Dejóse correr el caballero contra Giflete y Giflete contra él además lo más presto que pudieron; y Giflete hizo volar la lanza en piezas. El caballero le dio un golpe como aquél que era usado por las armas, e hiriólo tan de recio que le partió el escudo y la loriga y metióle por medio del costado siniestro la lanza, de guisa que le pasó de la otra parte con una gran pieza del asta. Y batiólo en tierra y al caer, que cayó, quebró la lanza y quedóle un trozo en el cuerpo. Y el caballero pasó por él a pie, y al tornar hallólo que no se podía levantar. Y descendió a él, pues bien receló que lo mataría y hubo gran pesar y dijo que fuera gran daño. Entonces le tomó el yelmo, porque le diese el viento en el rostro. Y después que estuvo así una pieza tornó en su acuerdo y levantóse tan esforzadamente como si fuese sano, y fue a su caballo, que un escudero lo tenía, y subió en él y tomó su escudo y se puso el yelmo, y dijo al caballero:
—Cierto, yo no puedo decir que vos no seáis un buen hombre y el más cortés que yo nunca vi; mas aunque esté llagado no quedaría que no os enseñase mi espada, pero no lo haré.
El caballero dijo:
—Cierto, caballero, vos tenéis corazón para tan gran hecho.
Y Giflete se fue en mal estado hasta que llegó a la torre a la hora de vísperas, y entró a caballo en el palacio. Y cuando el rey lo vio así sangriento dijo con gran pesar:
—Giflete, mejor os fuera si os quedarais, y de buen grado os lo digo. ¿Mas que fue del caballero?
—Señor, es el mejor caballero y el más valiente que yo haya visto y matárame si quisiera, mas no quiso y dijo que antes le pesara porque me llagara.
—Por Dios —dijo el rey—, buen caballero es así de caballería como de cortesía, y ahora pluguiese a Dios que le apareciese yo.
Y luego enviaron por maestros y catáronlo todos y dijeron al rey que no habría peligro, mas que le darían de inmediato guarnición.
Todo aquel día y toda aquella noche pensó el rey en el Caballero de la Montaña, y en que si allá pudiese ir sin que lo supiese ninguno de sus hombres, que de gusto lo haría; y un poco antes de que la luz saliese llamó a uno de sus reposteros y díjole:
—Ve, sácame luego armas y caballo y todo lo que ha menester caballero armado, y sea tan encubiertamente que no lo sepa ninguno sino tú y el repostero.
—Señor, ¿qué queréis hacer?
—No es cosa tuya saberlo —dijo el rey—, pero no hayas miedo, que luego estaré aquí a primera hora.
Y el repostero no osó hacer enmienda y buscó cuanto su señor le demandó; y cuando tornó hallólo ya vestido y calzado y díjole:
—Catad aquí todo lo que demandasteis.
Y el rey armóse e hizo el caballo sacar fuera por una puerta de una huerta que había cabe la cámara; y cabalgó en él y tomó la lanza y el escudo, y dijo al repostero:
—Yo quiero que esperes bajo este árbol.
Y el repostero quedó allí, y el rey se fue contra donde el caballero estaba; y cuando entró a la montaña era ya de día. Y halló a Merlín que huía de tres villanos que iban en pos de él, y cada uno traía en su cuello un gran seguren con el que lo querían matar. Y cuando el rey vio a Merlín maravillóse mucho y dio voces a uno de ellos, que lo iban ya alcanzando, y dijo:
—No te atrevas, pues yo te mataré por él.
Y cuando vio el villano al caballero armado que lo amenazaba, comenzó a huir y metióse en una mata, allí donde pensó guarecerse mejor, y lo mismo hicieron los otros dos. Y el rey fue a Merlín y díjole:
—Cerca habéis estado de la muerte, si Dios a esta hora por aquí no me trajera.
—De mí no os espantéis —dijo Merlín—, pues estáis vos más cerca de vuestra muerte que yo de la mía.
Y el rey le dijo:
—¿Qué sabéis vos?
—¿Cómo —dijo Merlín—, acaso no vais a combatir con el Caballero del Tendejón?
—Sí —dijo el rey.
—Sabed —dijo Merlín—, que no le podéis durar, que él es caballero recio usado de las armas, y vos sois tierno y mancebo y no tenéis aún la mitad de la fuerza que habéis de tener de aquí a cinco años, pues no sois usado en las armas ni tenéis buena espada. Él tiene las mejores armas de toda esta tierra; tales que con espada ni lanza que vos tengáis, no tomará daño; y él tiene una espada tal que bien conviene a un caballero tal y como él lo es. Ahora catad cómo sois guarnecido contra él, y yo no veo cosa que vos contra él pueda valer, sino el gran corazón y gran calor que tenéis. Por ende, quiero que os tornéis, pues cierto será gran daño, si vos queréis ir a tan gran cosa.
El rey dijo:
—Merlín, no me podéis decir cosa alguna, pues no me tornaré hasta probarme con él.
Merlín dijo:
—Id, que más no os diré.
Entonces dijo el rey a Merlín:
—¿Por qué corrían los villanos en pos de ti?
Merlín dijo:
—Corrían en pos de mí por una cosa cierta que les dije.
—¿Y por qué? —dijo el rey.
Merlín dijo:
—Yo iba por esta montaña solo como me veis, y la ventura me llevó adonde aquellos villanos estaban cortando robles, y se apresuraban a cortarlos. Y yo les dije: ¿Por qué os apresuráis tanto?
Y ellos dijeron:
—Porque los tenemos menester.
Y yo les dije:
—En mal punto os cuidáis tanto de vuestra mala ventura, pues cierto es locura; pues bien sabéis vos que cuando más os apresuréis en llevarlos a vuestras casas, tanto más pronto moriréis, pues seréis ahorcados de estos mismos robles, y el tercero de vuestros seguidores será muerto. Y cuando esto oyeron ellos fueron muy sañudos y corrieron en pos mía para matarme, y hacerme mal si es que podían.
—Decidme —dijo el rey—, si es cierto cuanto decís.
—Cierto —dijo Merlín—, así será en todo, que cuando de aquí se partieran pelearán por un roble que comprarán en la carretera, porque les parecerá buen mercado y cada uno de ellos lo querrá para sí; y en la pelea los dos que son hermanos matarán al tercero, que es primo de ambos. Y a esto llegará la justicia de la villa y hallarán los robles que de aquí se llevarán y han de ahorcarlos de ellos.
El rey empezó a sonreír y dijo que Merlín no sabía esto por Dios, sino por el Diablo.
—No hables de mi saber —dijo Merlín—, que a vos aún roas valdría hoy que toda vuestra bondad que supiereis mi saber.
De esta manera fueron hablando hasta que llegaron al llano donde estaba el caballero. Y cuando el rey cató por Merlín no lo vio lejos ni cerca, y empezó a sonreír y dijo:
—Por Dios, mucho ha de hacer quien al Diablo ha de guardar.
Y cuando llegó a la fuente halló al caballero que estaba posado en una silla cabe el tendejón, todo armado, fuera el escudo y su lanza. Y díjole sin saludarlo:
—¿Quién os mandó guardar el puerto de esta montaña, que me dicen que ningún caballero natural ni extraño puede pasar por el camino que no haya de justar con vos?
Él se levantó y dijo:
—Don caballero, yo empecé este hecho por mi voluntad y por mi seso, sin grado de otro.
—Entuerto hicisteis —dijo el rey—, que a lo menos no lo hicisteis por mandado ni por placer del señor de esta tierra. Y yo os mando de su parte que tiréis este tedejón de aquí y que jamás os atreváis a volver a hacer tal cosa.
El caballero dijo que no haría por él cosa ni por hombre que por ahí viniese, hasta que la ventura llevase por allí a un caballero que lo pudiese conquistar por las armas.
—Por mi cabeza —dijo el rey—, uno viene aquí que por armas os conquistará; y yo seré éste y por esto quiero que os guardéis de mí, que yo os desafío; y salid presto en vuestro caballo, pues de otra manera me haréis cometer villanía, pues os heriré incluso a pie como estáis.
Cuando el caballero lo oyó así hablar tan orgullosamente, díjole que bien poco preciaba su orgüilo, pues bien pensaba de hacerle lo que quisiere en poca de hora. Entonces subió en su caballo y tomó su escudo y su lanza y preguntó al rey si quería justar. Y él díjole que no venía ahí por otra cosa. Entonces se alongó uno de otro cuanto un trecho de ballesta, y dejáronse venir a todo correr en las fuerzas de sus caballos, con las lanzas bajas, e hiriéronse tan bravamente que ambas lanzas volaron en piezas, y toparon con los cuerpos de los caballos, que ambos fueron aturdidos y pasaron adelante.
Y después holgaron un poco.
El rey metió mano a su espada para el caballero, mas él le dijo:
—Caballero, no comencemos la batalla de las espadas, mas aquí hay buenas lanzas; comencemos a justar hasta que caiga uno de nosotros.
El rey dijo que le placía. Entonces tomó el caballero dos lanzas y dio la una al rey, y justaron otra vez, y quebraron las lanzas, mas ninguno cayó. Entonces dijo el caballero al rey:
—Yo no sé quién sois, mas os digo que sois el mejor justador que hallé jamás.
El rey no respondió a cosa que él dijese. Dijo el caballero:
—Os ruego que justemos una tercera vez.
Él le dijo que no desfallecería mientras pudiera mantenerse en la silla; y el caballero tomó para sí una lanza y dio otra al rey. Entonces se dejaron correr sañudamente, que ya cada uno se apreciaba muy poco, porque no derribaba al otro; y tan reciamente iban que la tierra querían hender con los caballos; e hiriéronse tan fieramente que los hierros de las lanzas atravesaron los escudos, y cayó el caballo del rey y el rey pasó por encima de él; y tornó luego el rey a pie, pues el caballo huyó. Y el caballero dijo:
—Bien veis que mejor me va la justa que a vos, pues vos estáis a pie y yo a caballo, mas, ya que sois el mejor justador que nunca encontré, dejaremos la batalla si tal es vuestro deseo.
El rey dijo:
—Si Dios quisiera, pues mengüé en la justa, no dejaré la batalla sino que la seguiré hasta el final, y a quien Dios quisiere dar la honra, tómela.
El caballero cuando esto oyó dijo:
—¿Y cómo queréis combatir conmigo si yo estoy a caballo y vos a pie, y veis que me va mejor que a vos?
El rey dijo:
—Como quiera que os vaya mejor a vos, no dejaré mi batalla.
Cuando el caballero vio que no podía ser de otra manera, pensó en una cortesía, que después la hicieron otros hombres buenos. El rey tenía su escudo al cuello y su espada en la mano y dejóse ir a él que estaba en el caballo.
Y cuando él así lo vio venir tiróse afuera y díjole:
—Sufrid vos un poco caballero, que apearme he del caballo.
Entonces descendió y ató el caballo a la puerta del tendejón y embrazó su escudo y tiró su espada de la vaina y dijo al rey:
—Ahora me será mejor honra si os venciere, mas os agradecería que dejarais la batalla.
Y el rey dijo que no lo haría de ninguna guisa. El caballero se dejó ir a él y diole un golpe tan grande por encima del yelmo que a duro lo pudo sufrir, y el rey no fue perezoso y diole un tal golpe al caballero, que el caballero se tuvo por muy encargado; mas él era fuerte y usado de las armas; sabía mucho de esgrimir. Tuvo al rey en tal cuita que hubo dos llagas en el cuerpo, donde el otro se tenía por maltrecho del menor, y perdía mucha de su sangre. Y el rey, que era de gran corazón y ardid y esforzado, todavía sufría golpes que el otro le propinaba muy a menudo, mas él no lo hería tan poco que no le sacase mucha sangre, pues le hizo muchas llagas grandes y pequeñas. Y tanto duró la batalla que ambos sufrieron gran trabajo.
Mucho se ayudaba el rey que era más ligero que el otro, y si tuviera tan buena espada como el otro, hubiera lo mejor de la batalla; y si no hubiese perdido tanta sangre, pues esto le hacía perder gran parte de su fuerza. Así andando a toda prisa y acuciosos holgaron un poco y llamáronse a la batalla, y con sus espadas en las manos fuéronse a herir; y al herir toparon las espadas una contra otra viniendo, y la peor espada que era la del rey fue cortada cabe el arriaz y quedó al rey sólo la empuñadura en la mano. Y cuando el rey vio que perdiera su espada hubo gran pavor, cuando sin ella se vio, que además era mal llagado y mal cansado, y veía que el otro era un buen caballero. No supo qué hacer, pues se veía en peligro de muerte y de perder toda su honra. Cuando el caballero lo vio así sin espada pensó que lo metería en pavor de muerte; y por probar si lo podría meter en cobardía por alguna palabra, que bien veía que derechamente era ardid y de gran corazón, comenzóle entonces a dar grandes golpes muy a menudo, y despedazábale el yelmo y el escudo y la loriga; y el rey se cubría de aquello con lo que le quedaba del escudo, y sufría y soportaba los golpes del caballero. Y el rey sabía tanto de esgrimir que pocas veces lo podía herir el caballero, sino en el escudo. El caballero se maravillaba mucho de cómo ya el rey podía sufrir tanto, pues bien sabía que perdía mucha sangre, y pesábale mucho si le hubiera de matar, porque le hallara buen caballero y lo apreciaba sobremanera entre todos aquéllos a quienes había combatido, que nunca hallara caballero tan ardid. Y dijo al rey para probarlo:
—Señor caballero, podéis ver bien lo muerto que estáis si no os dais por vencido, y si no os ponéis a mi merced no habrá otro remedio que cortaros la cabeza.
Y el rey dijo:
—Cierto caballero, sandio sois si esto decís, pues si Dios quisiere por pavor de muerte no diré cosa que se me torne en vergüenza, pues más recelo la vergüenza que la muerte.
—Esto no ha menester más dilación —dijo el caballero—, pues conviene rendiros o la muerte será con vos.
El rey dijo:
—Cuando la muerte me viniere a recibir me convendrá, mas yo cuido que aún no estoy tan llagado como vos decís.
Entonces echó en tierra lo que tenía del escudo y de la espada y fue al caballero y abrazólo y alzóle en peso cuanto pudo, y dejólo caer de manera que lo echó detrás de sí y cayó el caballero tan duramente que completamente aturdido quedó. El rey tomólo del yelmo tan de recio que le quebró las correas y arrancóselo de la cabeza y echólo lejos, y si tuviera con qué matarlo la batalla habría terminado.
Cuando el caballero vio que lo echara bajo sí y que le tirara del yelmo, hubo miedo de que lo mataría con la espada que le cayera de la mano cuando lo derribara, que yacía cerca de él. Por esto con pavor de muerte esforzóse y tomó al rey de toda su fuerza y apretólo con sus brazos a los pechos tan reciamente, que sentía el rey que moría y perdió el poder y la fuerza; tanto lo apretó. Y cuando el caballero vio que enflaquecía el rey volviólo y metiólo bajo sí, y se fue a la espada de guisa que la tomó; y tuvo tan gran trabajo de lo que sufriera y del miedo que recibió que se le olvidó todo el buen talante que antes tuvo al rey, y apercibíase de tajarle la cabeza, y él le quiso cortar los lazos del yelmo.
Y en esto hállalos Merlín, que estaba presente, que veía toda la batalla. Y cuando al rey vio en peligro de muerte, corrió hacia allá y hallólo que el caballero le tiraba del yelmo para degollarlo, y dijo:
—¡Ay, caballero, no lo matéis que harás perder al reino de Londres tan buen señor!
—¿Y cómo —dijo el caballero—, éste es el rey?
—Sí, cierto —dijo Merlín.
El caballero que estaba sañudo dijo que no lo dejaría; por ende irguió la espada para herirlo. Y cuando Merlín esto vio hizo su encantamiento en guisa que hizo dormir al caballero sobre los pechos del rey; y Merlín dijo al rey:
—Ahora podéis ver que más os valió mi saber que vuestra caballería.
El rey se levantó muy rápido y vio al caballero que no se revolvía; pensó que lo matara Merlín por su encantamiento, y dijo:
—Merlín, no quisiera que tal caballero como este muriera, pues éste era a mi ver el mejor caballero del mundo.
Y Merlín dijo:
—¿Y vos pensáis que es muerto? No es cierto, mas duerme y en yéndoos despertará.
El rey dijo:
—¡Cómo hubiera de morir por la espada que me falló!
Dijo Merlín:
—Yo os lo diré. Sabed que en toda esta tierra no hay sino una espada buena, y aquélla está en un lago donde moran las hadas; y si la hubieseis os duraría para siempre.
Y el rey dijo:
—Ay mi amigo bueno, ¿me la podríais conseguir?
—Yo os llevaré donde está —dijo Merlín—; mas por mí no la podéis tener, pues no tengo poder para ello; mas sé que la tendréis en tal guisa que os maravillaréis mucho. Vayámonos —dijo Merlín—, a casa de un ermitaño que está cerca de aquí y holguemos allí esta noche y curaros han de las llagas; y mañana, si quisiereis cabalgar, yo os he de mostrar dónde está la espada.
Entonces cabalgó el rey en el caballo del caballero y Merlín en el suyo y fuéronse ambos para casa del ermitaño. El ermitaño era hombre bueno, de santa vida y como fuera buen caballero en armas, sabía mucho de curar heridas. Y cuando el rey llegó a casa del ermitaño luego lo desarmaron. El ermitaño le cató las llagas y dijo que no había llaga peligrosa.
Y otro día de mañana cabalgaron y anduvieron tanto que llegaron a una montaña y hallaron un lago. Y Merlín dijo:
—¿Qué os parece este agua?
—Paréceme —dijo el rey— muy honda y que no hay quien no perdiese en ella la vida.
—Verdad es —dijo Merlín—, que no hay hombre que entrase dentro sin mandado de las hadas que no perdiese la vida; y aquí está la buena espada que os dije.
Él dijo:
—¿Pues cómo la podremos tener?
Y Merlín dijo:
—Pronto la tendremos, si Dios quiere.
En cuanto ellos así estaban hablando vieron aparecer en medio del lago una espada por sobre el agua y una mano y un brazo que aparecía hasta el codo.
Y era vestido el brazo de un ramete blanco; y la mano tenía la espada toda fuera del agua. Y Merlín dijo:
—Ahora podéis ver la espada donde os dije que la veríais.
—¡Ay, Dios! —dijo el rey—. ¿Y cómo la podremos tener, pues en este lago no podría entrar ninguno que no muriese?
Y Merlín dijo:
—Dios nos enviará algún consejo; esperemos un poco.
Ellos esto hablando vieron una doncella que venía en un buen palafrén; y cuando llegó a ellos saludólos y dijo:
—¿Qué esperáis vosotros aquí, que estáis esperando aquella espada en alguna guisa, pero esto no puede ser sino por mí?
—Cierto —dijo Merlín—, esto yo lo sé bien pues si no la hubiera de tener por vos no la tendría; mas vos encantasteis este lago en guisa que mi encantamiento no puede valer ninguna cosa. Por ende os ruego que vayáis por ella y la deis a mi señor el rey, pues bien sabéis vos que ahora no hay hombre en quien tan bien sea empleada.
—Esto sé yo bien —dijo ella—, y por esto me apresuré yo tanto en cabalgar para llegar cuanto antes junto a vos. Y os digo que si él me otorgase el primer don que yo le pidiere yo se la daré.
El rey le prometió que se lo daría, si fuese don que pudiese dar.
—Eso os pediré —dijo ella.
Entonces se metió por sobre el agua en guisa que no se mojaba ni los pies; y fue a la espada y tomóla; y la mano que la tenía escondióse bajo el agua, de guisa que no apareció sino una vez. Y la doncella vino al rey y díjole:
—Señor, veis aquí la espada y sabed en verdad que, según yo creo, no hay dos espadas tales en el mundo. Y si pensase que no era bien empleada vos no la tendríais, pues en ella hay un tesoro más rico de lo que vos pensáis.
El rey tomó la espada y agradecióselo mucho a la doncella, y ella dijo:
—Quiero irme, pues mucho he de hacer lejos; acordaos de lo que me prometisteis, pues por ventura os lo pediré mucho antes de lo que vos pensáis.
Él dijo:
—Cuando vos queráis.
Él cató la espada y vio que la vaina era muy rica, y sacóla y viola tan hermosa y tan buena que a maravilla le pareció que no la había tal en todo el mundo.
Y Merlín dijo:
—Señor, ¿qué os parece esta espada?
—Tanto la aprecio —dijo el rey— que no hay ningún castillo por el que la diese, y no cuido que haya en el mundo quien le pudiese durar, teniéndola hombre bueno en la mano.
Dijo Merlín:
—Decid, ¿qué apreciáis más, la vaina o la espada?
Y el rey dijo:
—Más aprecio la espada que cien vainas tales, que ésta es la más hermosa que nunca vi ni creo que haya otra en el mundo.
—Cierto —dijo Merlín—, ahora veo que conocéis poco el bien que la doncella os hizo. Pues sabed que la vaina vale más que tales doce espadas, que es de un cuero que tiene tal virtud que ningún hombre que la llevare perderá sangre ni recibirá herida mortal, en tanto esté armado a la sazón.
Todo esto dijo Merlín de la espada y de la vaina, y decía verdad. Mas cómo esta verdad fue probada no se dirá aquí, mas cuéntalo en la batalla del rey Artur y del hermano del rey Rión; y cuando contare como Morgaina, su hermana, la tomó y la dio a su amigo Corbaón que matase con ella al rey Artur. Y por esta espada hubiera Artur de perder la cabeza, si no fuera por la doncella del lago que hizo venir a Merlín. Y hasta entonces no dará cuenta de la virtud de la vaina.
Cuando el rey vio decir a Merlín la virtud de la vaina, preguntó si era verdad. Y Merlín dijo:
—No lo sabréis hasta que la perdáis.
—¿Y cómo —dijo el rey— he de perderla?
—Os será tomada —dijo Merlín—, mas no preguntéis más, pues no os lo diré.
Entonces se partieron del lago y ciñó el rey su espada muy alegremente, porque tenía tan rica cosa; y tanto anduvieron que llegaron donde el rey se combatiera y vieron el tendejón, mas no vieron al caballero. Y el rey dijo a Merlín:
—¿Sabéis qué ha sido del caballero?
Y Merlín dijo:
—Sí y os lo he de decir. Anoche cuando de aquí partimos yo lo desencanté e hice curar sus llagas y descansó. Y ocurrió en antes, que la ventura trajo por aquí un caballero de vuestra corte que llaman Eglate y es natural de Camalot, y llegó aquí al caballero; y tanto que se vieron dejáronse correr el uno contra el otro, y tanto duró la batalla que Eglate quedó como aquél, que había pavor de muerte y que no podía ya más durar; y el caballero se fue en pos de él contra Cardoil. Y yo os digo que lo hallaréis cerca de la ciudad.
Y el rey dijo:
—Yo os digo que no lo puedo encontrar sin falta de mi parte, pues si él no hallare alguno que lo venza, no dejará pasar ninguno por cerca de su tendejón sin batalla.
—Cierto —dijo Merlín—, por mi consejo vos no justaréis esta vez con él, pues no lograréis con ello honra alguna, porque vos estáis recio y descansado; él está laso y cansado.
Y el rey dijo:
—Pues dejarlo quiero esta vez.
Y el rey preguntó a Merlín cómo podía ser que la doncella andará sobre el agua y que no se mojara.
Merlín comenzó a reír y dijo:
—Señor, no es así como os parece; mas yo os diré cómo es. Verdad es que allí hay un gran lago, y en medio está una peña en que hay casas muy ricas y grandes; mas son así encantadas que no pueden verse desde afuera, si de dentro no se entrase; y por donde la doncella iba no había ningún agua, antes iba por un puente de madera que todo hombre no puede ver, y por allí ven y salen y entran los que dentro moran, pues ellos lo ven y otros no. Y podéis creerlo —dijo Merlín— que de otra manera no podría pasarse.
Y así fueron hablando de esto y de otras cosas hasta que llegaron a la ciudad y hallaron al Caballero del Tendejón, y no se hablaron cosa alguna. Y pasaron unos por otros y se fue el rey a la ciudad; y grande fue la alegría que hicieron sus ricoshombres cuando lo vieron, pues mucho pavor tenían de perderlo, pues no sabían lo que de él había sido.