EL ALIMENTO DE LAS TINIEBLAS
La agitación consumía a los fantasmas. Nephera había sentido su aprensión mientras preparaba la ceremonia, pero achacaba su exceso de fervor a la reciente tormenta, que desde luego no había sido un fenómeno natural. Sus etéreas legiones eran más sensibles a las poderosas fuerzas que se desataban en los cielos y, dada la ocasión, podrían haberse dispersado si ella no los hubiera convocado.
Pero la suma sacerdotisa agradecía la tormenta. Siempre que el cielo se hinchaba de nubes grises y los rayos refulgían y guerreaban entre sí, se abría para ella una reserva de energía sin igual.
Sin embargo, no podía aprovechar aquel poder sin convocar a las apariciones. Los rostros cadavéricos acudían siempre arremolinándose, con las cuencas cada vez más hundidas. Algunos deseaban ser receptáculos suyos; otros, no. El dolor no era ajeno a los muertos; ni siquiera a los que la servían. Sufrían cuando ella requería su magia.
A lady Nephera le importaba poco su eterna aflicción. Los fantasmas eran un medio para conseguir un fin…, igual que su congregación.
Aquel día había invitado a un selecto grupo de celebrantes a la cámara de la meditación para asistir a una novedad importante en los rituales de los Predecesores. Los veinticinco minotauros vestidos con ropas grises creían que se les había elegido por la intensidad de su fe, y en cierto modo había sido así, pero la suma sacerdotisa tenía también otras razones más intrigantes. La selección no se debía a la apariencia externa, ya que el grupo estaba formado por viejos y jóvenes, feos y guapos, ricos y pobres, machos y hembras. Era difícil encontrar un conjunto más heterogéneo desde el punto de vista físico y social.
Los veinticinco fieles se arrodillaban según una pauta de cinco lados, que empezaba a formar el que llegaba con mayor puntualidad. Al fondo de la cámara abovedada, se cernían sobre ellos los símbolos dorados de los Predecesores. El pájaro fantasmal se elevaba desde el centro del hacha rota, en representación de los espíritus de los minotauros muertos y ascendidos a un plano superior, a una existencia más valiosa.
Era la única iconografía de la cámara. Una única antorcha en cada ángulo la iluminaba a duras penas. Sólo vina pieza adornaba aquel lugar tenebroso: el podio de piedra que Nephera ocupaba en ese momento. Ella era la sacerdotisa de un ritual cuyo propósito ninguno de los asistentes imaginaba.
Un silencio absoluto reinaba en la cámara pétrea. Dos acólitas con túnicas blancas festoneadas atendían a Nephera, que vestía su magnífica túnica negra bordeada de plata. La voluminosa capucha podría haberle cubierto por completo la cabeza, pero habría desconcertado innecesariamente a sus seguidores, porque ya se sabía que cuando el brillante velo le cubría el rostro, la suma sacerdotisa de pelaje sedoso invocaba a los muertos. No deseaba atemorizar a los fíeles.
A un gesto de su cabeza, las acólitas supieron que había llegado el momento de situar en el elevado podio los jactanciosos símbolos de la religión de los Predecesores. Así lo hicieron antes de abandonar el lugar.
También sabían que era el momento de convocar a otros espíritus que Nephera necesitaba para llevar a cabo su plan. Surgido de las tinieblas de la cámara, se materializó un fantasma encapuchado y vestido con una andrajosa capa de marinero que ocultaba —porque sólo Nephera lo veía— una túnica hecha jirones y un faldellín mohoso. Sólo Nephera veía al minotauro muerto y las pruebas de que su fin había tenido lugar de un modo violento y durante un apocalipsis muy lejano. Enseñaba parte de las costillas y despedía el olor característico de algo descompuesto en el mar. Los restos de carne que le quedaban en el hocico estaban abrasados y roídos. Los dedos, o lo que todavía colgaba de los tendones, se retorcían en una garra permanente.
El muerto se situó cerca del podio, esperando en silencio.
—¡Simbara! ¡Baranash Simbara! —gritó la suma sacerdotisa con la vista clavada en el techo—. ¡Maja! ¡Simbara! ¡Haja Baranash Odeka!
Nunca antes había pronunciado aquellas palabras, porque nunca las había sabido. De hecho, acababa de comprender su significado. Su patrón le había comunicado el sentido, y Nephera se sentía henchida de orgullo por el honor que se le hacía.
Un viento recorrió la cámara, cuyas puertas estaban completamente selladas.
Nerviosos, algunos de los participantes levantaron los ojos, Pero un vistazo al rostro ceñudo de su suma sacerdotisa les devolvió la tranquilidad. Les había avisado de la posibilidad de algo asombroso; aquella noche verían cosas de otro mundo, y el viento sin origen no sería la más impresionante.
—¡Simbri! ¡Simbri Simbara! ¡Hesse gimmara Haja!
No había acabado de pronunciar la última exclamación, cuando la suma sacerdotisa señaló con apremio a uno de sus leales más próximos. Para su propia sorpresa, el anciano mercader que lady Nephera había elegido comenzó a repetir, palabra por palabra, la oscura salmodia de la sacerdotisa.
A una nueva señal, una joven y estremecida hembra comenzó la misma cantinela. Continuando en círculo, Nephera consiguió que todo el grupo se sumara a ellos.
El aire se llenó de una sensación electrizante. La cabellera de Nephera se alzó, agitándose como si tuviera vida propia. Aunque ocurrió lo mismo con todos los participantes, nadie experimentó el menor temor. Se les había concedido un honor, eran los primeros entre la congregación y no podían rendirse al miedo. Los ojos expresaban fanatismo y no poco orgullo.
Los fantasmas comenzaron a reunirse a su alrededor.
Junto a cada figura viva se situaron cinco. Muchos de los espectros tenían lazos de sangre o de matrimonio con ellos. La suma sacerdotisa sabía que los lazos de parentesco reforzaban su magia, multiplicaban sus posibilidades de éxito.
De fuera llegaba el estruendo de la tormenta, cuyos mayores truenos subrayaban la letanía, como si respondieran a un programa rítmico.
Los fantasmas retrocedieron, algunos incluso flotaban hacia las legiones que aguardaban en las sombras. Con una simple mirada desde detrás de su andrajosa túnica de marinero, Takyr ordenó a los reacios que mantuvieran sus posiciones.
—¡Verum! ¡Simbali Verum es Katal! —gritó Nephera.
Un aura plateada rodeaba ahora su figura. Cuando los discípulos elegidos repitieron las últimas palabras, quedaron envueltos en auras negras o rojas.
Fuera cayó un rayo en la parte más alta del templo, al parecer, sin dañarlo.
De pronto, un resplandor sublime llenó la cámara de la meditación.
Tomando la pequeña hacha rota, Nephera la levantó hacia el techo, al tiempo que exclamaba:
—¡Herak! ¡Siska Herak!
Entonces, los veinticinco dieron un respingo de sorpresa y todos a la vez se agarraron con la mano derecha la muñeca izquierda, donde ahora sangraban, seccionadas, las principales venas.
Takyr asintió.
Los fantasmas que aguardaban dieron un paso adelante. Al inclinarse sobre las sangrantes heridas, algo surgió entre los discípulos. Al principio, pareció sólo una leve sombra, una llama vacilante, pero luego adquirió sustancia y continuó creciendo e hinchándose.
Como uno solo, todos los espectros se acercaron a ella, que se convirtió en una fuerza brillante de la que cada fantasma desgarró un trozo.
Cada vez que se producía un desgarro, uno de los minotauros se quedaba ensimismado y se desplomaba como rendido por el dolor. Los que intentaban tapar sus heridas descubrían que se les habían paralizado los dedos.
Ahora los fantasmas se alimentaban frenéticamente, desgarrando la fuerza hecha de sombras luminosas para incorporarla a sus cuerpos, donde desaparecía. Cuanto más arrancaban, más crecía en ellos una extraña vitalidad. Sin embargo, las cuencas seguían hundidas, y cuanto más comían, más necesitaban.
Unos jóvenes demacrados, con los rostros llenos de pústulas de una antigua plaga se disputaban ferozmente las raciones; y otro tanto hacían varios guerreros muertos violentamente, con la garganta seccionada y casi desmembrados. No les importaba el sufrimiento de los celebrantes, de sus parientes vivos; las madres muertas comían de sus hijos supervivientes; los hijos, de los padres; los hermanos, de las hermanas.
No importaba nada, salvo su hambre, su necesidad.
Y lady Nephera continuaba entre ellos, contemplando con orgullo el festín de los muertos a costa de los vivos. Había elegido a los veinticinco seguidores de su religión por una razón fundamental…, sabía que estaban dotados de algo que los de su raza consideraban vergonzoso.
Poseían el don de la magia.
Pero ninguno era consciente del poder que llevaba dentro. Por el hecho de ser minotauros, habían aprendido a despreciar la magia. Entre ellos, los magos, aunque no enteramente desconocidos, eran un hecho muy raro. En todas las razas existían individuos inclinados a emplear sus poderes mágicos con la naturalidad con que respiraban, pero no todos recibían la formación necesaria para saber lo que podían lograr con su pasmoso talento. Sin embargo, el desconocimiento de sus poderes facilitaba las cosas a Nephera. A fin de cuentas, su divinidad dirigiría aquella fuerza mágica.
Los veinticinco fieles le permitirían alcanzar un poder que antes escapaba a su imaginación. El derramamiento de sangre, de fuerza vital, abría un canal a los muertos.
—Más…, más —susurraba Nephera, emitiendo un sonido muy parecido al de sus sombras hambrientas. El aura plateada que la rodeaba se había extendido a los que estaban a su lado.
—Necesito más…
De pronto, un macho de pelaje castaño oscuro, en la flor de la vida, cayó con el hocico contra el suelo. Cerca de él, una joven hembra se mecía adelante y atrás de un modo incontrolado. Otros se inclinaban entre temblores.
Súbitamente, una voz se introdujo en la cabeza de Nephera.
Señora, debéis matarlos a todos.
Luchó contra el éxtasis del momento, comprendiendo y maldiciendo al mismo tiempo el razonamiento de Takyr. No, no sería bueno para la reputación del templo que veinticinco de sus fieles más entregados perecieran durante un ritual secreto. Alguien los echaría de menos, los lloraría.
Estudiando a la horda de fantasmas, vio que ya habían aprovechado mucha sangre del festín. De momento, bastaba.
—Hisara Simbali Mortisi —dijo la suma sacerdotisa, levantando el símbolo del ave—. Hisari Simbala Mortisa.
Afuera, había amainado el ruido de la tormenta. La luz de las auras comenzó a debilitarse. A una orden silenciosa de Takyr, los fantasmas se apartaron.
Lady Nephera bajó el símbolo del ave y esperó a que sus acólitas lo recogieran reverentemente junto con el hacha rota. Los cabellos de la sacerdotisa volvieron a su lugar. Nephera sentía el peso del mundo sobre los hombros.
El grupo de fieles tomó aliento; las cabezas comenzaban a recuperar el sentido de la realidad. Profundamente conmocionados, miraban a su suma sacerdotisa.
—Esta noche habéis recibido un gran regalo —dijo a los veinticinco—. Habéis visitado el mundo de los Predecesores para entregar vuestras fuerzas a los que se fueron. Y al hacerlo, os habéis elevado por encima de los otros mortales. Me habéis seguido para unir a los vivos con los guardianes. —La suma sacerdotisa levantó la muñeca derecha, que no presentaba ninguna marca—. Ahora veréis lo que hemos forjado.
Se miraron las muñecas que sólo un momento ames sangraban abundantemente. Dieron un respingo. El asombro reemplazaba ahora en sus ojos lo que antes era inquietud y cansancio.
Las muñecas estaban intactas. Los cortes habían desaparecido como por ensalmo. Con todo, cada fiel conservaba una huella en prueba de que aquello no había sido una ilusión o un estado hipnótico.
La vívida cicatriz que señalaba las muñecas de los elegidos tenía la forma característica de un hacha rota.
—Otros seguirán vuestro ejemplo, pero vosotros habéis sido los primeros en vivir la experiencia de esta ceremonia. Ahora estáis bendecidos por el templo, por todos los que nos precedieron. Llevad la marca con orgullo, pero no os jactéis de ella ni la exhibáis.
Bien sabía la sacerdotisa que la mayoría de los asistentes deseaba todo lo contrario: mostrar la marca a sus amigos, a sus familiares, a sus socios. Otros querrían participar en la ceremonia. Nephera estaba segura de que su sangre, incluso la de los no dotados para la magia, aumentaría el poder de los guardianes… y el suyo propio.
A una señal, las dos acólitas comenzaron a servir a los elegidos vino y algún alimento. Luego, fueron invitados a salir.
Pero cuando una de las servidoras pasó a su lado, la joven se inclinó para susurrar al oído de la suma sacerdotisa:
—Señora…, detrás de vos, a vuestra izquierda.
Los fieles abandonaban la cámara. Cuando las puertas se hubieron cerrado y ella quedó a solas —aunque con sus etéreos guardianes—, Nephera se volvió para ver lo que su servidora le había indicado.
Uno de los elegidos continuaba de rodillas, con el hocico torcido hacia el lado derecho. La mano no herida aún sostenía la otra, que no había tenido tiempo de sanar.
—¿Takyr?
Le estalló el corazón…, eso al menos me dijo él.
Bueno, era un contratiempo, pero el muerto le serviría ahora en otro mundo. Nephera se dirigió tranquilamente hacia las puertas para llamar a los dos Defensores que la aguardaban en el exterior. Cerrando tras ellos, los dos gigantes se arrodillaron ante su señora, con los cuernos bajos y vueltos a un lado.
—Señora —dijo uno de ellos con voz grave.
—Tengo que encomendaros una misión. Debéis desnudar ese cuerpo que veis allí y abandonarlo en otra parle. Debe parecer que el templo no ha tenido nada que ver con su desafortunado accidente. —Hizo una pausa para pensar. Luego, entrecerró los ojos—. Clavadle una daga en la espalda… de las que usa el ejército.
Los Defensores de la coraza de ébano se levantaron y, silenciosamente, se dispusieron a cumplir sus órdenes. Cargaron el cuerpo con cuidado, para no dejar ningún rastro. Todo se haría tal como ella deseaba.
El cuchillo en la espalda fue una inspiración de última hora. Si encontraran el cuerpo del fiel sin ninguna marca, la información de los otros asistentes se filtraría inevitablemente entre la población. A pesar de su fanatismo, la mayor parte de los congregantes no deseaban asistir a una ceremonia que podía resultar fatal para uno o para varios participantes. Pero si la culpa recaía en otros, si el acto violento tenía otro origen, los fieles estrecharían filas.
—Su muerte no será en vano —comentó Nephera con indiferencia a la multitud de espectros hambrientos que la seguía.
Luego, abandonó la cámara pensando ya en una apología del minotauro caído que lo elevara a los ojos de sus amigos y familiares. Sí, organizaría un funeral apropiado.
Afuera, tronó la tormenta en perfecta sincronía.
—¡Madre!
Por el vestíbulo principal se aproximaba la corpulenta figura en armadura de Ardnor, su hijo mayor. Un toro en toda la extensión de la palabra. Ardnor cruzó ruidosamente el templo, como si se dirigiera a una batalla. Lady Nephera lo contempló con tranquilidad, reprimiendo sus emociones.
—Hijo mío —lo saludó la suma sacerdotisa—. ¿No es muy tarde para ti?
Ardnor se quitó el yelmo y se lo puso bajo el brazo. Tanto en el casco como en el pecho de la armadura brillaban los símbolos dorados de la secta. Una oscura capa bordeada de un hilo en el que se entrelazaban los símbolos del pájaro y el hacha flotaba tras él. De uno de sus costados colgaba una pesada maza con un fijo de oropel, rematada en una cabeza coronada.
—Es una hora tardía para el imperio —fue su críptica réplica.
Como todos los Defensores, Ardnor se había cortado los cabellos. Le seguían cuatro de sus herméticos guerreros, incluido su ayudante, Pryas, el del semblante hosco.
—Debo entender que vas a ver a padre.
—He aceptado ir a palacio, sí.
—¿Después de sus continuos insultos al templo, a pesar de todo lo que hemos hecho?
Nephera asintió con un ligero movimiento.
Ardnor nunca había perdonado a Hotak que proclamara heredero del trono a Bastion, su hermano menor. Bastion iba a ser el primer heredero de la historia de su raza que había conquistado la sucesión por méritos, no por la sangre. Como primogénito, Ardnor se había preparado durante muchos años para la designación, pero en el último momento, Hotak había cambiado súbitamente de parecer. Ni Nephera ni Ardnor habían sido consultados.
Desde aquel día, el primogénito de la suma sacerdotisa, dedicado por completo a los asuntos del templo, amplió el cuerpo de los Defensores hasta que se expandieron no sólo por la capital imperial, sino también por lugares estratégicos de todo el imperio. Con aquella fuerza desplegada, los Defensores habían accedido al poder político en zonas remotas, especialmente allí donde los miembros de la secta de los Predecesores dominaban también la administración colonial.
Ardnor volvió su hocico castaño y romo hacia Pryas y le alargó el yelmo.
—¡Esperadme fuera, todos!
Los guerreros inclinaron los cuernos.
—Sí, mi señor —añadió Pryas con respeto.
Una vez a solas, se dirigió a Nephera.
—Madre, ¿cómo puedes…?
Bastó una mirada penetrante para detener su descaro. Ardnor cerró la boca. Aunque era más alto que su madre, en muchos aspectos Nephera lo miraba desde arriba.
—Nunca discutas mis actos, hijo. Nunca.
Se las compuso para recuperar la voz.
—Perdón. Quería decir…
—Sé muy bien lo que querías decir. No he olvidado la fechoría de tu padre, pero la marcha del imperio me importa más que ese momento de vergüenza personal. No vivas del pasado, aprende de él. El futuro es maleable, y no siempre ocurre lo que esperamos, al menos lo que esperamos los mortales.
Ardnor frunció el entrecejo tratando de captar la filosofía. Sus ojos inyectados en sangre parpadearon una, dos veces, y toda la furia que sentía al entrar se disipó de repente.
—Tienes toda la razón, madre. Aprenderé del pasado, te lo prometo. Como siempre, acato tu sabiduría y tu autoridad.
Ella asintió, sabiendo que su primogénito hablaba con sinceridad… aunque no comprendiera todas las implicaciones del caso.
—Está bien. Recuerda, contra lo que piensan muchos, que el imperio y el templo se relacionan en beneficio del pueblo. El templo está para servir, quizá incluso para corregir al imperio.
Ardnor asintió lentamente; luego, inclinó los cuernos a un lado e hizo una reverencia.
—Buenas noches, querida madre.
Mientras se alejaba, Nephera no pudo resistir la tentación de añadir:
—Sé por qué estás levantado a estas horas, Ardnor. Cuidado con el futuro.
El minotauro castaño echó una ojeada sobre su hombro, parpadeando, para formular lentamente una réplica, pero la suma sacerdotisa ya había hablado y abandonó la estancia.
El general Rahm observaba, impaciente, desde la cubierta del Cresta de dragón cómo los rebeldes cargaban el último barco. La heterogénea flota aguardaba más allá del puerto abrigado de Petarka, con todo dispuesto para navegar hacia una isla misteriosa que, como había recordado uno de los capitanes, requería un viaje muy, muy largo. El marinero estaba convencido de que aquella isla no aparecía en los mapas imperiales. El problema era que no estaba seguro de su localización exacta…, lo que aumentaba la angustia de los rebeldes, que quedaban a expensas de la esperanza y de los rumores.
A la derecha del general se oyeron unos gritos. El jefe de los rebeldes, de baja estatura pero ancho de hombros, se giró para ver a dos marineros que luchaban con una de las cargas de la nave. Los garfios se habían enganchado y los dos barriles de madera se balanceaban contra el casco. Temiendo que se rompieran si las cuerdas cedían, el general corrió a echar una mano.
—¡Dadme ese garfio! ¡Tú, trepa a la obencadura y mira dónde se ha enganchado el garfio! ¡No quiero que se pierdan los suministros!
A pesar de ser más bajo que la mayoría de los minotauros, Rahm reunía la fuerza de dos marineros. Uno de ellos trepó por la escaleta de cuero en la que colgaba la polea.
Con los músculos tensos, el jefe rebelde de una sola oreja intentó detener el balanceo de la carga. Si la pareja perdía los garfios, los barriles podrían chocar contra el costado del Cresta con tanta fuerza que su contenido acabaría esparciéndose por el puerto. El marinero subido a los obenques luchaba por deshacer el enredo de las cuerdas, tirando de aquí y de allá.
—¡Ten cuidado! —rugió el general Rahm, porque los intentos del otro volvían a empujar los barriles con mayor fuerza contra el barco.
Súbitamente, la cuerda enmarañada se aflojó. El brutal cambio hizo perder el equilibrio a Rahm y a los dos marineros. El otro minotauro cayó.
Rahm consiguió tensar la cuerda. Los barriles chocaron contra el caso sin causar ningún daño.
Otros dos marineros se hicieron cargo de la situación mientras que el general se apartaba, para recuperar el aliento. Luego, se detuvo a comprobar que el resto de la carga se embarcaba sin más tropiezos.
—Parece que estamos listos para navegar —dijo una voz áspera y cercana.
La figura algo redondeada, de pelaje castaño, de Jubal, antiguo gobernador, apareció junto al general. Siendo un joven guerrero al servicio del imperio, había recibido un tajo en la garganta y nunca llegó a recuperar la voz por completo. El último desastre sufrido por los rebeldes había dañado la nave que él comandaba. Su tripulación se había repartido por los otros barcos, y el ya canoso Jubal había optado por hacer aquel viaje junto a su amigo de toda la vida.
—No tan pronto. El día está a punto de morir.
—Llegaremos cuando tengamos que llegar, Rahm.
Un marinero de la otra nave envió una señal. A bordo del Cresta de dragón, el gigantesco capitán Botanos gritaba órdenes a su tripulación para preparar la partida definitiva de Petarka. La nave osciló ligeramente y comenzó a deslizarse. La niebla se estaba espesando cuando abandonaron la ciudadela rebelde.
Desde su llegada a la zona unos años antes, habían habilitado un grupo de seis construcciones abandonadas para crear el cuartel general de la rebelión. El puerto en forma de herradura acogía ocho barcos a la vez. En las cimas boscosas de las colinas habían logrado cultivar pequeños trozos de tierra, donde crecían el trigo y el árbol del pan.
Ahora, todo quedaba atrás.
Petarka se desvanecía poco a poco entre la eterna neblina que la rodeaba. Los edificios que salpicaban la ladera comenzaron a perderse de vista hasta que las propias colinas fueron desapareciendo una a una.
—Desti será una buena base de operaciones —dijo finalmente Jubal. La niebla los envolvía por completo—. Ni siquiera la capitana Tinza la conoce, y eso que ella ha navegado por todo el Courrain.
—Uso suponiendo que seamos capaces de encontrar una isla tan esquiva.
—Tendría gracia que navegáramos y navegáramos para encontrar sólo agua.
Pero el antiguo gobernador no se rio. Nadie se reía, ni siquiera el otrora bullicioso capitán Botanos. Eran tiempos difíciles y desesperados para la rebelión contra Hotak el usurpador.
Después de lo que parecía mucho tiempo, aunque, en realidad, había sido menos de una hora, comenzaron a vislumbrarse las sombras de otras naves. Un miembro de la tripulación levantó una broncínea lámpara de aceite para examinar la más próxima. Contestaron a la señal. Segundos después, una luz en la proa del otro barco se movió adelante y atrás para alertar a las que no veían al Cresta de dragón.
Comenzaban a salir de la niebla. Poco a poco las oscuras siluetas coincidieron en grupo de más de doce naves que formaban el núcleo de la flota rebelde. Tres buques con mástiles navegaban cerca de la luz; eran naves rápidas, de las que utilizaban los contrabandistas. Contaban incluso con una galera aceptable, que luchaba como podía con el oleaje. Aunque el océano conocido acogía a varios grupos de resistentes, aquel conjunto destartalado transportaba a los principales caudillos de la guerra.
Cuando los barcos se hubieron reagrupado, Jubal preguntó:
—¿Estáis bien, Rahm?
El general acariciaba, absorto, su anillo, un recuerdo formado por una gema negra cuyo origen había olvidado.
—Todo lo posible, gobernador.
El antiguo oficial del imperio dio una palmada en la espalda a su amigo, más bajo y más joven que él.
—¡Daos un respiro, Rahm! El viento nos es favorable y hemos conseguido reunimos en orden. Esto no es más que un paréntesis en la acción. Pronto nos recuperaremos para enviar al usurpador al infierno.
—Confiemos en que así sea…
—¡Velas por la parte del puerto! —gritó el vigía.
Ambos se agarraron a la borda para otear el este. Al principio no vieron nada que atrajera su atención.
—Habrá sido un espejismo de la luz —sugirió Jubal.
Pero entonces apareció en et horizonte un grupo de velas altas, seguidas de dos más, de tres…, de otras muchas. Se movían con rapidez… con demasiada rapidez.
La voz carrasposa de Jubal exclamó:
—Son por lo menos doce.
—Lord Bastion nos ha encontrado por fin —murmuró Rahm, acariciando el anillo—. Así es, gobernador…, así es. Presentémosle batalla con todo el entusiasmo que merece.