PESADILLAS
Los trabajadores esperaban el hundimiento de la mina, porque los amos nunca se molestaban en reforzar los túneles que soportaban una constante presión, pero qué podían hacer ellos sino cavar y cavar. Entonces, el lecho se vino abajo y los aplastó, algunos murieron en el acto; otros agonizaban. Los gritos, el crujir de los huesos y las toneladas de piedras y tierra recordaban a los supervivientes que pronto les llegaría el tumo.
Para Sahd, el continuo ciclo de devastación se debía al descuido de los esclavos…, por tanto, merecían un castigo.
Faros llevaba sólo tres semanas en el campamento cuando se produjo, por lo que él recordaba, el primer hundimiento en las minas, pero lo habían trasladado allí hacía mucho tiempo. El lugar lo había sobrecogido, a él y a otros recién llegados, acostumbrados por lo menos a la apariencia de civilización que se mantenía en Vyrox.
Los cerros altos y negros que rodeaban las minas no auguraban nada bueno, y Faros tuvo la impresión de que lo habían arrojado a uno de los enormes pozos ardientes de Vyrox. La tierra, horriblemente abrasada en tiempos ya muy lejanos, aún exudaba calor hacia fuera y hacia dentro. Dos ríos de tierra fundida fluían lentamente del extremo oriental al extremo occidental del campamento circular, por eso algunos minotauros viejos los llamaban las «Lágrimas de Argon».
Puede que el dios perdido llorara el infortunio de sus elegidos o, lo que es más probable, quizá los esclavos se compadecían de sí mismos. Pronto aprendieron a no esperar el menor gesto de simpatía por parte de los ogros, que no sólo los consideraban representantes de la odiada raza de los minotauros, sino también una mano de obra que proporcionaba pingües beneficios.
A diario, Faros asistía a los crueles castigos que Sahd infligía casi por capricho. Colgaba a los esclavos de los pulgares o de los pies, a veces durante varios días. En cierta ocasión, enterró a uno de ellos hasta el cuello cerca de un amplio foso de basura, situado al sur de las minas. Allí, incapaz de moverse, soportó las picaduras de unas pestilentes y enormes moscas negras, insectos terribles que sobrevivían entre los peores desechos. Un pedazo de carne viva e inmóvil era todo un banquete, y bastaba que acudiera una mosca para que la siguieran cientos de ellas.
Salvando los ocasionales latigazos, puñetazos o patadas de un hosco guardián. Faros había conseguido evitar los peores maltratos… y pasar inadvertido para Sahd. El día de aquel primer hundimiento, sin embargo, el maligno jefe de capataces se fijó en él…, fue la primera de otras muchas veces.
Y todo porque Faros fue el último en salir del pozo de chimenea destruido.
Asfixiado, sangrando par una herida en el brazo, alcanzó el exterior en el preciso instante en que el jefe de los ogros llegaba al escenario de los hechos. La mirada recelosa del brutal capataz se fijó instintivamente en el afortunado y jadeante superviviente. Alzó entonces lo poco que le quedaba de labio para descubrir la dentadura amarillenta y repugnante.
—¡L’har! ¡G’ran Uruv Suurt! —ordenó.
Dos guardianes agarraron al asustado esclavo minotauro para situarlo, todavía tosiendo y boqueando, delante de su voluminoso amo. Al mismo tiempo, Sahd miraba a los otros supervivientes, incluido uno, encogido en el suelo, que recibía el auxilio de otro esclavo.
Con la cabellera negra y veteada de gris agitada por el viento, el tremendo ogro se acercó al minotauro herido y sacó el temido látigo de nueve puntas. Empujó a los otros para que soltaran al esclavo y le ordenó que se pusiera en pie.
Faros, manteniendo dolorosamente los brazos a la espalda, observó que el indefenso esclavo trataba de obedecer, pero era evidente que tenía por lo menos una pierna rota y un tobillo muy inflamado. Después de varios intentos dolorosos que Sahd y los otros ogros subrayaban con bromas y risotadas, el capataz gritó señalando al minotauro:
—¡G‘ran Uruv Suuri i Fafnirn!
Faros no comprendió lo que Sahd había dicho, pero, al parecer, el minotauro caído sí. Con los ojos fuera de sus órbitas, hinchando las aletas de la nariz, quiso arremeter contra las piernas del ogro en un desesperado intento de defenderse, pero Sahd le propinó una patada en el tobillo herido, acompañada de una risotada de desprecio. Gritando, el minotauro rodó por el suelo.
Cuatro de los guardianes se acercaron a levantarlo mientras los restantes, a empujones, obligaban a los otros esclavos a ponerse de rodillas. Látigo al hombro, Sahd condujo a tos cuatro guardianes con su forcejeante carga hacia los rediles vallados donde los ogros encerraban a sus lagartos domésticos.
En ese momento, Faros comprendió lo que significaba fafnirn en la lengua de los ogros.
De pronto, Sahd se dio la vuelta y señaló a Faros. Éste quiso resistirse, pero los guardianes lo condujeron a empujones hasta el borde del redil, donde los hambrientos merodracos de mirada sanguinaria y delirante le lanzaron varias dentelladas.
Sahd se aproximó a Faros y, sin avisar, le clavó la uña del pulgar en la herida sangrante. Mordiéndose la lengua, Faros lanzó un gemido cuando el hilo de sangre cayó al redil.
Los merodracos se volvieron locos. Bastaban unas gotas de sangre para que se debatieran ferozmente por probarla. Con una terrible mirada en los ojos negros, bajo las pobladas cejas castañas, Sahd dibujó una sonrisa siniestra mientras lamía la sangre de su dedo dejando caer unas cuantas gotitas más en otra parte del redil.
Entonces, los cuatro guardianes arrojaron al minotauro herido por el borde.
Estalló algo parecido a una rebelión entre los otros esclavos, pero los ogros intervinieron rápidamente para someter a golpes a los revoltosos. Faros quiso apartar la mirada, pero Sahd lo agarró por el cuello para girarle la cabeza mientras decía en su tosco común:
—Míralo, Uruv Suurt…, o vas tú detrás.
Los enormes reptiles se abalanzaron sobre el pobre esclavo herido en cuanto aterrizó sobre ellos. Las fauces, afanosas, amputaron los miembros y desgarraron la carne. A juzgar por sus risitas, a Sahd le divirtió especialmente que arrancaran con las garras el hocico del minotauro. Siguió una lucha competitiva entre los chillidos de la víctima.
Uno de los merodracos le partió un brazo por el codo. Otro arrancó una de las piernas ya heridas del esclavo. La sangre lo salpicó todo, pero el minotauro todavía no estaba muerto. Aunque los gritos eran cada vez más débiles, se prolongaron mucho tiempo mientras Faros rezaba en silencio para que acabaran sus sufrimientos.
Hasta que dos de los salvajes reptiles le abrieron el pecho y le sacaron los intestinos no dejó de gritar.
La espantosa matanza se prolongó unos cuantos minutos más, pero Sahd no quiso que finalizara el espectáculo hasta que las bestias se saciaron. El silencio envolvía lodo lo demás; se notaba que alguno de los guardianes, incluso de los más endurecidos, habría abandonado gustoso la escena.
Pero Sahd no, él no, aún no. A un restallido de su látigo, los guardianes empujaron a Faros hacia adelante, obligándolo a apretar el hocico contra las tablas del vallado. El hecho llamó la atención de algunos merodracos, que arañaron la valla intentando alcanzar la nueva comida. Uno de ellos sacó la lengua larga y bífida para probar el hocico herido de Faros. Al retirarla, dejó restos de comida que estuvieron a punto de hacer vomitar al minotauro.
Con manos rápidas y expertas, los ogros le ataron las muñecas a las tablas y lo dejaron con medio cuerpo fuera para provocar a los monstruos sin que pudiera alcanzarlo.
—J’karah i f’han, Uruv Suurt —le murmuró Sahd—. Recuerda… o muere.
Y los garfios metálicos del látigo se clavaron en la espalda de Faros. Su grito enfureció a los merodracos, que se lanzaron contra el vallado tratando de morder y desgarrar cualquier parte de su cuerpo.
Mientras el látigo se clavaba una y otra vez en su carne, Sahd no paraba de reír. Faros no sabía cuántas veces se había repetido el acto, porque en un determinado momento perdió el sentido, pero nunca dejó de experimentar el terrible dolor ni de oír los ansiosos y voraces silbidos de los reptiles.
Yació, inconsciente, durante todo un día, hasta que los ogros enviaron a otros esclavos a reanimarlo. Sangrando aún y con la espalda hecha jirones, lo obligaron a volver al trabajo. Físicamente había sobrevivido a la primera prueba, como sobreviviría a las que aún estaban por llegar, pero en su interior había muerto algo que ni siquiera Vyrox pudo quebrar…
—¿Faros?
Sobresaltado, se dio cuenta de que alguien intentaba hacerle volver a la realidad. Sonrió a Grom, agradecido por la sacudida, y centró su atención en los tres minotauros, que, asomados a un frágil saliente, observaban algo.
Aquella vista del panorama de las minas de los ogros había despertado en Faros recuerdos muy escondidos. En Vyrox, el principal campamento minero del imperio minotauro, los prisioneros se alimentaban dos veces al día y dormían en barracas sin ventanas, cubiertas de polvo. Estaban convencidos de haber caído en lo más bajo, pero se equivocaban. Fue antes de conocer el campamento de Sahd.
Visto a la luz irreal de un entorno formado por ríos de lava, el reino de Sahd parecía un mundo espectral. Los cerros de piedras negras conducían a los pozos más productivos. Donde no llegaba el oscuro fuego de la tierra fundida, la entrada de las minas se iluminaba con antorchas fijas o transportadas por tenebrosos centinelas. Por el lado norte del campo, el más explotado por los ogros, los abundantes pozos dibujaban una especie de gusano que aparecía y desaparecía intermitentemente.
Las carretas se hallaban dispuestos cerca de las bocas de los pozos para que los trabajadores las llenaran de mineral a diario, si no querían probar el látigo de Sahd. Los caballos pesados e indóciles que empleaban los ogros para tirar de ellas estaban atados junto al lado occidental del campo, es decir, lejos de las carretas hasta que la última estuviera lista para rodar.
Los ogros levantaban también sus cabañas cerca de la corriente occidental, fácilmente salvable gracias a un puente de piedra cuya construcción se debía sin duda a sus augustos antecesores. Aún se apreciaban, salpicados a todo lo largo del viejo puente, caracteres de la antigua lengua de los Grandes Ogros. Uno de los dos muros de protección se hallaba medio derruido y las grietas surcaban el suelo de granito, pero la vieja construcción aún se las componía, quién sabe cómo, para soportar el peso de las carretas abarrotadas de mineral.
Las cabañas de los ogros estaban hechas de una mezcla de madera traída de muy lejos con la piedra que se extraía abundantemente en la zona. Los antiguos esclavos habían construido las altas cabañas esféricas, y los actuales se encargaban de su mantenimiento.
Todas, excepto la de Sahd, cubrían la entrada con unas cortinas de piel de cabra. Ninguno de los que visitaban a Sahd se aventuraba a decir a qué criatura habían sacrificado para confeccionar la cortina de la única entrada del capataz; por otra parte, el tinte de la piel hacía imposible saber si la víctima había caminado sobre dos o sobre cuatro patas.
Los ogros dormían en cabañas para seis, salvo Sahd, cuya cabaña se encontraba en un montículo cercano al puente desde el que se divisaba todo el campamento.
En el centro del campo sobresalían cuatro lóbregas estructuras. A pesar de sus atrevidas palabras, hasta el propio Faros apartó la vista de ellas al recordar su función.
—Han acabado de cerrar las empalizadas de los esclavos —murmuró Grom con amargura, señalando las cuatro situadas en el perímetro oriental.
Se trataba de cuatro estructuras circulares, con paredes de una altura imposible de escalar. Dentro, Faros y los demás habían tenido que acostumbrarse a dormir… si podían. No tenían la menor posibilidad de protegerse de los elementos, ni siquiera de tumbarse sin golpearse unos a otros. Aquellos corrales rodeados de empalizadas fueron el hogar de los minotauros —y el de muchas otras criaturas capturadas por los ogros— mientras vivieron como esclavos en las minas.
A la hora de comer, los guardianes les arrojaban el agua y una sopa de color verdoso a través de la puerta de madera en unos cuencos que pasaban a recoger un cuarto de hora después. Dentro de las empalizadas, los esclavos hacían sus necesidades como podían. A Sahd le importaba un pimiento que se arrastraran en su propia inmundicia. La absoluta degradación de los minotauros antes de conducirlos a la muerte mediante los trabajos forzados parecía su objetivo principal.
Sahd comandaba el campamento en representación del Gran Kan de Kern y, gracias a la mano de obra esclava, abastecía a los enemigos hereditarios de los minotauros de las materias primas que necesitaban —hierro y cobre especialmente— para su alianza contra los humanos y los elfos. El desfigurado ogro se las componía a duras penas para conseguir las cuotas, por eso cualquier pretexto era bueno para castigar a los esclavos y pedir trabajadores de refresco al Gran Señor Golgren.
Durante el día el calor era intenso, sofocante, pero, debido a la altura y a pesar de los ríos de lava, la temperatura caía en picado por la noche. Los trabajadores tenían que apretarse, débiles y ateridos, porque ni siquiera su pelaje bastaba para luchar contra los constantes escalofríos. Todas las semanas, cuando sonaba el gong de la mañana, hallaban varios cuerpos inmóviles. Los guardianes pinchaban las formas rígidas, y si éstas no reaccionaban, iban a parar a la despensa de los merodracos o, según la lección que quisiera dar Sahd, las arrojaba sin ceremonias a uno de los ríos de fundición.
Los guardianes se movían torpemente alrededor del campamento, vigilando todo lo que ocurría en su interior. Los minotauros no sabían reaccionar contra su destino porque era la primera vez que aquellas bestiales criaturas conseguían esclavizarlos y porque aceptaban como dogma el rumor de que Hotak, el usurpador, había firmado un pacto que convertía en vasallo de los ogros a su propio pueblo.
Día y noche, un viento que lo cubría todo de polvo daba aún una mayor sensación de irrealidad a la atmósfera del campo. Era el mismo que soplaba ahora, frío y fuerte, y que hacía crujir audiblemente las toscas y redondas cabañas.
Los esclavos se apretaban desesperadamente dentro de las empalizadas. El repugnante olor que llegaba recordó a los tres observadores escondidos el hedor de lo que pasaba por comida.
Valun olisqueó.
—Merodraco —dijo—. Uno de los animales ha debido de morir de enfermedad o de vejez.
—¡Qué festín! —refunfuñó Grom, porque la carne de merodraco era un alimento hediondo, peor aún que las gachas de cebada que recibían generalmente los esclavos. La mejor comida, la única de verdad comestible, estaba en un barracón vigilado, en la esquina suroccidental del campamento, cerca de los merodracos. Allí se almacenaba, para el consumo de los carceleros, el grano, el pan y las salazones que abastecían las carretas.
El barracón de las provisiones era la meta de Faros y la razón de que hubiera aceptado la compañía de los dos minotauros fugitivos.
Aquella noche, con la ayuda de sus dos compañeros, Faros estaba dispuesto a registrar el barracón y posiblemente a quemarlo hasta los cimientos. Cogería todo lo que pudiera acarrear y enseñaría a Sahd lo que era pasar hambre durante una temporada. Según sus cálculos, el próximo abastecimiento podría tardar dos semanas. Los ogros se verían obligados a matar varios de sus merodracos para sobrevivir.
Ni siquiera se le pasó por la cabeza que los esclavos serían los más perjudicados.
Faros se deslizó loma abajo, seguido rápidamente de Grom y de Valun. La pareja esperaba sus órdenes sumida en un respetuoso silencio.
—Todo irá como os he dicho —explicó—. Esperaremos a que se hayan recogido y a que descienda el frío… para atacar.
—Que Sargas nos proteja —susurró Grom, inclinando la cabeza.
Con un bufido, Faros se apartó de ellos.
Con la antorcha en una de sus manos peludas, el ogro escudriñaba la oscuridad, más allá del campamento. Enseñaba la colmilluda dentadura, tratando de percibir algún movimiento furtivo entre las sombras. La otra mano arrastraba la maza por el duro suelo de piedra. Nada, como siempre.
Gruñendo su satisfacción, el hirsuto guardián dio la vuelta para inspeccionar el campamento dormido. De allí podía llegar el mayor peligro para los suyos. Los esclavos estaban débiles y apaleados, desde luego, pero de vez en cuando alguno reunía la desesperación suficiente para intentar la huida. Aunque le divertía la caza e incluso dejaba que ocasionalmente alguno pensara que podía escaparse. Sahd penaba a los guardianes cuando estaba de mal humor con castigos tan terribles como los que imponía a los prisioneros. Últimamente se habían producido demasiadas fugas. Sahd no estaba contento.
Algo que se agitaba entre las sombras le hizo dar un respingo. Seguramente se trataría de otro guardián haciendo la ronda, pero había que cerciorarse.
En ese momento, un brazo le apretó la garganta y lo tiró al suelo, al tiempo que una mano sofocaba su aullido sobresaltado.
Otro par de manos le arrebataron la antorcha y la maza. El ogro reconoció la detestada figura de un Uruv Suurt —un minotauro—, pero éste, al contrario de los que llenaban las empalizadas, había roto las cadenas que les impedían moverse.
El brazo aumentó la presión en la garganta del ogro, que luchaba por respirar agarrando la presa sofocante.
Un tercer par de manos asieron las suyas para impedir la liberación.
Un momento después, se desplomaba.
—Llévatelo de aquí —susurró Faros a Grom—, ¡Valun! Mantén la antorcha en alto, sin acercártela a la cabeza.
A distancia, parecería un guardián, pero los cuernos y el hocico lo delatarían en seguida si bajaba la antorcha.
Grom miró al ogro.
—Está muerto —dijo.
—Bien, apresúrate.
Después de arrastrar el cuerpo hasta unas piedras altas, Faros y Grom regresaron al campamento. Agachados, se movieron entre las construcciones, aunque no ignoraban que pronto aparecerían otros guardianes.
Al pasar por uno de los rediles de los merodracos, un lagarto grande levantó la cabeza y silbó quedamente. Los minotauros sintieron un escalofrío, pero el estúpido animal volvió a bajar la testuz sin hacerles caso. Los reptiles gigantescos, excelentes sabuesos de día, se volvían torpes con el frío nocturno.
Faros hizo una seña a Grom para que prosiguiera. Bordearon varias cabañas de guardianes, oyendo los fuertes ronquidos que salían del interior. Los minotauros se movían con cautela, porque sabían que el encuentro con un ogro podía costarles la vida.
A poca distancia de allí. Faros señaló una construcción grande frente a la cual montaban guardia dos ogros con antorchas. Las figuras, enormes y colmilludas, observaban rutinariamente el entorno sombrío. Con los esclavos dentro de las empalizadas y sabiendo que ningún guardián cometería la locura de desobedecer a Sahd, se creían a salvo. Faros contaba con ello.
Pero al avanzar un poco más, un gemido llamó la atención de los minotauros. Grom, dudando, se desvió en dirección al ruido.
—Espera… —comenzó a decir Faros, pero Grom no le hizo caso y desapareció en la oscuridad. Un momento después, Faros lo siguió.
El gemido no procedía de la zona donde los ogros encerraban a los esclavos en rediles rodeados de altas empalizadas, sino del centro del campamento…, y se repetía sin cesar.
A Faros se le pusieron los pelos de punta.
El suelo tembló atando lo elevaron. Le habían estirado tanto las piernas y los brazos que pensó que los músculos se le iban a desgarrar.
A la tenue luz nocturna apareció frente a ellos una estructura muy alta, cuyo perfil, entre las tinieblas, parecía una especie de enorme flor de cinco pétalos que coronaba un tronco que se ensanchaba hacia la base. Los pétalos formaban unos ángulos muy extraños…; dos se desviaban a la derecha, dos a la izquierda y el quinto era recto.
Al acercarse, vieron tres estructuras idénticas detrás de la primera.
De lo alto de una ellas, otro gemido leve respondió al primero,
El terrible calor del día dio paso a algo mucho peor: el frío nocturno. En su elevada posición, el cambio de temperatura se sentía mucho más y el frío calaba los huesos…
Arriba, vieron un esclavo minotauro que colgaba flácidamente de los pétalos, con los brazos y las piernas atados a los extremos de modo que los hombros se desgarraban y enviaban a la espalda un dolor insoportable. Los pétalos de madera podían cambiar a todas las posiciones que se le antojaran a Sahd mediante unas poleas sujetas a unas cuerdas que llegaban al suelo. Las cuerdas servían para subir y bajar el artilugio.
Al segundo día de su castigo se sentía tan exhausto que le daba la impresión de que no le quedaba un solo fluido en el cuerpo, a pesar de que estaba empapado en sangre. La posición en que lo habían colgado le cortaba la circulación en las muñecas y en los tobillos, pero si intentaba un movimiento, la espalda amenazaba con rompérsele…
Faros había pasado tres días en aquella máquina. Sahd lo condenó una vez a causa del terrible delito de haber tropezado con él accidentalmente cuando recibía los latigazos de un ogro por no moverse con rapidez. Fatigado, hambriento, casi ciego por la fatigosa jornada en el pozo, Faros dio un traspié justo en el momento en que pasaba por su lado el comandante del campamento.
—Recuerdo —susurró Grom— que a éste lo subieron tres días antes de nuestra huida por no hacer una reverencia profunda al paso de Sahd. Me parece imposible que le quede aún un hálito de vida.
—No estamos de visita. Sigue adelante.
—Sargonnas nos enseñó a mantenernos unidos contra quienes nos torturan o nos someten a la esclavitud.
El majadero de Grom se dirigió al lugar donde oscilaban las gruesas cuerdas. Faros observó con disgusto que manipulaba el artilugio con la intención de bajar al suelo al prisionero. El mecanismo emitió un chirrido leve que, sin embargo, se oyó con toda claridad en el silencio de la noche.
Faros estaba furioso. Quiso sujetar a Grom del brazo, pero éste se zafó de él, lo que aumentó su irritación.
El mecanismo descendía. Había cesado el gemido y el minotauro colgaba, inerte, pero Grom continuaba bajándolo.
El sistema de poleas chirrió intensamente.
—¡Déjalo! —mugió Faros.
Como única respuesta, el otro minotauro se limitó a trabajar más aprisa, consiguió bajar a la última víctima de Sahd y lo liberó rápidamente. Faros se acercó, gruñendo, para ayudarlo a levantar al minotauro, casi desfallecido, de la infernal máquina.
—Aún respira, Faros.
—Pues si nosotros queremos continuar respirando, tenemos que acabar antes de que nos descubran.
—No pienso irme sin él.
Faros rechinó los dientes.
—Entonces, es cosa tuya. Sígueme.
Ya habían empezado a arrastrar al esclavo inconsciente para ocultarlo, cuando les llegó el sonido bestial de un gruñido de ogro desde el barracón de las provisiones. Faros soltó una maldición porque, de repente, la carga volvía a gemir.
A poca distancia se oían las voces de dos ogros gruñendo algo entre sí.
Faros condujo rápidamente a Grom hacia el primer escondrijo que vio, lo que quedaba de una construcción alta y semiderruida que había sido un gigantesco cilindro abierto por arriba. Arrastraron hacia la parte de atrás al infortunado compañero para alejarse de las voces de los ogros…
Y chocaron con un guardián que venía corriendo por la dirección contraria.
El ogro blandió la maza, pero Faros tuvo tiempo de soltar la carga en los brazos de Grom y se lanzó contra el guardián, Cayeron, dando vueltas, y luchando cuerpo a cuerpo.
Un segundo ogro asaltó a Grom desde el otro lado. El minotauro soltó al esclavo herido al sentir un golpe de la maza del ogro en el hombro izquierdo.
Empujando a su adversario contra la estructura de madera, Faros le retorció la muñeca para que soltara el arma, pero el ogro no se rendía fácilmente. Lanzó una dentellada al hocico del minotauro dispuesto a rebanárselo con los afilados dientes. El hedor de su aliento le hizo llorar.
Súbitamente, unas manos que salían de la oscuridad agarraron al guardián por la garganta, los brazos y las piernas. Faros aprovechó la ayuda adelantando una mano para coger el cuchillo envainado del ogro.
Gruñendo, el ogro consiguió desviar la maza para que no se la quitaran, pero no tuvo tiempo de actuar porque Faros levantó la daga y se la clavó entre las costillas. Le salpicó un chorro de sangre del ogro jadeante. Entonces, retorció el arma para asegurarse de que la herida fuera mortal.
El guardián lanzó un berrido antes de desplomarse a los pies de Faros. De la empalizada de los esclavos llegaban murmullos nerviosos.
La desesperada situación de Grom requería su atención inmediata. Al compañero de Faros, que había recibido un segundo golpe en el brazo, lo estaban acorralando contra la pared de madera. Los bramidos de satisfacción que lanzaba el segundo ogro al atacarlo alertaban de la incursión a todo el campamento.
El ogro se giró demasiado tarde para impedir el ataque de Faros. El impulso del minotauro no bastó para derribar al monstruoso centinela, pero Grom se reintegró a la lucha para atacarlo por el otro costado. Los tres cayeron juntos al suelo, con el ogro debajo.
Faros lo despachó con un golpe limpio y rápido en la garganta, saboreando sus últimos estertores.
Grom se inclinó sobre el esclavo que acababa de rescatar. El minotauro yacía, inerte, sobre un costado. Grom le puso la mano en el pecho.
—Muerto —exclamó—. No pudo soportar tanto.
A los tres días también Faros estaba seguro de haber muerto. Cuando lo bajaron y Sahd te permitió tomar un sorbo de agua, casi lo sintió. Si hubiera muerto, no tendría que temer la tortura que el capataz de los ogros designara para el siguiente delito.
—Podrías haberte dado cuenta antes —replicó Faros—. Ahora tenemos que actuar de prisa.
El obstinado Grom inclinó la cabeza y refunfuñó algo que a Faros le pareció otra plegaria al dios que los había abandonado.
En ese momento, la noche devolvió los gritos de varios guardianes. Al oeste del campamento, alguien encendió una antorcha.
—Dentro de un instante estarán todos despiertos y en movimiento —alertó a Grom—. ¡Yo me voy! Quédate si quieres…
—¿Y los otros? —preguntó Grom, poniéndose en pie y señalando las cercanas empalizadas de los esclavos.
Faros oía los murmullos y los susurros, producto de la curiosidad y la confianza desesperada en que alguien hiciera algo por ellos.
—Déjalos, imbécil. —Por culpa de Grom, la incursión había resultado un desastre, y si no se iban inmediatamente, corrían el peligro de que los capturasen.
—Pero… —comenzó Grom mientras Faros cogía la maza del guardián muerto y salía corriendo, no sin antes echar una ojeada a la empalizada.
Se agazaparon detrás de una cabaña porque pasaban tres ogros. Otros tres corrieron en distintas direcciones. Faros miró al extremo del campamento, buscando un lugar apropiado.
—Allí. ¿No es Valun?
El tercer minotauro apareció delante de ellos, con el rostro lleno de preocupación.
—¿Qué ha ocurrido?
—No te preocupes —masculló Faros—. ¡Dame la antorcha! Y vosotros dos salid de aquí.
Se quedaron un momento parados, con expresión aturdida. Luego Grom asintió y los dos echaron a correr hacia el yermo. Faros se dio la vuelta para regresar al interior del campamento.
Aparecieron dos ogros, pero a la luz vacilante lo tomaron por otro guardián y no se dieron cuenta de quién era. Faros enseñó los dientes y se dirigió a la cabaña más próxima.
Era uno de los barracones de servicio de los guardianes, pero serviría. Concentrándose, Faros arrojó la antorcha con todas sus fuerzas hacia la construcción. Cayó en el techo, rodó un poco a causa de la forma redondeada del mismo y luego fue a dar en un tablero suelto.
Las llamas comenzaron a propagarse por la madera reseca.
Faros observó cómo se extendía el fuego antes de correr tras sus dos camaradas. Detrás de él, oyó un grito de consternación que salía de la cabaña y los pasos de los que abandonaban la edificación en llamas.
Ascendiendo por las rocas, abandonó rápidamente el campamento minero. Luego, escaló una de las colinas cercanas para reunirse con Grom y Valun en el punto que habían acordado.
—¿Has comenzado tú ese fuego? —pregunto Grom, con fruición.
—Tendrán demasiado que hacer para pensar en nosotros.
—Mira cómo se extiende —añadió Valun.
Para sorpresa de Faros, las llamas se elevaban ahora muy por encima de la cabaña. Se veían las figuras que formaban una fila para coger el agua de un pozo situado cerca de las minas. Entre todas las voces, sobresalía una que apremiaba a los centinelas para que redoblaran su eficacia.
—Que Sargas nos proteja —susurró Grom.
Faros gruñó.
—Nos protegeremos nosotros solos. —Se volvió hacia el campo—. Y la próxima vez iremos sólo por comida. ¿Está claro? Si estáis de acuerdo con que os dirija tendréis que acatar mis órdenes.
Valun asintió, y Grom bajó la mirada al suelo. Faros los condujo lejos de allí, no tan enfadado como se podía deducir de sus palabras. Esta noche pasarían hambre, desde luego, pera habían matado varios ogros y habían organizado un buen lío con el fuego. Una pequeña venganza que, sin embargo, le hacía bullir la sangre.
Quizá la próxima vez tendría hasta la oportunidad de matar a Sahd…