INCURSIÓN NOCTURNA
Durante cinco días los sabuesos de Sahd —los de dos piernas y los de escamas— husmearon el territorio solitario y ceniciento tras los esclavos fugitivos que habían llevado a cabo la sorprendente incursión en el campamento. Temibles partidas de ogros, numerosas y bien armadas, ascendían las rocas serradas y los cerros negros, tirando de las traíllas de hasta tres o cuatro merodracos. El temor a Sahd empujaba a los guardianes a buscar hasta la extenuación, pero Faros, Grom y Valun evitaban la captura con más eficacia que nunca.
No obstante, pasados los cinco días, las partidas de cazadores se hicieron esporádicas, y la búsqueda, menos fanática. Los tres minotauros discutían el porqué.
—¡Han renunciado! —insistía Grom de nuevo. El trio había encontrado el camino de vuelta a la cueva original, que, para su sorpresa, Los ogros no habían descubierto—. ¡Gracias a Sargas!
Valun, trabajando otro hueso para fabricar un utensilio como el que les había servido para alimentarse, se mostró de acuerdo.
—¿Por qué si no iban a suspender la búsqueda? —afirmó.
A Faros aquellas necedades le hicieron poner los ojos en blanco. ¿Habría sido él alguna vez tan ingenuo como los dos camaradas que no se quitaba de encima?
—Sahd ha reducido las partidas porque sabe que a estas alturas nos quedan sólo tres posibilidades —les dijo una vez más, en tono irritado—. Sabe que probablemente seguimos aquí, ocultos, tratando de continuar subsistiendo con lo que encontramos en estas tierras. Y no ignora tampoco nuestras escasas posibilidades de sobrevivir a largo plazo.
Los minotauros eran una de las razas más fuertes. Soportaban largas jornadas sin comida y sin mucha agua. El arroyo satisfacía aún su sed, pero salir a cazar era cada vez más difícil. Los cinco días anteriores se habían alimentado de los lagartos de crestas espinosas —que Grom había conseguido cocinar mezclados con hierbas para hacerlos más apetitosos— y de un endeble buitre moteado de la zona. Pero el hambre se cobraba su tributo en forma de mal humor y de pérdida de energía, porque ya estaban debilitados por las terribles condiciones del campamento.
—También sabe que debemos abandonar la zona, para dirigimos quizá a la costa, a los acogedores brazos del imperio, o a cualquier otro sitio. —Faros resopló—. No ignoráis qué posibilidades de éxito tiene esta quimera, sin mapas, con poca comida y coa sus espías y sus esbirros pisándonos los talones.
Tres días antes, habían huido en círculo de una de las partidas, en dirección al este. Después de recorrer muchos kilómetros llenos de dificultades, lo que había aumentado sus esperanzas, se toparon con los dos minotauros muertos.
O mejor, con lo que quedaba de los esclavos que los habían precedido en el infructuoso intento de huir de Sahd.
Los huesos estaban limpios y esparcidos, pero los cráneos aparecían agujereados. Uno de los cuerpos destrozados yacía al pie de una colina; el otro, en una hondonada, a unos metros de distancia. No habían muerto por mano de un ogro violento, sino a causa de la debilidad y la intemperie. Los tres comentaron la suerte de haber llegado tan lejos, aunque no sabían si era mejor regresar antes de morir, ellos también, superados por los elementos. Sin armas y sin provisiones, jamás llegarían al mar.
—Naturalmente, siempre podemos regresar al campamento —concluyó Faros con una sonrisa amarga—. Y rogar a Sahd que nos perdone. Allí sobra la comida…, la comida asquerosa y el trabajo concebido para matamos lentamente, aunque podríamos morir mucho antes si Sahd nos ofrece su habitual dosis de castigo…, sus latigazos o cosas peores.
—Los guardianes comen bien —dijo Grom—. Podríamos intentar un nuevo robo.
Valun dejó de pulir el hueso.
—¿Nos atreveremos después del último fracaso?
—Fue culpa mía —dijo Grom en voz baja—. Me gustaría tener otra oportunidad.
Faros lo miró a los ojos.
—¡Ahora hablas en serio! Comer o morir. Robaremos o moriremos. Yo digo que volvamos a coger toda la comida que nos venga en gana, y si esta vez morimos…, moriremos como valientes.
—Que Sargas nos proteja —susurró Grom.
—Ya te lo he dicho, olvídate de Sargas. Nos cuidaremos nosotros. —Faros se levantó para mirar hacía la salida de la cueva—. El sol saldrá pronto. No podemos permitirnos perder otro día. Voy a explorar los alrededores.
Grom y Valun se levantaron también, insistiendo en acompañarlo. Faros se encogió de hombros, porque le daba igual que fueran o que se quedaran.
Los tres caminaron con cautela hacia el campamento, pues Sahd había situado vigías en los picos altos. Corriendo de roca en roca y entre el follaje, llegaron sin novedad antes de que cayera la noche. Los esclavos habían regresado ya de su trabajo agotador en las minas, y los ogros, acabadas las tareas cotidianas, desaparecían dentro de las tiendas y las cabañas.
Mientras observaban detrás de un montón de rocas, en una ligera elevación, Faros oyó un áspero graznido. Los tres levantaron la cabeza y vieron varias figuras grandes y aladas que trazaban círculos sobre los dominios de Sahd.
Cuervos carroñeros y buitres encrestados, los basureros más voraces y de mayor tamaño, pacientes y siempre ansiosos de comida.
Sahd hizo restallar el látigo para que los esclavos, Faros entre ellos, se adelantaran a contemplar su último espectáculo.
A Faros le vino a la boca un sabor amargo. Sacudió la cabeza para olvidar y, sin decir nada, hizo un gesto a los demás para que le siguieran; Luego, gateó sobre unas rocas sueltas, entre el lodo, antes de alcanzar el borde de un pequeño cerro desde el que se divisaba el campamento.
—¡Manteneos agachados! —ordenó a los otros al ver que los carroñeros aún volaban en círculos sobre el campo.
Se arrastró hasta el borde. Una ráfaga de viento le llenó los ojos de polvo, lo que le causó una dolorosa ceguera. Poco a poco, sin embargo, se le aclaró la vista, aunque apenas pudo creer lo que tenía delante.
Los carroñeros habrían podido oler la carne corrupta a kilómetros de distancia.
—¿Lo ves? —preguntó Sahd en su torpe común—. ¡Lo recordarás! Ellos aprenden, así que ahora aprenderás tú de ellos, ¿verdad?
Algunos trabajadores cayeron de rodillas, espantados. Otros sacudían la cabeza, llenos de asco.
Faros apenas pudo asumirla atrocidad que presenciaba.
Habían clavado diez estacas en la zona oriental, cerca del lugar que los tres fugitivos habían empleado para entrar y salir del campo aquella noche. El espeluznante decorado se orientaba también en aquella dirección.
En cada estaca había una cabeza de esclavo.
Jóvenes y viejos, machos y hembras, porque Sahd elegía al azar. Antes de la ejecución, a los minotauros les habían atado los hocicos con tal fuerza que las cuerdas se clavaban en la carne, empapadas en sangre. Faros imaginaba el placer con que los ogros habían apretado las sogas, sus demoníacas risotadas.
Pero Sahd no se había contentado con arrancarles la vida a los minotauros…, había insultado a su estirpe, porque las cabezas tenían los cuernos seccionados por la base. El esfuerzo no habría sido poco, ya que los esclavos debieron de resistirse con todas sus fuerzas, a pesar de las patadas y los tajos que les propinarían los ogros. La pérdida de los cuernos era un acto de enorme vergüenza y deshonra para un minotauro, un destino peor que la muerte para el pueblo de Faros. Sahd había profanado a sus víctimas enviándolas al otro mundo despojadas de la marca que las identificaba como criaturas del Dios de los Grandes Cuernos.
Cerca de las estacas ocupadas por las diez testas sangrantes, con la mirada fija, había otros diez palos recién cortados, afilados y vacíos.
Era un claro mensaje de Sahd. La próxima incursión en el campamento supondría un número idéntico de ejecuciones.
—¿Qué pasa? —preguntó Grom quedamente, a sus espaldas—. ¿Qué miras?
—Nada —respondió Faros mientras se deslizaba hacia abajo—. Esperaremos a que sea noche cerrada, y entonces, como la otra vez, directos al barracón de las provisiones.
Pero algo en el semblante de Faros despertó la curiosidad de Grom, y antes de que el primero pudiera detenerlo, ya se había encaramado para mirar.
—Faros… —comenzó a decir Valun.
—¡Por los cuernos de Sargas! —oyeron jadear a Grom.
Mirándolo, Faros resopló quedamente.
—¿Por qué no lo gritas a los cuatro vientos?
Grom volvió sin resuello.
—¿Qué pasa? —preguntó Valun—. ¿Qué has visto?
Grom le contó lo que Faros había callado, escupiendo su horror, describiendo las cabezas y los cuernos cortados. Valun lo escuchaba, conmovido, sin dejar de acariciarse inconscientemente su único cuerno.
Cuando terminó de hablar, Grom miró a Faros, que le devolvió la mirada en silencio.
—¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Qué vamos a hacer?
—¿Por qué no se Jo preguntas a Sargonnas? Esos pobres esclavos ya no pueden esperar nada de él. En realidad, no pueden esperar nada de nada.
—Vas demasiado lejos. Faros. Sahd…
Pero Faros, alzando la cabeza al cielo, zanjó la conversación con un gesto tajante.
—Aún hay luz, pero pronto caerá la noche y casi todos los ogros se irán a dormir. ¿Queréis comer o morir?
Grom miró a Valun, que estudiaba la tierra a sus pies. Este último asintió lentamente. Grom dio un suspiro y luego expresó su conformidad.
—Como tú digas, Faros.
Si ya no pensaba ni en vengar a su propia familia, ¿por qué preocuparse por unos cuantos esclavos condenados de antemano?
Aunque aún tenía la pierna bastante débil, Valun montaba vigilancia desde el cerro. En caso de ver algo, debía imitar el sonido de uno de los pájaros nocturnos que habitaban los picos más altos. Nadie sabía si aquello bastaría para avisar a Faros y a Grom, pero no había otro modo de intentarlo. La pierna herida de Valun habría sido un estorbo para todos. Faros le encomendó la tarea tanto por la seguridad del propio Valun como por la de ellos mismos.
La vigilancia descubrió que Sahd había doblado las unidades de la guardia. Faros condujo a Grom hasta el antiguo puente de piedra, debajo del cual fluía lentamente un río de roca fundida. La lava tenía zonas negras y otras brillaban con un resplandor rojo. Nadie, ni siquiera el más fuerte y el más preparado de los minotauros, podría saltar su anchura, lo que convertía el puente en un elemento decisivo.
Al otro lado, vigilaban tres ogros y un merodraco.
El calor resultaba sofocante. A los fugitivos, el sudor les pegaba el pelaje a la piel. Grom se preguntaba qué plan tendría Faros en la cabeza, porque éste no se había molestado en explicarle cómo pensaba cruzar el puente. Se mantuvieron agazapados durante unos minutos, observándolo todo.
—¿Y ahora qué? —preguntó por fin Grom en un tono de voz normal.
La corriente producía un ruido continuo que hacía imposible oír los susurros. Los centinelas, por su parte, no podrían oírlos a no ser que gritaran.
—Voy a distraerlos. Toma esto, —le alargó su daga—. Estate atento a mi señal.
—Pero…
Inmediatamente. Faros salió del escondite. En cuanto se hizo visible a los guardianes, se tambaleó hasta caer sobre una rodilla, como si estuviera medio aturdido y medio muerto.
Los dos ogros se acercaron corriendo. El último, que aún mantenía controlado al merodraco, observaba con cautela. Sobre el hombro llevaba un cuerno con el que habría podido alertar al resto del campamento.
El primer ogro se aproximó, maza en mano. Faros se arrastraba. Grom tuvo que admitir que resultaba convincente. El minotauro levantó la mirada en dirección al ogro.
—¡Htowa! ¡Htowa! —suplicó.
El ogro lanzó una risita ante el desesperado intento de pedir agua utilizando su lengua. El primero propinó una patada a Faros en el costado. El otro se dio la vuelta para informar con una señal al que llevaba el merodraco de que no había peligro inminente.
Grom retrocedió. Faros estaba aún en plena representación.
El segundo ogro, una bestia gruesa e hirsuta, aguijoneó al debilitado minotauro con la hoja de la espada. En cuanto Faros hizo un intento de apartar el arma, el guardián le propinó un golpe en el hocico. Aun así, el minotauro se limitó a gemir.
En el puente, el tercer centinela gritó algo. El que llevaba la maza replicó y luego se volvió para alargar su arma al compañero.
Fue entonces cuando Faros levantó la mano y se la arrebató de un tirón. Antes de que los atónitos guardianes pudieran reaccionar, golpeó con todas sus fuerzas la rodilla del que llevaba la espada.
La sangre salpicó a Faros cuando la maza se estrelló contra el hueso. Con un grito —casi sofocado por el ruido procedente del río de lava—, el ogro se desplomó.
El primero de los ogros arremetió contra Faros, pero éste se las compuso para girar y propinarle una patada en las piernas desde abajo. Luego, se levantó rápidamente y miró a Grom, que observaba casi paralizado, y le señaló al guardián que se hallaba al otro lado del puente.
Grom ganó el puente de un salto. El ogro sólo prestaba atención al enfrentamiento de Faros con los otros, disfrutando de lo que, a distancia, le parecía una pelea fácil para sus compañeros. Empujando al merodraco hacia adelante, comenzó a sacar el cuerno para avisar al campamento de que habían capturado a uno de los fugitivos.
Cuando el guardián al que había puesto la zancadilla comenzaba a incorporarse, Faros se dirigió hacia el de la rodilla herida y lo golpeó sin piedad en el cráneo. Con la mandíbula torcida y un colmillo de menos, el ogro cayó al suelo sangrando por la cabeza.
El otro guardián, que ya recuperado volvía al ataque, apretó en un abrazo asfixiante a Faros antes de que éste pudiera volverse.
Mientras corría en dirección al guardián del puente, Grom movía los brazos para distraerlo. El ogro tuvo un momento de duda antes de llevarse el cuerno a los labios.
Grom le arrojó su daga.
El arma dio demasiado bajo en el blanco y lo hirió en una pierna. Sin embargo, el ogro abrió la mano instintivamente para llevársela a la herida, y el cuerno cayó por el pretil del puente.
El merodraco aprovechó que su traílla de cuero se había aflojado.
La bestia cargó puente abajo contra el ogro que luchaba con Faros. Grom lanzó un grito y Faros rodó para deshacerse de su adversario. El merodraco se movía con mucha agilidad para una especie de sangre fría que se aletargaba por la noche, quizá porque el calor que despedía la lava le hizo creer que era de día.
El guardián consiguió apartarse. Sin perder de vista al merodraco que avanzaba en su dirección, Faros pensó a toda velocidad…, y tomando la maza golpeó la cabeza del ogro muerto que yacía ante él hasta que le estallaron los sesos y todo el suelo se cubrió de sangre.
Entre dos carnes frescas a mano, una viva y posiblemente peligrosa, y la otra inmóvil y despidiendo olor a sangre, el reptil aminoró la carrera y eligió el cadáver.
Faros dejó a la bestia con su repugnante alimento para perseguir al guardián que corría hacia el final del puente. Grom forcejeaba con el cuidador, que había seguido al merodraco puente abajo y se asomaba a la barandilla buscando el cuerno perdido.
El otro ogro embistió a Grom, apartándolo de un empujón, mientras gritaba al cuidador de la bestia que lo siguiera. Faros estaba a unos segundos de ellos.
Pero el cuidador del merodraco se dirigió a Grom y le rodeó la garganta. Mientras Grom se debatía, Faros se tiró al suelo, sobrepasando a la pareja, para agarrar al segundo ogro por los pies.
Rodaron por el puente. Faros lo golpeó en la mandíbula. El ogro quedó con la cabeza hacia atrás, jadeando.
—¡Ki a’hija f’han, Uruv Suurt! —rugió el ogro. Sacó una daga y propinó a Faros una cuchillada superficial en la pierna, aunque tan larga que le llegó hasta el talón.
Entonces, Faros bajó la cabeza para embestir al ogro y le clavó los cuernos justo en el pecho, debajo de la garganta. El atónito guardián abrió la boca y soltó la daga. Faros lo empujó hacia atrás.
Choraron contra el puente y el ogro quedó colgando del pretil.
Faros luchaba por liberar sus cuernos. El guardián herido consiguió aferrarse a sus hombros momentáneamente.
Pero unas manos tiraban de Faros por detrás. Con un horrendo ruido de succión, los cuernos quedaron libres.
El ogro, intentando en vano agarrar a Faros, cayó hacia atrás y se precipitó al río de lava. Sus últimos gritos al hundirse en la corriente quedaron sofocados por el estruendo de la tierra fundida.
Faros miraba fijamente las burbujas del río hirviente en el que había desaparecido el ogro. Una mano fuerte le apretó de pronto en el hombro.
Al girarse con fiereza vio ante sí el semblante lleno de sudor y sangre de Grom.
—¿Estás bien? Tu pierna…
—A mi pierna no le pasa nada, pero la próxima vez podrías ser más rápido —replicó Faros con brusquedad.
Observó al merodraco, entretenido con su banquete.
—¿Qué hacemos con la bestia?
—Déjala. Cuando acabe, se echará a dormir. Vamos, aprisa. Coge esa maza. No creo que nos hayan oído. —Faros cogió la espada que se le había caído al ogro porque la prefería a la maza. Hacía mucho que no empuñaba una, pero se sentía cómodo con ella en la mano—. El barracón de las provisiones no anda lejos.
Grom se volvió hacia la espeluznante visión del merodraco, hizo el signo alado de Sargonnas, y luego salió corriendo para alcanzar a Faros.
Faltaba aún tiempo para que otro guardián se preguntara por los tres que vigilaban el puente. Con un poco de suerte, los dos minotauros podrían dar fin a su negocio mucho antes.
Los alrededores estaban salpicados de antorchas. Sahd había ampliado la iluminación, pero aún quedaban zonas de sombra que Faros y Grom podían recorrer, agazapados, hasta el barracón de las provisiones.
Las espectrales plataformas de castigo, donde Sahd se divertía colgando a los prisioneros, aparecieron otra vez ante ellos. Faros oyó musitar una nueva plegaria a Grom. Aquella tontería de los rezos le alteraba los nervios.
De repente. Grom se desvío en dirección al este.
Faros salió detrás y lo agarró por un hombro.
—¡Esta vez, no!
—¡Perdóname, Faros! —susurró su compañero—. Pero esas cabezas en las estacas…, debo hacer algo. Es una cuestión de honor.
—Pero ¿qué dices?
Grom lo miró por encima de su hombro.
—Tú continúa hasta el barracón de las provisiones. Me reuniré contigo. No te preocupes por mí. Yo asumo el riesgo. Los esclavos están aún aquí… y morirán otros diez si nos salimos con la nuestra. Tengo que darles la oportunidad de huir.
—No hay tiempo para esas locuras…
Grom se dio la vuelta y corrió hacia las empalizadas de los esclavos.
Apretando con fuerza la espada, Faros dudó sólo un momento antes de lanzar un mugido y salir tras el otro minotauro. Faros veía su espalda delante de él. Habría bastado un golpe rápido para detener su locura. Liberar a los esclavos podría significar la muerte. ¿No sería mejor acabar con Grom allí mismo?
Pero Grom se movía por un fuerte impulso. Alcanzó la primera de las empalizadas y, levantando la maza, la descargó contra el cerrojo encadenado que clausuraba las altas puertas de madera.
El primer golpe produjo un ruido monstruoso en el silencio nocturno. Faros lanzó una maldición al darse cuenta de que era demasiado tarde. Se volvió, dudando otra vez, y pensó que su única posibilidad era aprovechar la confusión para asaltar el barracón de las provisiones.
Grom no había conseguido partir el cerrojo. Volvió a golpearlo varias veces, con un estruendo terrible, pero el esfuerzo fue en vano.
Resoplando, furioso, y sin hacer caso de los gritos y los aullidos que comenzaban a oírse en el campamento, Faros desenvainó la espada al tiempo que daba un manotazo a la maza de Grom. Después de apartar a su compañero, atacó el cerrojo con una furia que dejó a Grom con la boca abierta.
Al otro lado de la empalizada, los esclavos gritaban. Algunos empujaban las puertas. Las voces desesperadas animaban a los que estaban fuera.
Faros golpeó el cerrojo una y otra vez, casi en estado de trance, hasta hacerlo añicos.
Cuando la puerta se abrió de par en par, los primeros fugitivos estuvieron a punto de derribarlo. Salieron de la empalizada. Algunos se perdieron en las tinieblas, pero otros se acercaron a Faros para tocarlo, agradecidos.
—¡Corred! —ordenó—. ¡Corred, idiotas!
Entonces se precipitaron en varias direcciones. Grom les gritó que se dirigieran al sur porque ofrecía más posibilidades, pero la mayoría no oyó sus palabras.
Comenzaron a distinguirse en la oscuridad las primeras bolas de fuego, señal inequívoca de que los guardianes daban la alerta. Faros sonrió enseñando los dientes. «Que vayan tras los esclavos; así no me descubrirán», pensó.
—¿Qué hacemos con las otras empalizadas? —preguntó Grom.
—Dejarlas en paz…, ya no hay tiempo.
Grom no podía oponerse. Los guardianes se dirigían ya hacia ellas. El aire se llenó de gritos y rugidos.
Sólo quedó rezagado un centinela, que enseguida fue cogido por sorpresa. Eran curiosos los derroteros que tomaba la atrevida hazaña del buen Grom.
Al mirar por encima de su hombro. Faros comprobó, sorprendido, que varios fugitivos lo seguían furtivamente. En seguida impartió órdenes. Grom se dedicó a romper las cadenas de unos cuantos mientras Faros arremetía contra la puerta, que cedió en seguida a su furia.
—Entrad ahí y coged toda la comida que podáis —dijo a los esclavos.
Hacia el este, la voz familiar y chillona de un ogro que sobresalía entre todas las demás, lanzaba maldiciones. A Faros le brillaron los ojos.
Sahd.
—¡Más rápido! —Grom apremiaba a los esclavos, que entraban y salían con las manos llenas—. ¡Son los últimos, Faros!
—Entonces, ¡a las colinas! Grom, muéstrales el camino.
Faros se demoraba, deseoso de acabar con más ogros aquella noche, pero la fuga de los esclavos había resultado un señuelo absolutamente eficaz. Para su desencanto, no apareció ningún ogro dispuesto a desafiar su anhelante espada.
—¡Aprisa, Faros! —gritó Grom desde el puente.
No sin resistencia, se dio la vuelta y echó a correr. El campamento seguía conmocionado, pero el ruido comenzaba a perderse en la distancia.
Faros experimentó algo parecido a la satisfacción al llegar a las colinas envueltas en la oscuridad nocturna. Esta vez había golpeado a Sahd. No sólo lo había despojado de unas provisiones vitales, sino también de un puñado de esclavos que necesitaba para cumplir sus cuotas. Sahd castigaría a los quedaban atrás, pero a Faros no le importaba. Sólo contaba el golpe que acababa de propinar a su antiguo torturador.
Sabía, además, que iba a regresar. Sentía un deseo irrefrenable de golpear a Sahd…, y pensaba conseguirlo muchas veces más, aún a costa de su vida y de la de los locos que quisieran seguirlo.
Nephera, emperatriz y suma sacerdotisa, recorría el palacio como flotando, atenta a todas las reverencias y los comentarios solícitos de los numerosos cortesanos que encontraba. Eran los aduladores de su esposo, carne mortal que a ella cada vez le parecía menos digna de atención. Mejor muertos, pensaba últimamente con frecuencia, así podrían servir, a través de ella, a un poder mucho más grande.
La seguían sus etéreos servidores. A Nephera le divertía que los mortales no los vieran. El extraño e inquietante séquito de fantasmas se mezclaba con los asistentes de carne y hueso, pero los atravesaba sin que se dieran cuenta. A veces, un guardia o un lacayo se estremecía y miraba por encima de su hombro sin saber por qué.
La llama de los candelabros alineados temblaba extrañamente al paso de la suma sacerdotisa, porque el fuego es más sensible que los vivos a los elementos de ultratumba. Siglos y siglos de emperadores, triunfantes o fracasados, flanqueaban a Nephera. Los relieves pintados y las gigantescas estatuas la divertían tanto como la ignorancia de los palaciegos. Ninguna de aquellas figuras históricas, desde Ambeoutin, representado en actitud piadosa, con el hacha en el regazo, hasta su propio esposo luchando contra los ogros, comprendían lo que era el verdadero poder. Para ellos, la fuerza residía en la espada, en el hacha. Sólo Nephera había logrado alcanzar la verdad después de muchos años de estudios y de plegarias.
Súbitamente vio ante sí a uno de los aduladores de su esposo haciéndole una reverencia, que ella, sin embargo, consideró superficial. La expresión del capitán Doolb era respetuosa, pero Nephera leyó en sus ojos una profunda desconfianza. Como él no le habló inmediatamente, la suma sacerdotisa buscó su mirada y Doolb percibió la sospecha grabada en las negras pupilas.
Al fin, el canoso oficial de la guardia apartó la vista.
—Mi señora, el emperador estará encantado de saber que habéis vuelto.
—Muy gentil por tu parte —subrayó ella.
—Espero que vuestra visita sea placentera —dijo el capitán Doolb.
Alrededor de Nephera los espíritus se agitaban porque percibían la hostilidad del oficial… y la precariedad de mi situación en ese momento.
—Sí, yo también lo espero.
Con la túnica flotando tras ella, lady Nephera adelantó al capitán Doolb, consciente de que él y otros no apartaban la mirada de su espalda mientras se aproximaba a la gran sala de mapas. No le habían informado de dónde podía hallar al emperador en ese instante, pero ella no lo necesitaba. La suma sacerdotisa conocía mejor que nadie los quehaceres de su esposo; en realidad, conocía todas las actividades del palacio.
Los guardias abrieron en seguida la puerta. Nephera entró en silencio, en el momento justo en que se oía hablaren voz alta a Quan Es-Calkos, presidente del Gremio de los Mercaderes.
—¡Si pudierais volver a considerarlo, majestad! Ha llegado el momento de poner algún freno…
Hotak se inclinaba sobre uno de sus preciosos mapas, observó Nephera, empleando un bastoncillo curvo de roble, acabado en una pequeña pieza plana con la que empujaba a uno de los guerreros pintados desde Mithas hasta las costas de Ansalon.
—¡Tengo en cuenta vuestra preocupación, maestre Quan, pero mis ayudantes me informan de que la actual tasa de construcciones militares no supone una carga para la economía del imperio! Y si es así, un incremento del diez por ciento acelerará el crecimiento general.
Mientras ajustaba, nervioso, su túnica azul de seda, los ojos pequeños de Quan percibieron la presencia de Nephera, pero continuó hablando al tiempo que sacudía la cabeza con su cola de caballo.
—Es cierto que los astilleros y las herrerías trabajan a un ritmo que nunca habíamos soñado, majestad, pero el aumento gravará los recursos antes de que puedan reemplazarse, y llegará un momento en el que todo el sistema se derrumbará o se estancará de un modo desastroso y…
Arrojando el bastoncillo sobre el mapa, Hotak se encaró con el mercader.
—¡Tonterías! Si el Gremio de los Mercaderes administrara sus negocios con la eficacia que caracteriza a las legiones, no habría nada que temer.
Intervino una musculosa figura próxima a Quan, vestida también de azul y con la oreja derecha decorada con numerosos aros de oro.
—Mi emperador, he pasado doce años en la Flota Imperial y aprecio el orden y la organización del ejército tanto como vos…
—¡Entonces está todo dicho! Un diez por ciento más a partir del mes próximo. Espero oír informes de los progresos y cálculos de posteriores incrementos como garantía de la inminente invasión.
La audiencia del emperador, consistente en una veintena de oficiales de los clanes que dominaban el gremio, intercambió veladas expresiones de irritación.
Nephera, que seguía observando, sonrió ligeramente. Su esposo era aún un caudillo.
Otro miembro del gremio, una hembra más joven, de pelaje castaño oscuro, ataviada ron el gris y blanco de la Casa de Aratiun, notó la presencia de la suma sacerdotisa. La joven de rostro sencillo se puso rígida y dijo en voz alta:
—¡Será como decís, emperador! ¡Salve, Hotak!
Los mercaderes la miraron y en seguida se unieron al saludo. Unos con más convicción que otros.
Hotak rebosaba de alegría. Se dirigió a un joven oficial que tenía al lado.
—¡Capitán Gar! Aseguraos de que a mis invitados no les falta de nada hasta que regresen a sus respectivos patriarcados. Mis buenos ciudadanos del imperio, os deseo lo mejor.
Los mercaderes salieron, precedidos por el capitán Gar. Algunos bajaron los cuernos en reconocimiento al pasar junto a Nephera. Otros, incluida la hembra que acababa de hablar, se tocaron el pecho…, la señal de los creyentes.
—Desde que entraste, percibo el aroma de la lavanda —murmuró Hotak, con el ojo derecho fijo en su esposa—. Contigo es difícil concentrarse en lo que se tiene entre manos.
—Por lo que he observado, no parece que se te escape nada, esposo mío.
Hotak señaló con orgullo las figuritas de su mapa en relieve.
—El imperio nunca ha estado mejor, amor mío. Nuevas colonias, nuevas minas, expansión en el continente y en el océano… El sueño de todos los gobernantes, desde Ambeoutin. La promesa cumplida de un dios.
Nephera se situó a su lado para echar una ojeada al mapa.
—Un dios que no supo cumplir sus promesas. La raza de los minotauros está mejor sin él, y tú ganas más con los poderes extraordinarios que yo he conseguido al margen de ese dios. —Mientras él la contemplaba con un temor reverente. Nephera hizo un leve gesto y la nave dorada, junto con las que estaban a su alrededor, se trasladó al este, hacia una zona de tierra desconocida—. Bastion —dijo, señalando el lugar—. Mi hijo se encuentra ahí en este preciso instante.
Hotak se inclinó para estudiar con mucho interés la nueva situación de las naves, como si pudiera avistar a su hijo a bordo de la figurita dorada.
—No pensaba llegar allí, a no ser que tuviera noticias extraordinarias.
—Un barco rebelde navega también en esa dirección, desde hace dos días. —Hizo otro leve ademán y una de las piezas negras, más pequeñas, se deslizó hasta la región vacía del Courrain—. Aquí desapareció de mi vista, cerca de donde se halla ahora Bastion.
—¿Es posible? Entonces, es que Bastion ha descubierto la base principal y ha salido tras ellos. —Hotak se dio con el puño en la palma de la mano—. ¡Es el fin de Rahm y de la rebelión!
—Yo no diría eso. Rahm ya ha escapado otras veces.
El emperador sacudió la cabeza, contemplando con orgullo la figura del barco dorado sobre el mapa.
—Bastion no me defraudará.
Nephera volvió su penetrante mirada a la zona del mapa que representaba Ansalon. Dio golpecitos con los dedos hasta que una figura amarilla, semejante a un arquero elfo, que había pasado inadvertida por estar oculta detrás de un árbol, se movió desde el extremo de la mesa. Hotak la había colocado en aquel lugar hasta que llegara el momento de identificar con exactitud la situación del grueso de la resistencia organizada en Silvanesti. La figura rodó hasta situarse al sureste del legendario escudo.
—Son kiraths —comentó la suma sacerdotisa—. Organizados hasta donde ellos pueden. Ahora vigilan la preparación de las legiones y todo lo que ocurre alrededor de sus dominios.
—¿Y qué va a ocurrir en sus dominios, amor mío? ¿Caerá el escudo? Galdar afirma que sí; según él, la escurridiza humana llamada Mina ha recibido la promesa explícita de su dios…
—Esa Mina. No hay que subestimarla. Es el foco de un poder muy grande. Deberías entenderlo.
Hotak hizo un ademán de asentimiento, pero replicó:
—También entiendo que la fuerza de las armas será el factor decisivo para el destino de Ansalon.
En respuesta. Nephera levanto la mano y todas las figuras de guerreros acampadas cerca de Silvanesti cubrieron el reino de los elfos y continuaron hacia el oeste.
Luego, ante la mirada ansiosa de Hotak, la palabra SILVANESTI fue sustituida por AMBEON y, en letras minúsculas, el nombre de la capital de Silvanesti, Silvanost, se convirtió en Hotakanti.
—La gloria de Hotak —murmuró el emperador, entusiasmado—. Pero ¿cómo sabes que estaba buscando un nombre nuevo para la capital?
—¿Podrías haber pensado en otro?
—Pero sólo ocurrirá si cae el escudo.
—Yo creo que caerá. —Lady Nephera se alejó del mapa—. Y tú, esposo mío, lo sabrás por mí cuando llegue el momento.
Con una agilidad repentinamente juvenil. Hotak consiguió detener a Nephera en la puerta cogiéndola del brazo.
—Espera. Nephera…, amor mío. Me haces muy feliz con tu visita. Por favor, ven conmigo, quiero que veas una cosa.
—¿Dónde? ¿Qué? —Su expresión era hermética.
—Donde fuimos uno para siempre.
Hotak tomó la mano de su esposa y la condujo a través de la sala de mapas y de los corredores, que atravesaron entre las reverencias de los guardias con el reluciente peto del corcel de guerra. Ascendieron la doble escalinata que conducía a las estancias privadas del emperador. Se oían las sandalias de él en los peldaños de mármol blanco; ella, sin embargo, aunque iba calzada, apenas producía sonido alguno.
Atravesaron otro vestíbulo decorado con pinturas enmarcadas en piala que exaltaban las hazañas de Hotak… El último encargo había sido una recreación del emperador en el acto de ejecutar a su predecesor. Al final del vestíbulo, dos soldados guardaban unas puertas de bronce con relieves del trono y del Gran Circo. Una intrincada ornamentación de volutas reproducía alrededor de las puertas las olas del océano Courrain.
Los centinelas se apresuraron a abrir las pesadas puertas y bajaron los cuernos al paso de la pareja. En cuanto el emperador y su esposa estuvieron dentro, cerraron detrás de ellos.
Lámparas broncíneas de aceite, con la base redonda, iluminaban las enormes estancias personales que pertenecieron en otro tiempo a Chot el Terrible. Las paredes habían recibido varias capas de pintura blanca con el fin de ocultar la sangre que las salpicó la noche de la caída de Chot. Las sábanas azules de la amplia cama de seda estaban retiradas, y un aroma de lavanda llenaba la habitación. Sobre los dos cilindros idénticos que servían de almohadas, el cabecero mostraba la imagen de un minotauro orgulloso y pensativo, con una nariz achatada que apuntaba a una impresionante montaña…: era Droka, fundador del clan y héroe de Hotak.
Una dorada botella de vino de brezo, con dos copas iguales, descansaba en la bandeja situada sobre la mesa de mármol cercana al lecho,
Hotak se alejó de Nephera cuando ésta se dirigió al centro de la estancia, impresionada, en apariencia, por el cuidado con que había montado la escena.
—Esperaba que vinieras. Tengo muchos planes para nosotros.
Hotak dejó caer la armadura y la espada junto a la pared más próxima. Llevaba sólo su faldellín. A pesar de que le blanqueaban el cabello y el pelaje, parecía un minotauro retozón, impulsado por el deseo de un joven enamorado.
La contempló con admiración.
—Estuve a punto de decirte antes, en público, que llevas un vestido cautivador, querida mía.
—Gracias.
La túnica negra marcaba las formas de Nephera, como ella bien sabía, y le acentuaba el pecho. Llevaba el cabello recogido y artísticamente colocado sobre el hombro derecho, y poco más, salvo un collar de eslabones de plata.
—Has venido sin compañía —añadió él, ignorante de la verdad… de que, como siempre, allá a donde fuera, la seguían los muertos. Como en aquel momento, boquiabiertos y torpes. Nephera sonrió para sus adentros. Su esposo era un gran caudillo, que se jactaba de conocer todo lo que se cocía en el reino, pero, en realidad, no sabía nada; ni falta que le hacía.
—Imaginé que no le gustaría ver a los guardianes del templo por los corredores de tu palacio.
—Nuestro palacio —corrigió el emperador, disgustado por el modo de hablar de ella—. Eres mi esposa, la madre de mis hijos, mi consorte. El palacio es de los dos.
—No olvides que soy también la suma sacerdotisa de la fe dominante.
Nephera lanzó una breve mirada al lado opuesto de la cama, hacia el balcón. En la distancia, se distinguía la parte más alta del tejado del templo. Ya tenía ganas de regresar al lugar donde honraba a la prodigiosa presencia que servía.
—Pero lo primero ha de predominar sobre el segundo. —Mientras hablaba, Hotak rodeó el lecho para escanciar el vino de la botella y ofrecerle una copa a Nephera. Como la sacerdotisa no la quiso, volvió a depositarla en la bandeja. Sin embargo, él la vació de un trago, antes de decir—: Quiero reunir otra vez a esta familia. Siempre deben vemos como si fuéramos uno solo.
Una mano de Nephera jugueteó con su pelo.
—¿Nos vas a traer a todos? ¿Incluirás también a Ardnor?
—¡Naturalmente! A fin de cuentas, es mi primogénito. Formará parte de los asuntos de palacio y disfrutará de un cargo lleno de honra y prestigio. Deseo restañar las heridas del pasado. Quiero que cuando el pueblo lo mire, vea al hijo del emperador y de su consorte.
Nephera se aproximó a la cama para acariciar la línea curva de madera. La otra mano se deslizó desde su cabello hasta la copa.
—¿Y qué vida le espera a mi amado hijo aquí, en palacio?
—Depende de sus facultades. Podría ser general de la legión. Sí, lo nombraré. Será un poderoso comandante de mi ejército.
Nephera retiró la mano, entrecerrando los ojos.
—¿Un general? ¿Sólo un general?
—Te recuerdo que yo fui general —subrayó Hotak con un ligero bufido—. Muchos minotauros envidiarían ese rango.
—Quizá no cuando ya no lo cubra el manto del emperador.
Y con aquel reproche, se encaminó a las puertas.
El emperador volvió a tomarla por el brazo para girarle el rostro hacia él. En realidad, le pareció que no se le resistía.
—Quiero que Ardnor y tú volváis a palacio, querida mía. Pero sobre todo, quiero que vuelvas tú. Crees que se me olvida lo que has hecho por mí, pero te equivocas. Te quiero conmigo para compartir el reino.
—Ya lo compartimos. Tú, desde el trono, yo, desde el templo.
Él le rozó la parte baja del hocico.
—Hay que venerar el templo, es cierto, y como tú has vuelto a demostrar esta noche, el dios que sirves es poderoso. Pero resulta absurdo que la consorte imperial pasé más tiempo allí que con el emperador. Nephera…, deja las riendas en otras manos si tiene que ser así, pero regresa a palacio y cumple la función que siempre ha sido tuya.
Para sorpresa de Hotak, ella le lanzó una fuerte carcajada en el rostro. Los ojos tenían la misma intensidad que él había visto en el templo.
—¡No sabes lo que me pides! ¡Es como si yo te rogara que abandonaras el trono para convertirte en uno de mis sacerdotes!
Hotak retrocedió, ciertamente sorprendido por la comparación.
—Los templos pasan, Nephera, pero el trono es eterno.
—¿Tan eterno como los muertos? —La suma sacerdotisa extendió las manos como si pensara abarcar la estancia entera. Contempló su entorno buscando miradas que el emperador no podía ver—. Amor mío, el poder que yo poseo, el que he ejercido esta misma noche para ti, es muy superior a esas minucias de los ejércitos y los imperios. ¡Estoy tocada por la fuerza de un dios que no ha abandonado Krynn! ¡Abarca Ansalon, el Mar Sangriento, el Courrain… todo lo que hay en el mundo y más allá!
—Yo aprecio lo que has sido capaz de hacer gracias a tu dios, incluida la información que me has blindado esta noche, pero cuando te veo así, como ahora… ¡Me rindo ante tu belleza! Si no sé expresarme, si ofendo a tu dios y a tu religión es sin querer y sólo porque me hipnotiza tu presencia…; una presencia que añoro desde hace demasiado tiempo.
La expresión de Nephera se dulcificó sinceramente. Extendió la mano hacia su esposo para que éste se la estrechara.
—El poder me ha garantizado que seremos dueños de todo. —Tenía avidez en el rostro—. Perdimos a uno que sé que lloras más que a nadie. Aunque no es de carne y hueso, está a nuestro alcance. Podría traerlo aquí mismo con un solo pensamiento.
Las lámparas de aceite temblaron; luego, todo quedó a oscuras. Parecía que las sombras susurraban su acuerdo. Por todas partes se oían siseos. Al emperador se le pusieron los pelos de punta. Su esposa volvía a actuar de un modo extraño. No era eso lo que él deseaba.
Ahora percibía una brisa alrededor de ella que le mecía la túnica y el cabello. Los siseos aumentaban sin cesar. Algo se movió justo delante de Hotak, que percibió un leve olor a mar. Apretó inconscientemente la copa hasta quebrarla entre sus dedos con un leve sonido metálico.
Aunque la luz de las lámparas se había apagado, una iluminación fantasmal rodeaba a Nephera.
Los siseos eran cada vez más fuertes, aunque ininteligibles. En la oscuridad, aparecieron otras formas siniestras cerca de Nephera. Hotak había recibido la capacidad de verlas. Muchas eran amorfas, pero algunas iban adquiriendo definición…; una de ellas le pareció familiar.
Con un rugido, dejó caer lo que quedaba de la copa al suelo.
El ruido alertó a la suma sacerdotisa, y las figuras que estaban detrás de ella —incluida la que Hotak había reconocido— se desvanecieron al instante. El aura de la consorte desapareció.
Cuando las lámparas de aceite volvieron a alumbrar, Hotak se acercó a Nephera y dijo, en voz alta:
—Ya me revelaste una vez esas… esas cosas…, ese enjambre que te sigue. Me revelaste a tus muertos… y yo te dije, te ordené, que no lo repitieras jamás.
—Quería traerte a tu…
—¡No te lo he pedido! —bramó—. ¡Kolot murió y muerto ha de seguir! ¡No me muestres un espectro hambriento, mi querida esposa! ¡No es ése el hijo que he perdido, ni el que añoro!
El rostro de Nephera expresaba una ira oscura, tan desconocida que Hotak retrocedió, atónito. Antes de que la suma sacerdotisa pudiera añadir algo, las dos puertas se abrieron y los guardias se precipitaron dentro de la estancia.
—¡Mi señor! ¡Mi señora! Hemos oído gritos…
—No es nada —respondió Hotak con aspereza, sin apartar la mirada cíe su esposa—. Nada en absoluto.
Las pupilas negras de ella no parpadearon.
—Exacto. Absolutamente nada.
De pronto, lady Nephera hizo una reverencia a su esposo.
—Perdón, debo regresar al templo. Naturalmente, seguiré informándote de la invasión y de los avatares de Bastion.
Pasó entre los soldados. La mano de Hotak estuvo a punto de elevarse para detenerla, pero el emperador la dejó caer en seguida.
El guardia de mayor rango hincó la rodilla ante él, con los cuernos bajos e inclinados.
—Señor, perdonad si nos entrometimos…
—No hay nada que perdonar, capitán —dijo el emperador con gentileza, mientras observaba a su esposa alejarse flotando por el vestíbulo exterior. Cuando desapareció de su vista, se volvió para dar una orden.
»Dejadme a solas.
Los guardias volvieron a cerrar las puertas. Hotak se dirigió inmediatamente hacia donde estaba el vino, y tomando la copa intacta de Nephera la apuró de un trago y se sirvió otra en las sombras.
—Te quiero conmigo, amor mío —susurraba a las tinieblas—. Tengo que tenerte conmigo, y te tendré…