió tras él, pero sólo tuvo tiempo de verlo desaparecer entre las edificaciones.

A pesar de sus numerosas heridas, el ogro no había perdido ni las fuerzas ni la rabia.

Después de rodear una tercera, una cuarta cabaña Faros dio alcance a un Sahd que, al parecer, lo veía y lo estaba esperando. Nada más volver una esquina, el ogro lo embistió con la espada. Tuvo tiempo de agacharse y de blandir el látigo para enrollarlo en la muñeca del ogro. El capataz soltó el arma.

Sahd le lanzó una patada al abdomen que le hizo soltar el látigo. El ogro se abalanzó contra él y, agarrándolo por el hocico, intentó abrírselo para desgarrarle las mandíbulas.

¡Hitaka i’fhan, Uruv Suuuurrrt! —gritó Sahd.

Faros cayó de rodillas, con Sahd encima, que no dejaba de abrirle la quijada. El terrible dolor no le impidió luchar para zafarse de la garra.

El ogro reía de nuevo. Faros consiguió deslizar la mano para buscar la espada; cuando la encontró, dio un tajo hacia arriba.

Halló cierta resistencia al empujarla y oyó el gruñido de Sahd. El ogro soltó la quijada.

Faros resistió. Sahd dio un tirón y la espada salió por los aíres con un sonido de succión.

Jadeando, Faros miró a su rival, que se tambaleaba, con una de sus carnosas manos en el estómago, por donde arrojaba sangre e intestinos.

Faros contempló cómo se doblaba de dolor, al tiempo que intentaba taponar la herida profunda y enorme. Ya en el suelo, intentó levantarse pero vaciló hasta raer de rodillas.

Sin el menor sentimiento, Faros se aproximó lentamente a su ahombrado enemigo, tomó la espada y la levantó.

El monstruoso rostro se alzó, con la boca macabra retorcida en una sonrisa espantosa o una expresión de ruego…, quién sabe cuál de las dos.

Trazando un arco perfecto, Faros lo decapitó.

La cabeza rodó unos cuantos metros antes de detenerse con el rostro hacia arriba y la maligna expresión intacta. Segundos después, el enorme tronco se desplomó.

El minotauro contempló su venganza con un bufido, temeroso de que Sahd volviera a levantarse para seguir torturándolo. Pero ni siquiera él habría podido en tales condiciones, y al fin Faros bajó el brazo y agarró la cabeza ensangrentada y llena de sudor y de polvo por las greñas.

Con la espada chorreando en la otra mano, atravesó lo que quedaba del campamento minero y comprobó con indiferencia que las figuras vivas que tenía delante eran todas de su especie. Por todo el campamento se esparcían los cadáveres de ogros horriblemente destripados y mutilados. Nadie podría negar que los esclavos habían hecho justicia.

También había muchos cadáveres de minotauros, pero a Faros no le parecieron demasiados. De no haber muerto en su desesperada fuga los habría destruido la espantosa vida de las minas.

Sin embargo, la violencia no había terminado. Los esclavos minotauros empleaban las lanzas y las espadas para dar cuenta de los merodracos que aún estaban en sus rediles. Las salvajes criaturas silbaban y se debatían a mordiscos para liberarse del encierro, pero al salir, por todas partes encontraban la venganza de los esclavos liberados. Uno a uno, cayeron los sabuesos escamosos de los ogros.

Por fin, Grom y algunos más encontraron a su jefe caminando entre la carnicería con su repugnante presa en la mano. Parecía aturdido, marcado por heridas y golpes de poca importancia, pero a salvo.

—¡Faros! ¡Gracias a Sargas! ¡Pensábamos que habías muerto!

—Pues no. ¿Os habéis ocupado de los demás ogros?

—¡Eso parece! Muchos de los nuestros están ahora junto al de los Grandes Cuernos, pero al menos han abandonado este mundo como guerreros, no como esclavos. —El rostro de Grom brilló al bajar la vista y reconocer la cabeza ensangrentada que Faros llevaba en la mano.

—¡Por el dios de la venganza! —gritó Grom—. ¡Sahd ha muerto! —Se volvió para mirar a los demás—. ¿Lo veis? ¡Agradecédselo a Sargas, porque ha acabado con la bestia! ¡Sahd ha muerto! ¡Faros ha matado a Sahd!

Gritos de alivio y de victoria resonaron por el campamento en ruinas a medida que se corría la voz, repitiendo los nombres de Sahd y de su vengador. Los minotauros llegaban en todas las direcciones para ver la prueba irrefutable, para cerciorarse de que el demonio de sus pesadillas estaba muerto… y para rendir homenaje a aquel que había propinado el golpe mortal.

A pesar de sus padecimientos, incluida su épica batalla, los minotauros hicieron acopio de fuerzas para gritar de alegría.

—¡Salve, Faros! —gritó Grom—. ¡Salve, Faros!

Los otros se unieron a él.

—¡Salve, Faros!

La adulación no significaba nada para el minotauro, que los contemplaba como si no los viera.

—¡Al menos podremos regresar a casa! —gritó uno de ellos.

Al oírlo, la mirada de Faros se hizo más penetrante. Buscó al que había hablado, empujando a sus nuevos y entusiasmados seguidores.

—¡No! —tronó.

Se hizo un silencio repentino en el campamento. Los minotauros contemplaban a su héroe con aire incrédulo.

—¡Necios! —gritó, girando en círculo para dirigirse a todos—. ¿Volver a casa? ¿Habéis olvidado por qué estamos aquí? ¿No os acordáis de lo que nos ha hecho el imperio? ¿Sabéis lo que haría con nosotros si regresáramos?

Varios minotauros cayeron de rodillas al oír sus palabras. Algunos rompieron en sollozos, porque sabían que tenía razón. Estaban condenados a buscar la supervivencia lejos de su amada patria.

Por otra parte, eran en su mayoría sirvientes y aliados de los clanes erradicados por Hotak, el usurpador. Sus propios linajes habían desaparecido. El que se sentaba en el trono los había regalado a los ogros, sus sempiternos enemigos. Si regresaban, serían ejecutados o enviados de nuevo, en calidad de esclavos, a un campamento regido por ogros o por minotauros.

Grom asintió con un gesto solemne para respaldar las palabras de Faros. Valun, que se había acercado a rodearlos con sus armas, gritó:

—¡Faros tiene razón!

Una prisionera de cejas anchas tragó saliva antes de preguntar:

—Pero ¿a dónde iremos? ¿Qué podemos hacer?

En respuesta, Faros le arrojó la cabeza de Sahd, que rodó por el polvo negro. Los minotauros retrocedieron, temerosos aún del ogro. Sin embargo, parecía que las llamas del campo calcinado danzaban celebrando su muerte.

—Vamos al sur.

Grom resopló, con los ojos muy abiertos, al tiempo que dibujaba el signo del pájaro de Sargonnas.

—¿Al sur? ¡Por el Hacha de Argón, eso equivale a adentrarnos en Kern!

—En efecto.

—Pero… —Grom cerró la boca. Un momento después, inclinaba los cuernos en señal de deferencia—. Sí tú lo decides así, yo te seguiré.

—Y yo —dijo Valun imitando a su amigo.

Hubo murmullos entre los restantes esclavos. Luego, uno a uno, inclinaron también los cuernos.

Faros no demostraba ninguna emoción.

—Asignad centinelas. Que los demás coman y duerman. Saldremos con las primeras luces. Allí a donde vamos habrá poca comida y poca agua.

«Y muerte», añadió para sus adentros. Ante la idea de matar más ogros, le hervía la sangre.

—Los que no quieran venir, pueden regresar a casa, si desean intentarlo.

Y dicho esto, se volvió bruscamente para pasar la noche en la cabaña que había pertenecido a Sahd.