VI

GARANTHA

Mientras que su larga, serpenteante y en cierto modo caótica caravana se aproximaba a la ciudad, Golgren contemplaba las puertas que comenzaban a dibujarse y percibía al mismo tiempo la maravilla y la decadencia de la antigua ciudadela que había sido su hogar.

Tanto para los humanos como para el resto del mundo, era conocida por el nombre de Kernen, la capital del cruel reino ogro de Kern. Los extranjeros —los pocos que habían tenido ocasión de vislumbrarla— hablaban de ella con aversión y desprecio. A fin de cuentas, estaba habitada por ogros…, unas bestias vulgares y necias en comparación con los irdas, los ancestros extinguidos que ellos reverenciaban.

Kernen, en otro tiempo el mayor orgullo de los Grandes Ogros, era en la actualidad el corazón de su reino. Frente a las cuatro enormes puertas de hierro se elevaban otros tantos obeliscos de mármol blanco de una gran pureza, cuyas profundas incisiones proclamaban, en la extravagante caligrafía de los ogros, la presencia de la que era para los extraños Kernen y para ellos Garantha, la ciudad bendecida por los dioses más poderosos y más venerados. Allí vivió siempre la élite del pensamiento, de la arquitectura, de la civilización. Para proteger a Kernen, para guardarla del mundo exterior y menos perfecto, habían construido una muralla del mismo mármol y de casi diez metros de altura, cubierta de gigantescos relieves en sus cuatro lados.

Los relieves anunciaban a los nuevos visitantes las glorias que podían encontrar en el interior. Por ejemplo, el inmenso circo rematado en cúpula, donde los intelectuales y los políticos debatían problemas históricos y acontecimientos mundiales. El extraordinario mercado al aire libre que ocupaba la parte oriental, con una vegetación tan frondosa que a muchos les parecía más un jardín paradisíaco que un lugar donde adquirir comestibles y productos raros llegados tanto del continente como de allende los mares. El zoológico de Sagrio, una reserva natural al norte, el único lugar de Ansalon en el que se podían ver los últimos bordarais de seis metros de altura, unos gigantes dóciles y perezosos, que estaban a punto de extinguirse a causa de la caza a la que eran sometidos debido a su suave pelaje dorado.

Eran sólo tres de las maravillas esculpidas en la piedra, una pálida idea de los incontables y exquisitos detalles que contenía la ciudad que fuera en otro tiempo la joya de los Grandes Ogros.

Antes de que los peregrinos cruzaran los suaves arroyos y tuvieran ocasión de avistar las murallas, las cuatro torres redondas y rematadas en cimeras de Garantha —situadas a poca distancia de cada una de las puertas— les servían de faros. Todas se coronaban artísticamente con el estilizado símbolo del grifo. Pintadas de un negro austero que resaltaba en la blancura del mármol, las gigantescas imágenes parecían a punto de abandonar su cumbre para alcanzar el cielo.

Al otro lado de las puertas y de las murallas, las calles de adoquines blancos, pulcramente conservadas, habían formado una cuadricula perfecta en toda la ciudad. Los edificios, semejantes en su mayor parte a las torres, eran también redondos, con los tejados circundados de la misma cimera espléndida de cinco lados. Por todas partes se apreciaba los relieves tridimensionales y las estatuas bellamente pintadas que representaban al animal benefactor.

En aquellos tiempos lejanos, la ciudad se dividía en cuatro partes. Los edificios bajos y anchos situados en la parte occidental habían alojado a los grupos menos afortunados, aunque, por su grandeza, en Garantha hasta los menos ricos podían considerarse prósperos. Todas las casas disponían de un jardín delantero, y los Grandes Ogros competían por conseguir las flores más coloridas y los arreglos más exóticos. Detrás del amplio zoológico, también al norte, se hallaba la zona de los gremios, donde se llevaban a cabo la administración y la producción industrial de la ciudad. Al este, los ricos de Garantha habitaban suntuosas villas de enormes jardines colgantes y entradas con pilares y puertas de hierro que se adornaban con la escultura del grifo omnipresente.

En el centro de la ciudad no se encontraba el palacio del soberano —que estaba en la parte oriental—, sino el gran circo. Construido y modificado en el curso de cien años, con una arcada de veinticuatro columnas en el centro de la gran cúpula recubierta de madera, el famoso edificio presentaba una altura de diez plantas más las dos que incorporaba el tejado. Gracias a sus cien metros de ancho y sus doscientos de alto, era capaz de contener a la inmensa multitud que acudía a la coronación de sus soberanos, la celebración de sus héroes y la exaltación ritual de las glorias de su raza.

Pero todo aquello había ocurrido hacía siglos, antes de la decadencia, de la caída. Antes de que los ogros comenzaran a inspirar temor y desprecio.

Ahora, lo que en un tiempo había sido una muralla blanca y resplandeciente dotada de relieves magníficos mostraba tan sólo fragmentos esporádicos de Garantha, porque la mayor parte se había derrumbado, víctima de las tormentas, los terremotos y las luchas intestinas. La parte exterior se decoraba con cascotes deteriorados por la intemperie, y todo lo que aún se mantenía en pie estaba sucio y era de color gris. Las imágenes extravagantes habían quedado reducidas a signos desdibujados o se habían roto en minúsculos trozos. Desde la caída, apenas se había hecho nada por reconstruir la orgullosa barrera, aunque una de las secciones, próxima a la entrada oriental —en la que aún se distinguía el icono de la ciudad—, se había restaurado a toda prisa y de mala manera antes de la visita de Golgren.

El interior de Garantha no había resistido mejor que su otrora estimada muralla ni las catástrofes ni las inclemencias del tiempo. De las magníficas torres quedaba sólo el armazón. Sólo una conservaba aún la corona, aunque había perdido dos puntas. Como nadie retocaba la pintura, los grifos se borraban de las altas fachadas.

Los magníficos jardines delanteros habían desaparecido, porque en estos tiempos nadie podía cuidarlos como se requería. Incluso las casas presentaban numerosas grietas, y algunas se habían derrumbado por dentro.

Aun así, y a pesar de las heridas y las grietas, Garantha no estaba ni muerta ni cerrada como muchos podían pensar. Los ogros dominaban aún la ciudad, y se la conociera por su nombre antiguo o por el nombre extranjero de Kernen, continuaba siendo la sede del poder. Cuando el primer Gran Kan, Juk i’Fhanhrik. —Juk, la Muerte de Sus Enemigos—, se hizo de un modo brutal con el poder absoluto durante un enfrentamiento que acabó casi con la cuarta parte de la población, decidió convertir Garantha en la sede de su trono. Los temerosos súbditos que tenían algún talento para esculpir y tejer fueron obligados a recrear para él, bajo pena de tortura y agonía lenta, las vestiduras y los aderezos representados en los restos de los relieves y esculturas que se veían entre las ruinas.

La posterior muerte de Juk —le arrancaron los brazos, las piernas y la cabeza mientras gritaba inútilmente— no impidió que los sucesores imitaran su ejemplo. La restauración continua, si bien imperfecta, de la arquitectura de los Grandes Ogros se convirtió en la pasión de los grandes kanes que le siguieron.

Cuando la caravana se aproximó a las puertas orientales, los temibles centinelas vestidos con faldellines rojos se asomaron como pudieron a los muros derruidos y bajaron las lanzas. Acercándose unos retorcidos cuernos de cabra a la boca colmilluda, hirieron sonar una bienvenida simbólica a los viajeros, y quizá también un aviso a los que se hallaban en el palacio. Por todas partes, los ogros levantaban la vista, abandonaban sus quehaceres y se encaminaban a las puertas. Otros centinelas cogían unos enormes tambores de cuero para arrancarles un sonido áspero y belicoso. Los que gobernaban nominalmente la ciudad se apresuraron a salir con lo que ellos consideraban sus mejores galas para recibir al augusto visitante.

La imagen que compusieron los habitantes de Garantha al reunirse en la muralla y cerca de la entrada, junto al lugar donde un semiderruido obelisco aún saludaba a los recién llegados, recordaba los tiempos pasados.

Una larga fila de guerreros ogros con corazas plateadas, la maza y la espada al hombro izquierdo, marchaba en dirección a las puertas. Aunque eran casi mil, representaban sólo una pequeña parte de la fuerza que se podía reunir en Garantha, e impresionaron al viajero. A un prolongado sonido de las trompetas que anunciaban la llegada inminente de su jefe, los soldados rasos gritaron: ¡Iskar’ai! ¡Iskar’ai! —que en su lengua significaba «victoria»—, una y otra vez. Los capitanes se pavoneaban entre las tropas, con la lengua y el látigo dispuestos a contener a los revoltosos.

El avance de los impresionantes guerreros añadió una repentina ferocidad a los gritos de orgullo. Entre ellos venían grupos formados por unas figuras corpulentas y ligeramente más bajas, ataviadas con yelmos y petos herrumbrosos, donde llevaban grabada la imagen de una mano ensangrentada. Aquella tropa no perdía de vista los movimientos de la población, pero avanzaba confiada entre la muchedumbre. No obstante, la presencia de los ogros de Blode perturbaba a sus iguales de Garantha, que los consideraban una casta casi tan bestial como la de los minotauros. Aquella proximidad a la frontera y la mezcla con los de su propio linaje les producía una gran inquietud.

Pero los ogros de Blode eran ahora aliados de los ogros de Kernen, puesto que, engatusados por la fascinante personalidad de Golgren, habían firmado un pacto no menos sorprendente que el establecido con los Uruv Suurt, sus enemigos históricos. Al frente del contingente de Blode marchaba Belgroch, con sus enormes mandíbulas glotonas, hermano y subcomandante de Nagroch, en representación del segundo cacique ausente. Estudiaba la capital como si fuera a tomarla, lo que le valió no pocas miradas amenazadoras entre la multitud congregada.

Detrás de las impresionantes columnas de guerreros, unos ogros tiraban de las traíllas de varias docenas de merodracos, los monstruosos reptiles de color castaño verdoso que silbaban y lanzaban dentelladas a su alrededor. Éstos, a su vez, venían seguidos de varias carretas abiertas —muchas de las cuales habían pertenecido a los Caballeros de Neraka—, en las que se apilaban, formando altos montones, las vituallas y los objetos robados a los cadáveres del enemigo para exhibirlos ante los espectadores. Había armaduras nerakianas, solámnicas y élficas…, espadas, lanzas, copas, ropas recamadas de joyas y muchas otras cosas. El metal, cualquiera que fuese, constituía una mercancía valiosa para Kern, y la cantidad que allí se veía hablaba a las claras de la enorme riqueza que el jefe de la columna había acumulado durante la campaña.

Venía después algo que los ogros preferían a las armas y a los metales: una fila de humanos y elfos apaleados, conducidos por guardianes que los empujaban despiadadamente con el látigo. Iban cubiertos de sangre y lodo, y algunos se movían a trompicones por cargar con otros compañeros. Caminaban sin esperanza y sin la menor sombra de orgullo. Garantha escarneció a los desventurados a pedradas, hasta que los guardias, que habían recibido más de una, impusieron el orden a gritos, amenazando al gentío con sufrir su cólera.

Entonces, tras los innegables ejemplos de éxito y poder que le habían precedido, llegó el Gran Señor Golgren en un impresionante carruaje tirado por dos mastarks, unos monstruos del color del desierto que vivían al oeste de Kern. Levantando sus colmillos curvados hacia abajo, dieron un gran resoplido, que parecía de inquietud, con los hocicos largos y ahusados. El conductor del carruaje, un ogro de pelo brillante, dominó la situación diestramente golpeando a las desprevenidas bestias.

Para el criterio humano, el recargado carruaje, bordeado de láminas de oro y con los costados llenos de gemas resplandecientes, habría resultado de mal gusto, pero a los ogros les recordaba el encanto de sus glorias pasadas. Unas volutas ostentosas, arrancadas de las armaduras de los oficiales de Neraka, decoraban las ventanillas, que se tapaban con cortinas de seda verde. Cuidadosamente ornados con la caligrafía de los Grandes Ogros —por obra de un hábil elfo, ya muerto—, los costados del carruaje recordaban la grandeza del ocupante enumerando sus abundantes victorias. Al emisario le tenía sin cuidado que pocos estuvieran en condiciones de leer la antigua caligrafía; la letanía de sus hazañas impresionaría sobre todo a los letrados.

Desde fuera sólo se vislumbraba su rostro. Ataviado con su mejor túnica élfica en verde bosque y su bien cortado vestido color arena, Golgren recibía con un ademán de la cabeza los rugidos de la ciudadanía. Naturalmente, llegaba en calidad de Gran Señor de Kern, emisario y servidor del Gran Kan, pero era él quien había conseguido el pacto con los minotauros, los Uruv Suurt, por tanto, su nombre se gritaba tanto como el de su superior. El pacto con los minotauros se había considerado un compromiso político indigno hasta que se produjo la expulsión y el exterminio de los detestados caballeros. El pacto había proporcionado a la nación de los ogros las armas y las provisiones necesarias para su proyectada incursión en Ansalon.

El genio de Golgren, y no otra cosa, había conseguido unir a dos reinos ogros separados y con frecuencia en guerra, para forjar la derrota de los invasores.

Sobre las murallas y a lo largo de las calles sucias y agrietadas, los ogros de Kernen celebraban con gritos de su lengua gutural la entrada de Golgren en Garantha. Los que portaban mazas u otras armas largas comenzaron a golpear la piedra de las murallas, adaptándose al ritmo de los tambores. Sin embargo, algunos de los favoritos del Gran Kan lanzaron por un instante ciertas miradas oscuras. Nadie destacaba entre la raza de los ogros si no era dejando tras de sí un rastro de sangre enemiga, y Golgren había dejado uno especialmente largo y cruel. Contaba con admiradores y aduladores, pero también podía jactarse de tener muchos enemigos.

Desde los tejados y las estatuas, las desportilladas cabezas de grifos observaban el paso de las fuerzas por Garantha. Uno de los mastarks torció la trompa hacia el sur, rastreando el olor a verdura procedente de aquella zona de la ciudad. El antiguo adoquinado crujía bajo los pesados pies forrados de los monstruos.

Ya en el centro de la ciudad, la columna se encontró ante lo que quedaba del inmenso circo. Como casi todo en Garantha y en el reino de los ogros, el edificio legendario estaba en ruinas. De la impresionante cúpula no quedaban más que unos cuantos arcos al aire. Una buena parte del interior había quedado sepultada por el desplome del lado norte. La sección oriental, en mejores condiciones, se empleaba aún para los acontecimientos sociales, pero el circo era mucho más pequeño que antes, un pálido reflejo de sí mismo. Hubo varios intentos de rehabilitar las secciones en ruinas, pero, como siempre en Kern, los artesanos no estaban a la altura del cometido, y el trabajo quedó sin hacerse.

Golgren frunció el entrecejo al verlo, aunque no por eso ordenó que aminoraran la marcha.

Luego, cuando la caravana entró en las proximidades del palacio, Garantha cambió de repente. Fue como retroceder en el tiempo y recuperar los esplendores pasados. Aunque las villas de los Grandes Ogros mostraban también las lacras del tiempo, allí las grietas estaban tapadas y se apreciaba un auténtico esfuerzo por mantener la limpieza. Los jardines —tan hermosos que habrían sorprendido a los extraños— florecían a la entrada de muchos edificios. Las flores eran enanas y las plantas tenían un toque salvaje y exótico, y su sola presencia revelaba el poder y la ambición de los habitantes de la zona.

Al otro lado de la verja de una de las villas se veían unas criaturas sin pelaje, de un amarillo grisáceo, que parecían caballos lobunos —eran los amaloks kernianos— y que estiraban el cuello para mirar por encima de los gruesos barrotes rematados en picas, con los cuernos sospechosamente vueltos en dirección a los mastarks. Como les habría bastado una pata para aplastarlos, los gigantes no les prestaban la menor atención. Los amaloks, animales domésticos, eran muy apreciados por la élite de la capital. Se los criaba para que lucharan entre sí, ya que sus cuernos eran capaces de traspasar una armadura. En el círculo íntimo del Gran Kan se hacían apuestas, por eso se seleccionaba a los vencedores, según su agresividad, para la cría. Los vencidos pasaban a formar parte del festín de la noche palaciega.

Cuando la larga columna se detuvo en aquel lugar, los soldados se apresuraron a formar dos filas para dejar paso al carruaje. Golgren iba erguido, con los ojos brillantes de avidez. Lanzó una mirada al frente.

El palacio le atraía.

Si colocáramos tres caparazones de tortuga perfectos —uno de seis plantas, y los otros dos de cuatro—, con el mayor de ellos encajado entre los de menor tamaño, tendríamos más o menos el dibujo del antiguo edificio. El tejado se inclinaba en un ángulo perfecto para acentuar la impresión de unos reptiles gigantescos en reposo. Bajo el techo de cada una de las secciones, corría a todo lo largo una línea de ventanas rematadas en arco. Dos torres idénticas, iguales a las de las puertas, se elevaban en cada uno de los extremos. Una sutil pintura gris, con el lustre propio de las perlas, añadía un aura de majestad a la piedra. Como la fórmula secreta se había perdido con el ocaso de la raza, el mármol había sido el austero sustituto en las reparaciones de los desperfectos causados por la guerra y la intemperie.

Al cruzar un elevado arco esculpido con dos grifos enfrentados, el carruaje de Golgren entró en el recinto del palacio. Una fila de guerreros ataviados con brillantes corazas arrebatadas a los minotauros surgió del interior para ocupar su puesto delante de las puertas de hierro. El propio Gran Señor se había ocupado de los finos atavíos que llevaban, por no hablar de las hachas nuevas y brillantes que sostenían los guardianes, pero tocaba a su señor mostrar los despojos de la guerra. La guardia observaba las columnas, los merodracos y los mastarks —incluso los desgreñados prisioneros— con intenso recelo. Habían prestado juramento al Gran Kan, pero reconocían el prestigio que arropaba a Golgren.

Entre los gritos de la multitud situada más allá de las murallas, Golgren descendió del carruaje a un sendero de piedra roja. Los guardianes del Gran Kan se pusieron rígidos al ver que, seguido de un séquito mucho más numeroso que ellos, caminaba tranquilamente por el sendero en dirección a los grandes peldaños blancos.

Las dos estatuas gemelas de grifos que se cernían sobre la entrada eran tan realistas, a pesar del deterioro del tiempo, que parecían capaces de captar el grado de firmeza de los que pasaban por debajo. Golgren aminoró el paso para contemplar todos los rostros de piedra, con la sana intención de hacerse esperar por los que estaban dentro. El Gran Señor entró en el palacio flanqueado por dos guardianes y seguido de setenta guerreros y de los prisioneros que había mostrado como trofeos. Varios de éstos transportaban con gran esfuerzo unos pesados arcones de madera cuyo contenido resonaba a cada paso.

Un vestíbulo iluminado con antorchas le dio la bienvenida. El temblor de las llamas producía sombras danzantes. Dos guardianes con yelmo, tirando de sendos merodracos que no paraban de lanzar dentelladas, dirigieron una mirada desconfiada a Golgren y a sus acompañantes.

¡H’jihan! —gruñó uno que tenía un colmillo roto—. ¡Garata i’Golgreni toruk!

¡Garata len kerar i’Zharangi! —replicó Golgren, sumiso, casi humillándose ante los esbirros del Gran Kan.—¡Garata ky jukal i’Zharangi! ¡Garata corvai kerak i’Zharangi!

El ogro del colmillo roto se golpeó el pelo con la mano libre.

¡Garata y kerak ky toruk pnum i’Zharangi!

El Gran Señor asintió.

¡Kee! —replicó con dureza.

Los dos se apartaron para dejarle paso.

El perfume de la flor de grmyn inundó el vestíbulo mientras la compañía se aproximaba a la sala del gran trono. El extraño capullo de tronco dentado, con su centro purpúreo, del color del atardecer, crecía en las regiones pantanosas de Kern, situadas al este. La actual jerarquía se deleitaba con ella, como ya habían hecho sus ancestros durante los últimos tiempos de la civilización de los Grandes Ogros.

A todo lo largo de las paredes, desde la entrada del palacio, los altorrelieves de los Grandes Ogros narraban la historia de su raza. Ataviados con ricas vestiduras flotantes y preciosos aros y cadenas de gemas que les colgaban de las orejas y del cuello, los Grandes Ogros tocaban laúdes, cazaban amaloks y otros animales, guiaban la voluntad de las razas más jóvenes y menos inteligentes y presidían la historia de su reino. Las figuras medían el doble que los ogros actuales para realzar su divina perfección.

Golgren se puso rígido al entrar en el santuario de su clan. A pesar de medir un metro menos que la mayoría de los de su raza, su paso se saludó con respeto. Los escasos ogros que se habían burlado de él al comienzo de su carrera política carecían ya de lengua —o de cabeza— para continuar con la broma.

Un gigante de espesas cejas, tan alto que tenía que detenerse en los zaguanes construidos para sus ancestros, observó aproximarse al emisario, seguido de su apestosa prole. Con una maza casi tan ancha como el tórax de Golgren, se acercó con altanería al Gran Señor.

¡Garata i’Golgreni toruk!

Golgren inclinó la cabeza y repitió lo ya dicho a los guardianes para proclamar su devoción, su lealtad absoluta y su reverencia por Zharang, Gran Kan de Kern.

El enorme bruto retrocedió rascándose el pelaje negro y deslustrado. Detrás de él, se abrió una gruesa cortina carmesí para dar paso al viajero de alto rango.

Cuando Golgren entró en los aposentos reales, su rostro no expresaba ya el menor signo de humillación.

La luz intermitente de las antorchas aplicadas a las paredes no bastaba para iluminar el camino. Le asaltaron unas estridentes notas musicales. El olor a flores de grmyn era cada vez más fuerte. Una ligera neblina de color púrpura llenaba la estancia. Las aletas de Golgren se hincharon momentáneamente por el efecto embriagador del dulce aroma.

A lo largo de los muros colgaban varias jaulas. La más próxima, de un metro de alto por algo más de un metro de ancho, contenía un enano repulsivo de los que vivían en las colinas. El enano, que sólo se cubría con una barba sucia y espesa, respiraba aún, pero su mirada era la de una criatura muerta. La estrecha jaula lo mantenía inmóvil, con las piernas dobladas contra el pecho. Estaba igual que durante la última audiencia que el Gran Señor había mantenido con su jefe.

Una jaula más grande, de hierro forjado, albergaba un nauseabundo pájaro rojo, cuyas alas tenían una envergadura que duplicaba la altura del enano encerrado. Al contrario que la otra figura, demacrada y encogida, el ave de pico afilado y cresta de fuego parecía bien alimentada, aunque en sus ojos brillaba el deseo de un nuevo bocado. Zharang adoraba al bicho, como se podía apreciar por los huesos esparcidos dentro de la jaula, algunos de los cuales eran restos de dedos. Las malignas órbitas negras del pájaro se posaron brevemente en el emisario calculando sus posibilidades alimenticias, pero se apartaron en cuanto Golgren enseñó los dientes. Los predadores se reconocen entre sí.

El resto de las abundantes jaulas contenía un conjunto variado de bestias, la mayor parte tan pequeñas como mortíferas… y algunas muy, muy raras. Golgren, sin embargo, no les prestó atención porque delante de él se hallaba su jefe, Zharang.

El Gran Kan no estaba solo. A su lado, otros cien ogros de distintas edades y distintos sexos y tamaños se sentaban sobre unos cojines de telas chillonas. La mayor parte de los cojines estaban manchados de vino y de algún otro fluido rojo más vital. Los propios celebrantes mostraban no pocas manchas en sus vestidos, porque las bocas, abiertas por las risotadas, despedían vino y trozos de comida a medio masticar.

Una figura humana más o menos identificable como hembra servía fuentes llenas de carne de cabrito. Uno de los ogros intentó agarrar sus formas insuficientemente cubiertas, pero la esclava se las compuso para evitar los enormes dedos de uñas largas. La humana se escurrió de la vista del ogro, y los que estaban junto a él se burlaron de sus temores.

Una lira curva, sostenida por una figura pálida de larga cabellera despeinada que parecía un elfo, emitía una música suave. La nariz pequeña y estrecha y el mentón puntiagudo mostraban huellas de golpes, porque el Gran Kan tenía la costumbre de demostrar su disgusto cuando la música no era de su agrado. Como en el caso del enano, la carne —escasa y casi translúcida— constituía el único vestido del desgraciado.

De la reunión surgían grandes carcajadas. En medio de los participantes, ricamente ataviados, dos peculiares reptiles sentados sobre los cuartos traseros representaban una macabra danza de la muerte peleándose por un bocado de carne. Sostenidos sobre unas patas que recordaban las de los pájaros escamosos, se embestían sin parar de emitir silbidos. Sacaban las garras delanteras, generalmente escondidas, para lanzar terribles zarpazos a la piel marrón jaspeada del otro. Los barakis eran criaturas solitarias que defendían con ahínco su territorio particular, salvo en la época de celo. Por lo demás, vivían como enemigos irreconciliables, lo que los convertía en criaturas perfectas para la caza en los espectáculos que se ofrecían de puertas adentro.

Aunque la entrada le produjo un escalofrío, Golgren se las compuso para esbozar una sonrisa jovial. El Gran Kan llevaba días esperándolo.

La neblina y el hedor se hicieron más insoportables al acercarse al soberano. Uno de los participantes, con los colmillos limados a la manera de Golgren, succionaba una estrecha pipa de plata conectada a un tubo fabricado con delicadas cañas de río. Abría una pequeña solapa para inhalar el humo que salía por ella. Detrás de un grupo de ogros que se empujaban unos a otros, se veían unas tinas ovaladas y calientes gracias a unos pequeños fuegos. Dos esclavos nerviosos —ogros, comprobó Golgren con sorpresa— iban y venían cuidando de que los recipientes de cobre no se enfriaran. El placer adictivo de la flor de grmyn de puntas azules se saboreaba mejor cuando se calentaba sin llegar a cocer.

Golgren levantó la mano para detener a su escolta. Solo, se acercó respetuosamente a los jaraneros.

Al fondo de la estancia, encadenada a los escalones que sostenían el trono ancho y de alto respaldo del Gran Kan, una enorme bestia alada hizo un súbito movimiento para sentarse, alerta, con las garras delanteras en el aire. Tenía las alas pegadas a los costados; en realidad, se las habían cortado para que la salvaje criatura no tuviera oportunidad de salir volando.

La bestia picuda lanzó un fuerte graznido para anunciar la presencia del Gran Señor. Un ogro próximo al grifo le impuso silencio a gritos. Entonces, con una última calada de su pipa, el Gran Kan de Kern, Zharang i’Urjarum Dracon-Zharang, el Gran Dragón—, observó desde el almohadón a su servidor más leal.

Los ojos, ligeramente enrojecidos, despedían veneno.

Al percibir el cambio de la situación, el elfo dejó de tocar y se retiró con mucha cautela, arrastrando las cadenas. Dos ogros que cuidaban de los barakis salieron del círculo y, empleando manoplas y guantes nerakianos para protegerse de las garras y los dientes, se llevaron a los reptiles, que gritaban enfurecidos.

Los demás asistentes a la fiesta contemplaron al intruso con una mezcla de interés, desprecio, respeto y, sobre todo, saludable temor.

Golgren se postró sobre una rodilla, pero en vez de bajar la vista, como dictaba la costumbre, la levantó buscando los ojos del Gran Kan.

Zharang fue el primero en retirar la mirada acuosa. Sólo entonces comenzó Golgren su ritual de saludo al jefe, enunciando una lisonjera lista de títulos.

Al acabar, se levantó; otro sutil desprecio de la tradición. Zharang volvió a chupar la pipa, sonriendo ampliamente. Aunque sus colmillos se parecían a los de Golgren, se había afilado los dientes de tal modo que podía cortar los huesos. Su castigo preferido para los que le ofendían consistía en arrancarles uno a uno los dedos para alimentar al ave de la jaula.

Yurook ky ifana, i’Golgreni —dijo Zharang, bajando la pipa y echándose hacia atrás despreocupadamente. Golgren podía mantenerse de pie en su presencia, pero el Gran Kan debía demostrar a los asistentes que la descortesía no le intimidaba en absoluto.

Golgren, a su vez, no respondió a la evidente ausencia de sus títulos oficiales en el breve saludo de bienvenida de Zharang. A un chasquido de sus dedos, acercaron los arcones. Los compañeros del Gran Kan se echaron hacia atrás cuando los prisioneros de Golgren depositaron los seis pesados paquetes a los pies de la corpulenta figura.

La avaricia pesa más que el odio y la desconfianza. Después de alisar el borde dorado de su atavío verde esmeralda, Zharang tomó un bastón que ya había utilizado para el baraki y dio unos golpecitos en la tapa arqueada del arcón más próximo.

Uno de los guardias reales se acercó blandiendo el hacha, pero con un ágil movimiento, Golgren le arrebató el arma de la mano y luego, con un certero giro, cortó, una tras otra, las firmes piezas metálicas de la cerradura.

Sin moverse de su sitio, Zharang dio una patada a la tapa del más cercano y lo abrió por completo.

El metal brilló a la luz de las antorchas. Las armas y otras mercancías preciosas, mucho más valiosas que el oro en aquellos tiempos, estaban ordenadamente dispuestas. Para los ogros, equivalían al rescate de un rey.

Uno a uno, Golgren abrió los restantes arcones para mostrar a los demás el fruto de sus hazañas. Había más hierro, pero también joyas, otros metales raros y unos paños excelentes.

Gruñendo mientras inclinaba su cuerpo panzudo, Zharang empuñó una espada que sopesó con mano experta. Los otros ogros se acercaron para admirar la finura de la artesanía.

¿Igran ky verata i’Neraki? —preguntó Zharang—. ¿F’han?

En respuesta, el Gran Señor se giró y fríamente hizo un ademán con la cabeza a los que vigilaban a los prisioneros. Uno de sus guerreros adelantó de una patada a un humano de cabello ralo y sin brillo que había perdido un ojo a causa del trato recibido de sus captores. Aterrizó en el círculo donde antes luchaba el baraki. Con un golpe en la nuca, Golgren envió al caballero negro a los pies de Zharang.

En ese instante, creció un entusiasmo febril entre los restantes invitados. Los gritos de ¡F’han!, ¡F’han!, llenaron la cámara real.

El Gran Kan Zharang se puso en pie. Su enorme papada se desplegó dejando ver una barba rala. Sonriendo, animó los gritos con las manos. El humano continuaba a sus pies, débil y encogido, posiblemente ajeno a su horrible situación.

Sobre el estrado, el grifo bramaba su ansia de sangre, y otro tanto hacia el ave comedora de dedos, que golpeaba la jaula con su pico afilado esperando un poco de carne. Sus poderosos graznidos se perdían entre los chillidos de los ogros. Unos cuantos arrojaban las monedas cuadradas y cobrizas del reino al centro de la fiesta para apostar por los detalles de lo que iba a ocurrir. Los ogros, incluso los que aspiraban a emular a sus sofisticados ancestros, no sólo apostaban a propósito de la muerte, sino también de sus matices más fascinantes. Cuántos golpes, en qué ángulo, gritaría o no la víctima, cómo serían sus gritos…, cualquier pretexto valía para una apuesta.

Cuando los gritos alcanzaron su nivel máximo, Zharang blandió la espada de hierro sobre su cabeza. Volvió a sonreír, complaciendo se en momento, en el horror, en la adulación de sus seguidores.

El rostro de Golgren no expresaba más emoción que la creciente intensidad de su mirada.

El Gran Kan dejó caer el arma.

¡F’han! ¡F’han ne Neraki! —gritó más de uno de los juerguistas.

La espada se hundió entre la nuca y el omoplato. Vestido únicamente con un mugriento faldellín gris, el caballero no tuvo modo de proteger su esqueleto del pesado golpe.

La sangre salpicó el cuerpo cuando el humano se desplomó sobre el deslucido suelo de mármol. El caballero daba espasmos, jadeaba y se estremecía, pero no acababa de morir.

Zharang volvió a golpearlo subiendo cuanto pudo la espada para dejarla caer con todas sus fuerzas.

Esta vez le produjo una herida profunda en el hombro izquierdo que, como se supo por el sonido, rompió el hueso y estuvo a punto de dejarlo sin brazo. Cesó el jadeo, pero el desigual resuello del humano no permitía dudar de que aún vivía.

Mientras se saldaban unas apuestas y se avanzaban otras, el Gran Kan de Kern miró a Golgren, casi con disgusto. Los ojos de Zharang se cerraron malignamente al atacar de nuevo el cuerpo.

Con el tercer golpe consiguió separarle la cabeza del tronco. Ya no había duda, el caballero estaba muerto.

Entre los gritos de sus legañosos aduladores, el soberano de los ogros, con el vestido salpicado de sangre, arrojó el arma con desdén. Luego, señaló el cuerpo dividido, gruñendo.

¡Jaragh i i’Neraki gea a’f’han! ¡A’fhan, i’Golgreni!

El Gran Señor era una máscara imperturbable. Sólo los ojos oscurecidos revelaban sus auténticas emociones.

¿A f’han? Ne ky, ne ky.

Con el rostro involuntariamente enrojecido de vergüenza, tomó la espada abandonada y, frunciendo el entrecejo, se volvió hacia su compañía.

Antes de que hubiera girado del todo, uno de sus guerreros adelantó a dos prisioneros más, otro caballero y un elfo casi tan depauperado como el intérprete de la lira.

En el momento en que estuvieron al alcance, Golgren se movió. La espada trazó un arco, dos.

Con la mano que tenía libre, cogió la cabeza del humano cuando se desprendía del cuello y luego hizo otro tanto con el elfo antes de que el cuerpo se desplomara. Golgren se volvió de cara al Gran Kan y suavemente clavó la punta de la espada en el arcón de los objetos preciosos.

Ahora, una mirada humilde sustituía a la avergonzada al presentar las dos cabezas sangrantes ante Zharang.

Ne a’fhan i kerak, i’Zharangi —subrayó con acento cortés.

Había demostrado ante todos los presentes que, contra lo que quería dar a entender el soberano, el defecto no estaba en la espada. Al tiempo que probaba la validez de sus regalos, el Gran Señor Golgren demostraba la impericia de su jefe.

Nerviosos, todos los que le rodeaban cambiaron de actitud. Cesaron las apuestas. La alegría fue disminuyendo hasta desaparecer. Los otros ogros de la élite observaban en silencio, a la espera.

Zharang se mantuvo de pie. Miró al capitán de la guardia, situado junto a la pared de enfrente, y luego a Golgren.

Espada en mano, el capitán, cuyo rango se distinguía por la banda de metal rojo que rodeaba su brazo izquierdo, se dirigió al pequeño emisario. Golgren lo miró sin revelar emoción alguna. La figura que se aproximaba era tan alta como el gigantón del exterior, pero sus ojos expresaban una aguda inteligencia. Dos cicatrices, hechas a propósito, que delineaban sus párpados inferiores, indicaban su pertenencia a una de las tribus más feroces.

Los dos intercambiaron miradas inteligentes. Al acercarse a Golgren, el enorme capitán apretó la espada.

Luego, de improviso, la envainó.

La mayor parte de los celebrantes dejó escapar un ligero suspiro.

El guardia tomó la espada que el Gran Señor había depositado en el arcón de madera y la levantó para que todos la vieran.

Herak i Jeriloch uth Kyr i’Golgreni —declaró respetuosamente a Golgren, blandiendo la espada—. ¿Kar oro?

Kee —replicó Golgren.

Sonriendo, el capitán desenvainó su propia arma y se la arrojó a uno de los centinelas. Se envainó la nueva, inclinó la cabeza ante el Gran Señor y regresó a su sitio.

Zharang parecía acobardado. Golgren, por su parte, lo miraba de arriba abajo, como si acabara de despojarlo de su dignidad.

El Gran Kan se arrojó, malhumorado, sobre su almohadón, y con voz ronca y exagerando el cabeceo, bramó:

¡Ko hy, Jeriloch uth Kyr i’Golgreni! —Luego indicó al emisario que se uniera a la fiesta—. ¡Ko i keluta, Hargo i Lanos i’Golgreni!

La repentina mención de los títulos de Golgren, previamente omitidos, no pasó inadvertida para los asistentes. El Gran Señor obsequió a su jefe con una profunda reverencia y chasqueó los dedos. Los guerreros retiraron al resto de los prisioneros. A la mañana siguiente perecerían en una ejecución pública, en la que Zharang y su emisario estarían juntos, como corresponde a un servidor y a su venerado señor.

Cuando Golgren estiró los pies sobre uno de los grandes almohadones, el ogro canoso que estaba a su lado le ofreció gentilmente la pipa. Golgren declinó la oferta, pero con modales que mostraban a las claras su aprecio. Los ojos del ogro mayor brillaban.

La hembra que tenía al otro lado se inclinó hacia él con la intención de ofrecerle no sólo vino, sino una visión de tesoros cantales que sólo los de la raza del Gran Señor podían apreciar. Golgren aceptó la copa de oro dejando que su mirada declarara su posible interés en ella. La hembra, con la boca llena de carne, dio su asentimiento al Gran Señor.

Al otro lado, Zharang se inclinó a un lado y gritó.

Los cuidadores regresaron con los barakis, que echaban salivazos. Inmediatamente, se renovaron las apuestas. Golgren eligió al que le parecía vencedor y apostó por él. Muchos se apresuraron a imitarle.

El elfo comenzó a tocar de nuevo su extraña música, aunque esta vez era otra, una melodía que, como todos sabían, era la preferida del Gran Señor.

Cuando los cuidadores soltaron a los barakis, la mirada de Golgren sobrepasó a los reptiles combatientes para clavarse en Zharang. El Gran Kan animaba a las bestias con sus rugidos, dando palmadas a uno de los asistentes en el hombro e inhalando humo de la flor de grmyn.

En ningún momento volvió a mirar directamente a Golgren. Los otros, sin embargo, se dirigían a él con frecuencia para entablar una conversación amistosa, ofrecerle algo o animarlo a apostar. El Gran Kan se quedó trágicamente aislado, aspirando su pipa, inhalando demasiada flor de grmyn…

Sabiendo que ya no era el verdadero soberano de Kern.