Capítulo XXXVIII

El rey Artur, cuando oyó las voces y vio la multitud de gente armada que venía, pidió sus armas y se armó lo más aprisa que pudo, que vio que le era mucho menester, y los otros que estaban con él también.

Y antes que estuviesen armados, llegó un caballero malherido que dijo al rey:

—Cabalgad, señor, muy aprisa y poned a vos y a vuestra mujer a salvo, que si un poco tardáis estaréis muerto y no os podréis defender, que vuestros hombres están todos muertos. Y si vos pasarais aquella agua no tendréis qué temer, que hoy o de mañana estará aquí con vos el rey Pelinor.

Y el rey dijo a la reina:

—Mi señora, cabalgad luego y pasad aquella agua, y yo iré con vos hasta allí, que cierto no querría que cayeseis en poder suyo.

Entonces cabalgó la reina y se fue contra el río lo más breve que pudo; y el rey y Galván y Quía fueron con ella y Giflete, tan bien armados que no les faltaba cosa; y cuando llegaron al río lo hallaron muy recio y muy alto. Y cuando el rey esto vio tuvo gran pesar, y dijo a la reina:

—¿Qué haremos de vos, que si os metemos en esta agua sois muerta, y si quedáis, vuestros enemigos os prenderán y os matarán, que no veo de ninguna parte ningún remedio?

Dijo la reina:

—No me ayude Dios, si nunca mis enemigos me tienen en su poder; que antes me quiero yo aventurar en el agua a morir o vivir, que no que ellos me tengan en sus manos.

Y en cuanto la reina esto decía, dijo Quía al rey:

—Señor, ved aquí los reyes donde vienen que todo esto os buscaron; yo los conozco en sus armas.

Y Giflete dijo:

—De tornar a ellos sería gran desvarío, que ellos vienen con poder grande; mas pasaremos la reina el río, y si fueren en pos de nosotros, los hemos de poder ligeramente matar antes que pasen.

—No sé —dijo Quía— qué decís vos, mas yo os digo en verdad que no pasaré yo allende hasta que juste con uno.

—Quía —dijo Galván—, en justarnos con ellos estaría nuestro daño, que son ellos cinco y nosotros cuatro.

—No tengáis recelo —dijo Quía—, que yo mataré los dos y cada uno de vos mate al suyo.

—Mala ventura haya —dijo el rey— por quien quedare.

Entonces se dejó ir Quía ante todos al rey de La Marcha, que halló primero, y lo hirió tan reciamente de la lanza, que el arnés no le aprovechó que no le metiese el hierro por el cuerpo, y dio con él muerto en tierra. Y Galván, que iba en pos de él, se dejó ir al rey de Irlanda y lo hirió tan reciamente, que le falso el escudo y el arnés, y le metió el hierro por el cuerpo con el asta, y le derribó en tierra del caballo, muerto. Y Giflete hizo otrosí al rey del Valle lo mismo. Y el rey Artur al rey Serolis; y Quía, que hiciera el primer golpe, cuando vio su lanza quebrada metió mano a su espada que buena y bien tajadora era, e hirió al rey de la ínsula tan bravamente, que le hizo volar luego la cabeza con el yelmo más lejos que una lanza, y el cuerpo cayó en tierra. Y cuando los otros tres vieron este golpe, dijeron:

—Por Dios, Quía, vos mantuvisteis lo que prometisteis, que vos matasteis a dos, así como cada uno de nosotros mató al suyo. Ahora será ya tiempo que pasemos el agua, que veis aquí toda la hueste de nuestros enemigos.

Y ellos que miraron contra el río vieron la reina que estaba allende, y ellos quisieron pasar y la reina les mostró el vado, y ellos pasaron allende. Los de la hueste quisieron pasar en pos de ellos y se ahogaron más de doscientos de ellos. Cuando el rey Artur los vio así pasar y morir, preguntó a la reina cómo hallara aquel vado, y ella dijo:

—A gran dicha lo hallé.

—Quiero —dijo el rey— que desde hoy este vado tenga por nombre el Vado de la Reina.

Y así fue, que nunca después perdió aquel nombre. Y cuando los caballeros de la otra hueste vieron sus señores muertos, estuvieron sobre ellos, e hicieron el mayor llanto del mundo, y se desarmaron todos, que bien creyeron que estaban ya seguros.

Y cuando los hombres del rey Artur que escaparon de ellos huyendo por las matas, de ellos armados, y de ellos desarmados, vieron el lloro que ellos hacían, creyeron que algún rey de la hueste estaba muerto; y ellos pensando esto, llegó un caballero del reino de Londres que les dijo:

—Señores, os traigo buenas nuevas, que los cinco reyes que trajeron esta hueste aquí están muertos, y aquellos que aquel duelo hacen están desarmados, que bien creen que con la gran cuita que tuvieron los nuestros, no osará ninguno ir contra ellos, que se tienen por dicha que están a salvo. Y ahora si quisiereis ganar honra y prez para en días de vuestra vida, id a ellos, así armados como estáis, y bien os digo que los hallaréis tan cansados que no se podrán defender, y haréis de ellos lo que quisiereis.

Y cuando ellos esto oyeron se pusieron muy alegres, y tomaron sus armas y sus caballos y dejaron correr los caballos contra sus enemigos; y los comenzaron a matar y a llagar, que los hallaron a pie y desarmados; y las voces fueron grandes y mayores que las de antes, que los otros comenzaron a huir cuanto podían, que se veían matar y herir, y los hombres del rey los alcanzaban y los derribaban. Y cuando el rey vio que sus hombres herían así a sus enemigos, dijo a los otros que con él estaban:

—¡Ahora a ellos, que nuestra gente está cobrada!

Entonces tornaron por donde estaban los suyos, y hallaron los enemigos desbaratados y la mayor parte muertos, que los suyos no atendían sino los acometían. E hicieron tanto que habían el campo ganado antes que el rey Artur llegase, así que no había ya ningún contraste. Y cuando ellos vieron al rey Artur fueron a él y le dijeron:

—Rey Artur, ahora demos gracias a Dios, que nosotros con su merced hemos vencido a nuestros enemigos, que no quedó la cuarta parte de vivos; y de éstos la mayor parte heridos.

Y cuando el rey esto oyó se apeó y quitó su yelmo y tendió sus manos contra el cielo, y dijo:

—¡Padre de los cielos, bendito seas Tú que así me ensalzas sobre mis enemigos; y no por mi bondad ni por mi caballería, mas por tu ayuda y por tu socorro!

Entonces mandó catar cuántos había perdido de los suyos, y halló que eran quinientos de caballo y de pie. Y en cuanto los andaban catando llegó un caballero del rey Pelinor, que les dijo:

—Señor, el rey Pelinor os saluda, que está a tres leguas de aquí, y trae gran gente.

—Bien sea él venido —dijo el rey Artur—, que nos hemos vencido a nuestros enemigos por la más hermosa aventura que nunca avino a cristianos.

Y le dijo cómo fuera. Y el mensajero se tornó al rey Pelinor y le dijo las nuevas como las oyó del rey Artur; y fue él muy ledo y dijo que bendito fuese Dios, que tan bien obrara por él.

Así fueron desbaratados los de Irlanda y los de lueñes tierras, que vinieran sobre el rey Artur, que no se guardaban, que ellos vinieron a hurto. Y después que esta batalla fue vencida, como ya es dicho, se partió desde allí un hombre, y se fue a la otra mitad de la hueste, que quedó de la otra parte de la montaña, que atendían mandado cuándo llegaría que fuesen a la batalla. Y cuando el hombre llegó a ellos les dijo:

—Mandad presto ir para el mar, y acogeos a las naves.

—¿Y qué nuevas son esas —dijeron— que traes?

—Las peores que podría traer —dijo él— que nuestros cinco reyes están muertos; y cuantos de anoche se partieron están todos muertos, que no quedó ninguno vivo; y si algunos, son pocos y heridos; ahora pensad de guarecer mientras tuviereis lugar, que si aquí nos hallan nunca ninguno de nosotros escapará, que a maravilla son muchos, y por eso os vine a decir estas nuevas, que no querría que os hallasen aquí.

Y cuando ellos estas nuevas oyeron, tuvieron gran pesar y movieron contra el mar, y por donde iban hacían cuanto mal podían por la tierra; tanto que entraron en el mar y alejáronse de la ribera lo más que pudieron, que mucho dudaban la tierra. Y así obró Nuestro Señor por los de Londres que estaban ya como perdidos, y los socorrió Él en tal guisa que mataron a sus enemigos. Y el rey Artur hizo hacer en aquel campo donde la batalla ocurrió una abadía hermosa y rica, en obra de caballería, honrando la caballería; y después que fue hecha y abundada de cuanto había menester, y los frailes allí metidos, le puso nombre que nunca después perdió: la Hermosa Aventura.

Y él se partió de aquélla tierra y se tornó a Camalot para holgar, que aquella era la ciudad con que más le placía de hacer estada que en cuantas él había. Morgaina estaba todavía en la corte con la reina Ginebra, e Iván, su hijo, era gran caballero novel, mas no amaba cosa a Morgaina, su madre, porque veía que no preciaba ella al rey Abrián, su padre. Y verdad era, que ella no desamaba en el mundo cosa tanto como al rey Abrián, su marido, y al rey Artur, su hermano; y no amaba cosa tanto como a un caballero que tenía por nombre Acalón. Y era aquel caballero natural de Gaula, que ahora llaman Francia. Y el caballero la amaba tanto que era maravilla, así que ellos se amaban tanto cuanto dos se podían amar.

Y cuando el rey Artur estuvo en Camalot halló ocho caballeros menos de la Tabla Redonda, que murieron en la batalla, y se aconsejó con el rey Pelinor qué haría.

—Señor —dijo él—, buscar se deben ocho caballeros de los mejores que aquí hallareis. Y aún os digo que los podéis aquí hallar tan buenos y mejores que aquéllos.

—Vos los conocéis mejor que yo —dijo el rey Artur—, que andáis vos con ellos allá fuera a las aventuras. Por ende os ruego que me digáis cuáles son los que entendéis que serán para allí; y os lo mando por el juramento en que me sois tenido.

—Yo os lo diré —dijo el rey Pelinor— en manera que no seré prosacado; y vos habéis de meterlos en la Tabla Redonda, si os pareciere que es lo mejor. Y de los ocho que os diré son cuatro ya hombres y cuatro mancebos. Y de estos será uno Galván, vuestro sobrino, que no hay en vuestra corte mejor caballero mancebo que él; y el otro se llama Giflete, hijo de Ebrón, que es un buen caballero; el tercero se llama Quía, vuestro mayordomo, que es buen caballero, que cierto bien merece la Tabla Redonda y sentarse en cualquiera de las sillas, por dos golpes que hizo de los dos reyes que mató, que nunca mancebo tan altamente comenzó.

—Verdaderamente —dijo el rey Artur—, bien merece la silla de la Tabla, aunque más no hiciese.

—Y el cuarto de los mancebos os diré de dos —dijo el rey Pelinor—, y vos tomad cual quisiereis. Uno es Bandemagus, buen caballero y hermoso, y el otro es Tor, mi hijo, el cual no loaría yo porque es mi hijo, bien mas saben los que aquí están si caballería está bien cumplida en él. Ahora poned a cualquiera, que cierto ambos lo valen bien.

Y el rey dijo que pondría allí a Tor, que le parecía que tenía mejor comienzo que Bandemagus.

—Decidme los otros cuatro —dijo el rey Artur.

—Yo os lo diré —dijo el rey Pelinor—. Es el primero el rey Urián, el segundo el rey Lot, el tercero Borín de Rinel, y el cuarto Galegragames el Rubio; aquellos cuatro son para allí, que son buenos mancebos y buenos caballeros ya de edad.

Y el rey Artur lo aceptó todo. Y en la mañana fueron metidos los ocho en la Tabla Redonda. Y después que se posaron hallaron sus nombres escritos en las sillas, y no es que ningún hombre los escribiese, mas por la gracia divina, que era guiador de este hecho.

Y los nombres de los otros que fueran antes fueron luego tirados, tan presto que los caballeros fueron muertos.

Y cuando Bandemagus vio que Tor, que era más mancebo que él, era asentado en la Tabla Redonda con los otros hombres buenos que eran nombrados de bondad sobre todos, comenzó de denostar y maldecir al altar, y a decir mal de sí mismo, y fue el más triste hombre del mundo aquel día, que no se sabía poner remedio. Y otro día de mañana oyó misa y llamó a uno de sus escuderos y le dijo:

—Yo me quiero ir de aquí y he de holgarme por la montaña, y tú toma mi caballo de diestro y mis armas y llévalas de aquí, porque no lo entiendan.

—Señor —dijo él—, ¿adonde queréis ir que mejor estéis que estáis en la corte?

—No te apene —dijo Bandemagus—, que luego tornaré.

—Pues iros —dijo el escudero—, que luego estaré con vos.

Bandemagus, saliendo de la ciudad, se fue derechamente a la floresta y se escondió entre los árboles, porque si alguno saliese de la corte y pasase por allí, que no lo hallase. Y estando así vio su escudero venir y fue contra él. Y el escudero descendió y armó a su señor, y después que lo hubo armado, hincó los hinojos ante él, y le dijo:

—Señor, por Dios, dadme un don.

—Yo te lo doy —dijo Bandemagus.

—Señor, que me dejéis ir con vos en esta carrera, porque no vayáis solo. Y de otra parte yo sé bien que no tenéis gana de volver tan aprisa a esta tierra; porque os sería mal y peligroso ir solo y sin escudero.

—Pues así es —dijo él—, ven, amigo.

Y el escudero subió luego en su rocín; y tomó Bandemagus su caballo, y cabalgó en él todo armado, sino de escudo y de lanza que lo llevaba el escudero. Entonces se metieron en un camino y llegaron cerca de una cruz que era hecha de nuevo. Y cuando Bandemagus vio la cruz descendió del caballo e hincó los hinojos ante ella e hizo oración; y después que la hubo hecho juró sobre la cruz ante su escudero, que jamás tornaría a la corte del rey Artur hasta que hubiese conquistado en batalla uno por uno a los caballeros de la Tabla Redonda, porque todos dijesen que bien valía para él tan alta silla como aquella.

Y hecho este juramento se levantó y subió a su caballo. Su escudero cuando esto vio dijo:

—Señor, ahora veo yo bien que no comenzasteis esta carrera por escarnio, y que no queréis tornar acá tan presto. Y porque hicisteis tan crecido pesar al rey Urián vuestro tío, que cierto él os ama tanto, que él morirá con pesar de vuestra partida, que bien creerá que os ha perdido.

—Esto no te apene —dijo Bandemagus—, que antes querría nunca entrar en la corte, que no dejar de hacer alguna caballería, tal que hablen de mi caballería cerca y lejos, así que buenas nuevas puedan venir a mi tío.

—Dios os dé tal poder —dijo el escudero.

Entonces se metió Bandemagus al camino con su escudero, y se fue según que la aventura le guió.