Tuvieron gran pesar todos los de la corte cuando supieron que Bandemagus se partiera de la corte. Y el rey quedó mucho más triste, porque lo amaba y lo apreciaba mucho; y muchas veces dijo en secreto que si Bandemagus largamente viviese, que sería uno de los buenos hombres de Londres. Y luego estuvo en la razón, porque se fue de la corte. Y dijo al rey Pelinor:
—Nos perdimos a Bandemagus, porque no le dimos la silla de la Tabla Redonda.
—Mucho me pesa —dijo el rey Pelinor—, y más querría ahora que Bandemagus estuviese en la silla de mi hijo Tor pues, así me ayude Dios, mejor lo merece que tales veinte que aquí conozco.
Y esto dijo el rey Pelinor de Bandemagus, porque lo apreciaba mucho. Y otros que allí se hallaron dijeron otras cosas cada uno como les parecia, según le tenían afición. Y después de mucho hablado por cada uno de los que allí estaban, y visto por el rey Artur lo que cada uno decía y que ya no tenía remedio poner en la silla de la Tabla a Bandemagus, dijo a todos que no se hablase más de aquello, puesto que por entonces no había remedio, hasta que otro tiempo viniese. Y así se partieron todos de este negocio.
Y al tercer día después de esto, se movió el rey para ir a cazar en la floresta de Camalot, con cazadores a caballo y a pie. Y después que entraron en la floresta, hallaron una gran manada de ciervos, y echaron los canes en tal guisa que se comenzó la caza. Y el rey Artur andaba en un buen caballo, y el rey Urián en otro, y Acalón de Gaula, el amigo de Morgaina, en otro; y aquellos tres comenzaron la caza, porque todos los otros no andaban tan bien encabalgados, y dejaron a todos sus compañeros atrás. Y entre todos los ciervos había uno que era grande y fuerte y ligero, y nunca se cansó hasta que corrió bien diez leguas. Entonces quedaron los caballeros tan cansados que no hubo ahí tal que no fuese a pie, sino estos tres que mantuvieron la caza hasta hora de nona; y después de hora de nona los caballos fueron muertos. Y el rey Artur, cuando se vio a pie cató tras de sí, por ver si vería alguno de su compañía, y no vio sino al rey de Urián y a Alcalón, que estaban a pie como él. Y dijo:
—Amigos, ¿qué haremos?, ¿os parece que nos quedemos aquí?
Dijo el rey Urián:
—Vayamos adelante, que aquí cerca va una agua grande, y como el ciervo va cansado con la gran calentura y sed, beberá de ella tanto que morirá y lo hemos de cobrar muerto.
Dijo el rey Artur:
—Si la noche se llega hemos de irnos a un castillo mío que está cerca de aquí, a dos leguas.
Entonces dejaron de hablar de ello, y se fueron a pie y llegaron al agua; y así como llegaron hallaron al ciervo en la ribera, que había bebido tanta agua que no se podía tener, y un galgo cabo él que lo tenía de la garganta, que ninguno de los otros canes pudo ahí llegar.
Y el rey llegó al ciervo y lo mató, y tomó un cuerno que llevaba y tañó en manera que lo oyesen los canes y se llegasen a él, mas ellos estaban tan lejos que no lo oyeron, y ellos despedazaron el ciervo.
Y cató el rey por la ribera ayuso y vio una barca cubierta de un paño de seda bermejo como de escarlata; y estaba así cubierta por todas partes, que no aparecía ninguna cosa de madera, sino en cuanto andaban los remos cerca del agua; y eran dos remos, porque la barca era bien grande. Cuando el rey Artur vio la barca la mostró a los otros y les dijo:
—Veis aquí una barca y yo no sé de dónde vendrá, que mucho se acuitan de andar aprisa, y yo sé bien que algunas nuevas nos traen; Dios nos las dé buenas.
Y ellos esto diciendo, aportó la barca a par de ellos. Y el rey fue al borde de ella a ver qué había dentro, y cuando estuvo a la entrada halló ahí un paño de seda colgado, porque no pudiese ver si dentro no entrase. Y él llamó luego a sus grandes y les dijo:
—Venid y entremos dentro y veremos qué hay en la barca, que no lo quiero ver sin vos.
Ellos dejaron cuanto hacían y vinieron a la barca, y entraron dentro y les pareció más que antes que la vieran tan hermosa y tan ricamente ataviada de paños de oro y seda, que bien les pareció que nunca vieron cosa más hermosa ni más rica. Y ellos mirando esto, doce doncellas vinieron ante el rey e hincaron los hinojos y le dijeron:
—Señor rey Artur, vos seáis bien venido; ahora no queremos más nos de toda la riqueza del mundo, puesto que os tenemos; que hoy supimos que no os partiríais de aquí, pues es tan tarde que no podréis ir a posada ninguna con tiempo, y nos os serviremos tan bien y ricamente como harían en lugar del mundo donde ahora más os desean; y os rogamos por la fe que debéis a todos los caballeros, que nos lo otorguéis.
Y él se lo otorgó, de lo cual estuvieron alegres y fueron a él y le quitaron los paños que vestía de caza y le dieron otros muy ricos. Y lo mismo hicieron al rey Urián y a Acalón; y comenzaron a traer candelas y a poner por la barca de una parte y de otra, tanto que había ahí gran lumbre. Y esto hacían ellas porque la noche era muy oscura. Y cuando el rey holgó un poco vinieron dos doncellas que le dieron agua a manos, y asimismo a sus compañeros. Y los llevaron a una mesa, los sentaron ahí y les dieron de comer tan bien y ricamente, que el rey se maravilló dónde lo podían tener tan presto y a tal hora, que cierto ellos fueron tan bien servidos que no podían mejor; y holgaron allí mucho a su voluntad. Cuando hubieron comido estuvieron gran hora hablando de unas cosas y otras, y se hizo la hora de echar. Las doncellas tomaron al rey y le echaron en una cama que había en medio de la barca. Y cierto que no podía haber más hermoso lecho en Camalot que allí hubo, y así hicieron los otros; y les avino así que se durmieron luego, que andaban cansados del trabajo que llevaron en ese día.
En la mañana, cuando despertaron, no hubo ahí tal que no fuera espantado, que se halló el uno sin el otro en tan extraño lugar que no hubo ahí tal de ellos que la memoria no perdiese; así que a duro podrían conocer a sí mismos. Y el rey Urián se halló en Camalot en su lecho con Morgaina, su mujer, y el rey Artur se halló en una cama negra y muy oscura cabo un padrón. Y allí donde se halló, se halló con veinte caballeros y grandes hierros, y hacían tan gran duelo como si hubiesen de morir en esa hora. Y Acalón se halló en un prado lleno de árboles y muy vicioso, tan cerca de una fuente que no había entre él y el agua más de un palmo; y corría el agua de la fuente por un torno de plata, y caía en una gran peña de mármol, así que aquella agua iba por ingenio a una torre alta, que cabo del padrón estaba.
Y cuando Alcalón despertó y se hallara cerca de la fuente, vestido de los paños que las doncellas le dieron, se comenzó a signar, tanto lo tuvo a maravilla, y dijo:
—¡Santa María!, ¿qué puede ser esto, que anoche me eché cabe el rey mi señor y ahora me hallo cabe esta fuente, vestido de estos paños que me dieron las doncellas? ¡Ay Dios!, ¿dónde está ahora el rey Artur mi señor, y el rey Urián y a dónde he sido yo traído y encantado, y mi señor otrosí? Nos trajeron las doncellas por su buen argumento y nos engañaron por sus buenas palabras; y más me pesa por mi señor que por mí, que yo bien sé que así es engañado como yo.
Y tal duelo hacía Acalón, que atacaba a la fuente y a los árboles, y maldecía a la torre y cuanto veía en el mundo; y decía:
—¡Ay señor Dios, si vos obraseis a mi voluntad, vos confundiríais a todas las doncellas del mundo, así que hombre bueno no sería traído por ellas a escarnio! Cierto, yo creo, si soy delibre, que jamás no habrá traición en el mundo ni deslealtad.
Entonces fue tan sañudo y tuvo tan gran pesar que no supo qué hacer, y dijo que:
—Jamás no haría honra ni bien a doncella, antes le haría escarnio cada cuando que pudiese, que nunca hombres fueron escarnidos como nos fuimos. Y no creo que esto fue otro sino orden del diablo, que se nos apareció, que no era barca; y yo creo que ellas eran las sirvientas del diablo, que nos sirvieron tan bien, que todas las doncellas del mundo no nos pudieran tan bien servir como fuimos nosotros servidos.
Así se quejaba Acalón y estaba tan sañudo que no podía más. Entonces cató y vio venir ante sí un enano pequeño y grueso, con los cabellos negros y la boca grande, y la nariz pequeña y los pechos grandes. Y cuando Acalón lo vio dijo:
—Verdaderamente los diablos me trajeron aquí.
Y cuando el enano llegó a él lo saludó y le dijo:
—Señor Acalón, bien seáis venido; y la reina Morgaina por mí os envía saludar, que mañana a hora de tercia os convendrá combatir con aquel caballero donde vos ella dijo nuevas la postrimera vez que con vos habló en poridad, y que por ende me creáis vos en las señas.
Entonces le dio la buena espada del rey Artur con su vaina, y él la conoció luego y estuvo más alegre que antes, por las nuevas que oyó de aquella que tanto amaba. Y abrazó al enano, y le dijo:
—Enano, bien seas tú venido, y ¿cuándo viste tú a la reina Morgaina?
—Señor —dijo él—, no hace mucho.
—Enano, dime tú si estoy cerca de Camalot.
—Señor —dijo el enano—, estáis a dos jornadas de él.
—¿Y cómo yo vine aquí, lo sabes tú?
—No —dijo el enano—, si no sé que son de las aventuras de la Gran Bretaña y de los encantamientos de esta tierra.
Y él dijo:
—Yo bien sé y creo que fui encantado, que aventura tan maravillosa yo ni hombre nunca oyó hablar como esta fue; mas dime, ¿sabes tú quién es aquel caballero con quien me tengo que combatir?
Dijo el enano:
—No, sino que es un caballero de esta tierra que mora aquí cerca en su castillo, que nos hizo mucho mal hasta aquí. Mas desde ahora en adelante, si Dios quisiere, después que esta batalla hayáis vencido, no nos osará cosa decir con que nos pese, ni quitarnos nuestros derechos.
—¿Y cuándo debe ser la batalla? —dijo Acalón:
—La batalla ha de ser mañana —dijo el enano—, después de hora de prima, en el prado que aquí hay.
—Yo querría —dijo Acalón— estar ahora en el campo, pues no se puede excusar.
Él, en esto hablando, vio venir caballeros y dueñas y doncellas contra él, y lo saludaron y lo tomaron con mucha alegría, y lo llevaron para la torre y le dijeron:
—Señor, seáis bien venido, que mucho deseamos vuestra venida, y si nos mucho os deseamos, con la ayuda de Dios os tenemos. Y bendito sea Dios que acá os trajo, que por vuestra venida valdremos más, así como nos creemos, que nuestros enemigos tendrán con nos paz, los que hasta aquí nos hicieron guerra, y nos tomaban nuestros derechos.
Así le acaeció a Acalón entonces, porque fue tan bienandante como quiera que después le aviniese, porque cayó entre gente que les plugo mucho con él, y lo acogieron bien y le hicieron cuanta honra pudieron.
Mas al rey Artur no le avino así, que estaba en una cámara negra y honda, y había gran gente que él no conocía, mas tanto veía y oía y tenían gran duelo, diciendo:
—¡Ay muerte!, ¿por qué no te acuitas a venir a este lugar y sacarás de mezquindad y de lacería y dolor a estos cativos?
Y cuando el rey Artur esto oyó quedó muy espantado, que no supo qué decir, que bien entendió que era traído por encantamiento, y preguntó a los que cabo él estaban:
—¿Qué tenéis, y por qué hacéis tal duelo?
Y ellos le dijeron:
—¿Qué es esto que nos preguntas?, ¿no estás tú acá dentro en prisión, y sabes la cuita que sufrimos de noche y de día?
—De esta cuita no sé yo cosa, que aún no la probé ni miré tanto en ello.
—Pues, ¿cuándo vinisteis aquí? —dijeron ellos.
Y él dijo que no sabía cosa cómo allí viniere, ni dónde estaba ni de cual parte:
—Mas bien creo que no estoy lejos de Camalot, que esta mañana me partí de allí para ir de caza.
Y les contó todo cuanto le aviniera, y cómo las doncellas le acogieron bien en la barca y honorablemente.
—Y cierto no creí que lo hacían por traición, mas yo me tengo por encantado, puesto que me metieron en prisión de otro.
Cuando ellos oyeron contar esta aventura dijeron:
—Cierto, aquí hay mala traición y fuerte. Malditas y confundidas sean ellas que a vos aquí metieron; y si a vos en otro lugar metieran, y vuestra muerte no fuese tan llegada, podríais ser confortado. Mas metieron a vos en tal lugar donde no podréis escapar de muerte.
—Por Dios —dijo él—, esta es la mayor deslealtad que nunca oí hablar, que a muerte me trajeron y nunca se lo merecí. Mas decidme, ¿dónde estamos y por qué estamos presos?, y ¿cómo es y por qué no podemos salir?
—Esto os diremos bien —dijeron ellos— mas que nos digáis vuestro nombre.
—Mi nombre no podéis vos saber, mas os digo que soy de la corte del rey Artur, asaz su privado. Mas decidme lo que vos yo digo.
Y uno de ellos respondió:
—Yo os lo diré. Sabed que nos estamos a dos jornadas de Camalot, derechamente a la salida de la fortaleza, contra la tierra del duque de More. Y estamos aquí en una fortaleza muy hermosa y muy bien apuesta; y llaman a esta torre la torre de la Cieda. Y un caballero que se llama Damas es de ella señor, y es el más bravo y el más follón que hay ahora en esta tierra. Y no es buen caballero, mas es traidor y hace a los caballeros tomar los caballos que por aquí pasan, que andan a las aventuras; y después que los toma los hace meter en prisiones. Y él tiene un hermano que mora de aquí una legua, que es de los buenos caballeros que ahora hombre sabe en esta tierra. Y cada uno de éstos ha su fortaleza, y ha su tierra desviada la una de la otra. Mas sobre todo esto han cerca de aquí una quintana hermosa, muy rica, a la entrada de esta floresta. Y sobre esta quintana, ahora hace un año, entró entre ellos gran desamor, que el señor de aquí, porque es más rico y tiene más hombres, la quiere tener; y su padre dice que se la dio en su vida. Y el otro, porque se siente que es mejor caballero que éste, dice que no la tendrá de él sino por la espada uno por otro, o meter y otro por sí. Y el de aquí dice que bien habría quien entrase por él, mas por aventura no será tan aína. Y él se lo otorgó cada cuando que la hallase, y dijo que le placía. Entonces se desafiaron criminalmente. En esto se otorgaron ambos ante muchos hombres buenos de esta tierra, y se tornaron a sus fortalezas. Y fue el uno tan sañudo contra el otro que comenzaron su guerra, que nunca después desfalleció. Y el de aquí, porque no se sentía por tan caballero en armas como el otro su hermano, comenzó a rogar a los caballeros de esta tierra que entrasen por él en el campo contra su hermano, mas nunca halló ninguno que quisiese entrar. Entonces demandó consejo a su vecino: qué es lo que haría en este caso. Él le respondió y dijo:
—En esto yo os daré un buen consejo, si vos lo queréis tomar. Por aquí pasan todavía caballeros andantes de casa del rey Artur y de otros lugares; y aquéllos son buenos caballeros y usados en armas más que otros, y muy esforzados, que en otra manera no osarían comenzar lo que cada día comienzan. Y tantos como por aquí pasaren desde hoy, hacedlos tomar y meter en prisión. Y yo os digo que antes que tengáis veinte, hallaréis ahí alguno que quiera por vos de grado hacer la batalla con vuestro hermano.
Cuando él esto oyó tuvo gran placer por ello. Y bien así como el vecino se lo aconsejó, luego así lo hizo; y puso caballeros que prendiesen cuantos por allí pasasen. Y ellos así lo hicieron, que nunca después que aquí pasó caballero que no lo tomase. Y yo que esto os cuento fui el primero, y estos y muchos que murieron en la prisión; y nunca hubo tal que quisiese la batalla, antes quisieron aquí morir que salir ende por mantener el entuerto; que entuerto sería de ellos armarse contra el otro por quitarle su derecho. Empero tal era y fue cuando ahí vimos esto: que moríamos de hambre, que ya quisiéramos la batalla de grado, mas él no nos quiso meter, porque vio que éramos flacos de la mala prisión, y menguados de nuestras fuerzas. Ya os cuento la verdad de la hacienda por la que estamos aquí y hacemos este gran duelo, como vos oís.
El rey dijo entonces:
—Si la prisión os desconforta, no me maravillo, que a mí enoja ya tanto de esto que oigo y veo, que me parece que estuve un año entero, y no sé cómo será el mi salir dende o el mi quedar; mas bien os digo que si me metiesen a escoger de combatirme o de quedar, que yo me combatiría antes con el mejor caballero del mundo, que no quedarme aquí. Y vos fuisteis todos niños cuando os lo decían, que vos antes no os metieseis en aventura y en la merced de Nuestro Señor; que cierto yo antes querría morir aprisa que morir aquí largamente.
Así dijo el rey Artur, con gran pesar, porque se vio muerto y preso y en poder de otro donde no saldría a su voluntad. Y esto sabía él bien, si no fuese tal cosa cual quisiese el señor del castillo. Y de allí mucho hablaron entre sí y de muchas cosas. Y él les contó toda su aventura, y dijo el rey:
—No me pesa de mí como de los otros, que tengo miedo que sean tan mal embarazados y peor que yo y a gran entuerto, que nunca lo merecieron.
Y ellos le preguntaron quiénes era los otros, y él se lo dijo. Y ellos dijeron que del rey Urián era gran daño, que a maravilla era buen caballero y leal; mas que al otro no conocían ellos.
Y en tales cosas hablando estuvo el rey Artur hasta hora de prima. Y entonces vino a ellos una doncella que les dijo:
—¿Cómo os va?
Y ellos respondieron:
—Muy mal, que nos mata esta prisión.
Y ella hizo infinta que no conocía al rey Artur, mas lo conocía muy bien, que era una de las doncellas de Morgaina, y le dijo:
—Y vos, señor caballero, ¿cómo vinisteis aquí?
Y él la conoció y le dijo:
—No sé, doncella, mas vos, ¿cuándo llegasteis aquí?
—Ya, señor —dijo ella—, ¿qué es eso que decís, que nunca yo de aquí partí, ni fui a otra parte, antes moro aquí como aquella que es hija del señor de este lugar?
Y entendió que no lo conociera, y dijo:
—Doncella, no lo tengáis a mal, si esto os preguntaba, que cierto yo creí que os viera en la corte del rey Artur, y por eso os hablaba tan osadamente.
—Mi señor —dijo ella—, vos nunca me visteis ahí, que nunca ahí fui; mas cierto que os quiero decir que vos no hicisteis a cada uno su poder a su placer ni a su voluntad; que si vos hicierais a cada uno su voluntad, no estuvierais ahora aquí. Y os digo que quien os metió aquí no os tenía gran amor ni se podía mejor vengar de vos que meteros en esta prisión. Y cierto vos estáis cerca de vuestra muerte.
—¿De mi muerte? —dijo el rey.
—Así es verdad —dijo ella—, sin falta en vuestra muerte estáis, que nunca vos de aquí saldréis, si no juráis de hacer todo lo que os mandare el señor de la torre y lo que su voluntad fuere.
Cuando esto oyó el rey, respondió:
—¿Y cuál —dijo él— sería su voluntad?
—Yo os lo diré —dijo ella—. Si vos tuvieseis corazón y ardimiento de vos combatir por él con un caballero de esta tierra que le hace entuerto, y si vos lo venciereis, os libraréis de esta prisión y cuantos aquí están. Cierto, aunque más no hiciereis de caballería en toda vuestra vida, por esto seríais tenido por bueno a maravilla.
Cuando el rey Artur oyó estas nuevas, dijo:
—Decid, doncella, ¿si yo esta batalla tomase y la pudiera vencer, cómo estaría seguro que libraría a mí y a mis compañeros de ésta prisión?
—Seguro estaréis —dijo ella—, que el señor de aquí os lo jurará.
—Yo no quiero más —dijo él— sino que el señor de aquí me lo jure, que de la batalla tomar contra un solo caballero yo estoy contento.
Y ella se fue luego al caballero señor de la torre, que le halló con otra gran compañía de gente, y le dio cuenta de lo que el caballero le decía. Y el señor de la torre mandó que lo sacasen luego de la prisión, y lo sacaron ante él. Y el rey, que estaba sañudo, tornó bermejo. Y él era grande y membrudo y sano y bien complexionado en todo; y tan bien hecho en el cuerpo, que cuantos ahí estaban dijeron que sería gran daño de tal hombre morir en prisión. Y cuando el señor del castillo lo vio y lo cató, dijo en su corazón: que si éste no pudiese valer contra un hombre, que jamás no creería cosa que viese. Y se levantó a él y le dijo:
—Bien vengáis, señor caballero.
Y el rey que no quería que ninguno lo conociese, se humilló y se asentó a sus pies.
Y aquél que no le conocía se lo sufrió y le dijo:
—Señor caballero, yo tengo aquí cerca un hermano que me hace mucho mal; y yo he de tener batalla con él de un caballero por otro. Y me hicieron entender que vos queréis esta batalla con él, si quitare de esta prisión a vos y a vuestros compañeros; de lo cual os hago seguros cuando esta batalla fuere vencida.
—Jurad —dijo el rey— que después de la batalla que nos quitaréis a todos.
Entonces hizo el señor de la torre tal juramento, cual él le dijo.
—Ahora os digo —dijo el rey— que saquéis de la prisión a estos otros, que yo entraré en la batalla cual hora vos quisiereis.
Y el señor los mandó sacar fuera de la prisión por amor del que la batalla tomó a su cargo. Y los sacaron luego, y los llevaron al palacio flacos y muy magros, de la criminal prisión que tenían. Entonces dijo el señor de la torre al rey Artur:
—Amigo, mañana ha de ser vuestra batalla. Por Dios pensad de guardar vuestra honra y la mía.
Y el caballero cuanto más cataba al rey tanto más se esforzaba en su corazón, que bien le parecía que nunca viera ninguno de mejor parecencia para cometer tan gran hecho como aquél.
Aquí deja ahora de hablar de esto, y hace mención de dónde esta batalla tuvo comienzo.
Ya es dicho, antes de ahora, cuánto Morgaina desamaba a su hermano el rey Artur sobre todos los hombres del mundo; no porque nunca le errase, mas porque es costumbre de los malos y desleales, que siempre desaman a los buenos. Y Morgaina sin falta desamaba al rey Artur, porque veía que valía más que todos los de su linaje. Y si ella desamaba al rey Artur, que era su hermano, bien otrosí desamaba al rey Urián, que era su marido; que ella lo hubiera muerto, si tiempo hallara sin saberse. Mas amaba de corazón a Acalón, su enamorado. Y jamás entendía en otro, sino en matar a su hermano y a su marido, que por fuerza o por encantamiento, o que por ruego que entendía de hacer a los altos hombres de la Gran Bretaña, que la tuviesen por señora. Y ella había ordenado que entre aquellos dos caballeros hermanos, de quien arriba es dicho, hubiese discordia, y que no pudiesen tener paz sino por batalla. Y ella conocía a aquellos dos hermanos. Por aquel conocimiento viniera uno de ellos a ella y le dijo:
—Señora, yo no entiendo hallar quién por mí haga una batalla que tengo aplazada contra mi hermano; y vos señora, me podríais bien ayudar si quisiereis. Y por Dios dadme en esto algún consejo.
—No os pese —dijo ella—, que yo os pondré en prisión en vuestro poder a uno de los mejores caballeros de la Tabla Redonda.
Y este caballero tenía por nombre Damas, al cual no amaba ella tanto como al otro su hermano; y quería que antes perdiese éste que no el otro. Y por ende le dio al rey Artur en prisión, porque creía que no era el rey Artur tan buen caballero en armas como él era.
Y bien así como este Damas se vino a quejar a Morgaina, así vino a ella el otro su hermano, que ella más amaba. Y él andaba herido de una herida que le hiciera un caballero, y no se podía bien guarecer a su voluntad, y rogó a Morgaina lo mismo que rogó el otro. Y Morgaina le dijo:
—No tengáis miedo, que yo os pondré en breve un tal caballero en la mano, que bien hará vuestra hacienda a vuestra honra; mas guardad vos que no digáis cosa a ninguno.
Y dijo él que antes querría estar muerto que decirlo. Y porque Morgaina amaba más a éste que no al otro su hermano, le dio por ende a Acalón, que bien creía que era mejor caballero que el rey Artur. E hiciera ella esto tan encubiertamente, que Acalón no sabía con quién se había de combatir. Y él tenía todo esfuerzo en la batalla por la buena espada Escalibor del rey Artur. Esto le hacía estar más seguro, y más que era un buen caballero en armas. Y por Morgaina engañar al rey Artur en todas cosas, hizo hacer una espada contrahecha a semejanza de la suya, que tanto se parecían que a duro podían determinar la una de la otra, según que arriba es dicho. Y aquélla dio ella a la doñeella para dar al rey Artur en el día de la batalla. Mas Escalibor, la su buena espada, envió ella por su enano a Acalón, su amigo, con que matase al rey Artur, su hermano. Y así fue, que la mala espada falleciera al rey Artur, y si no fuera por la Doncella del Lago, según adelante se dirá, él fuera muerto. Y por esta batalla se creyó Morgaina vengar de su hermano el rey Artur. Y esto era gran traición, que ella hizo jurar a Acalón, su amigo, que no partiese del campo hasta que cortase la cabeza a aquel caballero, que si él supiera que era aquél el rey, no lo jurara. Así había puesto Morgaina en obra la muerte de su hermano, que no esperaba sino que le cortase la cabeza escondidamente. Y dijo a las dueñas y a las doncellas que ahí enviara, que cualquiera que le trajese la cabeza del rey Artur, que la haría reina.
Aquí deja de hablar de esto, y dirá en su lugar lo que después sucedió, y torna la historia a hablar de Bandemagus y de la doncella.