I

UN RASTRO DE SANGRE

Había logrado sobrevivir una semana desde su huida. ¿Una semana? No tenía noción del tiempo. Ni siquiera recordaba cuánto había durado su esclavitud en aquel lugar. ¿Dos años? ¿Tres? ¿Podían ser cinco?

Sólo algunos rumores aislados, propagados por los que mejor entendían la brutal lengua de los ogros, les habían dado, a él y a otros, una remota idea de los profundos cambios que experimentaba el mundo exterior; una figura misteriosa y carismática, conocida escuetamente por Mina, reunía tropas bajo su estandarte en nombre de un dios innombrado. Los Caballeros de Solamnia, adversarios respetados por los minotauros, se veían obligados a replegarse una y otra vez. Se decía que en lugares tan conocidos como Sanction y Solace preparaban la guerra o que ya se había producido el ataque o la conquista. Y se hablaba también de la desaparición de varios Jefes Supremos de los Dragones. En su propia patria, entre las numerosas islas orientales de Ansalon, el usurpador que había condenado a Faros y a otros muchos a una vida infernal continuaba reuniendo una legión tras otra para su proyectada invasión del continente.

Pero estos y otros relatos de los acontecimientos externos apenas significaban algo para él. Como los restantes esclavos, trabajaba y soñaba con la huida, sin llegar nunca a creerla posible.

Entonces, un guardián le dio la espalda en el momento oportuno. Movido por un repentino instinto primario, blandió la pala con todas sus fuerzas y hendió el cráneo del gigantesco capataz. En el ardor del momento, rompió los grilletes y echó a correr hasta la reseca planicie que rodeaba el campo, y corrió y corrió interminables kilómetros.

Durante siete días consiguió burlar a las ansiosas bandas de cazadores. Tres veces estuvieron a punto de capturarlo, pero él sabía agazaparse en el fango y mantenerlos a distancia. Las partidas de perseguidores fueron diseminándose en distintas direcciones…

Ahora los ogros volvían a perseguirlo.

La noche anterior, las antorchas relucieron hasta tarde por el paisaje rocoso como luciérnagas enormes. Recorrían los yermos en busca del obstinado fugitivo, pero la luz de las antorchas los delataba a distancia. La maniobra era arriesgada en la oscuridad —colinas resecas y antiguas hondonadas eran una trampa incluso a la luz del día—, pero Faros logró mantenerse delante de ellos hasta que se hartaron de la caza nocturna

Ahora, con las primeras luces del día, habían vuelto.

Faros contó más de veinte, divididos en grupos de dos o tres. Los ogros eran bestias altas y corpulentas, provistas de colmillos, con unas sucias greñas negras y un pellejo oscuro e hirsuto infestado de pulgas. Vestían sólo unos faldellines grises y sucios, de piel de cabra, raídos por el uso. Algunos portaban los látigos acabados en puntas de hierro que empleaban para apremiar a unos monstruosos lagartos salvajes casi tan grandes como un caballo. Los merodracos les servían de sabuesos porque husmeaban el aire con la lengua babosa y olisqueaban el rastro con sus hocicos alargados.

Y todo por un minotauro.

Todo por Faros.

Detrás de un montón de arenisca, agachando el bovino cuerpo lleno de cicatrices. Faros juzgó el progreso de los ogros. Ninguna de las partidas de cazadores se dirigía hacia la cueva que él había descubierto antes del amanecer. El minotauro estaba convencido de que si lograba regresar allí los ogros pasarían de largo, aunque los merodracos buscaran su olor. Después de tanto tiempo en las garras del cruel Sahd, había aprendido varios modos de burlar a los reptiles pardos y verdosos. Si la suerte seguía acompañándolo.

Confiando en que no le vieran. Faros comenzó a descender el talud inestable. Le sorprendía la tenacidad de las partidas de ogros después de toda una semana de búsqueda intensa, pero no ignoraba que tenían pocas ocupaciones y que a veces se divertían persiguiendo a los ocasionales esclavos fugitivos para matarlos. En ciertas ocasiones, su sádico capataz se volvía de espaldas y daba ocasión de huir a dos o tres esclavos para que luego los esbirros salieran tras las víctimas sentenciadas de antemano.

«¡A Sahd le pondrá furioso que empleen tanto tiempo!», pensó Faros con amargura. El capataz detestaba perder una presa. ¿Cuántas cabezas aplastaría? ¿A cuántos desgraciados mataría a latigazos para satisfacer sus morbosos instintos?

No había acabado de pensar en Sahd, su peor enemigo, cuando oyó a lo lejos el espantoso bramido que estremecía con un escalofrío la médula de los forzados. Cuando Sahd comandaba, una horrible muerte aguardaba a los esclavos con cualquier pretexto.

Faros se asomó con cautela por el borde. En efecto, delante de él se hallaba la gigantesca figura del jefe ogro, afortunadamente a una distancia que garantizaba su seguridad. Sahd llevaba el inicuo látigo en una de sus manos carnosas. Se volvió para reprender a un subordinado, y de pronto Faros se encontró mirando de frente su terrorífico semblante. Rápidamente se agachó, estremecido, pero nadie había reparado en él.

El diabólico señor del campo minero de los ogros frecuentaba las pesadillas de Faros. La enmarañada pelambre castaña del minotauro apenas disimulaba las cicatrices largas y profundas que le recorrían la espalda, los brazos, las piernas y el pecho…, casi todo el cuerpo. Muchas eran consecuencia del látigo de nueve puntas del propio Sahd. El rostro aplastado del capataz, semejante a una descarnada calavera, adoptaba una expresión de placer sádico cada vez que hallaba un pretexto para castigar a Faros o a cualquier otro minotauro. A Sahd le satisfacía su inmundo oficio. Era peor que los peores guardianes de Vyrox…, un recuerdo ya lejano.

Vyrox. Faros levantó la vista. Una densa humareda negra oscurecía el cielo; el norte del reino de Kern era zona volcánica. El campo de Sahd —sólo se conocía por este nombre— anidaba entre dos cumbres altas y renegridas formadas por una antigua erupción de proporciones titánicas. Tal era la desolación del lugar que el primer día Faros casi había añorado Vyrox, el brutal campamento minero regido por minotauros, donde él y varios miles de leales al anterior emperador —su tío Chot— habían padecido la esclavitud y el trabajo agotador que suponía extraer las materias primas necesarias para que Hotak, el usurpador, satisficiera su ambición desmedida. Empero, y aun contando con las espantosas condiciones de aquel lugar, Vyrox era al menos una base estratégica de la patria; al menos en Vyrox los prisioneros conservaban la esperanza y soñaban, aunque la realidad desmintiera sus sueños, con recuperar algún día su puesto en la sociedad de los minotauros.

Aquí…, a un océano de distancia de su querida patria traicionada…, en el reino de los ogros, no había lugar para las ilusiones.

Vio que un subordinado se arrodillaba, nervioso, ante Sahd. El ogro inferior gruñó algo que hizo soltar una carcajada brutal al otro. Sahd apuntó a occidente con el látigo y desapareció en esa dirección. Los demás le siguieron sumisamente.

Nervioso, Faros abandonó su posición. En el descenso, las rocas, duras como diamantes, le herían las plantas callosas, pero él no les prestaba atención. Hacía mucho tiempo que se habían roto las sandalias, y los ogros no se molestaban en proveer de calzado a sus esclavos. Los minotauros trabajaban hasta caer muertos y eran sustituidos por los que llegaban de refresco.

Pensar en que lo arrastraran de nuevo al infierno de Sahd le ponía alas en los pies. No, no volvería jamás; podían torturarlo y dejar que muriera desangrado en aquel paraje. Prefería morir a encontrarse otra vez de rodillas bajo el látigo del ogro.

La pequeña fauna de aquellas estepas apenas le permitía sobrevivir. Cazó y probó los diminutos parientes de crestas erizadas de los merodracos, pero se deshacían en la boca y sabían a ceniza. Las plantas vedes y espinosas que encontró cerca de las zonas umbrías le supieron mejor, pero no abundaban. Si hubiera estado en tierras de minotauros habría tenido más recursos; allí, sin embargo, se sentía perdido y extranjero. El continente de Ansalon no recibía con los brazos abiertos a su estirpe.

Así, pasaba casi todo su tiempo oculto entre los peñascos, sin hacer nada y sin vislumbrar un futuro más allá del ocaso del horizonte. Su única meta había sido la huida, pero ahora que lo había conseguido temporalmente, carecía de proyectos. Sólo sentía bullir en su interior el ansia de venganza.

Alcanzada la cima de la colina, el minotauro la bordeó, al tiempo que atiesaba las orejas a la espera de algún sonido. Los ojos oscuros y entrecerrados se movían, cautelosos, bajo las pobladas cejas castañas. Cuando se aseguró de no correr peligro, se movió rápidamente hasta la protección de un nuevo grupo de peñas.

Un cuerno resonó por el este. Apretándose contra una retorcida formación rocosa, Faros lanzó un bufido de sombría satisfacción. Si algo quería decir el cuerno es que los cazadores se alejaban de su entorno. Comenzó a tranquilizarse; el refugio se hallaba muy cerca.

Pero entonces le llamó la atención un movimiento en lo alto de un pico serrado. Se arrojó a una hondonada poco profunda y, conteniendo el aliento, vio aparecer dos ogros por el norte.

Una pareja separada de la partida principal. Uno de los ogros tiraba de la gastada traílla de cuero de un merodraco sibilante; la enorme mandíbula dentuda del reptil se abría en busca de carne fresca. Los dos ogros oteaban desde la elevada atalaya, aunque no en dirección a Faros. El minotauro siguió su mirada, pero sólo alcanzó a ver las áridas colinas azotadas por el viento.

De pronto, detrás de una roca enorme, apareció una figura que corría desesperadamente.

Era otro minotauro. Arrastraba tras él varios eslabones sueltos de lo que habían sido un par de grilletes, dejando un ligero rastro de polvo. También le colgaban las cadenas de unas esposas rotas que tintineaban con la carrera. Tenía el grueso hocico cubierto de sangrientos latigazos.

Al momento, un segundo después, apareció otra figura aún más sucia que la primera. El segundo esclavo fugitivo se tambaleaba cada vez que apoyaba la pierna izquierda. También le faltaba un trozo de cuerno. Ambos mostraban heridas repugnantes causadas por numerosos golpes y latigazos. A esa distancia, Faros no pudo reconocerlos, ni siquiera lo intentó.

Arriba, los ogros lanzaban gritos de impaciencia. Uno de ellos levantó un retorcido cuerno de cabra y sopló con fuerza. El eco de las colinas devolvió su eco penetrante.

Faros lanzó un juramento. El celo renovado de las partidas de caza no se debía a él, sino a la lastimosa pareja. Maldijo en silencio a los dos minotauros por haber tomado, como él mismo, la dirección de occidente, en vez de retroceder hacia oriente, como era lógico, en dirección al mar y al imperio insular de su raza. «Da igual —pensó—, a fin de cuentas ningún esclavo ha logrado regresar jamás a casa».

Quizá aquella pareja había intentado evitar la persecución rodeando las colinas por detrás para luego dirigirse al Mar Sangriento, pero ahora estaban prácticamente atrapados.

Y por su culpa Faros afrontaba un espantoso destino.

Ya no podía regresar a la cueva, no inmediatamente. No osó moverse en aquella dirección. Dejaría que la pareja corriera con los ogros en los talones. Bastaba con permitir que la caza siguiera su curso. Desandaría el camino; él sabía dónde ponerse a salvo unas cuantas horas.

Entonces, mientras Faros observaba, el primer minotauro se detuvo de pronto junto a él. Volvió la cabeza y gritó unas palabras a su renqueante compañero. Aquél, a su vez, lanzó una mirada por encima del hombro. Tras un momento de ansiedad, la figura miró de nuevo a su camarada cojo y sacudió frenéticamente la cabeza.

Con expresión torva, el primero hizo algo sorprendente: se volvió en dirección al campo de esclavos. El compañero herido encogió los hombros e hizo lo que pudo para seguirlo. Era como si se hubieran olvidado de la sombría amenaza de la cuadrilla de ogros.

Faros no entendía lo ocurrido, pero si servía para alejar de su refugio secreto a los esclavos fugitivos y a los ogros perseguidores mejor que mejor.

Al levantar la vista se dio cuenta de que los dos ogros habían desaparecido.

Recorriendo con mucha cautela el tortuoso sendero, Faros se aproximó por fin a la entrada de la cueva que había encontrado por casualidad entre las sombras y los arbustos. La entrada formaba un arco tan estrecho que, al pasar, se arañó el pecho con la roca dura como el diamante. Aunque algún ogro notara la existencia de la grieta, no era fácil que se le ocurriera registrar aquella angostura.

Tensos los músculos, una vena palpitante en el cuello, Faros accedió al antro. La escasa altura del techo le obligó a caminar agachado, pero más al fondo había suficiente espacio para enderezarse un poco. La cámara semicircular despedía un desagradable olor a moho; unos huesos antiguos indicaban que había sido la guarida de alguna criatura salvaje. Aun así, comparadas con la vida del esclavo, las condiciones le parecían excelentes. En las instalaciones de las minas de los ogros, muchos esclavos dormían a la intemperie, amontonados unos sobre otros, indiferentes al olor a suciedad, soportando como podían las inclemencias nocturnas. Las únicas construcciones del campo eran las toscas cabañas de madera de Sahd y sus capataces.

Cuando se le hubo acostumbrado la vista a la oscuridad, Farios descubrió que un extraño había profanado su refugio.

El minotauro que yacía en el suelo emitió un gemido y trató de alejarse de él a rastras, pero ni el brazo derecho ni las piernas le respondieron. Le habían dado una brutal paliza, sin duda con unas mazas muy pesadas. Los capataces de Sahd sabían pegar a un esclavo sin quitarle la vida imprescindible para unas cuantas jornadas más de trabajo. No obstante, en este caso parecía que a alguien se le había ido la mano con el pobre infeliz, quizá al mismísimo capataz.

Ni siquiera la cara había escapado al castigo. Tenía el hocico tan magullado que, aunque consiguiera curarse, le quedaría la expresión deformada para siempre. Se le veían varios dientes rotos y otros habían desaparecido; las terribles magulladuras le impedían abrir un ojo. Sobre el hombro izquierdo, la marca humillante que los ogros grababan a fuego a los minotauros —incluido Faros—, dos cuernos rotos encerrados en un triángulo.

—Kos-Kos-Kos… —repetía una y otra vez el extranjero, dirigiéndose a una figura invisible situada detrás de Faros.

Faros no sabía si Kos era el nombre del esclavo herido, el de un amigo o una palabra incompleta, pero tampoco le importaba. Le bastaba saber que con haber encontrado la cueva y dar tantos gritos, el nuevo lo ponía en un aprieto.

Sería demasiado complicado sacarlo a rastras… y depositarlo a cierta distancia. En ese caso, Faros tendría que salir lo antes posible. Conocía otra cueva en una colina a pocos minutos de allí. Aquel refugio no estaba tan bien protegido, pero era mejor que quedarse en éste para que los merodracos olfatearan un rastro de sangre tan evidente.

Cuando Faros comenzó a moverlo, el minotauro herido, jadeando, acertó a decir unas palabras.

—P-por favor…, S-Sahd… no…

Faros sintió un escalofrío por la espina dorsal al oír el siniestro nombre del capataz. Lanzó una ojeada indiferente a la forma rota del esclavo.

—No… —murmuró la figura apaleada, incorporándose. Su dolor era patente, a pesar de que había perdido la conciencia de las cosas.

Con un bufido, Faros continuó andando hacia la salida. Comprendía que el esclavo delirante estaba ya medio muerto, y él sólo pensaba en sí mismo. La rebelión fallida de Vyrox le había enseñado que era insensato preocuparse por un pellejo que no fuera el propio.

Se había levantado un viento seco y opresivo, que le llenó la nariz de polvo mientras caminaba. Ni rastro de los otros fugitivos o de sus perseguidores. Pero tenía que darse prisa.

Al toparse con la siguiente ladera rocosa, oyó ruido de movimiento hacia el norte. Se agazapó detrás de un saliente. A su derecha, un ogro se arrastraba, cauteloso, en dirección a él… No, le sobrepasaba y se dirigía a la cueva. Sin embargo, la torpe criatura olisqueaba el aire como un merodraco y parecía insegura.

Faros contuvo el aliento mientras el ogro pasaba a su lado, maza en mano. Movía la nariz ancha y aplastada y, acercándose a la cueva, abría la colmilluda boca con ánimo expectante.

Observado por Faros, el ogro pasó de largo ante la entrada, pero súbitamente se dio la vuelta, blandió la maza y clavó la mirada bestial en la angosta entrada.

Faros imaginó que el minotauro herido gemía o hablaba. En todo caso, aquel gesto acababa de sentenciarlo.

El enorme ogro escudriñó por la hendidura de la cueva antes de introducirse en ella sigilosamente. Una duda súbita asaltó a Faros, que, a pesar de su reciente determinación de permanecer escondido, alargó el brazo y tomó una piedra afilada del tamaño de su puño.

Al acercarse a la boca de la cueva oyó el brutal gruñido del ogro, y luego, un sonido leve que debía pertenecer al apaleado minotauro. Por fin, un golpe fuerte y definitivo.

Apretando la piedra, Faros se deslizó rápidamente hasta otras rocas. Apenas había logrado resguardarse cuando el ogro salió al exterior con la maza chorreando sangre.

Faros blandió con todas sus fuerzas la improvisada arma y, aunque no lo mató, consiguió golpear fuertemente a su enemigo en la sien. Con un gruñido salvaje, el ogro chocó contra la ladera. La piedra cayó al suelo partida en dos mitades. El ogro sangraba por un lado del sucio rostro, pero aparte de detener su ímpetu durante unos momentos, la pedrada no había surtido gran efecto.

Pero antes de que el enorme guerrero levantara la maza, Faros se lanzó contra él. El ogro, fornido y mejor alimentado, soportó la embestida. Evitó que Faros lo hiriera e incluso consiguió propinar un fuerte golpe en el hocico al esclavo fugitivo.

Se enzarzaron una y otra vez. El ogro se zafó de Faros con un empujón y recuperó el arma. El minotauro se agachó a tiempo, la pesada maza había pasado a pocos centímetros de su hocico.

¡F’han… Uruv Suurt! —gruñó el ogro, enseñando la dentadura amarillenta—. ¡D’kai f’han!

Pese a su prolongada cautividad, Faros entendía muy mal la lengua de los salvajes vigilantes, pero sabía que «Uruv Suurt» significaba minotauro en el antiguo idioma de los ogros; por otro lado, le bastaba con mirar las feroces órbitas enrojecidas del ogro para captar el significado. Su enemigo no abrigaba la menor intención de regresar con un prisionero vivo.

El bestial individuo levantó de nuevo la maza. Faros lo sorprendió retrocediendo, una maniobra que pintó una expresión al mismo tiempo de placer y expectación en el semblante grotesco del ogro.

La maza cayó con fuerza.

Pero Faros saltó a un lado con tanta rapidez que su adversario perdió el equilibrio. La fuerza del impulso envió por los aires a la maza y al esgrimidor. Cuando el arma chocó estrepitosamente contra el suelo, se levantó una pequeña nube de polvo.

Faros se lanzó contra el adversario tambaleante. Golpeó con fuerza la cabeza del ogro mientras propinaba una patada en el mango de la maza, con lo que consiguió obligarlo a soltar el arma.

Sin dar tiempo a que la brutal figura se recuperara, lo golpeó en el vientre. Doblándose, el ogro intentó alcanzar su arma.

Pero el minotauro llegó primero. La levantó con rapidez para herir a su oponente debajo de la barbilla. Hubo un sonido de huesos rotos. El ogro, sangrando, lanzó un grito y se desplomó de espaldas con gran estrépito.

Con los ojos inyectados en sangre y las aletas de la nariz hinchadas, Faros pasó por encima de su enemigo caído en el suelo. El ogro luchaba por levantarse pero estaba demasiado aturdido. Faros dejó caer la maza con todas sus fuerzas. Varias veces, sin parar hasta cerciorarse de que el ogro había muerto.

Harto ya, Faros soltó la maza astillada. No había atacado al ogro por una idea alocada de salvar o de vengar al esclavo minotauro herido, sino por un deseo irrefrenable de matar a uno de sus torturadores.

Recuperado el juicio, arrastró el cuerpo con la intención de ocultarlo. Lo abandonó en una hondonada tortuosa y poco profunda que encontró más allá de la colina. Los otros ogros tendrían que emplear mucho tiempo en hallar el cadáver.

Faros regresó al primer escenario e hizo lo que pudo para borrar todo rastro de lucha, sin olvidar la sangre derramada por el ogro. Pronto no quedó más que la maza del bestial sujeto. Estuvo a punto de abandonarla allí, pero lo pensó mejor. Miró hacia la cueva y luego hacia donde había visto por última vez a los otros fugitivos. El ansia de sangre le atenazaba la garganta.

Tomó la dirección de los dos esclavos. Fue fácil encontrar su rastro, e incluso, inmediatamente detrás, el que habían dejado sus perseguidores. Los dos ogros no preocupaban demasiado al joven, pero junto a sus huellas se apreciaban las de un merodraco enorme.

El minotauro, ansioso de venganza, continuó adelante y, siguiendo el rastro, ascendió por la colina más cercana. Al comprender adónde conduciría aquel sendero a los cazadores y a las presas, tomó una ruta más corta.

No tardó mucho en hallarlos. Como había pensado, los dos minotauros se habían perdido en el laberinto de colinas buscando al tercer miembro de su grupo. Se encontraban en un callejón sin salida; un pasaje estrecho que acababa en el borde de una de las colinas más elevadas y agoreramente negras. Para ascender por la abrupta pared del risco, la pareja habría necesitado alas.

Los ogros y su sabueso gigantesco y escamoso los habían acorralado.

El minotauro de la pierna herida se había agachado sobre una rodilla. Ni con la ayuda del compañero podría levantarse a echar una mano. Los dos fugitivos respiraban con dificultad, no sólo por el agotamiento, sino también porque se enfrentaban a la derrota final.

En su común deformado, Sahd les había dicho más de una vez que la única cosa que podía esperar con seguridad un fugitivo era la muerte Con el objetivo de ilustrar tan severo código, pedía a los guardianes que regresaran con la cabeza de los huidos y la clavaba en una pica para que sirviera de escarmiento. No por eso lograba persuadirlos de abandonar la huida, porque los esclavos tenían poco que perder.

Faros estuvo a punto de abandonar a la pareja a su funesto destino. Merecían acabar en el vientre de un merodraco por débiles. Otros habían resistido más e incluso habían conquistado la libertad… o eso quería creer. Éstos, sin embargo, no habían pasado de allí.

Pero entonces el olor a sangre de su maza le recordó otros deseos más imperiosos y se le pasó por la cabeza algo que le hizo enseñar los dientes con un extraño remedo de sonrisa.

Se dio la vuelta y se acercó a ellos, bordeándolos, sin dejar de observar al que tiraba del merodraco, una bestia de espaldas fornidas que hacía esfuerzos por mantener a raya al lagarto.

Uno de los esclavos se había dado cuenta de la presencia de Faros y miraba, sorprendido, en su dirección.

Los ogros siguieron con la suya la mirada del esclavo.

Rechinando los dientes, Faros apretó la maza y cargó.

El lagarto sacó la lengua para saborear el aire y el olor a la carne atrapada y temerosa. El encargado de la bestia, alertado por su compañero, miró hacia Faros… justo en el momento en que el airado minotauro aterrizaba sobre el merodraco.

El cuerpo voluminoso y cubierto de gruesas escamas amortiguó la caída pero no impidió que Faros perdiera la maza. El arma cayó dando vueltas y estuvo a punto de herir a uno de los fugitivos, que se agachó a recogerla con un rayo de esperanza en la mirada.

La sorpresa hizo bramar al pesado merodraco, que, con una contorsión, se liberó de la traílla con intención de morder aquello que tenía en la espalda.

Un temible golpe de su larga y poderosa cola lanzó por los aires al ogro que lo sujetaba. El otro ogro, que llevaba en la mano una gran espada humana bastante deteriorada, intentó acercarse a Faros para asestarle un golpe, pero la agitación del merodraco se lo impedía.

Faros luchaba por mantenerse, intentando al mismo tiempo rodear con los brazos la garganta del enorme lagarto. Para quitárselo de encima, el bicho se retorcía y daba embestidas, pero no obtenía ningún resultado.

Ahora, el esclavo minotauro que se había hecho con la maza se adelantó blandiéndola. El gesto distrajo a la bestia de su interés por el jinete agarrado a su lomo.

Imaginando que sus brazos apretaban la garganta de Sahd, Faros hizo presión con todas sus fuerzas. Jadeando, el merodraco babeaba y daba traspiés mientras trataba de liberarse como podía.

Faros sintió un latigazo en el hombro. El encargado del merodraco se había puesto en pie y, ayudado por su camarada, intentaba deshacerse del inoportuno intruso. Los repetidos y salvajes latigazos clavaban las puntas de hierro en la carne de Faros. El dolor era muy intenso, pero el minotauro lo conocía tan bien que casi lo saludaba como una sensación familiar. Poseía una larga experiencia de las torturas incesantes que repartían Sahd y sus esbirros.

El merodraco continuaba retorciéndose, buscando una huida desesperada de la garra sofocante. Faros aumentó la presión hasta volver la cara del gigantesco lagarto en dirección a sus amos.

Con una serie de movimientos rápidos, el minotauro cambió la presa a un solo brazo y tomó un leve impulso. Cerró el puño y lo dirigió con todas sus fuerzas contra uno de los ojos de la criatura.

Acertó de lleno en la feroz órbita del monstruoso reptil. La mano se le empapó de sangre y de otros fluidos viscosos y un olor nauseabundo le asaltó el olfato antes de volver a agacharse para renovar el abrazo al animal. El merodraco lanzó un rugido, sin dejar de dar saltos y dentelladas salvajes en su agonía.

El ogro que lo había conducido azotaba una y otra vez a la maltratada criatura pronunciando órdenes incomprensibles. Señalaba en dirección a los minotauros para que la bestia atacara al esclavo que había recogido la maza y que ahora se acercaba blandiéndola con gesto amenazador.

Pero el irritado lagarto, enloquecido por sus heridas y por la presión que ejercía en su garganta la garra de Faros, lanzó una dentellada a la cabeza del ogro. Las mandíbulas arqueadas le abrieron el tórax, que derramó fluidos y órganos.

En ese instante, Faros saltó al suelo y echó a rodar para evitar que un golpe de la terrible cola lo estrellara contra una roca.

El ogro arremetía tercamente contra la bestia para ayudar a su compañero caído. El merodraco arrancó la cabeza ya destrozada y la escupió a un lado. Luego se volvió hacia el segundo ogro y silbó, con su ojo bueno malignamente clavado en él.

El minotauro de la maza se hallaba listo para el ataque, pero Faros lo apartó con un ademán.

Aunque había comprendido la gravedad de su situación, el ogro superviviente cometió un error fatal: se dio la vuelta y trató de echar a correr. Fue la señal que necesitaba el enorme depredador, que ya se había deshecho del otro y estaba ansioso por despachar al segundo ogro.

El merodraco lanzó a los minotauros una mirada acompañada de algo semejante a un ademán despectivo, y entonces, con una ligereza insólita, dio un brinco y salió tras el ogro fugitivo.

Arrojando la maza de Faros, el minotauro que había querido ir en su ayuda se dirigió hacia el camarada que yacía en el suelo. Faros no lo dudó, recuperó el arma y, sin mirar atrás, echó a correr.

—¿Quién…? —comenzó a preguntar el herido.

Faros se volvió para imponerle silencio con la mirada.

Saltó a lo alto de una roca, y desde allí observó al merodraco que perseguía al ogro por una escarpada pendiente cercana.

Faros se puso la maza bajo el brazo y comenzó a ascender.

—¡Valun no puede subir eso! —insistió el minotauro menos herido.

—Entonces, quedaos aquí los dos.

La respuesta era lógica, pero entonces se oyó gruñir al llamado Valun.

—Yo s-subiré, Grom.

Faros ya había comenzado a trepar. Subió la mitad del talud y se detuvo en un saliente. Grom le seguía, arrastrando literalmente a su compañero tras él. Sus facciones toscas expresaban tanto el esfuerzo como la irritación que sentía.

—Al menos… al menos podrías echarle una mano —jadeó.

Dejando a un lado el arma, Faros tiró de Valun hasta el saliente. Nada más alcanzarlos, Grom preguntó.

—¿Qué pretendes hacer? Sería mucho mejor huir en dirección contraria…

En ese momento se oyó el eco de un grito en las colinas. Un grito breve acompañado de un silbido bestial.

La respuesta de Faros tuvo un tinte de inmensa satisfacción.

—Quiero asegurarme de que no acudan en su socorro. Cuando los otros vuelvan y encuentren los restos, pensarán que ha sido un accidente típico. A veces los merodracos se vuelven de pronto contra sus amos.

—¿Y este merodraco no nos perseguirá? —preguntó Grom.

—Éste tiene entretenimiento para rato —respondió Faros con una humorada siniestra.

Faros agarró la maza y, sin prestar atención a la pareja que gateaba para mantenerse a su altura, encaminó sus pasos hacia el este y continuó trepando.