LA PROFESORA DE LENGUA

1

En oposición a los relativistas y estructuralistas, siempre he considerado que, en los relatos, la moraleja reviste gran importancia. Las fábulas, los mitos, las parábolas…, en suma, todo lo transmitido oralmente de generación en generación se engrandece cuando nos brinda una clave o un consejo para afrontar la vida cotidiana.

Así pues, como profundo conocedor y defensor de las moralejas que soy, debo excusarme ante el lector por invertir el orden habitual: primero presentaré la moraleja, y luego el relato. Dividiré la moraleja en dos partes: una deducción y una conclusión.

La deducción es que los niños y adolescentes enamorados de mujeres adultas ignoran, en su pasión, que mientras ellos crecen, ellas envejecen; sospechan, alienados por el amor, que el cuerpo maduro y consistente de la mujer deseada los aguardará intacto hasta que se encuentren listos para poseerlo. Y la conclusión: por mucho que comprendamos que aquella mujer ha envejecido mientras crecíamos, el amor habita una dimensión distinta de la del tiempo, y ni siquiera nuestro conocimiento nos libra de su tiranía.

Dicha la moraleja, podemos pasar al relato.

En el verano del año 2000 mi vida había terminado. Yo aún no había cumplido treinta y cuatro años, pero la catástrofe descargada sobre mis espaldas superaba el concepto de ruina. Por muchos motivos, uno de ellos muy concreto que en breve explicitaré, yo era algo peor que un fantasma. Tan devoto como de las moralejas, lo soy de la claridad, y no quiero minimizar ni eludir el suceso que me llevó a la desintegración: descubrí a un vecino sodomizando a mi esposa.

Clarisa en cuatro patas, agarrada del respaldar de nuestra cama matrimonial, una pierna a cada lado del cuerpo del sujeto masculino también en posición cuadrúpeda, Ignacio, y —puedo decirlo porque lo vi en primer plano— la verga de Ignacio hundida hasta profundidades que Clarisa nunca me había permitido (yo la había sodomizado a lo largo de nuestra vida en común, pero hasta no más allá de tres cuartas partes de mi verga, siempre deteniéndome por sus pedidos de que no avanzara más, por dolor u otras molestias), los huevos de Ignacio pegando contra las nalgas de Clarisa, casi entrando imposiblemente en el ano, abierto este hasta alcanzar su mayor circunferencia. Pude verlo con entera comodidad porque en ese instante me torné invisible.

No es una metáfora, no es una sensación: yo los vi y no me vieron. Como Dios, vi sin ser visto. Pero como soy un hombre, lo que a Dios hace todopoderoso a mí me privó de la totalidad de mis modestos poderes.

Desaparecí, momentáneamente, porque el hecho, el suceso visualizado, operó sobre mí una desintegración absoluta. Por un instante, de mí no quedó más que el espíritu doliente. Junto a nuestra cama matrimonial, enmarcado en un perchero azul, hubo siempre en la habitación un espejo: en ese espejo no me vi. Los amantes culeaban sin compasión, proferían jadeos y palabras mordidas que no logré descifrar, pero ni una palabra dijeron sobre mi presencia, porque no me vieron. Yo no hablé, pero supongo que mi respiración debió de acelerarse y escucharse. Pero entonces ignoraba si también mis sonidos habían desaparecido junto con mi imagen, o si la euforia de los sodomitas era tal que no me escuchaban. Las manos de Ignacio se apoyaron en las nalgas de mi esposa y las abrieron para contemplar mejor el ano. Mi esposa echó aún más hacia atrás sus caderas. Me retiré por la puerta entreabierta y nunca volví.

Muchas veces me he preguntado, desde aquella desoladora experiencia, si mi desaparición incidental se debía a la sodomía: un sortilegio por el cual, cada vez que mi esposa era sodomizada por otro, yo desaparecía. O si lo que me volvía invisible era la circunstancia de que mi esposa me había olvidado por completo. Creo que lo primero es más cierto, pues sospecho que son habituales los momentos en que mi ex esposa me olvida por completo, y no por ello me vuelvo invisible. Así pues, deduzco que sólo me ocurre cada vez que Ignacio u otro hombre se la meten por el culo. Pero no tengo modo de comprobarlo.

Mi presencia física y espiritual, de todos modos, desde que la conocí, estuvo ligada a Clarisa. Desde mi nacimiento y hasta los veintisiete años, edad en la que me casé con Clarisa, mi existencia sobre la Tierra me resultaba incierta. La gente me veía y me hablaba, se relacionaban conmigo como con los demás, pero yo no estaba muy seguro de existir realmente.

Había llegado a la Argentina cuando era un bebé, en el año 66, en brazos de mis padres adoptivos, desde Grecia, en barco, luego del asesinato de mis padres biológicos a manos de un asesino en serie. Mis padres adoptivos —me enteré de ello en el orfanato— eran funcionarios de la embajada argentina en Atenas. Y, en el viaje en barco, mi madre adoptiva descubrió que, contra los pronósticos de todos los informes médicos, finalmente había logrado quedar embarazada. Al llegar a la Argentina, las autoridades pusieron reparos al trámite de adopción realizado en Grecia, que al parecer había incluido dinero bajo la mesa y otras irregularidades (de ahí también la decisión de viajar en barco, menos arriesgada en cuanto a trámites aduaneros; eran como polizones llevando una mercadería prohibida). Entonces, en lugar de hacer frente a la burocracia, inextricable e incompetente en este país, decidieron entregarme a otro orfanato y aceptar el hijo «real» que la providencia finalmente les otorgaba.

Los primeros recuerdos de mi infancia, más que actos, son la reminiscencia de pensar día y noche, a los cinco, seis años, que el asesino de mis padres pudo haber mostrado un ápice de piedad matándome también a mí junto a ellos. Pero los asesinos se distinguen, precisamente, por ser despiadados, como mis padres adoptivos. Y todavía no he logrado dilucidar si la gobernanta que en el orfanato me contó desde mi más tierna infancia las peripecias de mi llegada a la vida y a la Argentina, lo hizo movida por la piedad o por la falta de ella. A los seis años, cuando aprendí a leer y escribir, decidí vivir. Como ya he explicado, no fue una decisión que mi persona aceptara en su totalidad. Quizás por eso, entonces, y para no abundar en el melodrama, cada vez que se cogen a Clarisa por el culo me vuelvo invisible.

Creo que Clarisa nunca terminó de soportar que su primer novio y luego esposo fuera un ser indeterminado. Mis silencios, mi cavilar, mi presencia atónita, sin duda terminaron por hartarla. Se casó seducida por el misterio y por la resistencia de un hombre que había logrado superar las peores pruebas a las que se pueda someter a un ser humano, pasando de la completa desgracia, del doble abandono y del orfanato, a una vida independiente como traductor (del inglés al español, nunca del griego, idioma que jamás hablé); pero con la esperanza, creo ahora, de que alguna vez me convertiría en un hombre de verdad. Y en ese aspecto nunca la satisfice. Quizás por eso nunca me permitió —ni yo insistí— meterle la verga entera en el culo. Porque yo no era un hombre entero.

Mi nueva vida —a partir del día en que mi esposa se dejó coger por el culo, sospecho que por primera vez, por Ignacio— se limitó en primera instancia a buscar un lugar donde vivir. No intenté hablar con Clarisa: me marché con lo puesto, y no reclamé el resto de mis ropas ni mis efectos personales, documentos o algo de dinero. Pedí ciertos adelantos en los distintos sitios donde requerían mis servicios, y con ese dinero me lancé a la búsqueda de una habitación en la que no me exigieran garantías ni papeles. No fue fácil. Hasta en las más deprimentes pensiones requerían un documento nacional de identidad. Dormí dos noches en la calle y llegué a pensar en regresar a mi antigua casa en busca del DNI —especulaba con que, si a mi arribo estaban cogiendo por el culo, no me verían—, pero un milagro me disuadió.

Cuando mi desaseada apariencia estaba a punto de impedirme presentarme ante cualquier persona dispuesta a cobrarme dinero por una cama, leí en el diario que una familia ofrecía una habitación, y hacia allí me dirigí sin muchas esperanzas, pensando que ya no me quedaba otra alternativa, y que una familia necesitada de dinero quizás fuera menos exigente que el dueño de una pensión.

La persona que me recibió cambió el curso de los acontecimientos: era la profesora Estefanía, mi profesora de Lengua del primer año del secundario.

Me corresponde ahora aclarar que mis primeras sensaciones de vida plena se las debía a Estefanía. Tenía ella cuarenta años y yo trece cuando la conocí, y aunque yo estaba en conocimiento de los detalles del sexo desde comienzos de aquel año, confieso que fueron los pechos, las piernas, el culo y el pelo atado en rodete de Estefanía mi primer encuentro pulsional con el sexo opuesto. Los rudimentos del sexo me los había proporcionado aquella gobernanta que ya he mencionado: un día, estando yo ya en el instituto, se presentó allí y, sin más trámites que unas palabras con el director, me había llevado a su casa y me había adoptado como amante. No digo que me obligaba, porque yo realizaba la tarea con gusto, pero sí que me había llevado a su casa con el exclusivo propósito de que le hiciera compañía, se la metiera por el culo y le pegara. A diferencia de mis compañeros y amigos del primer año del colegio secundario, las primeras gotas de semen propio de las que tuve noticia me las arrancó el ano voraz de la gobernanta Diamadela, Augusta Diamadela.

Aunque, repito, Augusta no me obligaba a cogerla —ella sólo me lo sugería y yo siempre aceptaba—, lo cierto es que para mí aquel follar era una obligación, o un precio que pagaba por vivir en una casa y abandonar las instituciones públicas. Por eso fue Estefanía la primera mujer con la que realmente quise follar desesperadamente, con libertad y morosidad.

No me faltaba perversión en casa. Como dije, la mujer que me había adoptado me pedía que se la metiera en el orto y le pegara. Primero fueron unas cogidas simples por el culo.

«Así no me dejas embarazada», argumentó.

Luego me pidió que le tirara del pelo:

«Vas a ver que así aprieta más».

Efectivamente, en cuanto le tiraba del pelo, el ano se cerraba como una guillotina.

«Ahora, dale», me animaba.

Y yo le daba.

Siempre viviendo a medias, siempre inseguro de mi existencia, pero le daba, y la llenaba de leche. Era, pese a todo, una gran alegría. Sin embargo, la casa era oscura, igual que la relación con Augusta. Recuerdo que me sentía habitualmente melancólico luego de acabar, y hasta la siguiente follada. Mucho más melancólico de lo que se sienten los amantes al regresar del paraíso. Estefanía era la luz del deseo. Sus pechos opulentos evocaban en mí aquella leche materna que no sabía si alguna vez había probado, sus piernas auguraban maravillas ocultas, su vulva efectivamente oculta prodigaba la ilusión de una frontera que yo aún no había cruzado, y su culo era mejor que el de Augusta. Me preguntaba, en aquellos instantes ardientes de mi adolescencia, cuánto tiempo sería capaz de chuparle el culo a Estefanía: dos horas, tres, medio día. Me tomé el tiempo con el culo de Augusta, imaginando que era el de Estefanía, y por mucho que me pedía que se la metiera, que me detuviera porque no podía más, llegué a pasar una hora y cuarenta y cinco minutos chupándole hasta donde me llegaba la lengua, dentro de su ano y por fuera. Con Estefanía, no tenía dudas, hubiera aguantado cuatro o cinco horas.

Pero no pudo ser. Pasé aquel año con la verga pegándome contra el pupitre, parada como un dolmen, caliente e incapaz para aprender la más mínima noción del sujeto y predicado.

Estefanía era tan formal, tan elegante, tenía tanta clase, que la sola idea de presentarme como alumno para suplicarle que me permitiera chuparle el culo —o tan sólo compartir un café— se me antojaba merecedora de un cachetazo, una visita a la dirección o la expulsión del colegio. Concluyó el año lectivo y no volví a verla. Nadie me dijo si había dejado voluntariamente el colegio o si la habían echado. Se esfumó, como la mayoría de las cosas de mi vida, y como yo mismo, incidentalmente, tantos años después.

Encontrármela en la última habitación que le restaba a mi esperanza, a los casi treinta y cuatro años, vital ella a sus sesenta, fue un severo golpe contra el aspecto inexistente de mi vida. O una importante corriente a favor de la existencia, como se quiera, por muy oscura que esta resultara.

—¡Profesora Estefanía! —exclamé—. ¿Usted alquila la pieza?

—Alquilo una habitación. ¿Usted quién es?

—¡Soy Saroka! —grité—. Aristóteles Saroka: fui su alumno en primer año del colegio Belgrano. ¿Me recuerda?

Se puso lívida. Le tembló una mano, y la boca se le torció en un comienzo de parálisis. Pero finalmente habló:

—No, no lo recuerdo a usted. Pero había otro griego, ¿no?

—Sí —contesté—. Mikis Papadópulos.

Estefanía asintió.

—¿Y cómo me encontró?

—No la encontré… Perdón… No la estaba buscando. Vine por la habitación.

—Es demasiada casualidad, ¿no? —preguntó con recelo.

—No, profesora. Es más que casualidad. Es un milagro. Pero haga como quiera. —Y saqué de mi bolsillo todos los dólares que tenía, más de mil—. Puedo pagarle esto por adelantado.

Estefanía tomó el dinero en sus manos y lo tuvo allí, mientras me miraba, temerosa de que lo reclamara o se lo quitara. En suma, de que hubiera alguna trampa.

—Es suyo desde ya si me alquila la habitación.

—Pero esto es el pago por dos años…

—Son suyos si me deja quedarme desde hoy —dije.

—Pase —dijo la profesora Estefanía.

2

Una vez conseguida la habitación, el encuentro con la profesora Estefanía Garabagi me impulsó a salir para comprarme ropa nueva.

Mis anfitriones no eran exactamente una familia, sino la pareja formada por Estefanía y Pedro, su marido. El departamento, en el cuarto piso, consistía en un living comedor con balcón, una cocina, la habitación matrimonial en suite con el baño, y un pasillo angosto y oscuro de unos dos metros que separaba estos ambientes del baño y la habitación de servicio, donde yo dormiría.

Este último baño consistía en una ducha casi encima del inodoro. Bajo esa regadera no sólo debía bañarme, sino también lavarme los dientes y realizar las demás tareas matinales. Al sentarme en el inodoro, la regadera goteaba sobre mi pie izquierdo. Pero estas incomodidades, comparadas con dormir en la calle y, antes, con la visión de mi esposa engarzada analmente por Ignacio, eran insignificantes.

Dormí cuanto pude —no mucho, porque me cuesta dormir de día— y salí a la calle a comprar ropa. Como no quería encontrarme con el matrimonio en el comedor diario ni en la cocina, hice tiempo para regresar bien tarde. Llegué cerca de las once de la noche, y no había ninguna luz encendida, excepto la de la pieza de Estefanía y Pedro, que se colaba por la puerta entreabierta.

Pasé raudo con mi bolsa de ropa nueva hacia la habitación y, cuando iba a probarme el nuevo jean, la camisa y los mocasines, descubrí que no me veía en el espejo. La habitación de servicio contaba con una cama individual, una ventana tras el respaldar y un espejo angosto frente al pie de la cama.

Era angosto el espejo, y estaba oxidado, sí, pero cualquier persona debería reflejarse en él. De inmediato supe —o intuí— que, en ese instante, a las once de la noche, Ignacio sodomizaba a Clarisa en mi antigua casa. Lo imaginé tomándola de los hombros, luego sujetándole el mentón y enterrándosela hasta límites desconocidos por ellos mismos.

En los dos primeros días de vagabundeo por la calle, al parecer no me había vuelto invisible ni una vez. Seguramente Clarisa había evitado a Ignacio, preocupada por mi ausencia. Ahora, tal vez Ignacio mismo había concurrido a mi antigua casa a consolarla por la desaparición de su esposo, y habían terminado follando por el culo. Son cosas que pasan.

Pero fue tal el desagrado que sentí al ver confirmadas mis sospechas de que, cada vez que cogieran por el culo a Clarisa, yo desaparecería (y, mucho peor, que tal vez, durante el resto de mi vida, sabría en qué momento estaban sodomizándola), que decidí suicidarme. Era tan fácil como romper silenciosamente el espejo y cortarme las venas con un trozo de vidrio. Sin embargo, además de que me parecía un gesto de ingratitud hacia Estefanía ensuciarle la habitación de ese modo, dejarle el estropicio, las preguntas policiales…, la verdad es que no quería matarme. Me daba pereza.

Yo sé que muchos otros en mi lugar hubieran festejado su invisibilidad temporal, la hubieran aprovechado para cometer todos y cada uno de los desmanes que imaginaríamos si estuviéramos en posesión de semejante poder. Mas mi invisibilidad era el producto de una circunstancia trágica, anal, y yo no podía disfrutarla.

Fuera como fuese, me dije que el único modo de huir en ese instante de la desesperación era fisgonear en la habitación de Estefanía y Pedro. Un duende vengativo me sugirió la idea: una pareja, Clarisa e Ignacio, me había desplazado de la condición humana; yo ahora me dedicaría a observar a las parejas, como si se tratara de una especie enemiga.

Caminé con cautela, pues ignoraba si hacía ruido y cuánto me duraría esta nueva racha de invisibilidad. No me costó colarme por la puerta entreabierta. Pedro tenía la cara hacia el techo, con los ojos cerrados y el diario tapándole los genitales, pero no dormía. Estefanía se sobaba sus propios pezones.

—Déjame cogerte —dijo Pedro con los ojos cerrados.

—No quiero —respondió Estefanía—. Me quiero masturbar. ¿Por qué no tengo derecho a masturbarme en mi casa?

Pedro y Estefanía eran dos viejos de sesenta años, pero su diálogo parecía el de dos semidioses. Estefanía tenía la piel tersa. El vientre, aunque flácido, era chato. Y ni siquiera la papada me la hacía menos deseable. Se masajeaba los pezones con movimientos circulares de los dedos. Se llevó un pezón a la boca, luego lo retiró y sacó la lengua. Una lengua roja, morada, gruesa, chupó el pezón alicaído. Como si remara contra el tiempo, el pezón se tornó rosa y cobró nueva vida.

—Te la quiero meter —dijo Pedro.

—Me quiero pajear —dijo Estefanía, y bajó una mano hasta llegar a la argolla.

Pedro abrió los ojos y la miró. Una mano de Estefanía continuaba en el pezón, ahora frotándolo como una lámpara maravillosa, con la palma, y la otra entraba y salía de la concha.

—Por lo menos pajéate para mí —dijo Pedro—, mostrándote.

—Si quieres, me puedes mirar —dijo Estefanía.

Pedro irguió la espalda. Estefanía se puso en cuatro patas, frente a Pedro, y comenzó a masturbarse con la misma mano el clítoris y el ano.

Pedro le acercó la verga a la boca, pero Estefanía cerró esta con fuerza, no se permitió siquiera jadear, para que su marido no pudiera recoger ni la saliva de sus labios. Pedro bajó de la cama y se colocó detrás de Estefanía. Le apoyó la verga en el ano.

—Sácala de ahí —dijo Estefanía.

—Te amo —dijo Pedro—. Te quiero coger.

—No me importa. Dijiste que querías mirar. Saca ya mismo la pija de ahí.

Pedro resopló y salió de la habitación con la pija baja. Cayó sobre el sillón y cerró nuevamente los ojos. Yo, invisible, pero con la verga tan parada que temí me delatara, ocupé el lugar que Pedro había dejado, aunque sin permitir que mi glande rozara el ano. Me la sacudí un poco. Después me retiré a mi habitación. Me masturbé vigorosamente y, al acabar, noté que mi imagen había regresado al espejo.

3

Los días transcurrían sin mayores novedades. Pedro pasaba gran parte del día en la casa, tomando pastillas de distintos colores. Estaba desocupado.

Estefanía continuaba enseñando Lengua y Literatura en dos colegios estatales y uno privado. Aunque la entrada a la casa era una, me bastaba con llegar a las once de la noche para no cruzarme con ninguno de los dos. Pero ansiaba el momento en que, por cualquier motivo, Pedro se ausentara y pudiera conversar a solas con Estefanía.

Pasó un mes. La desdicha no afectó especialmente a mi trabajo: mantuve mi ritmo. Traduje dos libros y un manual cada treinta días. La invisibilidad comenzó a atacarme sólo de noche y muy pronto intuí por qué: Ignacio y Clarisa seguramente habían comenzado un romance formal y, como sucede en las parejas, limitaban sus encuentros sexuales al horario nocturno, a diferencia de su época de amantes furtivos, cuando —como el día en que los descubrí— debían hacerlo en cuanto se les presentara la oportunidad: por la tarde o por la mañana, mientras yo no estuviera en casa.

A Ignacio debía de gustarle mucho follarla por el culo, porque yo desaparecía día sí, día no. No podía dejar de imaginar el orto de Clarisa modificando su estructura molecular por gracia de los embates penianos, abriéndose, batallando para dar placer sin rasgarse. ¿Qué le diría? ¿Qué gemidos emitiría, qué palabras? Al final de ese mes me dije que no regresaría con Clarisa ni aunque me lo pidiera de rodillas, porque ya no podría soportar la idea de encontrarme con un ano distinto al que yo había conocido. Y, al final de ese mes, también logré por primera vez desde mi llegada a la casa, sin contar la brevísima entrevista inicial, hablar a solas con Estefanía.

Llegué a las once de la noche y Pedro dormía profundamente en el sofá, con un frasco de pastillas en el piso, junto a sus pies despatarrados.

Pobre hombre: la mitad de su cuerpo en el sofá, y la otra mitad en el suelo. Como yo, con medio cuerpo adentro y medio afuera de la vida. Poco sorprendido, debido a la hora, no me encontré en el espejo de la habitación.

Yo no estaba en mi habitación.

Caminé a la habitación de Estefanía con la esperanza de que estuviera despierta y pudiera observarla mientras miraba la televisión o, mucho mejor, aunque no esperaba tanta suerte, masturbándose a solas. Ni lo uno ni lo otro: dormía con la luz prendida. Roncaba como una vieja y, dormida, parecía una vieja. Es más, era una vieja. Pero yo levanté suavemente el acolchado que cubría sus senos y me masturbé mirándolos. Sin embargo, al ver que la verga no acababa de reaccionar, hice algo muy extraño: me acosté a su lado. La abracé con fuerza y, curiosamente, sin apoyarle la verga entre las nalgas, me dormí sintiendo el aroma que emanaba de su piel. Me despertó ella a las dos de la mañana. Por el modo en que se dirigió a mí, supe que el efecto de la invisibilidad había caducado.

—Supongo que alguna vez tenía que pasar —dijo Estefanía.

—Pero no pasó nada —dije.

—Claro, simplemente se equivocó de cama —ironizó ella—. Y como yo soy tan flaca y frágil, ni se dio cuenta. ¿Dónde está Pedro?

—Dormido dentro de un frasco de pastillas —dije—. En el sofá.

—¿Y usted qué hace acá?

—Profesora —le confesé—, desde los trece años quiero coger con usted. Una bruja mala me llevó a vivir a su casa. Me ordenaba que la cogiera por el culo y le pegara. Debía darle pellizcos en las nalgas, tirarle del pelo, morderle los hombros hasta dejarle marcas. Pero yo quería coger con usted, mi amor. Perdón, profesora Estefanía. Yo a los trece años realmente la amaba.

Estefanía me acarició el pelo.

—¿Y por qué nunca me lo dijo?

—Pues mire, profesora Estefanía, yo era muy chico. Apenas si había eyaculado por vez primera unos pocos meses atrás. No sabía cómo acercarme a una mujer. Pensé que era imposible.

Ella chistó.

—Salvo la felicidad, nada es imposible —dijo.

La frase me paró la verga.

—¿Y qué me quería hacer? —preguntó.

—¿En qué sentido? —repliqué en un susurro, para no despertar a Pedro.

—¿Cómo me quería coger? ¿Cómo se imaginaba que me la metía?

—¡Ah! —exclamé—. Lo pensé tantas veces, y de tantas maneras distintas, que ya no me acuerdo de ninguna. Pero tenga en cuenta que yo tenía que follar a la bruja, la gobernanta que me había llevado a dormir a su casa…

—No entiendo nada —dijo Estefanía.

—Soy huérfano, profesora Estefanía —le conté—, del orfanato pasé a un instituto, y del instituto me sacó una gobernanta, la señorita Augusta Diamadela, gracias a la cual pude estudiar en el colegio Belgrano. Pero, a modo de pago, la enculaba y le pegaba. Así que, con usted, me imaginaba algo suave.

—¿Te obligaba a pegarle? —me tuteó.

—Sí.

—¿Con qué?

—Chirlos en las nalgas. Cachetadas en el rostro. Meterle cosas en el ano. Azotarla con un cinturón. Una vez me pidió que le meara en la cara.

—¿Y se la measte?

—No, creo que eso no lo hice nunca. Me lo pedía mientras cogíamos, y mientras cogía no podía mear.

—¿Con un cinturón en el culo? —repitió.

—Sí.

La profesora Estefanía Garabagi se incorporó en la cama, quedó por un segundo arrodillada de espaldas a mí, y saltó de la cama al suelo y al armario. Por un instante, su culo gordo, amarillento, flácido, se flexionó como el de una gacela y pareció revivir.

—Cuando se arrodilla, profesora —reconocí—, su culo me enloquece.

—Pero es la primera vez que me ves —dijo abriendo una puerta del armario.

—Me vuelve loco —repetí. Tenía la verga en guardia.

—¿Un cinturón como este? —preguntó mostrándome un cinturón masculino de cuero blanco crudo.

—No —le informé—. El de Augusta era un cinturón marrón, que se ponía siempre con un vestido. Pero yo no necesito esas cosas, profesora. Con usted, imaginé suavidades. Por el culo también, quizás, pero suave. Y ahora que la encuentro en su senectud, y yo también en mi vejez, más suave me lo imagino todavía.

—¿Usted en su vejez? —exclamó en un susurro—. Pero si no tiene treinta años…

—Pero me estoy muriendo, profesora.

Me habló con una inclemencia que no me asustó:

—No me diga que tiene sida.

—No, no —la tranquilicé—. Ni ninguna otra enfermedad. Me estoy muriendo porque mi esposa se deja encular por otro.

—Ah, una enfermedad ignota —dijo Estefanía—. Contrate una bruja, entonces. —Y dejó caer el cinturón de cuero crudo sobre la cama.

—Existen enfermedades ignotas, incluso sobrenaturales —respondí—. Pero nadie conoce el remedio. Mucho menos las brujas. Vulgarizamos la verdadera vida sobrenatural cuando pensamos que alguien tiene dominio sobre ella.

—No sabe cuánta razón tiene, Saroka.

—Gracias por llamarme por el apellido, profesora. Y guarde ese cinturón, porque yo quiero tratarla como a una reina.

—Pero a mí me gusta que me rompan el culo.

—Entonces póngase ya mismo en cuatro patas.

No había terminado de colocarse cuando, sin lubricar, se la estrené hasta el fondo del culo. Ahora sí, hasta el final, hasta licuarle el horizonte. Su ano de chocolate se extendió hasta enguantarme la verga con la consistencia de un viejo terciopelo. Tomé el cinturón por el medio y comencé a pegarle en una nalga y en la otra, en el cuello y en la espalda, y le tiré del pelo. Sabia, Estefanía reprimía los gritos, pero gozaba del dolor. Le metí el cinturón enrollado en la boca, descubrí una cantidad de pequeños pelos rodeándole el ano y se los tironeé mientras acababa.

Se sacó el cinturón de la boca para decir: «Me cago».

Y me salieron unas gotas más de leche.

Se dejó caer a mi lado y me tiró un beso con los dedos.

—¿Por qué no deja que su marido la coja? —quise saber.

No preguntó cómo conocía yo ese dato. Simplemente respondió:

—Es una larga historia. —Y apagó la luz.

Por prudencia, me fui a dormir a mi pieza. El destino nunca era del todo benévolo conmigo: otra vez faltaba mi imagen en el espejo.

4

En los días siguientes un nuevo estímulo no reemplazó, pero sí compartió un espacio en mi tiempo espiritual con la desdicha de saber que, día por medio, Clarisa era culeada por Ignacio, a las once de la noche: mi deseo de garchar otra vez con Estefanía.

Pedro no había vuelto a quedarse dormido en el sofá, y tampoco salía de la casa.

Pero una noche Estefanía vino a buscarme a mi habitación y me dijo:

—Le puse un somnífero en el vino.

—¡Lo va a matar! —dije.

—No estoy loca —me respondió—. Ya averigüé: duerme hasta mañana y nada más. Quiero coger contigo. Me rompiste bien el orto. Me gustó cómo me pegaste.

—Usted me tutea y me trata de usted alternativamente —dije.

—Tú no te diste cuenta, pero me hiciste llorar de dolor —continuó impertérrita—. Es lindo llorar.

—Si a usted le gusta, lo que usted quiera.

—Pero lo dormí para que pudiéramos charlar. Quiero que me la metas bien adentro, no te quepa duda. Pero ¿no te gusta charlar?

—Claro que sí —dije.

—¿Cómo sabes que mi marido no me coge?

—Usted no lo deja.

—Sí, sabes mucho. ¿Cómo te has enterado?

—Ay, profesora. Eso también es una larga historia.

—Bueno, para eso lo dormí.

Le conté el prodigio de mi invisibilidad. Su reacción me desarmó: soltó una sincera carcajada.

—¿Le resulta inverosímil? —pregunté, tratando también de sonreír. Porque por mucho que me doliera su reacción, no quería perderla. Sin tenerla, había sido mi primera mujer. Y quizás fuera la última.

—Para nada —me dijo—. No imagino cómo un hombre de tu edad puede seguir vivo después de ver que su esposa bien amada le entrega el ano a otro. Desaparecer físicamente sin morir, después de todo, es una reacción leve. Al menos tú se la habías metido en el culo varias veces. Supongo que Pedro, a quien no dejé siquiera apoyarme, si ve que otro me la mete por el culo, se muere.

—¿Nunca lo dejó siquiera apoyársela en el culo?

—Nunca lo dejé cogerme —sentenció con calma Estefanía.

—¡¿Pero cuánto llevan de casados?!

—Veinte años.

—¿Cómo puede ser?

—Te dije que era una larga historia.

—¿Nunca intentó abandonarla? ¿No tiene otras?

Estefanía hizo que no con la cabeza.

—Está pegado a mí. Los jovencitos se confunden cuando piensan que el hombre y la mujer, mientras hacen el amor, son uno. Cuando cogen bien, pueden separarse y pensar cada uno en sus cosas, como debe ser. Pero cuando una mujer no deja que un hombre obsesionado la coja, entonces son uno. El hombre no puede hacer otra cosa.

—Explíqueme, profesora —le pedí.

—Habrás notado que, el día en que llegaste, yo me mostré recelosa.

—Como si sospechara algo…

Asintió.

—Déjame que te muestre una cosa.

Me llevó de la mano a su pieza. Pedro roncaba en la cama. Tomó una silla y la puso junto al armario de donde había sacado el cinturón de cuero. Se paró en la silla y comenzó a buscar algo en los compartimentos superiores. Bajo la falda del camisón, le vi una tanga blanca de la que escapaban sus dos viejas nalgas, abundantes y amarillentas.

—Profesora —le dije—, ¿puedo chuparle el culo?

—Claro, mi amor.

Había encontrado ya lo que buscaba en el armario, pero no bajó de la silla porque mi lengua, que le lamía el ano, la mantenía en lo alto. Profundicé, cavé, investigué, pistoneé como una máquina con mi lengua. Sólo usé las manos para correr la tira de la tanga blanca y separar un poco las nalgas.

—Sáquese la bombacha, mi amor —pedí.

—No, porque me vas a tener que sacar la lengua.

—Sáquesela —ordené.

Se la quitó y la arrojó, creo que adrede, sobre la cabeza dormida de Pedro.

—Siga, siga, siga —suplicó—. Puto.

—Puta, puta, puta —la halagué.

—Ay, cómo me chupa el culo.

—El ano, profesora, hable con propiedad.

—Qué lengua parada, parece una pija.

—Qué culo estrecho, parece una gacela.

—Chupe el culo y no hable, puto.

—Disfrute y calle, puta de mierda.

—Ay, puto.

—Puta de mierda.

La bajé, casi la tiré, de la silla; apenas vi lo que tenía en la mano, porque de inmediato la puse boca abajo en la cama. Recién cuando extendió los dos brazos, uno de ellos sobre la cara de Pedro, noté que dejó sobre la mesita de luz una sirena de cobre. Le abrí las nalgas y enterré la pija.

—Ay, mi vida, hágame cagar.

—Tome hasta los huevos, profesora.

Mientras le bombeaba el culo, el brazo de la profesora Estefanía Garabagi descendió hasta la pelvis de su marido. La mano de la profesora bajó la bragueta del marido dormido y sacó la pija, también dormida.

—Sáquemela un minuto —pidió.

Y como intuí que era una propuesta a futuro, la saqué.

—Métela acá —sugirió Estefanía, y abrió la boca roncante de Pedro.

—No —dije—. Eso no. Sosténgale la pija, si quiere. Pero eso no.

Y sin que soltara la pija del marido, la tiré contra la cama, otra vez boca abajo y terminé de hacerle el orto. Me desleché con un grito que sólo oyó ella. El hombre no se despertaría.

—¿Por qué no quiso meter la pija en la boca de Pedro?

—No sé —respondí—. Me parece algo homosexual.

—Pero si está dormido… —dijo desestimando mi argumento.

Sin embargo, no insistió. Se abrió los labios de la vulva y, dándome los pechos, enterró en su cuerpo la pija parada del marido.

—Es la primera vez que me la mete —dijo muy caliente—. Y no lo sabe. Ni lo sabrá nunca.

Yo no le contesté: sus tetas me calentaban demasiado, y no deseaba hablar de ninguna otra cosa mientras las chupaba y tocaba. Eran las tetas de una vieja de la que yo había estado perdidamente enamorado cuando tenía trece años.

Súbitamente, la escuché decir:

—¡Saroka! ¿Dónde está?

Y la pobre acabó sobre su marido, con mi lengua en sus pezones, sin poder verme. Entonces comprobé que mi semen sí se veía, pues le regué los pezones en el segundo polvo, que me llegó inmediatamente.

—Saroka, ¿me escucha?

—Sí —grité.

Pero al parecer ella no oyó nada.

—¿Me escucha? —grité, aún más fuerte.

—Imagino que está usted aquí —dijo—, porque me acaba de empapar de leche las tetas. Cuánta leche, Saroka. Estoy comenzando a pensar que su esposa se perdió algo grande. Perdone que hable con tanto atrevimiento de su desdicha; y le pido perdón porque usted, con tanta pija, me está empezando a ablandar. Pero ¿sabe?, para nosotros, los ancianos, las cosas ya no son tan graves. Un hombre se la mete en el culo a una mujer… Bueno, entiendo que para usted sea la muerte. Pero una señora como yo ya no puede tomárselo tan a la tremenda. Y menos aún ahora que usted hizo de mi culo una empanada con relleno de su verga…

No había terminado la frase cuando reaparecí.

—¡Saroka! —gritó. Y me besó los labios. Luego, entusiasmada, le chupó un poco la pija al marido—. Basta —se dijo a sí misma—. A ver si resulta que me acostumbro. —Le metió la verga parada nuevamente en el pantalón: abultó unos minutos, y luego descendió—. ¿Cómo hizo para reaparecer?

—Fue muy extraño —dije con el corazón latiendo a una velocidad inusitada—. Creo que hubo algo de voluntad. A ver, déjeme comprobar una cosa.

Le apreté un pezón y cerré los ojos. Dejé que la desdicha me subiera desde el vientre y agregué oleadas de desesperación sexual. Pero no ocurrió nada.

—No —concluí—. Pensé que con un esfuerzo de la voluntad podía determinar mi reaparición. Pero ahora traté de utilizar lo que siento cuando desaparezco, para hacerme invisible, y ya ve, acá estoy. De modo que lo más probable es que Ignacio le haya echado un polvo rápido por el culo a mi ex mujer, y por eso reaparecí enseguida. No lo puedo controlar.

—Uno de esos polvos en los que la mujer chupa mucho y, un minuto antes de acabar, el hombre se la mete en el culo.

—Eso —aprobé.

—Pero le puedo asegurar que una chupada de culo como la que usted me obsequió, eso, no creo que muchos hombres puedan brindarlo, mucho menos el tal Ignacio.

—Gracias —dije—. Pero cuénteme de la sirena.

Estefanía pegó unas palmaditas en la verga de Pedro, y le dio un golpe irritante con el dedo índice en el lóbulo de la oreja.

—Cuando usted llegó a mi casa, Saroka, me asusté un poco, porque a mí me echaron del colegio Belgrano por el otro griego.

Y por esta sirena. Me asusté porque pensé que venían a buscarme, desde los confines del tiempo, para seguir dañándome, jodiéndome.

—¿Le hizo a usted algo malo el griego?

Estefanía dudó.

—Quizás trató de engañarme. Me dijo que esta sirena concedía deseos.

La miré incrédulo. Yo sí creía en los poderes de las sirenas, pero se me antojaba inverosímil que una profesora de Lengua hubiera creído, a sus cuarenta años, semejante historia.

—Toda mi vida, Saroka, he enseñado Literatura. Y cuando no me permitieron enseñarla, me he dedicado a leer; me he pasado la vida leyendo acerca de genios, magos, prodigios y sucesos imposibles… Por otro lado, durante toda mi juventud fui una mujer muy atractiva. No digo hermosa, pero sí muy atractiva. Los hombres babeaban por mí…

—No necesita decírmelo, profesora.

—Sin embargo, de pronto, a los cuarenta años, al ver la reacción de tal o cual amante, comprendí que se me acababa el tiempo. Y que no lo había aprovechado lo suficiente. Por elección, no me había casado. Le había dedicado más tiempo a la docencia que al amor. No había aprovechado todo lo que la vida me había dado: no había tenido todos los hombres que había querido y, mucho peor, no había tenido a ciertos hombres que me volvían loca, hombres casados o mucho más jóvenes que yo. Y sabía, sabía como uno puede saber que existe.

No la interrumpí, pero la expresión de mi cara la obligó a hacer una pausa.

—… como uno puede saber que existe —siguió—, que a partir del año siguiente ya no podría conseguirlos. Comenzaría a sentir la indiferencia de los hombres, los rechazos, la falta de atención. Una arruga surcaba uno de mis pechos, la nalga izquierda ya no estaba pegada a la derecha, las caderas comenzaban a desdibujarse… Tenía cuarenta años, Saroka, y era mujer.

—¡Pero era una diosa! —dije.

—No hubiera pensado lo mismo si me hubiera cogido una vez —respondió templada.

—La he cogido ahora y le repito que es una diosa.

Estefanía sonrió.

—Usted es muy bueno. Pero cuando su amigo griego me vino con este cuento de la sirena, le creí.

—No era mi amigo.

—El único otro griego que había. Le creí, y todavía le creo.

La observé en silencio.

—En mayo de aquel año, después de impartirles una clase en la que hablamos de La Odisea, Papadópulos se acercó a mi escritorio, durante el recreo, y me dijo que aquella sirena era unos siglos posterior al viaje de Ulises. Nadie sabía cómo había llegado a su familia, siglos atrás, pero desde entonces la habían pasado de generación en generación. La sirena concedía deseos. Le respondí que me parecía una historia encantadora, y que la compartiera con la clase. No, no. La sirena, replicó Papadópulos, no podía compartirse: por el contrario, él seleccionaba con cuidadosa precisión a la mujer depositaría de semejante beneficio, porque la sirena sólo concedía deseos a las mujeres. «¿Y por qué yo?», le pregunté. «Porque es la única mujer que conozco», me respondió, «que podría ser una de las sirenas que retuvieron a Ulises».

—Pero no lo retuvieron —dije.

—Según Papadópulos, sí. Como se imaginará, Saroka, ahora que somos grandes, la historia, por muy encantadora que fuera, no sonaba más que a una fábula contada por sus abuelitos. Pero yo estaba desesperada, no quería envejecer. Y el griego venía todos los recreos, con la sirena, diciéndome que suspiraba por el momento en que yo quisiera realizar el rito, para concederme el deseo. Para que la sirena me lo concediera. —¿Tenía trece años, realmente?

—No los aparentaba, ¿no? Ya nunca lo sabremos. Tampoco sé si era un ser humano u otra clase de ser. Pero yo no podía dejar de pensar en qué le pediría a la sirena: le pediría dos años. Dos años más de un cuerpo rozagante, macizo, atractivo. Que congelara mi cuerpo en el tiempo por dos años.

—No fui yo la que se acercó a pedirle que lo intentáramos. Pero en marzo, un día de un calor imposible, el griego, luego de una clase de matemáticas, me encontró en el aula, sola, corrigiendo unos exámenes. Entró al aula y me contó la historia de Ulises y las sirenas…

—Pero usted ya la sabía.

—No como él me la contó. En la leyenda original, las sirenas cantan y Ulises logra eludirlas haciéndose atar al mástil del barco por sus marinos, a los que les ordenó que no lo soltaran por nada del mundo. Kafka hizo una relectura de este mito: las sirenas, dice Kafka, poseen algo peor que su canto, su silencio. Cuando el barco de Ulises bordeó la isla, las sirenas callaron, sostiene Kafka, permitiéndole creer que las había vencido. Pero en la relectura de Kafka hay una digresión inexplicable: dice que Ulises colocó tapones de cera en sus oídos para no escucharlas. ¿De dónde sacó eso? Si se tapó con cera los oídos, ¿para qué se hizo atar al mástil? Todo esto exponía Papadópulos, como si se tratara de una clase. Kafka estaba sólo cerca de la verdad, me dijo Papadópulos. Como la literatura, a un paso de la verdad. Las sirenas tienen algo peor que su canto, a saber, no su silencio, sino sus chupadas de verga.

—¿Así lo dijo? —pregunté sonriente.

—No. Lo dijo con más sutileza. Pero eso fue lo que dijo. Ni Hornero ni Kafka conocían la verdad como la conocía aquella sirena de cobre. Ulises había sido derrotado. Tenga en cuenta, Saroka, que en aquella aula, en marzo, con el calor inhumano que hacía, yo sudaba a mares, bajo mi camisa blanca y un corpiño que por entonces sostenía dos verdaderos pechos…

—No me lo recuerde, profesora, que no puedo olvidarlos.

—El sudor impregnaba la camisa hasta volverla transparente, y el griego, por muchos esfuerzos que hacía por comportarse como un señor, no podía evitar mirarme los pezones pegados a la tela por la humedad. Se le paró la verga, su verga de trece años.

—A mí también.

—Papadópulos me contó que Ulises, soliviantado por las propuestas que cantaban las sirenas, se las arregló para deshacer los nudos que lo ataban al mástil. Si Houdini podía, ¿cómo no lo lograría aquel griego que había vencido a Polifemo? Sus marineros no pudieron detenerlo. Las sirenas querían soplarle la polla, chuparle la verga, mamarle la pija. Como usted quiera. Ulises permaneció en la isla, dejándose chupar la pija hasta perecer de inanición. Pero cometió una travesura a favor de la Historia: impartió instrucciones a uno de sus marinos para que se hiciera pasar por él. Las sirenas, con sus poderes mágicos, ayudaron a modificar el rostro del hombre que fingiría ser Ulises; las diversas semidiosas que adoraban a Odiseo le concedieron la voz y los gestos. Y aunque aquel marino nunca terminó de parecerse al verdadero Ulises, habían pasado más de diez años desde que marchara a Troya, y Penélope y Telémaco estaban demasiado ganosos de recibir a su esposo y padre como para ponerse a buscar los pelos en la leche.

»Ulises permaneció en la isla, entregado al placer de las sirenas, hasta su muerte. Las sirenas no conocían otro modo de satisfacer a los hombres, y por eso eran las mejores: utilizaban sus pechos, sus manos y, ya lo sabemos, sus bocas. Aquella sirena de cobre podía conceder un deseo a la mujer que fuera capaz de hacerle una mamada a un hombre como las sirenas habían hecho con Ulises. Capaz de detener a un hombre en el tiempo o en su retorno a casa.

»Papadópulos terminó de contarme esta historia, aquel marzo de hace veinte años, con la verga afuera, parada hasta el mentón, y la sirena parada junto a mi rostro, en el escritorio… Tenía unos huevos peludos que parecían de hombre grande, y una pija gruesa, pero que sería corta para siempre, por muchos años que pasaran. Le apreté los huevos y me metí la verga en la boca mirando a la sirena. Caímos al suelo. Continué arrodillada, con él en el suelo, sin dejar de mirar a la sirena. Me tocó los pezones, pero yo no quería: se la quería chupar tan sólo para cumplir con el rito.

»Debo reconocerle, Saroka, que no me resultaba indiferente el que un pendejo de trece años se hubiera puesto tan caliente conmigo, ni me dejaban fría esos huevos peludos, y el grosor de la verga, pese su escasa longitud. Sin embargo, le aseguro que yo no hubiera hecho nada de lo que hice de no ser por la esperanza de conseguir la gracia de la sirena. De ahí que yo no quisiera que tocara los pechos; ni siquiera quería coger con él.

»Como yo deseaba que el chico acabara rápido, lo empecé a pajear. Retiré la cara un segundo para pajear sin chupar, y luego volver a metérmela en la boca, un recurso que siempre les apura la leche. Y entonces descubrí que el director nos miraba tras la ventana. Aunque después lo negó, en su cara se notaba que se relamía. Sea como fuere, un instante después, el director desapareció de la ventana, y yo me detuve…

»“Pero si no terminamos…”, se quejó Papadópulos.

»“Terminamos”, respondí mortificada, mirando a la sirena como si esta pudiera consolarme.

»“La sirena no cumple si el hombre no acaba”, dijo Papadópulos.

»“Usted todavía no es un hombre”, respondí.

»“Y usted, por el resto de su vida, no será más que una mujer”, dijo iracundo.

»Se retiró, metiéndose la verga a las apuradas en el pantalón, y me dejó la sirena sobre el escritorio. Supe que había rendido bien matemáticas, y nunca más volvimos a vernos.

»El director me mandó llamar, y fui con la sirena en la cartera. Me ordenó que abandonara el colegio ese mismo día. Yo le rogué que no revelara los motivos de mi expulsión: la docencia era mi vida. Si me expulsaba con esa mancha en mi legajo, no me tomarían en ninguna otra escuela.

»“Lo hubiera pensado antes”, me dijo, con una mirada en la que se leía, más que indignación, envidia por el alumno.

»“A usted le gustó”, le espeté.

»“No sea insolente”, respondió, yo podía ver el afrecho en sus ojos, “y dé gracias que no la hago meter presa”.

—¿Cómo se llamaba el director del Belgrano? —la interrumpí.

—Pedro —dijo Estefanía—. Pedro Zambrano. Dejó de serlo aquel mismo año —añadió, y se volvió hacia su marido, que dormía—. Me buscó por todo el país. Yo había logrado que me contrataran como profesora de alfabetización, dos años después de aquello, en una cárcel del Chaco. Al final, este hijo de puta me mandó a la cárcel, pero no como presa. Fueron los peores años de mi vida, hasta que me encontró. Me dijo que aquel día de marzo se había prendado de mí. Siempre le había gustado, pero desde que me había pillado con el griego, ya pudo sacárseme de la cabeza. Primero me buscó por la capital. Después abandonó esposa e hijos, y se lanzó a buscarme por todo el país. Venía para pedirme perdón, para hacerme su esposa y para ofrecerme el trabajo que yo quisiera. Él se las arreglaría. No podía dejar de pensar en mí.

»Yo creo, Saroka, que la sirena no fue ajena a este extraño resultado. Fíjese que el director, mi marido, aquí presente, me encontró chupando verga junto a la sirena. Es cierto que yo no hice acabar al griego, y por lo tanto no merecía pedir ningún deseo; pero se la chupé tan bien que la sirena de cobre sí me concedió la venganza.

—Puede ser —dije, absolutamente convencido de la veracidad de la historia—. Las sirenas son raras.

Estefanía sonrió.

—¿Y cómo su marido aceptó pasar veinte años a su lado sin cogerla?

Miró a la sirena por toda respuesta. Pero luego agregó:

—Recuerde a Ulises, al verdadero Ulises. Es posible que un hombre no encuentre la felicidad aunque ponga toda su voluntad en ello; pero no hay quien pueda detenerlo cuando va en busca de su destrucción.

5

Aquella noche dormimos cada uno en su cama, Estefanía junto a su marido embotado y yo en mi piecita de servicio, con todos nuestros secretos desvelados. Pasaron dos semanas sin que volviéramos a encontrarnos. Además, luego del éxtasis, nos atemorizó la osadía de haber garchado junto a su marido, de haberle sacado la verga del pantalón y culeado junto a su cara, temerosos de perder finalmente el control y ser descubiertos, con lo que arruinaríamos nuestra modesta y novedosa aventura; creo que también nos intimidó y, paradojicamente, nos alejó, el hecho de que nos hubiéramos contado todo el uno al otro. Habíamos estados desnudos frente a frente, como jamás, desde que la conocí, hacía ya veinte años, lo habíamos estado: debíamos dejar pasar varios días para aplacar esa vergüenza, ese azoramiento que asalta al hombre y a la mujer que se ven por primera vez desnudos.

En aquellas dos semanas, sin embargo, aproveché mi invisibilidad para fisgonear en el cuarto de Estefanía y Pedro. Y conquisté algo a lo que antes sólo había aspirado: finalmente, logré hacer durar más o menos mi invisibilidad. No podía determinar en qué momento me volvía invisible, pero trabajando con mis entrañas, con mis sensaciones y mi voluntad, determinaba la durabilidad.

¿Cómo lo conseguía? ¿Acaso puede explicar un campeón de salto en alto cómo alcanza sus récords? Es un don: la intuición, la voluntad y el azar reunidos. Un don, de todos modos, maldito, porque se me ofrendaba a cambio del ano de mi amada Clarisa. «Ahora te están haciendo el culo, mi amor», pensaba, invisible, en la pieza de Estefanía y Pedro, «los nervios ocultos en los pliegues de tu ano gozan en este instante». La raja se te ha humedecido al punto de no saber si eres de tierra o de agua. El culo es de tierra, seguro, pero ¿de qué está hecha la grieta delantera bajo tu mata de pelo? ¿Te mete allí los dedos ahora? ¿Me extrañas, o he desaparecido de tu memoria con tanta eficacia como de la faz de la Tierra? ¿Lo besas mientras te la mete en el culo, como a mí tanto me gustaba? ¿Encuentra tu lengua la de él mientras su verga se interna en tu orto, para cerrar así un círculo oscuro, íntimo y perfecto? ¿Te toma del cuello, te lleva hacia sí por los hombros, te quita el aire de la garganta para que el ano, por la asfixia, apriete más? ¿Le pasas por la verga un trapo húmedo, tu boca, tus nalgas? ¿Le dices: «Mi rey, mi amo, rómpeme el culo»? ¿Le hablas de mí? Contéstame, Clarisa, dime algo, aunque sea invisible. Yo aún te amo: nunca regresaré contigo, pero te amo. Nunca más seremos esposos, pero te lo perdono todo.

Así penaba yo mientras miraba cómo Pedro le suplicaba a Estefanía que le permitiera meterle la verga en el monte de la concha, donde apenas si quedaban unos pelos ralos y canosos. Estefanía le pasaba las nalgas junto a la nariz y la boca, y le decía:

—Esto no es para ti.

—Déjame metértela en la raja —pedía él.

Hacía veinte años que repetía el mismo pedido, y todas las noches se convertía en un flamante pretendiente. A mí me calentaba mucho. A veces parecía que Estefanía intuía mi presencia; y, pasándole el culo por la cara al marido, decía:

—Algún otro acá me la podría meter, pero tú no.

Perdida toda prudencia, en esas ocasiones yo acercaba la verga hasta dejarla entre las nalgas de Estefanía y la cara de Pedro. Y en un caso se me derramó una gota de leche sobre la alfombra. Salí corriendo a dejar el resto en el baño.

Hubo una noche especialmente violenta en la que Estefanía se posicionó en cuatro patas, de culo, frente a la cara de Pedro, a quien evidentemente algunas pastillas le habían dejado la verga en coma, imposible de parar, y le reclamó que se la metiera en el ano. Se lo pedía porque él no podía.

—¡Ahora en el culo, hijo de puta! —gritaba como una perra que acabara de aprender a hablar.

Pedro se desgañitaba con su verga contra el culo desafiante, y trataba de meterla a toda costa. Se agarraba de las nalgas de Estefanía y ella le cacheteaba las manos hasta que las soltaba.

—Te estoy diciendo que me hagas el culo, no que me lo toques. Métela ahora.

Pero el ano de Estefanía, por anciana que ella fuera, era aún firme y prieto, y una verga flácida no entraba, como no atravesaría un ejército desarmado la Muralla China. Me calenté de tal modo que, invisible, tomé a Estefanía del pelo y la llevé a la rastra a mi pieza. Cerré la puerta de golpe y le dije sin reparos, recobrando la visibilidad física:

—Hija de puta, mira cómo me la pusiste.

Mi verga nunca había estado tan grande y roja.

—Qué pedazo —dijo Estefanía. Y, juiciosa por dos, regresó corriendo a su pieza.

—¿Adónde fuiste? —escuché que le preguntaba Pedro. Yo ya no podía entrar.

—A mear, infeliz. Para sentir al menos algo en la concha.

—Te puedo meter los dedos.

—Métetelos tú, métetelos tú. Así. —Y Estefanía le metió un dedo en el culo.

Pedro pegó un respingo y soltó un grito ambiguo.

Permanecí tirado en mi cama hasta que se me bajó la verga. Media hora después, ya no se escuchaba nada. Me levanté y me acerqué a la pieza matrimonial. La luz estaba apagada. En la oscuridad, todos éramos invisibles.

Estefanía salió de la pieza con un dedo en la boca, reclamándome silencio.

—Tomó una pastilla de más —me dijo—. Lo puso muy mal no poder metérmela.

Y dejó escapar una carcajada en sordina. Llevaba la sirena en la otra mano.

Vino a mi habitación y, aunque incómodos, nos acostamos el uno junto al otro en mi exigua cama.

Me tocó un poco la verga y se me paró de inmediato. Para mí no hay nada más excitante que haberla tenido muy parada, que se me baje, y luego de un rato me la vuelvan a tocar. El momento de mayor sensibilidad de mi verga es cuando aún está a media asta, poco después de haber alcanzado casi el clímax, sin acabar, y creo que Estefanía lo sabía.

—Tengo que confesarte algo —me dijo mientras sus dedos apenas rozaban mi verga, como si quisieran deshacer el nudo de un hilo de seda.

—Puedes hacer lo que quieras mientras me toques así —dije.

—Últimamente, en el colegio privado hay un pendejo que me vuelve loca…

—¿Sí? —dije excitado.

—Cuando tenía cuarenta años —siguió—, me halagaba que Papadópulos y tú quisieran culearme. Pero no me extrañaba: yo todavía era una jamona. Esas tetas, ese culo…, yo misma, cuando me miraba en el espejo, no podía evitar pajearme. No en vano le pedí a la sirena que me dejara como estaba por dos años. Pero ahora, mira lo que soy, un estropicio… Me he pasado la vida quitándole el culo a Pedro, hundida en la venganza.

—Eres hermosa —dije, procurando por todos los medios, dificultosamente, retener la leche.

Dejó escapar, valga la expresión, un sonrisa en la oscuridad.

—Tú sí que eres hermoso —me respondió—. No creo que haya otro hombre en el mundo capaz de amar a una mujer de mi edad. Ninguno que pueda alcanzar estas alturas con un material tan deteriorado como yo. Eres un mago.

—Tú eres el culo y las tetas… No te olvido nunca. Eres amor.

—Mi culo es tuyo, siempre.

—Pero cuéntame tu pena —la invité al ver que, si seguíamos así, me iba a deslechar antes de tiempo.

—Hay un pendejo que me vuelve loca. Tiene quince años, es compadrito, altanero, pero buen pibe, rubio, apuesto… Y tiene una verga…, una verga… Se la vi el otro día en el patio, cuando los chicos hacían gimnasia. ¿Sabes?, el profesor de gimnasia los hizo formar una fila, para saltar el cajón. Todos iban con sus buzos de licra azul, las pijas apretadas. También él, Santiago, con su buzo de licra azul, la pija abultándole en el pantalón. ¡Ay!, mi amor. En la fila, el compañero que estaba delante de Santiago no pudo evitar rozarle el culo contra la verga tras el pantalón. Lo entendí perfectamente: esa verga es irresistible, no hay culo que pueda transgredir esa ley de gravedad: la verga de Santiago es la Tierra; y los culos, objetos que, atraídos por esa ley gravitatoria, acaban siempre cayendo sobre ella, ¿entiendes?

—La sigo, la sigo, profesora. Por favor, si vuelvo a tutearla, recuérdeme que usted es mi profesora.

—No sé si podré —dijo Estefanía apretándome la verga con su puño.

Cómo me gustaba que hablásemos los dos así en la oscuridad. Era otra clase de invisibilidad: la que nos permite olvidar las dificultades del cuerpo.

—No sé qué chiste hizo el compañerito para justificar que acomodara la verga de Santiago en su cola, algo así como que hicieran avalancha o pogo. Pero la quería sentir, aunque fuera a través del pantalón. Y seguro que aquel ano vibró. Como el mío…

—¿Se lo habrá hecho?

—Quizás, en el baño. Pero no creo. La excitación de rozar un culo furtivamente en una fila no puede repetirse fácilmente en un baño; es otra cosa. Al fin y al cabo, estamos hablando de hacerle el culo a un hombre.

—Es cierto —admití—. ¿Y usted qué quiere?

—Que me coja. Que Santiago me coja.

—¿Y qué puedo hacer por usted?

—Dejarme que te la chupe delante de la sirena, y comprobar si es verdad el sortilegio. Ya te dije: yo todavía me creo lo que me contó el griego.

—Yo soy su griego —advertí.

—Tú eres mi Ganímedes —dijo saliendo de la cama y mostrándome su grupa.

—Pero eso no es chupar.

—Primero hazme el culo, a modo de recompensa anticipada. Y después te la chupo junto a la sirena.

De las veces que le había hecho el culo a Estefanía Garabagi, aquella fue la mejor. Por la ventanita entraba una claridad incierta, que se perdía en la oscuridad sin perderse del todo. Era la luz ideal para mi persona: una luz que no me introducía del todo en la vida ni me expulsaba de ella. ¿Cómo describir aquella sodomización, dulce, suave, poderosa y total, de una mujer de sesenta años? Yo diría que fue tabaco, café, chocolate, de todo eso estaba compuesto aquel ano y las sensaciones de mi verga en su interior. Sí: el aroma del tabaco, del café y del chocolate, tan prometedor, y siempre superior a su sabor, que era lo que mi verga percibía. Estefanía movía las caderas con la suavidad de una joven, entregaba el culo con la sabiduría de una mujer madura, se ofrecía toda ella con la desesperación de una anciana que sabe que ya no habrá más… Pero me veía obligado a sacar la verga para que ella pudiera chuparla.

—¿Ya quieres salir?

—Por usted —contesté.

—Por mí, déjala hasta mañana.

—No quiero acabar.

Sin convicción, me permitió sacarla. Quizás por un segundo intuyó que aquel estado de duermevela era aún mejor que su sueño. Pero yo quería que su sueño se cumpliera.

Se arrodilló junto a mi verga, yo aún de pie, y aferrándose a las bolsas de mis testículos, con un amor digno de un hombre existente, de un hombre al que no le hubieran culeado a la mujer, se metió mi virilidad en la boca, íntegra, restallante, mientras la sirena nos miraba. Movió hacia atrás y hacia adelante la piel del tronco de mi verga, y tardó nada en arrastrar el caudal de leche hacia su garganta, como una corriente marina, un tifón o un fenómeno de nombre y naturaleza ignotos. Una luz desconocida alumbró entonces un rincón de la habitación y, de pronto, la sirena cobró vida. Se había transformado en un ser luminoso: el rostro de una belleza inhumana, los senos henchidos, antiguos y nuevos, el torso que anunciaba maravillas superiores, aunque la cola de pescado arruinaba el resto. ¿Cómo lograba tenerse en pie? No lo sé. Pero allí estaba, vertical, junto a nosotros.

—Pídeme tu deseo —dijo la sirena a Estefanía.

La profesora de Lengua no se amedrentó. No había estupefacción en su rostro, ni espanto ni atolondramiento. Sabía lo que quería y, luego de toda una vida dedicada a las historias inventadas, no había escollos entre ella y lo increíble.

—Quiero ser joven una vez más —dijo Estefanía.

—Lo sé —dijo la sirena—. Lo sé todo. Pero debes saber que a las doce de la noche volverás a ser tú.

—¿Cuándo? ¿Y, sobre todo, cómo?

—Cuando tú quieras —respondió la sirena—. Pero recuerda que a las doce de la noche se desvanecerá el hechizo. —Y desapareció.

Estefanía cayó sobre mi cuerpo, llorando, y ambos sobre la cama.

—Te amo —me dijo—. ¿Puede ser tan cruel la vida como para condenarme al amor ahora?

—Durmamos —sugerí.

6

Estefanía tuvo al muchacho. Fue una mujer de veinte años y se lo garchó, así me dijo, «me lo garché», luego de conquistarlo en un baile organizado por el curso de quinto año.

Lo llevó del salón, donde se celebraba el baile, al sótano del colegio; allí estaban, entre otras cosas, el material de gimnasia: el cajón, la colchoneta, las sogas, y también compases de madera y mapas.

Estefanía se dobló sobre el cajón, el vientre liso apoyado contra la superficie tersa de la cobertura del cajón, para que Santiago le hiciera el culo. Le chupó el miembro joven, húmedo, reluciente, sentada sobre un enorme mapamundi. Lo invitó a meterle la punta de tiza del compás en el culo. Lo tuvo por la raja mientras le mordía los pezones. Era la primera vez para Santiago.

Poco antes de que dieran las doce, lo hizo acabar en su cara.

Eso no era semen. Era una sustancia divina, una crema de otro planeta. Y ese rostro mientras acababa, cómo se dilataban las fosas nasales de su rostro juvenil…

Estefanía salió corriendo del sótano, dejando al muchacho desconcertado. Se vistió como pudo mientras huía por una calle adyacente al colegio. A las doce en punto volvió a ser una mujer de sesenta años, con apenas unas monedas en el bolsillo, que se tomó un colectivo y regresó a su casa.

Estefanía llegó al departamento entrada la madrugada. No pudimos festejar porque, aquel día, Pedro estuvo especialmente despierto, hasta bien tarde, como si algo bueno le hubiera sucedido: era el aura de Estefanía, repleta, exuberante, que prodigaba maravillas en aquel cementerio de hombres derrotados. La felicité silente, con una expresión de gozo y amistad que no sé si vio.

El lunes, Santiago preguntó por ella. Primero, aula por aula. Luego, alumno por alumno, en el patio. Al terminar el día, llamó por teléfono a cuantos pudo. El miércoles comenzó a buscarla por el barrio, casa por casa. ¿Alguien conocía a una muchacha de veinte años llamada Estefanía?

La sirena no estaba en la casa. Luego de que cobrara vida, no pudimos hallar la estatuilla de cobre. Pero Santiago continuaba buscando a una mujer en este mundo. Entre el domingo y el jueves, no desaparecí ni una vez.

Sospeché que Ignacio y Clarisa se habían separado por algún motivo, o que él estaba de viaje. Estefanía no dejó de venir a visitarme ni una noche, arriesgando ambos aquella tregua en el dolor que habíamos tejido con tanta prudencia. Me contaba, mientras me sobaba los huevos, mi verga en su ano, que el muchacho seguía buscándola por todas partes. Y me contaba historias, también, la profesora de Lengua. Me susurraba cuentos, relatos, fábulas.

—Ya no quiero más de la vida —dijo—. Sólo morir.

—¿Y yo?

—Tú te vas a aburrir de mí antes de que encontremos otra sirena.

—Nunca —dije.

—Eres mejor que Ulises —replicó—. Seguirás viajé.

—Nunca, profesora. Yo me voy a quedar aquí. Usted es la sirena que me conquistó con su culo. Me quedaré en su isla hasta que muera. Voy a mandar a otro en mi lugar.

Estefanía se rio mientras yo acababa.

La noche del viernes fue distinta.

Estefanía me contó que, por la tarde, al terminar las clases, Santiago se le acercó y le confesó su historia. Llorando, destrozado, dijo que le hablaba porque sólo ella, la profesora que tantas historias les contaba, podría entenderlo.

Ella le acarició el cabello, lo escuchó y le habló con una ternura que ignoraba que poseía.

Inesperadamente, sobre todo para Estefanía, esta terminó chupándole la pija, allí mismo, a modo de consuelo.

Santiago se dejó chupar con especial complacencia y una expresión extraña, me dijo Estefanía, «como si en un rincón de su propia alma a la que él no tuviera acceso, supiera quién era yo».

—De todos modos —me reveló—, no le pude sacar tanta leche como cuando tuve veinte años. Se la chupé —me dijo en la oscuridad de la pieza de servicio, llorando de dicha y dolor—, se la chupé a los sesenta años. Casi me toca los pezones…

Y ese «casi» era lo que le dolía. Porque Santiago no le había tocado los pezones ni se los tocaría nunca. Lo impresionaba tocar los pezones marchitos, olvidados, de una mujer de sesenta años. Ambos lo sabían. Él intuía que algo extraño había ocurrido, pero no estaba dispuesto a arriesgar nada, ni siquiera a cambio de aquel amor prodigioso.

Estefanía dominó su pena contándome un cuento. Pero tras el relato latía el resentimiento: se internaba en la ficción para no ser arrastrada por la sed desquiciante.

—¿Recuerdas alguna fábula de Esopo? —me preguntó.

—¿Qué haya leído?

—No, de las que yo les narraba en el colegio, aunque eran ya un poco mayores para eso.

—Puede ser. Quizás la de la tortuga y la liebre. O la del león y el ratón.

—Hoy me gustaría contarte la del chivo y el zorro. ¿La recuerdas?

—Creo que no.

—Un chivo baja a beber agua a un pozo profundo. Luego de saciarse, descubre que no puede salir. Un zorro, también sediento, lo encuentra y le pregunta si está buena el agua. El chivo asiente y el zorro desciende. El zorro bebe y le pide al chivo que apoye las patas delanteras en las paredes del pozo: lo usará como escalera, los cuernos como los dos últimos peldaños; y el zorro le promete al chivo que, al salir del pozo, le ayudará a su vez a salir. El chivo consiente, esperanzado. El zorro sale y sigue camino sin preocuparse más por el chivo.

—¿Y por qué no lo ayudó? —pregunté.

—Lo mismo me pregunto yo. Creo que Esopo pecó de discreción. La historia tiene otro fin. En realidad, el zorro le pidió al chivo que apoyara las patas en la pared para apoyarle la verga en el culo. Fingiría que trataba de subir, y gozaría de las nalgas del chivo. Pero cuando sintió los cachetes lanares del chivo rozándole la verga y los huevos, el zorro no lo pudo resistir y se la mandó guardar. Hasta el fondo. El chivo no tuvo tiempo de preguntar qué pasaba. El ano del chivo apretó tan fuerte que el zorro no la pudo sacar. Apasionados y doloridos, quedaron entrampados en el pozo, y allí permanecieron por la eternidad.

—Qué bella historia —dije.

—Pero terrible, como todas —agregó Estefanía—… Odio la vida. Me quiero vengar. Ven. —Me llevó de la mano a la habitación matrimonial.

—¿Le diste un somnífero?

—No —respondió—. Pero duerme.

—¡Estoy visible! —exclamé.

—No se va a despertar por una culeada.

Entramos los dos a la pieza donde dormía el marido y Estefanía se arrodilló, tomándose del respaldar de la cama, como el chivo, pasándole primero las nalgas por la cara a Pedro.

—Dale, hazme el culo —me dijo.

Yo no me pude contener.

Pedro despertó a la mitad del acto sodomita. No sé por qué, pero le sonreí. Estefanía le sonrió con una mueca cruel. El hombre nos vio cogiendo por el culo y se restregó los ojos. Aquello era la culminación de una antigua venganza. La de Estefanía, que duraba ya veinte años, y mi venganza contra la pareja, contra la humanidad. Cuando por fin Pedro comprendió que aquello no era un sueño ni una alucinación, se incorporó, bajó de la cama con la verga parada, corrió al comedor y no lo escuchamos más.

Acabé pronto y Estefanía ganó el comedor a la carrera con el culo chorreando leche.

—No está —me dijo.

—Yo no escuché la puerta.

Miré la cocina. Vacía. Tampoco había nadie en el baño central.

«¿Se habrá vuelto invisible?», me pregunté sin creerlo.

Estefanía salió al balcón y la seguí. La gente se agolpaba abajo. Faltaba una de las cortinas del ventanal del balcón. La vimos en la calle, como envolviendo el cuerpo de Pedro. Unos minutos después, sonó la sirena de una ambulancia.

7

Narraré ahora los acontecimientos que siguieron a la muerte de Pedro, acaecida hace ya varios años. Muchas cosas han cambiado en mi vida desde entonces, y no todas las convicciones que hasta entonces sostuve pueden aplicarse, por lo tanto, a mi actual condición. Pero todo forma parte de una misma y única historia.

No tuve más remedio que abandonar la casa de Estefanía esa misma noche. Sin duda la policía iba a hacer preguntas, y decidimos que lo mejor era que yo ya no estuviera allí.

No nos escribimos ni volvimos a hablarnos.

Recorrí primero el país, y luego el mundo. También los barcos, descubrí, necesitaban traductores. Estuve en Asia y en África.

Recalé en Grecia.

Decidí quedarme un año, aunque no quise aprender el idioma.

Durante los viajes, y también en los puertos, muchas veces me volvía invisible. Pero un anochecer, en Atenas, nadando contra todas las corrientes de mi ser, contra la desgracia y el destino, contra el tiempo y la sustancia misteriosa que nos hace ser quienes somos, me atreví a llegar a la casa de quienes fueran mis padres, aquel hombre y aquella mujer a los que habían asesinado. Tan sólo contemplé el umbral y me retiré. Nunca más volví a desaparecer.

Al concluir aquel año, decidí permanecer otro más. Me encontraba bien en la casa en la que residía, cercana al Pireo. Me gustaba sentirme un extranjero y que los demás se esforzaran en entenderme. Pero finalmente regresé a la Argentina.

Una noche de marzo, durante una convención de productores de maquinaria agrícola, en una estancia del gran Buenos Aires, al terminar mi jornada de trabajo —una semana duraba la convención— me retiré a pasear entre las vacas, a campo abierto, y me sucedió algo queme marcó de manera definitiva.

En la oscuridad de la noche, me tiré sobre el pasto, con una brizna de hierba en la boca, disfrutando del olor del campo y contemplando las estrellas desnudas, como nunca se ven. Entonces sentí los pasos de una mujer que se acercaba.

—¿Qué hace acá solo? —me preguntó.

—Miro el cielo.

—Lo estaba buscando —siguió ella.

Me incorporé. Era una voz irreal, pero muy precisa. Era la voz de mi ex esposa.

—Hace tiempo que lo busco —prosiguió—. Hace unos años, un hombre me hizo feliz y, no sé por qué, un día se fue. Para siempre. Desde entonces, lo busco.

—¿Y por dónde lo busca?

—Ya ve. Por todos lados.

—¿Y por qué se fue?

—No lo sé. Nunca me explicó. Desapareció.

—Desapareció… —repetí—. ¿Y cómo lo busca?

—Él me hizo muy feliz. Cuando alguien me haga igual de feliz, sabré que es él.

—¿Ha probado a buscarlo mirando los rostros, tratando de identificar la voz?

—Sí, ya lo he intentado. Pero no lo encontré. Ahora lo busco en la oscuridad.

—¿Tiene alguna prenda que le calce? ¿Alguna pista?

—Sí —dijo Clarisa—. Había algo que él me daba, y que ningún otro me pudo dar.

—¿Ningún otro?

—Ninguno —respondió Clarisa.

—¿Y qué era?

—¡Qué curioso! —se extrañó Clarisa—. Hasta el momento ninguno me ha hecho tantas preguntas como usted. La mayoría se dejan hacer.

—Yo pregunto porque quiero saber. Quizás los demás no necesiten saber. ¿Qué hace usted para encontrarlo? —insistí.

—Lo busco —repitió, elusiva.

—¿Cómo?

Clarisa me metió las manos en la bragueta, me sacó la verga y la rodeó con los labios. Chupó un largo rato antes de concluir:

—Eres tú. ¿Dónde estuviste?

—No estuve, Clarisa.

—¿Qué pasó?

—Nos desencontramos —respondí con una sonrisa.

—No puedo vivir sin ti.

—Nadie puede vivir, de todos modos —repliqué—. Es apenas un intento.

—Vuelve conmigo —suplicó, y por fin, tras un silencio, agregó: Perdóname.

—Yo ya te perdoné hace mucho, Clarisa. Pero no puedo volver contigo.

La escuché llorar.

—Quizás del otro lado de la oscuridad —seguí, mientras me perdía en las fauces del campo; y decidí abandonar la convención, aunque faltaran dos días para su clausura, y anduve sin saber hacia dónde me encaminaba, pero confiaba en que más allá vería alguna luz, y entonces podría sentarme y planificar mi vida, al menos para la semana siguiente.