GIROS IRREVERSIBLES
—¡Preparados para el abordaje! —gritó el corpulento Magraf, capitán del buque imperial Escudo de Donag, dirigiéndose a la tripulación y a la compañía de soldados de su nave. De su oreja izquierda pendían cinco aros dorados, uno por cada barco rebelde capturado o destruido bajo sus órdenes hasta el momento. A bordo, todos sabían que su deseo era añadir un sexto aro aquel día.
—¡No deis cuartel!
En seguida se juntó a la suya otra voz, de tono más imponente aunque menos definida por el ansia de sangre.
—¡Amarrad aquello! ¡Oficiales, ahorraos las preguntas! ¡Son órdenes del trono!
Imposible decir si entendieron o no las palabras de Bastion, porque las fuerzas allí reunidas bramaron un sangriento desafío al enemigo en cuanto el general Magraf acabó de hablar. El deseo de lucha ponía brillo en los rostros e inyectaba los ojos en sangre.
Aunque las aguas turbulentas del encapotado océano Courrain hacían cabalgar violentamente a la nave, ellos maniobraban de un modo implacable hacia su presa. El tiempo se había mostrado imprevisible, pues las que hasta hace poco habían sido aguas calmadas amenazaban ahora con arrojar por la cubierta a varios marinos. Pero la tripulación no se desalentaba por tan poco, y cada guerrero aspiraba a ser el primero en el abordaje.
A distancia, dos buques imperiales más flanqueaban a otra nave rebelde ya consumida por el fuego. Bastion vio saltar a varios minotauros a las agitadas aguas desde el buque incendiado. Algunos saltaban envueltos en llamas.
El hijo y heredero del emperador dirigía el pelotón de abordaje del Escudo, inmóvil, con su pelaje inusualmente negro entre una horda de minotauros en la que predominaba una variada gama de castaños. Su porte tranquilo e imponente se sumaba a la autoridad que irradiaba por linaje. Bastion inclinó el hocico largo y estrecho hacia el pequeño buque de un solo mástil que tenía cada vez más cerca. La única posibilidad para la tripulación de los minotauros rebeldes era morir luchando.
—Los minotauros no deberían luchar entre sí —gritó, sin que nadie prestara atención al comentario.
—¡Los primeros arpeos! —vociferó de repente el capitán—. ¡Adelante!
Los marineros arrojaron al buque enemigo los garfios atados a gruesas maromas. Sólo dos fallaron el objetivo. Los que manejaban los arpeos tiraban con todas sus fuerzas.
Súbitamente, cayó sobre el Escudo una lluvia de flechas. Casi todos los tripulantes y los guerreros salvaron el pellejo agachándose, pero varios de los que tiraban de los arpeos se vieron cogidos por sorpresa. Tres de ellos se desplomaron con los dardos clavados en el cuello y en el pecho. Sus cabos de abordaje cayeron fuera de la borda.
Los arqueros imperiales respondieron lanzando una densa lluvia de flechas contra el debilitado enemigo. Varios de los que estaban a bordo del buque rebelde se desplomaron. Los marineros consiguieron acercar las dos naves.
—¡Tirad, haraganes! —gritó Magraf. Los buques casi se tocaban—. ¡Listos! —Esta vez se dirigía a los que aguardaban junto a la borda.
Los barcos crujían bajo la fuerza que los aproximaba. Los rebeldes ya se agrupaban en la cubierta, siguiendo las órdenes de un joven e intrépido minotauro que, sin embargo, no parecía tener el rango de capitán.
Así pues, no era Rahm, como comprendió Bastion con cierto desencanto. Rahm era un jefe auténtico y habría estado dispuesto a morir con sus hombres.
Luego, cuando se produjo el choque de las dos naves, Bastion desechó el pensamiento. Ya sólo contaba la acción…, la batalla y la supervivencia.
Apenas se habían rozado los cascos cuando Bastion y sus marinos saltaron los parapetos. Aquéllos, en número de casi cien, portando espadas largas y hachas bien afiladas, se movían como un todo armonioso, con sus faldellines acolchados de color plata y la banda color verde mar que les cruzaba el pecho para dar cuenta de su orgullosa unidad.
Los aguerridos marinos saltaron sobre unos rebeldes desalentados y confusos, y el aire se llenó de gritos, de gruñidos y del entrechocar metálico de las armas.
Bastion clavó su cuchilla en el vientre de un rebelde empapado en sudor que tenía dos veces su anchura. Hotak se había cerciorado de que sus cuatro hijos recibieran una buena preparación para el combate y la estrategia, y Bastion siempre había destacado entre todos. Era capaz de luchar contra dos o tres individuos gigantescos a la vez sin perder el aplomo.
La cuchilla de una hacha curvada, que le levantó un poco de piel y pelaje del hombro, le dejó una herida dolorosa pero no consiguió refrenar su embestida. Bastion arremetió contra el atacante del hacha y lo hizo retroceder. Aunque los suyos expresaban su desesperación, el rebelde intentó combatir con valor. Bastion se lo premió con una rápida estocada que puso fin a su sufrimiento.
Descubrió al joven comandante de amplio tórax en el momento en que éste se lanzaba contra un minotauro demasiado confiado de la flota imperial. Luego vio que la corpulenta figura arrojaba bruscamente su cuchilla y abandonaba el lugar de la batalla en dirección a popa.
Saltando sobre el cuerpo del rebelde que acababa de matar, Bastion salió en persecución del jefe enemigo, pero otro marinero le cortó el paso blandiendo ferozmente el hacha a escasos centímetros de su rostro. El minotauro de pelaje negro tropezó y estuvo a punto de escurrirse en la húmeda cubierta.
El marinero rebelde luchaba como un jabato. El hacha se clavó en las tablas de madera, muy cerca de las sandalias de Bastion, y volaron las astillas.
—Te conozco —rugió su adversario—. Te vi cuando servía en las legiones; ¡tú eres hijo suyo! ¡El hijo de Hotak el Tuerto!
—Si te rindes ahora, salvarás la vida —replicó Bastion con calma.
La risotada del marinero hizo tintinear los dos aros que llevaba en la oreja.
—¿Salvarla? ¡Já! ¡Salvarla para que me envíen a las minas!
Trazó un arco rápido y brutal con el hacha, con el ánimo de decapitar a Bastion. Pero el ansia dio excesiva amplitud al gesto y, para su desgracia, el error lo impulsó hacia adelante.
Bastion atacó por debajo de los brazos del minotauro y le hundió la punta de su espada en la garganta.
Con un gorjeo de protesta, el marinero soltó el arma y se desplomó. Se le congeló en el rostro una expresión de amargura y desdén.
Bastion corrió hacia donde había desaparecido el comandante rebelde. Conocía el trazado del buque en el que se desarrollaba el enfrentamiento porque ames había pertenecido a la flota imperial. Los camarotes de los oficiales tenían que estar en la cubierta inferior, al final del todo.
Tras descender a saltos los escalones de madera, se topó con el cuerpo de uno de sus leales, probablemente muerto a manos del oficial que buscaba. El oscuro minotauro avanzó con mucha cautela: la muerte podía acechar detrás de cualquiera de las siete puertas del estrecho corredor.
Al final del pasillo estaba la puerta del camarote del capitán, decorada con el símbolo dorado de un kraken. Desde fuera se oía como si alguien estuviera registrando la habitación. Pero, al aproximarse a la puerta, lo delató el crujido del entarimado.
Súbitamente, cesó el ruido del interior.
Bastion tomó aliento… y penetró como una exhalación.
Chocó con una figura gruñona que salía de la sombra. Los dos cayeron de espaldas contra una mesa redonda de roble clavada en el suelo. La mesa no aguantó el peso y los envió al suelo. Ambos habían perdido las armas.
Bastion notó unos dedos gruesos en su garganta. Empujó con la mano derecha para echar hacia atrás la cabeza del adversario.
—¡No los cogerás! —rezongó el joven e intrépido rebelde.
Una de las manos se desprendió del cuello de Bastion, lo que le dio la oportunidad de girarse para ganar alguna ventaja y redoblar los esfuerzos encaminados a zafarse de su enemigo.
Entonces, la mano del rebelde reapareció sosteniendo una daga.
Bastion sintió un escalofrío de terror.
De pronto, el otro minotauro dio una violenta sacudida con los ojos en blanco y la lengua colgando a un lado de la mandíbula. La daga que se cernía sobre Bastion cayó, inofensiva, al suelo.
El rebelde se desplomó sobre el comandante imperial.
Alguien le quitó inmediatamente el cuerpo de encima. Bastion descubrió a dos de sus guerreros, que sostenían al rebelde, cada uno por una pierna.
—Justo a tiempo. ¿Estáis bien, mi señor? —preguntó uno de ellos.
—B-bastante bien —respondió—. Habría preferido conservar al jefe para interrogarlo… pero os lo agradezco.
Uno de ellos lo ayudó a ponerse de pie. Bastion observó el desastre causado por el rebelde en el interior del camarote. No quedaba estante ni rincón en que no se hubieran esparcido los papeles y las cartas de navegación. Los cajones estaban vacíos. La mayor parte de los mapas y los pergaminos habían sido amontonados. Bastion lanzó una mirada en derredor. Las lámparas de aceite colgaban del centro del techo. Unos segundos más y el camarote se habría convertido en un infierno, con todos los documentos dentro.
—¿Cómo\a la batalla? —preguntó.
—Poco animada, mi señor. Casi toda la morralla está muerta.
—Quiero que registren este buque de arriba abajo. Que los oficiales supervivientes sean apartados de los otros prisioneros.
—Sí, mi señor. —Los dos minotauros desaparecieron.
Bastion se agachó para recoger algunas cartas. En una de ellas se veía la costa oriental de Ansalon, la región del Mar Sangriento y, más al este, las dos grandes islas gemelas de Mithas y Kothas, el corazón imperial. En la de Mithas habían señalado Nethosak, la capital del imperio
Otros mapas representaban zonas poco conocidas del reino, más allá del Mar Sangriento, entre ellas Thorak y Thuum, al sureste, y la colonia agrícola de Amur, más lejos, en dirección nordeste. Era la documentación normal de un buque del imperio. Sobre algunos se apreciaban anotaciones recientes con la intención de poner al día puertos y colonias, como por ejemplo, el nuevo asentamiento marinero del Monte de Fuego, en el este.
Bastion desechó uno tras otro todos los mapas. De pronto, se dibujó el ceño en sus facciones bovinas. Recuperó los dos que había descartado en último lugar. Algo despertaba su interés con cierto retraso.
El examen detenido del primero no reveló nada importante. Bastion tomó el segundo y lo desplegó.
Una marca borrosa en el ángulo superior derecho despertó su curiosidad.
Interesante. Habían emborronado el nombre de una isla pequeña e insignificante en un intento de hacerla desaparecer. Aunque le costó un gran esfuerzo, consiguió descifrar el nombre gracias a la agudeza de su visión. Rápidamente, enrolló el mapa y abandonó el camarote. En cubierta, encontró a Magraf organizando la masiva redada de enemigos cerca de la proa. El oficial presentaba innumerables heridas, entre ellas una muy reciente, que le había dejado un rastro de sangre en el pecho, y una magulladura que le cubría todo un lado del hocico. Empero, lucía con orgullo un sexto aro en la oreja.
—¡Capitán! ¿Cuándo podremos ponernos en movimiento?
—Dentro de dos horas, quizá. Hay mucho que hacer y aún estamos discutiendo si hundir o no el barco. Yo creo…
—Hundidlo, y cuanto antes, mejor. No haría otra cosa que entorpecernos y ahora hay que moverse con la mayor rapidez posible. Tenemos que regresar al puerto imperial más cercano y aprovisionarnos para un largo viaje.
Los aros de Magraf tintinearon al fijar la mirada en Bastion.
—¿Habéis encontrado algo, mi señor?
—Creo que sí.
Bastion desplegó el mapa para mostrar al oficial el lugar designado.
—¿Lo reconocéis?
—Sí, he oído hablar de esa isla. Pero… aquí han borrado algo…, ¿qué significará?
—Puede que sea la clave para acabar de un plumazo con esta rebelión.
—¿Será posible? —Magraf enseñaba la dentadura—. Entonces ordenaré a todos mis hombres que redoblen sus esfuerzos. Dejaremos aquí a los muertos y zarparemos a lo sumo dentro de una hora, mí señor.
Se dio la vuelta para llamar a su contramaestre. Bastion comenzó a enrollar el mapa, pero antes echó una última ojeada al nombre casi ilegible que anunciaba la culminación de lodos sus afanes.
—Petarka —susurró—. Petarka.
Grom, de rodillas junto a su compañero muerto, dibujaba con el dedo un símbolo invisible sobre el pecho del cadáver.
—Es un pájaro —explicó quedamente Valun a un indiferente Faros—. El padre de Grom fue sacerdote de Sargas.
Grom adecentó el cuerpo mutilado para darle una apariencia de paz.
—Nunca perdió la esperanza de que el de los Grandes Cuernos regresara junto a sus criaturas. Me enseñó todos los rituales.
—Una esperanza sin futuro —bufó Faros.
—Sí, así es. —El minotauro del hocico destrozado continuó recomponiendo a su amigo caído—. Ya podemos enterrar a Sephram.
Faros no había contado a los dos fugitivos que a Sephram aún le quedaba un aliento de vida cuando él lo encontró en la cueva. Ambos creían que el ogro lo había matado allí y que Faros había vengado su muerte fortuitamente. No se molestó en aclarar las malas interpretaciones posibles.
—Es sorprendente que llegara tan lejos —murmuró tristemente Valun—. Aunque también me sorprende que llegáramos nosotros.
El minotauro con un solo cuerno alzó la vista para mirar a Faros.
—Si no hubiera sido por ti, estaríamos muertos.
El rescate temerario, aunque no planificado, había engrandecido a sus ojos la figura de Faros, que ya se había convertido para ellos en un jefe indiscutible. Los dos lo miraban cada vez que había que tomar una decisión. A Faros le disgustaba aquella admiración porque despertaba en él antiguos y olvidados recuerdos de su familia, de su clan, de su honra. Los esbirros de Hotak habían asesinado a todos sus parientes. Mientras agonizaba en sus brazos, su padre le había implorado que hiciera todo lo posible por vengarlos, pero hasta el momento Faros había fracasado vergonzosamente. No le importaba nada, ni los dos minotauros… ni la honra.
—Hay una hondonada aquí cerca —les dijo—. Será mejor que intentar excavar entre los peñascos con los dedos.
Grom tomó un pequeño cuenco lleno de agua y esparció algunas gotas sobre Sephram.
—Como mandes —contestó.
Bufando su desprecio, Faros intentó cambiar de conversación.
—¿Quién era… Kos?
No fue Grom quien contestó, sino Valun. Por el camino había cogido un trocito de hueso reseco, cuyos lados pulía ahora con una lasca de piedra
—¿Kos? ¡Ah!, quieres decir Kassion. Era… fue el supuesto cerebro de nuestra huida.
—¿Qué le pasó?
—Sahd.
Faros soltó un gruñido.
Al parecer, a Grom no le apetecía entrar en detalles.
—Sahd nos estaba esperando. El jefe en persona. Si hubieras visto la risita de esa bestia.
—La he visto.
¿Cuántas veces había levantado los ojos para ver al jefe de los ogros que le azotaba con una sonrisa de placer perverso que dejaba al descubierto uno de sus colmillos? Su macabra apariencia era leyenda. Hacía mucho tiempo que un esclavo desesperado se las había arreglado para arrojarle a la cara un cabo de antorcha ardiendo que le había quemado la nariz; de ahí el perpetuo ademán de escarnio. Se decía que guardaba el cráneo del esclavo sobre un estante de sus habitaciones, en un puesto de honor.
—Estábamos a punto de atravesar los límites del campo cuando nos detuvieron. Sephram cayó el primero. Sahd soltó una carcajada y, tirando de la traílla de un merodraco hocicudo, acercó al lagarto para que lo aplastara con las garras.
—¿Y Kassion regresó a salvarlo?
—Sí. Le arrebató una lanza a uno de los guardianes y se la clavó al lagarto en la garganta. —Grom hablaba con orgullo—. Mató a la criatura de una sola lanzada. Ya es algo.
Grom y Valun habían conseguido rescatar a Sephram, pero a Kassion la valentía le había costado cara. Uno de los guardianes de Sahd le golpeó con la maza en un costado. Una segunda maza le acertó en la rodilla. La tercera arrojó al vencido fugitivo al suelo.
—Oíamos los golpes mientras nos alejábamos a la carrera. Uno y otro, siempre el pom, pom, pom…, cuando ya eran inútiles. Cuando ya estábamos demasiado lejos para oírlos.
Se produjo un largo silencio. Luego, Valun, levantando la vista de su tosca talla, preguntó:
—¿Y tú qué haces por aquí aún? Hace días que te escapaste. Pensamos que habías muerto o que te habías salvado definitivamente.
—Pensaba huir hacia la costa.
—¿Por qué tan lejos? ¿Por qué donde los ogros podrían encontrarte fácilmente?
Faros no respondió en seguida. Se dirigió a donde estaba Grom arrodillado y cogió el tosco cuenco de piedra que había tallado unos días antes. Había hecho lo mismo que Valun con el hueso, desbrozarlo hasta que pudo contener una cantidad razonable de líquido.
—Necesitarás más agua —dijo.
—Voy yo… —comenzó a decir Valun, pero Faros salió bruscamente de la cueva.
De pura casualidad, había descubierto un arroyo de agua fresca la misma noche de su huida. Persiguiendo a un lagarto flaco y chato —que cazó y comió cuando aún coleaba—. Faros halló la fuente que manaba de una ladera rocosa cubierta de plantas verdes y ásperas. Las plantas tenían un gustillo agrio que contrarrestaba el sabor rancio del lagarto, mientras que el agua tenía el amargor de las sustancias minerales. Con todo, él la bebió como si fuera un vino exquisito. Lo único importante era que lo mantenía vivo.
El viento nocturno era tan seco y tan molesto como durante el día. En aquellos yermos sólo el arroyo proporcionaba algún alivio. Faros miró hacia el campamento minero y vio el tenue resplandor que no procedía sólo de las antorchas, sino también de los yacimientos de metal fundido, producto de la constante actividad de la tierra. Algún día, aquella zona explotaría en violentas erupciones como las que habían devastado gran parte de Vyrox varias generaciones antes. La catástrofe de Vyrox había destruido un prometedor asentamiento junto con la vida de varios centenares de minotauros, pero Faros estaba encantado de que una explotación semejante borrara el pequeño reino de Sahd, aunque supusiera el sacrificio de todos los esclavos.
«¿Por qué estás aquí?» La pregunta de Valun acudió de pronto a su mente. El minotauro lanzó un gruñido de consternación. Reconocía que no contaba con una respuesta a tan inquietante cuestión. Se agachó para refrescarse el rostro con el agua.
Si los ogros no lo descubrían, probablemente acabaría por sucumbir a la dureza de las condiciones. Allí sólo le aguardaba la muerte, no cabía duda. Lo descuartizaría un merodraco o los ogros lo reducirían a pulpa de una paliza.
La posibilidad de morir de aquel modo aterrador no le hacía ninguna gracia.
Con el cuenco lleno, Faros regresó a la cueva. Se introdujo por la estrecha rendija manteniendo el cuenco por delante.
Grom y Valun habían levantado el cuerpo de Sephram con la intención de sacarlo del antro, pero la pierna rota del segundo era un impedimento. Dejando el cuenco a un lado, Faros fue a sustituir a Valun para ayudar a Grom a sacar el cadáver. Era un transporte muy pesado. Valun los seguía camino de la hondonada.
—Deberíamos haber hecho algo más —refunfuñó Grom después de arrojar a su camarada a la sima con unas cuantas piedras y unos puñados de polvo sobre su cuerpo. Antes, había susurrado una última oración a una deidad cuyo nombre hacía tiempo que no se podía pronunciar.
Faros dio la vuelta para regresar, seguido a regañadientes por Grom.
Valun se apoyó contra la pared del fondo de la caverna, cerca de la pequeña hoguera que podían permitirse. El hueso que había labrado estaba ahora cubierto de símbolos que representaban varias imágenes relacionadas con la vida de los minotauros: una nave, un pez, una hacha y dos figuras entrelazadas. Su habilidad era reveladora, pero Faros no le prestó atención; mejor olvidar aquellas cosas.
—Mañana por la mañana nos separamos. Yo me quedo, vosotros os vais.
—Pero nosotros te debemos la vida —insistió Grom, dibujando inconscientemente el símbolo del cóndor sobre su corazón—. El honor nos impone…
—El honor no existe. —Faros había zanjado la cuestión, pero los otros estaban ofendidos y querían continuar hablando.
Valun fue el primero.
—Deberías venir con nosotros.
—Sí, tres sobreviven más fácilmente que uno solo.
Faros soltó un bufido. Sus nuevos compañeros habían devorado su magra despensa de una sentada. Tendría que pasar el día siguiente cazando todo lo posible, con el consiguiente riesgo de que lo descubrieran.
Grom captó su mirada a las sobras: unas plantas verdes cubiertas con los huesos rotos y las plumas negras de un ave carroñera que Faros había atraído con unos trozos de lagarto el día anterior.
—El honor demanda lo que te decimos, al menos hasta que podamos reponerte la comida. Mañana cazaremos juntos.
Tres minotauros cazando…, toda una atracción para ogros y merodracos. Para acabar de arreglarlo, los nuevos eran aficionados y jamás cazarían lo suficiente para mantener las fuerzas; aquí no, desde luego. Faros estuvo a punto de repetir que los dos fugitivos debían abandonar aquel lugar por la mañana…, pero entonces vio la súplica en sus ojos y sintió el súbito impulso de comunicar la idea que le rondaba por la cabeza.
Sabía dónde encontrar una gran provisión de comida. Él solo habría empleado toda una vida, pero con cuatro manos más…
—Muy bien, cazaremos —replicó con amarga satisfacción—. Cazaremos a los cazadores.