NOTICIAS ACIAGAS
Los tenía. Por fin. Tenía a los rebeldes.
Bastion rugió de impaciencia, golpeando una y otra vez la borda con el puño para que el barco navegara más aprisa. Tras varios días de persecución, el escurridizo enemigo era suyo.
Aunque no habían encontrado ni rastro de Petarka, la isla se hallaba con toda seguridad entre la extensa niebla de la que habían surgido las naves rebeldes. Pero lo investigarían luego: lo importante ahora era acabar con la rebelión para siempre.
—¡Hoy vamos a tener buena pesca! —mugió el capitán Magraf, haciendo tintinear sus aros de oro—. ¡No podrán eludir al Escudo de Donag ni a sus magníficos hermanos en estas agua turbulentas!
El buque imperial, de poco calado, saltaba con tal suavidad las impetuosas olas del Courrain que parecía volar. Elegantemente diseñado para recibir la fuerza del viento, el Escudo de Donag constituía un orgulloso ejemplo del nuevo tipo de buque que el emperador exigía para el proyectado rearme. Su proa larga y afilada surcaba las aguas.
A bordo del Escudo nadie prestaba atención a los truenos del cielo encapotado de negro. No habría tormenta capaz de apartarlos de su presa.
—¡Listas las catapultas! —gritó el capitán. Aún se hallaban fuera de tiro, pero los buques imperiales acortaban rápidamente la distancia y la batalla estaba cada vez más cerca.
Uno de los imperiales se precipitó. Bastion oyó un crujido, y luego, un enorme proyectil redondo que volaba en dirección a los rebeldes.
Fue a parar cerca del blanco, formando una ola de agua que se estrelló sin causar daños contra la cubierta. Los que estaban a bordo del Escudo de Donag celebraron a gritos el tiro prematuro, que al menos iba bien dirigido. —Ya no están lejos, mi señor— prometió Magraf. —Cubriremos la distancia en unos minutos y entonces podremos comenzar el bombardeo pesado.
Bastion asintió.
—Recuérdelo, capitán, cuando ellos estén a tiro, también lo estaremos nosotros…, y el general Rahm no desaprovechará la ocasión, podemos estar seguros —advirtió.
Las naves rebeldes se movían despacio. Los imperiales corrían hacia ellas, surcando las olas sin esfuerzo.
—¡No podremos eludir los nuevos barcos! —rezongó solemnemente el capitán Botanos—. ¡Hay que presentar cara y luchar, general!
Rahm, que sólo tenía un oído bueno, se inclinó visiblemente al responder.
—¡Envía una señal a los otros! ¡Dos estandartes rojos y uno verde!
—¡A la orden!
Rápidamente, los largos estandartes comenzaron a ondear en lo alto de la nave capitana para avisar a sus compañeras rebeldes.
Casi al mismo tiempo, la flota rebelde viró en redondo para encarar al enemigo. No obstante, maniobraban siguiendo el plan de Rahm, trazando un círculo para alinearse en dos convoyes desiguales y alternativos.
El Cresta de dragón se situó en cabeza. Rahm observaba a los imperiales buscando el que llevaba a Bastion.
No tardó mucho en avistar el estandarte del corcel negro de guerra ondeando sobre el verde dragón de los mares a la cabeza de la flota.
—¡Ballesta cargada y preparada para disparar! —gritó un tripulante al capitán Butanos.
Los bandos contendientes se acercaron. Las tripulaciones de las capitanas maniobraban las velas y aprestaban el armamento.
—¿Qué ocurriría si los imperiales golpean primero? —preguntó Jubal con su voz rasposa.
—Ahora que nos consideran atrapados, tendrán paciencia —replicó el general Rahm—. No quieren fallar más tiros, por eso atacarán con toda la capacidad de su arsenal. Eso espero. —Se volvió al capitán—. ¡Sólo bandera roja, Botanos! ¡Sólo bandera roja!
—¡Ya sube! —Un solo estandarte rojo ondeó, retador, al viento.
Los rebeldes soltaron las catapultas.
Se oyó el ruido de los gigantescos pedruscos que cruzaban el aire en dirección a la flota imperial. Muchos cayeron antes, pero unos cuantos volaban en busca de sus objetivos.
Al caer el primero, los buques dotados de ballestas respondieron con una andanada. Los tripulantes tensaron las armas y volvieron a disparar. El aire se llenó de largas lanzas de metal, que, si bien no ascendían tanto como las piedras, se movían con mayor rapidez, con mayor fuerza, y eso era lo importante.
No menos de tres proyectiles dieron en el blanco. Uno de ellos desgarró la gavia de un imperial y envió una lluvia de lona, cordaje y madera sobre la tripulación. Otro se estrelló contra el casco de un segundo buque, con un golpe certero por encima de la línea de flotación. El barco dio una violenta sacudida que lanzó a un marinero por encima de la borda.
El tercer tiro fue mejor o más afortunado, porque acertó en la cubierta y en la base del palo mayor de uno de los imperiales. Con un fuerte crujido, el mástil se inclinó sobre la popa con los cordajes agitándose al aire. El vigía cayó al vacío. Otros dos miembros de la tripulación quedaron enterrados debajo de una vela desgarrada.
La ballesta que disparaba las lanzas resultó aún más mortífera. Tres alcanzaron la nave ya golpeada por la roca, lo que hizo temblar el casco roto, que dio unas violentas cabezadas. El agua entró en abundancia, obligándolo a escorarse. Marineros y soldados salieron despedidos por la borda.
Otras naves habían sufrido destrozos ocasionados por las lanzas de metal disparadas al aire. Las velas y los aparejos rotos se desplomaron sobre las cubiertas atestadas de marineros. En el buque más próximo al de Bastion yacían por todas partes los cuerpos sin vida, como notó Rahm sin experimentar piedad.
En cuanto al buque insignia, el blanco principal del Cresta de dragón, llevaba dos lanzas clavadas en el casco y una tercera casi enterrada en la cubierta, cerca de la proa. Una de las velas presentaba un enorme desgarro, que se agrandó cuando la galera recobró la estabilidad.
Entonces, respondieron las catapultas del enemigo.
Algunas calcularon mal la distancia, pero otras se estrellaron violentamente contra el blanco.
En ese momento, sin embargo, arreció el viento de tormenta y, entre aullidos, comenzó a agitar las ya de por sí procelosas aguas del Courrain. Muchos proyectiles enemigos fallaron el blanco a causa del cambio en la dirección del viento, de tal modo que la mayoría cayeron al océano sin causar daños.
Poro los rebeldes tampoco salieron indemnes. Una de las proas había desaparecido por completo bajo el tremendo impacto de un pedrusco, llenándolo lodo de astillas. La tripulación gritaba, herida por los restos que caían sobre ella. El palo mayor de otro barco rebelde se precipitó al mar, partido por la mitad. Otros dos cascos resultaron dañados al recibir el choque de las enormes piedras En el Cresta de dragón ondeaba ahora un estandarte azul.
Una vez rebasado el flanco enemigo, las naves rebeldes, muy diezmadas, surgieron de nuevo para aproximarse a sus rivales. La táctica de Rahm podría parecer suicida, a no ser que las catapultas imperiales fallaran sus objetivos, pero las naves rebeldes estaban aleccionadas. Los hábiles tripulantes mantenían las ballestas prontas y bajas, con el fin de rociar los cascos y las cubiertas del enemigo A pesar de su superioridad, los cazadores habían resultado cazados.
Bastion lanzó una maldición. Todos seguían menospreciando la audacia del general Rahm Es-Hestos. Los asesinos de Hotak no pudieron acabar con él durante la noche sangrienta. El emperador contaba con que el comandante renegado de la Guardia Imperial de Chot huiría a Mithas, pero, en realidad, Rahm regresó a la capital con la intención de matar al propio Hotak y a punto estuvo de conseguirlo. Incluso los espías fantasmales de lady Nephera le habían perdido la pista. Ardnor y sus Defensores desperdiciaron la ocasión de arrestarlo tras el abortado atentado. Mientras tanto, aquel desastre había costado la vida a Kolot, el hermano menor de Bastion.
Ahora, también él se daba cuenta de su equivocación. Esperaba que Rahm se defendiera al verse acorralado, pero no de aquel modo imprevisible. La providencia ayudaba al comandante rebelde, porque aquel viento extraño lo había salvado de un ataque devastador, que habría resultado diez veces más peligroso para su flota.
Las naves rebeldes se movían hacía los imperiales, lo que inutilizaba su arma más poderosa: la catapulta. Sin embargo, Bastion también sabía improvisar soluciones poco ortodoxas. Ordenó al capitán Magraf que se alejara, virando, de las dos líneas de barcos rebeldes, dispuesto a dar la impresión de desorden y retirada.
Pero hubo dos buques que no oyeron la orden a tiempo y se toparon, para su desgracia, con una pequeña nave rebelde.
La primera andanada de la ballesta rebelde dio en los confiados barcos imperiales, que se rajaron de proa a popa. Las lanzas perforaban la madera de los cascos y partían las abarrotadas cubiertas. Aparejos y cuerpos volaban por los aires. El mástil de popa cayó al océano arrastrando consigo todo el cordaje.
—¡Esos idiotas! ¡El Vástago del Maelstlrom se ha hundido —gruñía Magraf—, y el León del océano no ha salido mejor parado!
Mientras hablaba, la nave comandada por el general Rahm progresaba rápidamente, acortando la distancia.
Bastion se inclinó sobre la borda.
—¡Es el barco de Rahm! Aquí somos vulnerables. ¡Adelante, capitán! ¡Aprisa! ¡Aprisa!
Magraf ya había dado la orden. Su característica rapidez de pensamiento fue probablemente lo único que salvó el buque. Aun así, las numerosas lanzas disparadas por la ballesta del Cresta arrancaron un buen trozo de la borda de popa y mandaron tres tripulantes al agua. Otros marineros gritaban a causa de las heridas, mientras que los trozos del barco, incluida una gran parte de la borda que Bastion acababa de abandonar, llovían sobre la cubierta.
Armados con largos arcos, los arqueros del Escudo de Donag intentaron desquitarse, pero los tripulantes rebeldes se agacharon para negarles la posibilidad. Uno de los arqueros disparó un tiro afortunado que hirió a un miembro de la tripulación, pero considerando la destrucción ocasionada por los rebeldes, se podía decir que Rahm había tomado la delantera.
—Hay que rodear aquel buque, capitán. Avisad al Hacha de Belar. Preparad otra andanada, si la necesitáis, pero atraedlos con algún señuelo.
Las olas eran cada vez más altas, y en el cielo retumbaban los truenos. Los rayos atravesaban las nubes oscuras.
—No tenemos otra posibilidad. Hay que detenerse y resistir. ¡Si huyen, no volveremos a encontrarlos con esta tormenta! —gritó Bastion.
—Actuaremos con cautela, mi señor —replicó Magraf, que estaba sangrando. Ansiaba añadir otro aro a su oreja—. ¡No lo dudéis! Lo importante es mantenerse alerta a sus dentelladas.
En ese momento se precipitó al mar un rayo, cerca de un imperial, causando una extraña explosión de agua sibilante. Bastion levantó la vista al cielo tempestuoso. ¿Conspiraban contra él los propios elementos? ¿De qué extraña magia disponía Rahm?
La moral de los rebeldes estaba muy alta. Era como si el océano turbulento y el cielo encolerizado se hubieran aliado con ellos en la lucha contra la armada imperial.
—¡Si arrecia la tormenta, nos dará oportunidad de huir! —vociferaba Rahm a Jubal. No existía nada más importante que la continuidad de la iniciativa rebelde. Los diezmados minotauros harían mejor en retirarse que en quedarse a luchar y quizá a morir.
La flota imperial se reagrupaba de un modo muy curioso, emparejando los buques para virar en círculo. El general Rahm estudiaba sus movimientos. Bastion no era un novato; algo se guardaba en la manga para impedirles una huida fácil.
—¿Entonces, volvemos a abrir fuego sobre su buque insignia?
—¡Hacedlo!
El Cresta de dragón obedeció inmediatamente. El Escudo de Donag se había apartado un poco, pero dos lanzas rebeldes penetraron en el casco.
Otros imperiales se acercaban al Cresta de dragón. Demasiado tarde, como vio Rahm, los barcos de Bastion abandonaban otras posibilidades para agruparse a su alrededor.
De nuevo brilló un rayo…, que está vez prendió fuego a uno de los palos de un buque enemigo y envió al vigía a las turbulentas aguas. La lluvia torrencial impedía la visibilidad.
Además del buque insignia, otros cuatro imperiales rodeaban ya al Cresta de dragón. La tripulación cargó de nuevo la ballesta a toda prisa.
Volviéndose a contemplar el final de la flota rebelde, Rahm gritó entre el viento y la lluvia:
—¡Adelante, condenados! ¡Ya sabéis lo que hay que hacer! ¡Adelante!
Como si de pronto le hubieran oído, una de las naves comenzó a girar, seguida rápidamente de otra y de otra.
Dos más viraron para alejarse, y las restantes imitaron la maniobra. Las rebeldes de la retaguardia estaban mal equipadas para la lucha a poca distancia, por eso fueron las primeras en escabullirse bajo el manto protector de la atmósfera oscura y caótica.
Al principio, la retirada pasó inadvertida, pero luego salieron tras ellos dos buques, batallando contra el viento, la lluvia y el oleaje. Aunque los rebeldes aún no habían desaparecido de su vista, el viento golpeó de un modo imprevisto a los imperiales y los obligó a retroceder.
—Bueno, la mayor parte ya ha huido —dijo Jubal con una sonrisa melancólica. Alzó el hacha—. ¿Nos batiremos cuerpo a cuerpo con el enemigo?
—Eso depende, gobernador —replicó Rahm, y dirigiéndose al capitán Botanos, preguntó—: ¿Están listos los barriles?
—¡Más o menos! La cercanía nos favorece a nosotros tanto como a ellos, ya lo sabéis —advirtió el marinero.
—Entonces, será mejor arrastrarlos con nosotros al Abismo que morir en un intento fracasado. —El general señaló el buque insignia de los imperiales—. Sobre todo si destruimos aquel de allí…
Bastion vio alejarse a las otras naves rebeldes, pero no tenía ni posibilidad ni intención de salir tras ellas. El navío del general Rahm, el infausto Cresta de dragón, estaba al alcance de su mano. Conquistarlo sería todo un hito, especialmente si capturaba vivo al general traidor para exhibirlo en Nethosak, ante la muchedumbre. Aquello consolidaría sin duda la gloria de su padre.
—Si les concedemos distancia, podremos disparar la catapulta —sugirió Magraf.
—Si les damos distancia, huirán y jamás los encontraremos en esta oscuridad. ¡Nada de oportunidades! ¡No sabemos qué trampas o qué conjuros guarda Rahm en la manga!
Agitado por la tormenta, el Courrain continuaba castigando a los imperiales con más fuerza que a los rebeldes. Bastion no acababa de creer los rumores que hablaban de los mágicos recursos que extraía Rahm de una fuente desconocida. En realidad, el comandante rebelde conseguía éxitos tan insólitos como inexplicables, pero él era un guerrero astuto y razonable… y, por otra parte, ¿qué hechicería era capaz de dominar los elementos?
El hijo de Hotak estudió la alineación de la flota contraria.
—Dejemos que continúen encajonándose, capitán; luego, cuando se debatan, acorralados, nos aproximaremos para abordarlos.
—¿Y su ballesta?
—¿Cuántos tiros cercanos aguantaría el Escudo de Donag?
Magraf resopló.
—Mejor los cercanos que los traseros. El peor daño sería la desmoralización. Perderemos varios hombres, y puede que nos vayamos a pique, pero capturaremos la presa.
Bastion asintió.
—Entonces, ¡adelante!
El capitán se fue a dar las órdenes, mientras que el hijo de Hotak intentaba ver a través de la lluvia, preguntándose si Rahm intentaría escurrirse para eludir la trampa.
Uno de los barcos rebeldes estaba en llamas; otro había perdido las velas. A lo lejos se veía uno que había sufrido un abordaje. De los que estaban cerca, no podía asegurar nada. Las olas feroces y el viento se mezclaban con la lluvia para oscurecer su visión.
—Creo que por fin te tengo, general Rahm —mugió el negro minotauro.
Los arqueros nada podían hacer con aquel viento salvaje, pero el Escudo de Donag pronto estaría en condiciones de echar los cabos de abordaje. Bastion intentaba descubrir maniobras de preparación entre los rebeldes de Rahm. Algunos maniobraban aún la ballesta dispuestos a un golpe final.
De pronto, un ruido atiesó las orejas de Bastion, que se inclinó hacia adelante. Los tripulantes de la ballesta intentaban sujetar a unas jabalinas de casi tres metros de largo algo que jamás había visto utilizar como arma.
¿Barriles pequeños?
—¡Capitán Magraf! ¡Alto! Huyamos ahora mismo.
La tormenta ahogaba sus palabras. Bastion irrumpió entre la tripulación para gritar al capitán.
—¡Magraf!
El hirsuto marinero se volvió, sorprendido, con los aretes de las orejas tintineando locamente.
—¿Sí. mi señor?
—¡Poned en marcha el Escudo! ¡De prisa! Es…
Se oyó el estruendo de algo que parecía un trueno pero no lo era.
Bastion miró por encima de su hombro, entrecerrando los ojos.
Una explosión que destruyó el lado de babor del Escudo de Donag arrojó al heredero de Hotak a la cubierta. Oyó un bramido de rabia procedente del capitán, luego, los escombros —trozos de borda, maderos, piezas sueltas— que llovieron sobre el barco hirieron a los marineros y estuvieron a punto de acabar con él.
Oía los gritos de dolor. Al arrastrarse de rodillas sintió un calor en la espalda.
La cubierta estaba en llamas. El olor a aceite quemado impregnaba la atmósfera. El general Rahm era aficionado a las explosiones, Bastion lo recordó con toda claridad. Era evidente que había llenado un barril de aceite con alguna suerte de mecha para atarlo a sus lanzaderas. Y lo había conseguido. Ni siquiera aquel tiempo abominable había evitado la propagación de las llamas.
—La suerte es tu compañera de armas, general —murmuró el aturdido minotauro. Si él hubiera hecho lo mismo, tuvo la tentación de pensar, la lluvia habría empapado la mecha o el barril no habría salido disparado y probablemente le habría caído en la cabeza. Rahm era un zorro viejo y escurridizo.
Los tripulantes corrían de un lado para otro tratando de apagar las llamas. La tormenta colaboraba, pero el aceite se había vertido y era difícil de controlar. En medio de aquel caos, vio al menos tres cuerpos de minotauros muertos.
Y entonces, entre las llamas y la lluvia. Bastion percibió la huida del Cresta de dragón, que adelantaba al baqueteado buque insignia. Un tercer imperial, que podría haberlos perseguido, se acercaba al navío de Bastion para cerciorarse de que el heredero del emperador estaba sano y salvo.
Gracias a su interés, Rahm acababa de eludir el hacha.
Con la mirada llena de frustración, Bastion luchó por abrirse paso.
—¡Capitán Magraf! ¡La catapulta! Está aún…
Pero buscaba en vano, porque no quedaba rastro de Magraf. El Escudo de Donag había perdido a su valiente comandante.
No tenía a quien dirigirse. El hijo de Hotak se arrastró hacia la zona destruida, en dirección a la catapulta.
La encontró sola, ya que los marineros habían muerto o ayudaban a sus compañeros. Aunque estaba preparada para el lanzamiento, apuntaba en dirección contraria y se le habían enredado los cordajes abrasados.
Mientras intentaba tirar de las cuerdas, echó una ojeada al Cresta de dragón. A pesar de la tormenta, surcaba las aguas con relativa facilidad, retirándose a toda prisa. Pronto estaría fuera del alcance de la catapulta. Una vez más, el general Rahm lo había derrotado.
Y esta vez la desgracia para el trono era culpa suya, porque había perdido la última oportunidad.
Luchó con el cordaje, rodeado de un calor que levantaba ampollas. Por fin, liberó las cuerdas y manejó el mecanismo con la intención de colocar la catapulta frente a la nave enemiga.
Y el Cresta de dragón continuaba alejándose de su alcance…
Cuando el Cresta dejó atrás el buque insignia en llamas, Jubal rugió de contento. Otros a bordo del navío, entre ellos el capitán Botanos, levantaban sus armas alegremente para mostrárselas a los imperiales. Era cierto, habían sufrido un espantoso número de bajas, pero la derrota se había transformado en victoria. Habían engañado al heredero del usurpador, que hasta podría estar muerto.
Sujetándose al mástil, Rahm respiró profundamente.
—Hemos sobrevivido para otro combate…
—Mucho mejor —gritó el capitán Botanos—. ¡El usurpador no podrá olvidar el día de hoy!
—Puede ser…
—¡Mirad! —gritó alguien.
Todos, incluido el general, levantaron la vista al cielo y contemplaron algo que paralizó de terror sus semblantes.
Una luna que se abrió paso entre la tormenta iluminó el sorprendente panorama que veía Rahm.
Al estrellarse contra la cubierta el enorme proyectil, la nave se tambaleó y comenzó a arrojar maderos rotos, barriles y restos por todas partes. Se oían gritos. Rahm perdió píe y cayó de espaldas.
Sintió un dolor intenso que estuvo a punto de hacerle perder el sentido. Palpándose, se descubrió un agujero húmedo y viscoso en el pecho, debajo de las costillas…, y una astilla de unos cincuenta centímetros, procedente de un madero, profundamente clavada en la herida que sangraba en abundancia.
Al apartar los temblorosos dedos, el general, consternado, se miró la mano empapada en sangre.
—¡Rahm! ¡Rahm!
El general alcanzó a ver con los ojos llenos de agua una figura que al principio confundió con el fallecido emperador Chot.
—¡Perdonadme, señor! ¡Y-yo os he decep… cionado!
—¡Rahm! ¡Condenado! ¡Soy yo! ¡Jubal!
—¿Jubal? ¿Jubal…, estamos en…? ¿E-es el Cresta… es…?
—¡El barco no se ha perdido! ¡La tormenta nos favorece, y los imperiales están entretenidos intentando salvar a los que quedan a bordo del buque insignia! Lo único que ha ocurrido es que el Escudo de Donag ha disparado un último tiro con buena suerte.
—B-bien.
Los demás se agruparon en torno al gobernador, pero ya comenzaban a desdibujarse, como si fueran sombras. Aun así, Rahm reconoció a varios.
—Mogra…, Dorn…
Jubal se inclinó sobre él.
—¡Rahm! ¡Maldito seáis! ¡No me abandonéis!
El herido jefe rebelde expulsó sangre al toser. Todo su cuerpo se estremecía de dolor.
—Perdona…, perdonadme todos porque he fracasado. Jubal…, tú y los demás…
El canoso minotauro resopló con ferocidad y levantó la cabeza para decir con su voz rasposa:
—¿Dónde está el condenado médico cuando se le necesita?
Jadeando, el sangrante Rahm se agarró al grueso brazo de Jubal.
—Gobernador…, no podemos…
Pero fueron sus últimas palabras. Con los ojos abiertos, movió la boca, y cuando Jubal se inclinó con la esperanza de oír algo, cualquier cosa, sólo percibió el repentino cese de la respiración.
El general Rahm Es-Hestos acababa de morir.
Un bosque de tiendas grises de piel de cabra llenaba el ondulante paisaje hasta donde alcanzaba la vista de Maritia. Las tiendas eran altas y rígidas. Uno de los prejuicios de las razas interiores era que los minotauros no construían casas porque no las necesitaban. Los humanos y los elfos creían que los minotauros dormían al raso, como las bestias que tanto se les parecían.
No era así para Maritia y sus soldados, especialmente bajo el reinado de su padre. La nueva eficacia de la legión había mejorado la calidad del armamento y la organización de las provisiones.
La rica cresta de crin de caballo que llevaba en el yelmo se agitaba tras lady Maritia mientras cabalgaba entre el trajín del campamento, recreándose en las miradas de los suyos. A su derecha, un centurión curtido de cicatrices que llevaba la armadura completa, y cuyo rango se apreciaba por la insignia bordeada de plata de la legión, enseñaba los primeros pasos a cien legionarios que seguían sus movimientos al pie de la letra. Mezclados con ellos, diez decuriones se mantenían alerta para criticar los fallos o las reacciones lentas.
—¡Hachas! ¡Adelante! ¡Arco ascendente!
El veterano centurión levantó el hacha de doble filo y trazó un arco hacia arriba; luego, la bajó con el mismo gesto rápido y vigoroso.
Los legionarios del yelmo lo imitaron unánimemente, como si fueran uno solo.
—¡Tú, más alta! ¡Haryn, menos curva! —El centurión repitió el gesto, acabándolo esta vez en una acometida con las dos manos que convertía la punta del hacha en una lanza—. Y así. Con un movimiento suave. No deis cuartel, tenéis que romper la guardia del adversario cambiando el método de ataque siempre que sea posible.
En ese instante, el centurión se dio cuenta de la visita imperial y gritó el alto a sus soldados. Al instante, los minotauros del yelmo cambiaron a la posición de honor, sosteniendo las hachas de guerra con las dos manos y hacia el hombro.
Echándole hacia atrás el largo manto drapeado de color carmesí que señalaba su condición de comandante, la hija del emperador se adelantó a caballo, flanqueada por dos de sus escoltas, para inspeccionar a los bravos legionarios. Ellos estaban inmóviles, con la mirada alta y fija bajo las espesas cejas.
Maritia espoleó la montura para aproximarse al oficial de amplias espaldas, que, quitándose el yelmo, se presentó a ella.
—¡Primer centurión Drelin de la segunda sección de asalto, mi señora!
—Te felicito, primer centurión. —Maritia había reconocido en la insignia el emblema de la silueta dorada en campo negro—. La legión Wyvern goza de una fama bien merecida.
—Gracias, mi señora.
—¿Quién está al mando?
—¡Mi capitán es Fyon, mi comandante es Garandon, y el general Bakkor es el comandante supremo, mi señora!
—¿El general Bakkor…? Sí, conozco su reputación. Mi padre siente por él una estima especial. Tu legión está especializada en la guerra en bosques espesos, ¿verdad?
Al sonreír, el minotauro reveló el vacío de dos dientes arrancados durante alguna batalla. Hizo resonar unos guantes de metal, acabados en garfios afilados como los que se usaban para escalar montañas, que le colgaban del cinturón.
—Esperamos ser los primeros en entrar en Silvanesti… con vuestro permiso.
Maritia soltó una risita.
—Lo consideraré seriamente, primer centurión Drelin.
Maritia dejó al centurión encantado de que hubiera tenido a bien recordar su nombre. Mientras se alejaba con su escolta, oyó que Drelin volvía al entrenamiento de sus tropas.
—Y ahora, después de la acometida, una curva ascendente de las cuchillas, así…
Otros legionarios de las compañías de Wyvern la saludaron al pasar con su corcel zaino hacia el campamento principal. La moral parecía alta. ¿Por qué no? A fin de cuentas, la victoria estaba garantizada.
El perímetro del campamento estaba marcado por unos elevados postes de color rojo, clavados cada veinticinco pasos. Había un centinela por cada espacio vacío, que se mantenía en constante comunicación con el siguiente de la cadena. Dos guardias abandonaron sus quehaceres para dirigirle un saludo al pasar. Uno de ellos llevaba el peto con la insignia de Wyvern; el otro, el campo marrón y la negra cabeza canina de los Sabuesos Terribles, En lo alto del yelmo de este último había un cráneo de perro. El legionario de los Sabuesos Terribles se tragó el trozo de cecina de cabra que estaba comiendo, uno de los alimentos fundamentales del ejército. Comer estando de servicio se castigaba con el látigo, pero Maritia, que estaba de un excelente humor, se limitó a señalar con el dedo, en broma, al culpable festín. Bastaba para que no volviera a incurrir en el mismo error otra vez.
Ya fuera de los confines del campamento, la elegante y grácil comandante dejó que su montura trotara e hiciera cabriolas. Los dos escoltas a caballo se las vieron y se las desearon para seguirle el paso.
Ascendiendo por las colinas verdes y tranquilas, entre los exuberantes bosques de robles y cedros, Maritia cabalgaba con placer. Los árboles cedían poco a poco el paso, y la colina que ella ascendía giraba a la izquierda. La hierba alta se ondulaba con el viento cuando Maritia pasaba a caballo. Aunque se oían truenos, el día era tranquilo y ella saboreaba aquella paz.
Al fin, la elevada colina acababa en un risco abrupto y dentado. Maritia tiró de las riendas del animal para detenerlo en el borde mismo del precipicio.
Desde su encumbrada posición disfrutaba de un espléndido panorama. Debajo de ella, diseminada hacia el norte y el sur y prolongándose más allá del horizonte oriental, se agrupaba la fuerza del imperio.
Sólo desde allí arriba se apreciaba la minuciosidad con que los minotauros habían organizado el campamento. Tenía una base perfecta de cinco lados, medida con un artilugio de fabricación minotaura, parecido a un sextante dotado de lentes. Aún quedaba espacio para otras legiones. La punta del pentágono estaba dirigida a Silvanesti.
Las numerosas tiendas que había dejado atrás eran sólo una pequeña porción de las que llenaban casi todo el paisaje. Formaban un gigantesco hormiguero que cubría el llano y la montaña en perfecto orden.
Junto a cada legión se veían las enormes catapultas ya preparadas, con sus copas redondas, capaces de lanzar pedruscos del tamaño de un minotauro o barriles de aceite en llamas. Una legión poseía veinticinco de aquellas armas, montadas sobre unos carros de madera de treinta metros de altura, y un número igual de ballestas repletas de lanzas… concebidas para atacar de cerca.
Las unidades de la caballería iban y venían, peleándose con las legiones vecinas para pulir las habilidades del combate. Los guerreros montados se habían atado a la espalda unas varillas altas con los estandartes donde se veían las insignias de su legión.
—¡Magnífico! —exclamó lady Maritia—. ¡Sencillamente, magnífico!
Contempló un contingente de varios cientos de soldados que marchaban hacia el norte al ritmo de los tambores; otros grupos se entrenaban haciendo ejercicio físico —levantaban pesas— y otros practicaban con varias armas. No se veía un solo soldado minotauro ocioso; no había nadie que no se preparara para la gran invasión que se avecinaba.
—Los Wyverns son una excelente adquisición para el ejército, mi señora —se aventuró a decir uno de los guardias—. Cinco legiones, una capacidad óptima.
—El emperador nos prometió tres más antes de lanzar el ataque; entre ellas, la del Grifo Volador. Cuando lleguen, aplastaremos a los refinados elfos. Esta vez nos enfrentaremos a ellos en calidad de guerreros, no de hechiceros cobardes y clandestinos.
Todos los minotauros conocían la historia de la última vez que los suyos intentaron invadir Silvanesti. En aquel entonces, los elfos se sirvieron de su magia para volver a la propia tierra contra las legiones…, un vergonzoso capítulo de su historia, un desastre y una derrota ignominiosa.
Maritia continuó deleitándose con la maravillosa escena. Cada estandarte contaba su historia y sus glorias. Allí estaba la bandera de los wyverns. Allá, la bandera roja y verde esmeralda de la Legión de los Exterminadores de Dragones, y la marrón y negra de los Sabuesos Terribles. Al sur, el estandarte de su propia Legión del Corcel de Guerra —generalmente llamada Legión Imperial— ondeaba con majestuosidad. Más allá, en dirección sur, se veía la insignia mortalmente pálida, en blanco y plata, de los Halcones Albos.
—Una vista impresionante —dijo, con acento grave, una voz desconocida.
Los guardias desenvainaron instintivamente para defender a su señora.
Dos humanos —dos caballeros de armadura intensamente negra— desenvainaron también, casi deseosos de espolear sus negros corceles para responder el reto descortés de la escolta de Maritia.
—No hay necesidad de violencia. Aquí somos aliados —recordó Galdar a todos los presentes.
El minotauro que servía a Mina se adelantó con su montura gris.
El animal, de tamaño modesto, más adecuado para cargar con humanos, daba signos de fatiga bajo el peso de Galdar. Éste era de una altura media —unos dos metros, había estimado Maritia en la carta a su padre— y carecía de rasgos sobresalientes en el rostro. Su pelaje, de un color castaño muy corriente, habría pasado inadvertido en cualquier grupo de minotauros. Había poco que destacar en su apariencia…, salvo los ojos.
Al describírselos a su padre, Maritia no había sabido expresar la intensidad que encontraba en ellos. Los ojos de Galdar descubrían a una criatura movida por algo. Él mismo hablaba con frecuencia de su devoción por Mina, que le había devuelto el brazo, pero Maritia tenía la impresión de que, detrás de su mirada, se ocultaba otra cosa: la ambición. Galdar había formado el ejército de Mina a partir de despojos y desertores, y sus ojos denotaban talento; él debía de ser el verdadero jefe, y la humana de figura grácil, una especie de señuelo.
A la hija de Hotak le producía admiración y desconfianza al mismo tiempo.
—Llegáis tarde —dijo finalmente.
—No tendría que estar aquí, sino con ella, guardándola. —Se puso rígido—. Pero será la última vez que me vaya de su lado. Tenéis que saberlo. Afirma que el escudo caerá inmediatamente.
A Maritia se le hincharon las aletas de la nariz.
—¿Estáis seguro?
En sus ojos nunca disminuía la intensidad.
—Si Mina dice que caerá es que caerá. —Metió la mano en unas alforjas descoloridas y ajadas por el uso para extraer un pergamino enrollado—. Dice que os dé esto.
La hija de Hotak hizo un ademán a uno de sus guardias. El minotauro espoleó a su montura negra y se acercó a Galdar. La expresión de éste era neutra cuando el guardia le arrancó el pergamino de la mano. Uno de los caballeros, un veterano con bigote, se irguió, ofendido, pero Galdar sacudió ligeramente la cabeza.
El guardia de la escolta entregó el documento enrollado a Maritia. Ella miró a Galdar.
—¿Qué es?
—Planes de batalla. Mapas. Seguidlos y vuestro camino será más rápido y más victorioso. —De pronto, irguió el pecho con orgullo—. Los minotauros conquistarán la zona oriental de Silvanesti.
Sus palabras no agradaron a Maritia.
—Conquistaremos todo Silvanesti…, y nosotros ya disponemos de planes y de estrategias.
—Vuestra contribución depende de la voluntad de Mina. —Tiró de las riendas para conducir a su fatigada montura hacia occidente—. Si decidís no participar, es cosa vuestra. Pero es ella quien dirige la conquista.
Maritia hizo un esfuerzo por conservar la calma. Su padre le había ordenado no discutir con Galdar en aquel momento crucial. Cuando las legiones tuvieran asegurada Silvanesti, arreglarían cuentas.
—Estad preparada, mi señora —añadió Galdar al retirarse—. Ah, Mina os envía también la bendición del Dios Único.
Los humanos y él desaparecieron inmediatamente por otra colina. Maritia mantuvo la mirada en el minotauro renegado, el misterioso Galdar, hasta que lo perdió de vista; luego, contempló largamente a sus legiones.
—Recordadme que ponga centinelas aquí de ahora en adelante —comentó a los guardias de su escolta—. Este panorama podría servir también al enemigo.
—Sí, mi señora.
—¡Vamos! Debo informar al emperador. —Mientras conducía la montura hacia el sendero que llevaba al campamento, miró por encima del hombro hacia el lugar por donde había desaparecido Galdar. Dando un bufido, la hija de Hotak dijo para sí:
—El Dios Único; en efecto…, te tienes en mucho, Galdar.