III

EL TRONO Y EL TEMPLO

Tenía el mundo en las puntas de los dedos…, al menos una representación bastante precisa del mundo.

Hotak de-Droka, antiguo capitán general de las legiones y desde hacía algunos años emperador de los minotauros, examinaba el mapa en relieve que cubría la enorme mesa de la sala de mando. Allí se desplegaba la geografía del imperio de un modo sencillo y claro. Además de las numerosas cartas y mapas que cubrían literalmente las paredes, uno de los últimos, el más singular, se extendía sobre la larga mesa que ocupaba toda la habitación de lado a lado. Aquel mapa representaba las islas de Mithas y Kothas —el corazón del reino—, pero también la mayor parte de las islas orientales que formaban el otro territorio imperial y, al oeste, el ondulado continente de Ansalon. Todo lo que pertenecía al reino de los minotauros era dorado, y lo que Hotak esperaba conquistar o anexionarse estaba pintado de verde.

El oeste tenía tantos puntos verdes que parecía la espesura de un bosque.

Vistiendo el uniforme completo de la legión, con el peto que lucía la silueta del corcel negro de su antiguo regimiento, Hotak se echó hacia atrás el largo manto púrpura y miró brevemente el mapa —y las numerosas misivas apiladas sobre el mismo— con su ojo bueno. Años antes había perdido el ojo izquierdo huyendo del ataque de un ogro en una colonia de la costa de Ansalon ya abandonada. Una de las misivas era de un reciente y estrecho aliado que descendía de aquella raza. Paradójico…, pero hacía tiempo que Hotak había aprendido que el enemigo de ayer puede ser el amigo de mañana. Durante su violento ascenso al título de emperador habían caído bajo su hacha muchos que antes fueron leales a su causa.

El pelaje castaño de Hotak blanqueaba ya en la cabellera y cerca de las sienes: mantenía la frente perpetuamente arrugada, aunque, hacía ya mucho tiempo, los suyos le habían tenido por un minotauro con buen humor. Desde que arrebatara el trono a su predecesor, el corrupto Chot, Hotak había envejecido mucho, un hecho que él aceptaba como el precio del poder. Sin embargo, no había perdido ni los reflejos, que eran rápidos como siempre, ni las fuerzas. Especialmente en compañía de su esposa, cuando ella estaba tranquila, se sentía casi joven.

Hotak se enderezó, satisfecho de que, según los últimos informes, todo estuviera preparado.

—¿Qué decís, capitán Doolb?

—Creo que es una pintura muy precisa de nuestra situación, majestad.

Mucho más canoso que el emperador, más bajo y robusto, Doolb llevaba el peto y el faldellín de cuero bordeado en rojo tan inmaculados como los de su comandante. Y como él, había depositado su yelmo crestado en la mesa, para discutir con más comodidad los asuntos de estado.

Cada una de las partes del enorme mapa en relieve mostraba los detalles del gran plan. Unas figuritas hábilmente talladas señalaban las naves, las legiones y los puertos importantes. Un solo buque de madera verde representaba los cinco barcos que navegaban cerca de Thuum. Dos firmes guerreros minotauros de unos doce centímetros, con sus hachas, montaban guardia en Mito, la colonia donde se hallaban los astilleros, al este de Mithas. Había muchas figuritas más esparcidas por todo el imperio insular. Cuatro en la costa de Ansalon, justo debajo de Kern, el reino de los ogros, mirando a occidente…, el reino de los elfos, Silvanesti. Otra nave de color marrón que representaba con realismo una galera, situada en el Mar Sangriento, se dirigía hacia el continente.

Las figuritas de los guerreros tenían diferentes colores; los de los centinelas de Ansalon eran el negro y el rojo intenso. Representaban a todas las legiones, todas ellas vitales para la guerra de expansión. Gracias a los colores de las figuritas, el emperador mantenía al día los movimientos estratégicos.

En el caso de Mithas, además de las tres figuras pintadas (una por cada ejército veterano de varios millares de soldados minotauros), había cuatro guerreros sin adornos ni pintura simados cerca de la capital de Nethosak. Representaban las legiones nuevas, las últimas brigadas creadas por voluntad de Hotak, donde los minotauros físicamente mejor preparados del reino estaban obligados a cumplir su servicio militar. Cuando las legiones estuvieran formadas y cada cual recibiera su nombre y sus colores, un funcionario real sustituiría las miniaturas actuales por otras coloreadas.

Hotak observó dos buques apostados en las aguas noroccidentales del Courrain. Uno de ellos bañado en pintura dorada. Los dos apuntaban a un solitario buque de color negro.

—La flota de Bastion ya tendría que haber capturado a los rebeldes.

—En efecto, pero se requiere tiempo para que un barco traslade la noticia

—Él y las noticias tardan demasiado. Pronto necesitaré a Bastion en otro lugar.

La mirada del emperador se dirigió rápidamente a Ansalon. Las cuatro figuras de guerreros estaban situadas de cara a Silvanesti pero el reino de los elfos era una extensión vacía. También los países de Kern y de Blode tenían cada uno su figura de minotauro y, diseminadas a muchos kilómetros, había tres figuras de ogros, a juzgar por su mazas, que representaban a los seguidores del Gran Señor Golgren. Contra la insólita alianza se veía una sola figura humana pintada de negro. El solitario humano representaba a los Caballeros de Neraka que, por no cambiar de bando, se había convertido en un enemigo.

—¿Tampoco llega nada de esa parte del mundo…, de Galdar?

El capitán Doolb sacudió la cabeza.

—Nada que no esté en el mensaje de vuestra hija.

Hotak volvió a tomar aquella misiva reciente para releer las palabras de Maritia, que comandaba en su nombre las legiones minotauras ya desembarcadas en Ansalon y a la espera de sus órdenes.

Salve Hotak I, padre y emperador:

Esta nota va acompañada de páginas más detalladas sobre la situación de las legiones y de nuestras necesidades materiales, pero la escribo aparte para que puedas leerla inmediatamente, pues bien sé cuánto deseas recibir noticias.

A propósito de la alianza del imperio con los caballeros negros que siguen a la misteriosa guerrera humana, te informo al menos de mi encuentro cara a cara con la humana llamada Mina y con el minotauro Galdar, que fue nuestro primer intermediario con ella.

¡La hembra destaca por su fragilidad incluso entre los de su raza! Es delgada, una constitución infantil rematada por una pequeña corona de pelo rojo; podría confundirse con un muchacho de los suyos. No sabría qué edad calcularle. Transcurre casi todo el tiempo montando a caballo —sin duda para compensar su desventaja en altura y volumen— o en su tienda, al parecer, comunicándose con su misteriosa deidad.

Los demás humanos y todas las criaturas que la siguen la tratan con un respeto reverente, y, según parece, es eso lo que le confiere la autoridad que los mantiene siempre pendientes de sus actos y sus palabras. No obstante, he comprobado que casi nunca está sin compañía, aunque sólo vaya a cabalgar por las colinas. Galdar es casi siempre su sombra.

En cuanto a Galdar, no hay en él nada excepcional. Mide algo más de dos metros, una altura normal para un macho de nuestra raza. Tiene el pelaje castaño, de tono corriente; y las facciones, toscas. Aunque su constitución no es débil, tampoco presenta el aspecto de un campeón del Gran Circo. Sólo los ojos le distinguen, pues aunque son normales por el color y la forma, miran de un modo directo y feroz… y casi nunca se apartan de la tal Mina. Me parece absurdo el rumor que los quiere hacer amantes, pero no cabe duda de que los une un vínculo extraño.

Hay otro detalle de su físico que merece destacarse: a pesar de los rumores, tiene dos brazos, no uno. Se dice en voz baja que Mina le repuso el brazo perdido por voluntad de su dios, pero los supuestos testigos del caso son pocos y escasamente fiables. Son, además, cronistas de Galdar, que con estas cosas fomentan la leyenda mística de Mina.

Tal como me pediste, he tratado de saber todo lo posible sobre este minotauro que no lucha con los suyos sino con una chiquilla humana, pero los hechos son elusivos. Es un desterrado, de eso estoy segura, padre, pero no puedo decirle de qué clan ni por qué razón; no he sido capaz de descubrirlo ni siquiera durante una charla íntima. Algunos fragmentos de conversación me han hecho pensar que quizá sea miembro de la Casa de Orilg o de la de Morgayn, pero son puras especulaciones por mi parte. No lleva ninguna insignia que lo identifique, y elude las preguntas sobre su pasado, por muy elementales que sean. Incluyo en las páginas complementarias ciertos comentarios que se le atribuyen para que puedas añadirlos a tu indagación sobre él.

Me pides que precise la naturaleza de la relación entre Galdar y la humana. Con sinceridad, creo que él es un militar experto, dotado de una impresionante inteligencia, y que la utiliza a ella como una marioneta para mover los hilos de otros muchos humanos. He oído su descripción de los planes de batalla para Sanction, he discutido los movimientos de nuestras propias fuerzas tanto cerca de Silvanesti como en el país de los ogros, y creo que sus ideas son acertadas, aunque en algunos aspectos pecan de fantásticas. La tal Mina habla de estrategia como si fuera una curtida veterana de las legiones, lo cual es imposible, pero Galdar está siempre a su lado susurrándole al oído. Él habla poco en voz alta, salvo cuando manifiesta su ocasional sorpresa por los comentarios que hace ella; sin embargo, creo que supervisa el plan maestro. Lo he visto actuar entre sus soldados, y pienso que la Legión del Corcel de Guerra estaría orgullosa de tener, si no su carácter, al menos su capacidad.

Tú mismo subrayaste cuando recibimos el primer mensaje de Galdar que incluso los humanos tenían el buen criterio de no seguir a una hembra joven e inexperta. Así es, pero debo añadir que aún me parece menos lógico que obedezcan a un jefe minotauro. La tal Mina es sin duda carismática, pero por si sola creo que habría acabado en una zanja hace tiempo. Galdar explota la habilidad de la humana para atraer a los demás, pero yo creo que el poder que se esconde detrás del trono, por así decirlo, es él.

A pesar de esa impostura, la alianza con ellos continúa siendo atractiva. Ninguna fuerza enemiga ha conseguido imponérseles; antes bien, muchos que fueron sus adversarios defienden ahora su causa. Si la promesa de la caída del escudo de Silvanesti se hace realidad —y yo sé que las visiones de madre lo confirman—, Galdar y su peón dispondrán de un poder capaz de impulsar rápidamente la consecución de nuestras propias metas.

Mañana asistiremos a la última reunión con el Gran Señor Golgren antes de dirigirnos al sur para cumplir tus órdenes. Te informaré de nuestros progresos tan pronto como me sea posible.

A día 14 de…

El puño del emperador se estrelló contra el borde de la mesa haciendo temblar las figuritas, algunas de las cuales cayeron sobre el mapa. Hasta los mapas que cubrían las paredes temblaron como agitados por una brisa.

—¡Hace cuatro semanas! Lo escribió hace cuatro semanas. ¡También esto se demora demasiado! Necesito conocer historias recientes no antiguas. Necesito saber si Bastion ha capturado o no al general Rahm. Necesito saber cómo se reagrupan los caballeros que aún están en tierras de ogros, y, sobre todo, necesito conocer mejor la situación de los ellos, ¡especialmente lo que se refiere a ese condenado escudo!

Doolb se acercó a poner en pie pacientemente las piezas del mapa, empezando por las más cercanas a él. Sin mirar a su comandante, dijo quedamente:

—Os entiendo, majestad.

—Claro que me entiendes. —Hotak hinchó las aletas de la nariz. Las antiguas cicatrices de su rostro adquirieron un rojo vivo. Jugó con un anillo que llevaba en la mano izquierda; cinco gemas azules montadas en platino, un metal muy raro. El anillo había sido, hacía más de veinte años, un regalo de boda de la hermosa novia—. Pero… ¿me entiende ella?

—No puedo contestaros en su nombre, señor.

—No, pero, por los antiguos dioses, ella sí. ¡Se me ha agotado la paciencia!

El emperador se dirigió a la puerta y la abrió de golpe. Dos sobresaltados centinelas se pusieron a su disposición.

—¡Preparad mí caballo! ¡Llamad al capitán de la guardia! Tengo que darle órdenes. ¡De prisa!

Doolb se le aproximó.

—¡Majestad! ¿Qué pensáis hacer?

—Lo que debo. —Hotak se colocó el yelmo—. Voy a averiguar lo que ignoro. Voy a visitar a la suma sacerdotisa del Templo de los Predecesores. ¡Voy a ver a mi amada esposa!

A pesar de la amenaza de tormenta, los habitantes de Nethosak, haciéndose eco de la noticia, se apresuraron a pisar el inmaculado empedrado de la calle mayor de su ciudad para saludar, bajando los cuernos e incluso doblando una rodilla, a la comitiva a caballo del emperador y su cuerpo de guardia. Otros agitaban la mano desde las redondas ventanas abiertas y arrojaban pequeñas gavillas de la hierba llamada cola de caballo, símbolo de fuerza indomable para los minotauros. Los impávidos miembros de la Guardia del Estado, identificados por la sencillez de su peto y sus faldellines de tela, impedían que la multitud se alborotara.

Hotak correspondía a sus súbditos con la mano o con un vago asentimiento; tenía la cabeza en otra parte. Veinticinco guerreros de su guardia personal lo rodeaban, atentos a cualquier manifestación de desacato.

—Mi señor —tuvo la temeridad de decir un oficial próximo a Hotak—, ¿os parece acertado? El pueblo os ve pasar. ¿No debería ser ella la que viniera?

—No vendría, y yo tengo que hablar con ella.

Un trueno subrayó desde arriba su determinación.

—Como digáis, entonces, mi señor —se apresuró a replicar el otro minotauro para evitar las iras de su jefe.

A medida que la partida imperial se aproximaba a los alrededores del templo, el cielo se volvía más amenazador. Las gruesas nubes grises de tormenta mostraban una irritación propia de criaturas vivas en el punto de la agonía. Muchos soldados apretaron el puño sobre el hacha o la espada al acercarse a su destino. Los no creyentes susurraban los últimos rumores siniestros de lo que ocurría en el templo.

En dirección contraria a la de la comitiva apareció un grupo de minotauros con túnicas y capuchas blancas. Formaban un conjunto muy apretado que se apartó de mala gana. Todos, ellos y ellas, mantuvieron la cabeza baja al pasar junto a los imperiales sin hacer señal de reconocimiento…, lo que constituía un insulto al emperador.

El oficial al mando estuvo a punto de ordenarles que se detuvieran, pero Hotak le puso una mano en el brazo.

—Deja que sigan su camino.

—¡Pero son unos insolentes!

—Haz lo que te digo.

El tono del emperador zanjaba toda discusión posible.

En ese momento, la comitiva dobló una esquina. Con precisión militar, las figuras del yelmo gobernaron sus monturas hasta entrar en un callejón desde el que Hotak y su séquito avistaron el Templo de los Predecesores.

Una vez, durante la generación anterior, había sido el templo de Sargas…, o Sargonnas como lo llamaban muchos minotauros. Desde las primeras crónicas de su historia, Sargonnas fue la principal deidad de la nación. Él había liberado a sus ancestros de la civilización decadente y moribunda de los Grandes Ogros. Para convertirlos en una raza distinta a la de sus desventurados descendientes, Sargonnas había transformado a los ogros a su propia imagen y semejanza, para hacerlos criaturas suyas en cuerpo y alma. A pesar de la turbulencia que caracterizaba su historia, los minotauros se habían mantenido fieles a su palabra y a su doctrina, porque el dios les había comunicado desde el primer día que la raza astada dominaría el mundo. Aquel orgullo los había mantenido vivos a lo largo de un círculo vicioso y aparentemente interminable de derrotas, esclavitud y desastres naturales.

Pero entonces…, Sargonnas los había abandonado.

Se creía que los dioses habían guerreado contra una fuerza poderosísima, y que aunque habrían podido salir victoriosos, decidieron cambiar el mundo por otra dimensión, lo que dejó a los mortales al albur de sus propios recursos. Todos los dioses desaparecieron de Krynn y los seguidores de Sargonnas se vieron abandonados.

Los minotauros nunca dejaron de discutir sobre lo que habría podido ocurrirle a su deidad. Unos decían que había partido con los otros dioses, pero muchos estaban convencidos de que había perecido antes, sacrificándose por sus criaturas al final de la guerra contra los magoris. Algunos rezaban implorando su regreso, pero la mayoría pensaba que se había ido para siempre y que las oraciones no servían de nada. Fuera como fuese, lo cierto es que Sargonnas ya no velaba por ellos. Habían pasado muchos años —decenios— sin una señal.

Aquella pérdida había conducido a los minotauros a la ruina. Por mucho que reconstruyeran su fragmentado imperio y se expandieran por el océano Courrain, nunca podrían colmar el vacío. En los templos de Sargonnas apenas quedaron sacerdotes. Otras deidades que los minotauros habían respetado siempre, tales como Kiri-Jolith, el dios de las causas justas con cabeza de bisonte, sufrieron un destino semejante. Muchos templos se convirtieron en ruinas abandonadas.

Entonces habían surgido los Predecesores.

Hotak contempló el enorme edificio que tenía delante. A primera vista no parecía muy distinto al que había albergado, cuando él era un joven guerrero, las últimas ceremonias celebradas por el sumo sacerdote de Sargonnas. El mismo muro largo y enrejado rodeaba el área del templo, pero unas manos expertas habían hecho desaparecer todos los cóndores de hierro que remataban las picas. No obstante, la enorme estructura de mármol abovedada con su centro rectangular se vislumbraba aún en el interior. También había desaparecido el inmenso cóndor que en otro tiempo colgaba sobre los peldaños de la entrada, para ser sustituido por los símbolos de la nueva fe: un pájaro de metal sin brillo semejante a un espíritu —se decía que representaba un tipo raro de halcón— ascendiendo al cielo desde el nido formado por una hacha rota en el centro del mango.

Desde la aparición de los Predecesores se había producido un gran cambio en la zona que atravesaban los devotos. Faltaba toda una parte del césped que habían cuidado los anteriores ocupantes. En una sola noche de cambios se habían desarraigado varios robles magníficos y de gran tamaño. Los setos y los arbustos se habían convertido en leña. Ahora casi todo el frente aparecía cubierto por un enorme panel de mosaicos de carácter críptico. Durante las largas ceremonias que se celebraban al aire libre, los creyentes se arrodillaban en el sendero de piedra y bajaban el hocico hasta casi rozar los mosaicos. Cada una de las incontables piezas tenía grabados numerosos símbolos de la nueva orden religiosa.

Hotak, que añoraba los tiempos de Sargonnas, odiaba en secreto los cambios que había experimentado el templo. La devoción de su esposa por aquella religión, y los fantasmas que la protegían, le habían sido muy útiles durante el golpe de estado, pero ahora constituían una fuente de constante fricción, ya que los minotauros, por tradición histórica, no mezclaban la religión con la política, Con todo, los Predecesores habían aumentado tanto en número como en misticismo, hasta convertirse en una secta e introducirse en todos los rincones de la sociedad minotaura para imponer su autoridad.

Hotak estaba dispuesto a recortar su poder, pero se trataba de un asunto delicado porque su esposa era la suma sacerdotisa.

Hoy deseaba hacerle una demostración. A una orden suya, dos filas de legionarios armados se apostaron en el templo para flanquearle el camino hasta las puertas. Al levantar las armas para honrar a su jefe y señor, un dosel de espadas y hachas ascendió los amplios escalones que conducían al interior del edificio. Aquí y allá ondeaban al viento grandes estandartes rojos con la silueta del corcel negro en el muro.

—El pueblo debe saber quién ejerce aquí el poder —subrayó Hotak al llegar, sin perder la calma. Los Predecesores tenían importancia para la estabilidad del reino, pero no eran el trono.

A medida que el emperador y su séquito se acercaban lentamente al edificio, se oía el retumbar de los cascos de los caballos en el empedrado. El estrépito de un trueno vino a sumarse a la conmoción desde el firmamento. A la entrada, los soldados sostuvieron las riendas del corcel para facilitar el descenso a su emperador. Pero cuando el contingente del cuerpo de guardia hizo ademán de seguirlo, Hotak les indicó con la mano que retrocedieran, diciendo:

—Aquí no necesito protección.

Cuando alcanzó los últimos peldaños, se abrieron las enormes puertas de bronce, con los símbolos de los Predecesores grabados en el centro, pero Hotak no disminuyó el ímpetu de sus zancadas al introducirse en el santuario de la secta.

Haciendo una reverencia, lo recibieron varias figuras encapuchadas con las túnicas blancas ribeteadas en oro, aunque el emperador no las miraba a ellas, sino a las gigantescas estatuas que ocupaban los nichos de los muros. Tenían dos veces su altura y habían sido esculpidas con notable detallismo, pese a lo cual parecían irreales, más propias de otro mundo. Cada una de ellas representaba a un individuo de su raza, pero eran minotauros de facciones oscuras y formas veladas que adoptaban posturas etéreas.

Esculpidas bajo la estricta supervisión de lady Nephera, las figuras parecían a punto de cobrar vida, de moverse y hablar. Eran los muertos ilustres que veneraban los Predecesores. Aquellos que, una vez abandonado el cuerpo terrenal, tenían la misión, según la suma sacerdotisa, de guiar a los vivos desde el más allá.

Eran los auténticos Predecesores.

—Condenados espectros… —rezongó Hotak distraídamente.

—Malas palabras para describir a nuestra estirpe y a los seres queridos que se fueron y ahora nos honran con sus cuidados —comentó delante de él una imperiosa voz femenina.

Casi le sobresaltó su aparición por un corredor sombrío, arrastrando un largo manto de marta cibelina que creaba la ilusión de que más que caminar por el suelo se deslizaba por el aire. Todo el manto estaba elegantemente ribeteado en oro. La capucha, bien ajustada a su cabeza astada, descubría sólo una parte del rostro. Los reflexivos ojos negros brillaban sobre un hocico estilizado cubierto de pelaje castaño. Ofreció una mano afilada, que Hotak se apresuró a rozar con la punta del hocico.

—Nephera, amor mío.

Dos figuras monstruosas, que llevaban armaduras negras y yelmos con caballetes para la nariz, flanqueaban a la suma sacerdotisa. En la mano enguantada portaban una maza pesada y larga que se remataba en una testa coronada. La expresión de los dos guerreros negros era de absoluta devoción por su señora. Habrían obedecido cualquier orden suya, aún al precio de su vida. Ninguno hizo la reverencia de saludo ante el emperador.

Tal era el celo fanático de los Defensores, el brazo militar del templo.

Hotak entrecerró con cautela su ojo bueno. Aunque percibía la vigilancia de los Defensores, compuso una expresión amable para su esposa.

—No tenía intención de faltarles al respeto, amor mío.

El hosco semblante de Nephera no cambió al acercarse. Los Defensores se movían como marionetas unidas a sus caderas por hilos invisibles.

—A veces lo dudo, esposo mío. Hoy has traído un ejército hasta mi puerta, como si quisieras disuadir a los míos de que se mostraran demasiado celosos de mi bienestar.

Hotak se quitó el yelmo, había echado una mirada tan rápida a su esposa que ni siquiera ella se había dado cuenta. Pero ahora, mucho más cerca, percibió ciertos cambios físicos que no le gustaron.

Tenía los ojos más hundidos, rodeados de círculos rojos, y parecía demacrada, como al límite de sus nervios. Pese a todo, irradiaba una fuerza oscura que Hotak no había tenido jamás, ni siquiera en el campo de batalla. Y pese a todo, comprobó que continuaba siendo hermosa.

—Puesto que hablamos sin tapujos, querida mía, te diré que hace tiempo que no nos vemos. No respondes a mis cartas, y nuestras estancias no se honran con tu presencia. Naturalmente, te echo de menos y echo también de menos tus sabios consejos.

—Así que en esta ocasión has venido en persona… y con una columna de soldados por delante. Inquietante.

Él la obsequió con la sonrisa que años atrás había conquistado su corazón.

—A fin de cuentas, soy el emperador.

Su sonrisa fue recibida con una inescrutable expresión de disgusto, pero también, eso esperaba él, con algo del antiguo afecto.

—Y yo, la suma sacerdotisa de la mayor secta del imperio, la misma que ha respaldado sin reservas tu régimen, aunque ahora me trates como si fuera una enemiga del estado. ¿Es que si yo no hubiera salido por voluntad propia habrías ordenado a tus excelentes soldados que destruyeran el edificio y me arrastraran cargada de cadenas?

—Claro que no. No me entiendes, querida mía. Nunca haría semejante cosa. Mí entrada real no pretende menoscabar el poder que tú tienes aquí, pero mi posición impone ciertas apariencias. En cuanto a los soldados… son más bien una muestra de la estima que me mereces…, una guardia de honor, podríamos decir. El emperador visita el templo, etcétera, etcétera. Después de tantos años deberías saber lo que siento por ti… y por tu religión.

Pero Nephera no dabas muestras de ablandarse.

—¿Ah, sí? Parece que no vale nada todo lo que hice por ti. Fue mi poder, la fuerza del templo, lo que te ayudó a ser emperador, amor mio. Mis ojos y mis oídos fueron los tuyos. —Con un gesto, Nephera señaló los gigantescos espectros que se alineaban en las paredes—. Ellos son tan artífices de tus victorias como tus tropas.

Nunca la había visto tan inflexible. Aunque le dolía comprobar su disgusto, Hotak trató de mantener un tono de normalidad.

—Pues tus centinelas son negligentes —replicó mansamente—. Los informes que me envía Maritia llegan con mayor diligencia que los del templo. Ha habido compromisos vitales, cambios de estrategia, y no sé nada de tus resultados, amor mío. Sólo tus centinelas pueden decirme lo que necesito: sólo tú puedes ayudarme.

Al principio, su esposa no dijo nada. De pronto, el emperador oyó un grito. Miró hacia las estatuas como si tuviera la osadía de dirigirse a ellas.

Lady Nephera había girado la cabeza ligeramente a un lado, en actitud de escuchar las palabras de alguien…, aunque ninguno de sus gigantescos guardias emitía sonido alguno. Hotak la observaba con atención, esperando un gesto positivo.

—Has desviado todos los recursos del imperio a la invasión de Ansalon, esposo mío —dijo por fin la suma sacerdotisa—. Has pedido a los clanes que redoblaran sus esfuerzos para construir barcos y maquinaria de guerra. Has alistado a miles de machos jóvenes. Son decisiones difíciles que deberíamos haber discutido. Y aunque todo ha ido bien hasta ahora, esas decisiones son una carga para ti. Pero el templo se ha ocupado de preservar el bienestar espiritual del imperio mientras tú atendías a su fuerza física, y nuestros Defensores te han ayudado en muchos aspectos.

Era cierto que el templo cada vez se implicaba más en los asuntos del gobierno, pero Hotak no tenía elección. Muchos miembros del Círculo Supremo, el cuerpo colegiado que gobernaba la vida cotidiana del pueblo, eran creyentes. Cuanto mayores eran los sacrificios que el emperador exigía a sus súbditos, más se integraba la secta en su política para convencer a la mayoría de la necesidad de obedecer los designios de Hotak.

Al menos había logrado alejar al templo de la sucesión al trono, puesto que había nombrado heredero a Bastion, su segundo hijo, pasando por encima de Ardnor, el primogénito. Ardnor, uno de los más fervientes seguidores de su madre, se había formado dentro del templo. Bastion pensaba exactamente igual que Hotak: por mucho que los Predecesores lo ambicionaran, no merecían la veneración que los minotauros dieron en otro tiempo a Sargonnas. Bastion los mantendría a raya.

—¿Quién niega tu participación en mi éxito, querida mía? El imperio funciona con tanta eficacia y con tanta facilidad como antes…, ¡más incluso! Pero yo deseo tu presencia en palacio, para que todos vean que mi compañera, mi consorte, es una parte valiosa del régimen.

—Sí… mientras que vista faldas y me cuelgue de tu brazo.

Hotak contuvo un suspiro.

—Tu puesto está a mi lado, querida; y tu hogar, en palacio. Llevas demasiado tiempo… escondida aquí.

Los ojos hundidos adoptaron una expresión inquietante.

—Es mi cometido, esposo. Tus propias palabras me confirman su importancia.

—Tu cometido, sí, pero eso de estar aquí tanto tiempo, sin comunicarte conmigo ¿Aún me castigas por haber preferido a Bastion como heredero? ¿Por no haber nombrado a Ardnor?

Ella miró más allá del emperador… al vacío.

—¡Ardnor era tu sucesor legítimo!

—Bastion es el mejor soldado, el político más experto y la elección más apropiada.

—¡Ardnor es tu primogénito!

Hotak respiró profundamente.

—Ardnor disfruta de un cargo muy alto entre los Predecesores, y eso también tiene su importancia. Me gustaría que limáramos nuestras diferencias, querida mía. Por favor, regresa a palacio para estar más cerca de mí. Te… te echo de menos.

Finalmente, volvió a fijar la mirada en él. Guardó silencio por un momento, antes de decir:

—Iré a verte mañana. Buscaré los últimos datos que deseas y llevaré conmigo todas las noticias posibles.

Dicho esto, se dio la vuelta y se alejó de él deslizándose, con los dos Defensores cerca de ella.

El Hotak que volvía a ponerse el yelmo y se dirigía a la entrada del templo tenía casi una sonrisa pintada en el rostro. Llevaba alas en los pies. No sólo porque su esposa iba a regresar a su lado, sino porque llevaría consigo las valiosas noticias que le proporcionaran sus centinelas fantasmales, tan útiles para el teatro de operaciones.

Tenía que encontrar un medio de mantenerla en palacio. Quizá si volvía a recibir a Ardnor y le ofrecía un puesto valioso cerca del trono…; padre e hijo no habían hablado mucho desde la muerte de Kolot, el hijo menor de Hotak, y el anuncio de que Bastion sería el heredero del trono. Pero no había motivo para que no saldaran sus diferencias.

Los soldados saludaron su regreso, y el emperador descendió en silencio hasta el lugar donde esperaba su corcel y lo montó con suavidad. Lanzó una última mirada al edificio, como para llevarse consigo algo de la energía de Nephera.

—Rumores, sólo rumores —se dijo a sí mismo.

El emperador estaba satisfecho de no haber mencionado un asunto que habría enfurecido a su esposa. Esperaría una ocasión más oportuna.

—No creo que la secta llegue a tanto.

Hizo ademán de partir a la tropa.

—Mi esposa no tiene en sus manos más sangre que la que yo mismo autoricé… Ninguna otra.

La llanura de hierba, abrigada por unas colinas ligeramente boscosas, proporcionaba un excelente campo de batalla, donde las líneas de caballeros, indiferentes ante la amenaza del mal tiempo, ocupaban disciplinadamente sus posiciones, lanzas en ristre, para cargar contra los ogros desplegados desordenadamente frente a ellos.

Detrás de la caballería venían cuatro hileras de infantes con corazas, comandados por el propio Jefe de la Garra, que los conducía desde su caballo. Con las espadas bajas y los escudos en alto, los infantes acompasaron su marcha como mejor pudieron a la de los jinetes, dispuestos a conquistar su parte de gloria.

Los ogros, blandiendo mazas y espadas, cargaron salvajemente contra un enemigo muy superior en número.

El ímpetu de los Caballeros de Neraka levantó una polvareda que más parecía un rastro de fuego. Con las viseras bajas, evocaban una visión siniestra más propia de los tiempos de los dioses, una hueste negra que aún ostentaba los anticuados signos de Takhisis.

Mientras recorrían a toda velocidad la distancia que los separaba de los ogros, las lanzas se alinearon perfectamente. Los caballeros habían recibido órdenes de no dar cuartel, de no mostrar ninguna piedad con las bestias.

Pero, de pronto, los ogros retrocedieron llenos de pánico y, poniendo pies en polvorosa, huyeron hacia la dudosa seguridad de las colinas situadas al este, pisoteándose y empujando a los más lentos.

Los lanceros, sin embargo, no deseaban una victoria fácil, por eso espolearon sus monturas y avanzaron con los infantes en los talones.

Ni siquiera prestaban atención a los truenos y los rayos que iluminaban el horizonte septentrional, porque tenían al alcance a los primeros grupos de ogros cobardes. Sería tan fácil como ensartar un trozo de carne en la mesa…

Entonces, la tierra explotó entre las líneas, y hombres y caballos salieron por los aires. Se oían los gritos. Los cuerpos se estrellaron contra el suelo. Los aturdidos caballeros se replegaron en seguida para averiguar de dónde procedían las explosiones. Algunos elevaron la vista al cielo tormentoso, creyendo que habían sido víctimas de un rayo perdido.

Pero el ruido de una inmensa mole que se precipitaba sobre ellos desde el cielo alertó a muchos…; por desgracia, demasiado tarde.

La enorme roca produjo un amasijo de carne y metal entre los infantes al tiempo que levantaba una lluvia de tierra y piedras. Cuando comprendió que se trataba de una catapulta disparada por mano experta, el Jefe de la Garra dio orden de detenerse a sus hombres.

Un tercer proyectil de dimensiones enormes cayó a plomo en la zona que separaba a los jinetes de la infantería. Aunque no hirió a nadie, el impacto consiguió redoblar la confusión y el pánico. Los ogros no empleaban catapultas: ni siquiera sabían construirlas.

Sonaron los cuernos…, primero por el sur, luego por el norte, y se oyó un vocerío unánime que llenó de recelo a los caballeros.

Los ogros detuvieron su huida y se reagruparon para dar la vuelta. Entonces, comenzaron la carga contra los atónitos caballeros, lanzando aullidos de lobo y enseñando los colmillos.

—¡Atacadlos! ¡Atacadlos! —urgió el Jefe de la Garra.

Pero no resultaba fácil saber a quién había que atacar, porque desde el norte llegaba una marea de inesperados jinetes y desde el sur una ordenada línea de figuras con armadura que no parecían ni ogros ni humanos.

Con el estruendo de los cuernos y de sus feroces gritos de guerra, los minotauros y sus aliados, los ogros, cayeron sobre los caballeros negros.

El flanco izquierdo de los lanceros se dispuso a recibir a la caballería, pero, mientras ésta se acercaba, cayó sobre él una lluvia de flechas procedente de las colinas. A pesar de las corazas, fueron muchos los muertos y muchos más los heridos; los caballos agonizantes, que bloqueaban la huida a sus jinetes, contribuyeron a aumentar el pandemónium.

Las líneas, ya muy diezmadas, chocaron contra la caballería de los minotauros. La fuerza de una carga de lanza bastaba para derribar a un minotauro de más de cien kilos con su coraza, por eso más de un guerrero astado salió volando de su silla, ensartado. Los expertos lanceros hicieron presa entre los corceles más valiosos de los minotauros.

Sin embargo, la armadura no bastaba para protegerse del ataque de las enormes hachas de dos filos de las legiones minotauras. Introduciéndose en las líneas de los lanceros, un minotauro abrió el pecho de un enemigo y, para asegurarse, seccionó la cabeza cubierta por el yelmo de un tajo feroz. Otro soldado minotauro saltó desde su montura sobre uno de los caballeros y, ya en suelo, utilizó los cuernos para ensartar por el pecho al humano, que se retorcía de dolor.

Los supervivientes del flanco derecho de los lanceros se volvieron para recibir a los atacantes que se acercaban a pie por el sur. Pero al aproximarse al enemigo, la primera fila de minotauros se deshizo ordenadamente y dejó al descubierto otra agazapada a sus espaldas.

Los caballeros se vieron sorprendidos por la táctica. Las picas largas y letales que los minotauros manejaban con maestría hicieron mella en la línea de choque, cuyos escasos supervivientes cayeron en seguida a manos de unos legionarios sedientos de sangre. Los caballeros se defendían a duras penas. Sus comandantes les habían hecho creer que los minotauros eran brutos de la misma especie que los ogros, pero ahora comprendían que aquella fuerza hábil y entrenada no encajaba en la descripción. Las ordenadas filas de legionarios consiguieron introducirse entre los enemigos y aislarlos para luchar cuerpo a cuerpo. Un decurión empujó a dos humanos y, tras herir al primero en la pierna, salió en persecución del segundo. Luego, volvió a rematar al caballero mutilado, antes aún de que el otro se desplomara.

La infantería de los humanos encontró tres tipos de muerte. Cuando los minotauros convergieron por el norte y por el sur para cortarles la retirada, los caballeros formaron dos filas, una de las cuales, compuesta por lanceros, tenía la misión de proteger a los soldados que luchaban a espada, pero las hachas de los legionarios dieron buena cuenta de éstas y, rompiendo la primera línea, causaron una escabechina.

Por el este llegaron los ogros, dispuestos a romper cabezas y huesos sin ningún esfuerzo entre los atrapados caballeros. Era patente que los ogros no disponían, como los minotauros, de una táctica refinada, pero la combinación de ambos formaba una fuerza imparable.

Desesperado, el Jefe de la Garra quiso rendirse, pero no tuvo tiempo de dar la triste orden, porque un ogro de pelaje rojizo le hirió con la espada en la garganta, y el cuerpo del caballero cayó de la montura y desapareció, destrozado, en medio de la refriega.

Ya había muerto el último de los humanos entre los gritos de triunfo de los vencedores, cuando apareció por el este un nuevo grupo de jinetes, compuesto de minotauros y de ogros. A la cabeza, una hembra de minotauro, una joven oficial de cuerpo estilizado pero dotado de curvas que lucía el manto purpúreo y el yelmo crestado de los comandantes de la legión. Su abundante cabellera castaña sobresalía por debajo del yelmo. Los legionarios la recibieron con un elegante saludo.

Venía acompañada por un ogro singular, menos fornido que sus semejantes, cuyo atavío marrón y verde bosque parecía más propio de un elfo, como si pretendiera imitar el estilo de la raza detestada. Su larga cabellera negra estaba bien cepillada y, para subrayar la suavidad de sus facciones, menos pronunciadas que las de su gente, se había limado los colmillos hasta reducirlos a simples protuberancias…, un detalle impropio de un ogro. Despedía un olor a almizcle que contrastaba con los cuerpos empapados en sudor que lo rodeaban.

Sosteniendo un gran número de yelmos y armas enemigas y de trozos de los cuerpos apresados, los ogros recibieron en tropel al Gran Señor.

¡Sarak H’kan! ¡Sarak H’kan! —gritaban con belicoso fervor.

A su lado, una sonriente Maritia de-Droka observó:

—No me suena esa frase. Gran Señor.

—Están celebrando nuestra victoria, hijo de Hotak, nada más.

Los ogros tenían una consideración de las hembras muy distinta a la de los minotauros, así, para aceptar la participación de Maritia en la guerra el jefe ogro llamaba «hijo» a la hija del emperador. De ese modo, podía tratarla con el respeto debido a un macho.

—Sólo le miran a ti.

—Sí, en cierto modo menosprecian tu contribución, pero es cuestión de tiempo, ya aprenderán a respetar a los minotauros. Por otra parte no entienden tu condición de capitana. Se sienten incómodos —dijo alzándose de hombros—, pero es un defecto menor, ¿no te parece?

Los legionarios comenzaron a recomponer las filas mientras que los ogros continuaban arremolinándose. De pronto, Golgren gritó algo en su lengua a un ogro especialmente grande y peludo que se había puesto una armadura solámnica, en la que aún se apreciaba la imagen del martín pescador entre las manchas de sangre y de herrumbre. El ogro se encargó en seguida de reunir a los suyos a golpes de puño y de maza hasta que consiguió dar una sensación de orden a sus aliados minotauros.

Maritia, divertida con los esfuerzos de los ogros por imitar la disciplina de los suyos, contempló la carnicería.

—Qué necios son estos caballeros negros. En vez de mantener su lealtad a los antiguos jefes, podrían haber tomado el camino del sur para unirse a la tal Mina.

—Pero qué placer que no lo hayan hecho. Los negros deben mucha sangre a los míos. —Al sonreír, descubrió unos dientes tan afilados como los de cualquier otro ogro—. Esta batalla nos resarce en parte.

—El plan sigue su curso, Gran Señor. Juntos hemos triunfado.

—Eso piensa este que os oye. —Con un ademán del puño agradeció los «Sarak H’kan» de los ogros más próximos—. Las patrias están casi liberadas.

Los caballeros representaban la última gran fuerza humana de Blode o Kern. Así pues, los reinos de los ogros se habían liberado, y la invasión de la verde y resplandeciente Silvanesti estaba en puertas.

Alrededor de ellos, los legionarios minotauros reunían a sus muertos para darles unas exequias honrosas. Algunos ogros arrancaban los objetos de valor a sus propios camaradas, peleándose sobre los despojos, mientras que otros registraban los cadáveres de los caballeros.

Maritia lanzó una mirada al Gran Señor, que se mostraba orgulloso y satisfecho.

—¿Y no te importa aliarte con otras legiones de Caballeros de Neraka ahora que los acaudilla Mina?

—No, no más que aliarme con los minotauros —respondió Golgren, obsequiando a Maritia con una sonrisa, sabedor de que la joven no podría dar la réplica a una respuesta tan aguda.

La hija de Hotak cambió de tema.

—Si pensamos dirigimos hacía el escudo que rodea Silvanesti para estar allí cuando Galdar nos avise, deberíamos poner rumbo al sur por la mañana, Gran Señor. ¿Estarán listas vuestras tropas? Necesitamos encontramos con los carros de aprovisionamiento.

—Nagroch se ocupará de que todo esté preparado.

—¿Nagroch?

A la mención de su nombre, el robusto ogro con la armadura de Blode levantó la vista y se dirigió a ellos. Por lo general, sustituía al cacique, aunque ahora actuara como segundo de Golgren. Apestaba como todos sus congéneres, pero era mucho más taimado que la mayoría.

Golgren compuso una expresión de pesar.

—Perdona a este que te habla, hijo de Hotak. Quizá no lo aclaré antes. He ordenado que Nagroch acaudille el ejército ogro contra Silvanesti.

—¿Y tú? —Maritia había sido cogida por sorpresa.

Golgren se inclinó en la silla, moviéndose con el encanto de un minotauro.

—El Gran Kan de este que te habla hace mucho tiempo que no me ve. Y yo tengo que informar a mi señor, como tú informas a tu padre. Si es posible, me reuniré con vosotros para dar mi apoyo en el momento de la confrontación decisiva.

Nagroch resopló.

—¿Y es capaz de sustituirte a estas alturas? —quiso saber Maritia.

—¡Absolutamente! El kan es el Puño del Poder, los Dientes de la Fuerza… —Golgren continuó pronunciando títulos del glorioso kan—. Y éste ha sido entrenado personalmente por su magnificencia. —Golgren chasqueaba los dedos y Nagroch asentía con entusiasmo—. Hay mucho que hacer; mucho que preparar. A partir de este instante, Nagroch no se separará de m lado, te lo prometo. Él se encargará de todo. —Golgren simulaba no ver el ceño de Maritia—. Nos esperan grandes victorias, hijo de Hotak. Sí, tienes mucha suerte.

Y con una última y florida reverencia, el Gran Señor espoleó a su voluminoso corcel. Los ogros lo premiaron con un último grito de «Sarak H’kan» antes de volver a su pillaje.

Maritia entrecerró los ojos.

Sarak H’kan… Sarak H’kan Ya no me parece tan desconocida la frase. —Se volvió a Nagroch—. Significa… significa «caudillo»… ¿verdad?

El rostro redondo y carnoso del ogro expresaba toda la inocencia posible en uno de su raza.

—Sí, hijo de Hotak. Caudillo… —se rió entre dientes, produciendo un sonido desagradable—, o kan.