1
El profesor Kausus permaneció mirando el cigarrillo luego de la segunda pitada, como si aquel prodigio no lo hubiera descubierto él. Su futura esposa, Lisa, lo aguardaba en la cama con el camisón blanco de seda abierto. Desde allí podía ver a su amado. Y el sexagenario profesor, a su vez, encontraba a disposición de sus ojos los pechos amplios y firmes de la mujer. Aquella hierba, definitivamente, alargaba el tiempo. Lisa se levantó de la cama de un salto, corrió hasta el profesor y, sin darle tiempo a reaccionar, apoyó uno de sus rosados pezones contra la brasa ardiendo del cigarrillo.
—Ahh… —gritó con un sollozo, de dolor pero temerario. Regresó corriendo a la cama, se chupó un dedo y, pasándolo por el pezón enardecido, dijo a su futuro marido—: Son cosas que no se pueden hacer de casados. Ahora ven a pasarme la lengua hasta que amaine.
Si le hubieran preguntado al profesor Kausus por qué finalmente había decidido abandonar su sempiterna soltería por la mujer de cuarenta años más bella del barrio, habría callado la verdad que a sí mismo se decía: «Porque puedo lograr que Lisa llegue al clímax lamiéndole y tocándole los pezones. Nunca en mi larga vida sexual he conocido una mujer semejante: basta con que me dedique con tesón a sus pezones».
Quizás sus amigos y conocidos no reputaran esta afirmación como un argumento decisivo para el matrimonio, pero al profesor Kausus le bastaba. Una afirmación tan definitiva como el hecho de que la hierba que había descubierto en su jardín dos semanas atrás alargaba el tiempo humano. Luego de fumarla, las acciones que antaño entraban a duras penas en un día, sucedían en dos o tres horas. Los días duraban dos o tres días; y los meses, trimestres. No alcanzaba a dar con la cifra exacta, pero durante su acto preferido, la fornicación, había evidencias suficientes como para confirmarlo en la convicción de que había por fin dado con el invento más importante de su vida. Era una fortuna inaudita haberlo conseguido a una edad tan temprana como los sesenta años.
Corrió al lecho y pasó la lengua por el pezón ardiente. Luego aplicó toda la boca al otro pezón. Lisa dejó escapar un mugido. A Kausus le gustaba imaginar que era una vaca convertida en mujer. No por lo que los hombres ignorantes suponen que se puede llamar vaca a una mujer, sino porque, en la piel blanca, en las caderas fuertes y en el cuerpo amplio de Lisa, Kausus veía a esos delicados mamíferos. Le gustaba pedirle que se pusiera en cuatro patas y mugiera, tarea a la que ella se entregaba con devoción. También le pedía que le mamara la verga como si estuviera rumiando pasto. En ocasiones, luego de fingir ordeñarla, él llegaba a pegarle en el culo con un rebenque. Entonces Lisa mugía dolorida y, sin abandonar su posición cuadrúpeda, arremetía con la cabeza contra el respaldar de la cama, como una verdadera vaca en el camión de ganado. En esos casos, su culo quedaba especialmente expuesto, y la naturaleza la había dotado de unas nalgas a las que bastaba con elevar un poco para que de inmediato revelaran el botón marrón que fingían proteger. Más de una vez, el profesor Kausus se había preguntado si, en las mujeres, las nalgas protegían el ano, o por el contrario incitaban a su penetración. Las nalgas femeninas eran guardianas y traidoras a un tiempo: ocultaban el ano en un refugio, pero ¿no eran acaso culpables del deseo masculino de alcanzarlo? ¿Quién querría penetrar un ano, de no ser por las nalgas? Ahora Lisa había tomado la posición bovina y se cacheteaba las nalgas con la mano derecha.
—Vamos, patrón, vamos —le susurró a Kausus—. Que esta vaca se escapa.
En lugar de ir a buscar el rebenque, el profesor Kausus se incorporó de inmediato y le clavó la verga en el coño. Casi al mismo tiempo, le oprimió cada uno de los pezones con el pulgar y el índice de ambas manos; del pezón chamuscado emanaba un calor animal. Lisa alargó una mano y sacó el rebenque de debajo de la almohada. El profesor Kausus casi rio de la sorpresa: acostumbraba guardarlo en la parte superior del armario.
—Métemelo en el culo —le pidió Lisa.
Kausus sacó la verga del coño y, con mucha suavidad, insertó apenas la punta del mango del rebenque en el culo de la mujer. Pasó rápidamente abajo y volvió a clavarle la verga en el coño. Mientras le martirizaba los pezones con las dos manos, la poseyó brutalmente. Lisa compartía el entusiasmo; toda ella se movía como un temblor de tierra. Al agitarse, el cuero del rebenque le rozaba las nalgas, y Lisa gritaba pidiendo más. Aquella era la más enérgica de las folladas que el profesor Kausus había dedicado a su novia desde que se fueran a vivir juntos: estaba festejando su gran descubrimiento. Lisa acabó en diez minutos, gritando: «¡Kausus!», pidiéndole que le retorciera los pezones aún más fuerte y, por último, exclamando: «¡Hijo de puta!». Pero cuando ya la leche se había derramado en el coño de Lisa, el profesor Kausus continuaba follando, repitiendo cada uno de los movimientos, disfrutándolos por media hora, una hora. Eyaculó a las dos horas, una hora y media después de que Lisa acabara de dormirse, saciada. Gracias a la hierba recién descubierta, las acciones compartidas con humanos le permitían, o bien realizar en minutos lo que antes tardaba horas —mientras la otra persona percibía el tiempo como habitualmente—, o, como en este caso, disfrutar de dos horas de sexo en diez minutos. Lisa dormía, y el profesor Kausus se dedicó a sus tareas habituales. Con aquella hierba, a la que todavía no había puesto nombre, podía entregar su trabajo cotidiano en cuestión de minutos. Terminó de anotar la fórmula del detergente que realmente dejaba blanca la ropa, preparó un compuesto para desengrasar cocinas y después logró convertir en pastilla un líquido que, una vez ingerido, cambiaba el olor de la transpiración humana. Ordenó las fórmulas y los compuestos en su caja, que enviaría al día siguiente al laboratorio, y se tiró en la cama junto a su novia. En un mes, se casarían. Kausus decidió llamar «Lisa» a su nuevo descubrimiento.
2
Tan prudente y riguroso había sido Kausus en la confección de los discretos adelantos científicos que le ganaban su paga mensual, como arriesgado y disparatado en la búsqueda de insólitos inventos que justificaran su paso por la Tierra. Había inventado una pastilla que obligaba a las mujeres a sentir una desmedida gana de ser cogidas por el culo; un líquido —que había utilizado en una sola ocasión— que borraba algún recuerdo de la memoria de las mujeres; un timbre que sólo se escuchaba en determinados estados de ánimo. Pero nada como la droga del tiempo.
Y el profesor Kausus se había guardado cada uno de aquellos inventos para sí mismo, con obstinación y codicia, sin compartirlos.
No los había compartido siquiera con Lisa. Incluso una vez, sin avisarla, la drogó con la pastilla que provocaba ganas de ser enculada. Y ella le agradeció durante meses aquella cogida magistral, sin saber que había sido artificialmente inducida. Al profesor Kausus lo calentó sobremanera saber que, además de hacerle el culo, engañaba a su futura esposa. Amaba a esta, pero aquel engaño lo enardecía. Otro tipo de engaños habían resultado funestos para los maduros novios: una tarde de marzo, Lisa había encontrado un pelo de culo —un pelo de culo, sí— en el glande del profesor Kausus, y dado que el ano de Lisa era lampiño, esta puso el grito en el cielo. Al principio, el profesor Kausus juró y perjuró que ignoraba cómo había ido a dar aquel pelo allí. Pero no hay demasiados caminos que conduzcan semejante elemento a semejante sitio.
El profesor Kausus se había ido a dormir aquella noche luego de encular a la panadera, después de oír un comentario del marido de la misma. El hombre había dicho que lo que no le gustaba de su mujer era lo grande que tenía el culo.
Y el profesor Kausus vio en aquella despreciable opinión —¡jamás un hombre debía hablar así de su mujer!— la oportunidad que esperaba. Le alabó el culo a la panadera, le dijo cosas lindas, luego picantes, la rozó con sus partes tras el mostrador y, finalmente, bramó:
«Y ahora, mi hermosa puta, deme usted ese culo furibundo que el imbécil de su marido no sabe apreciar».
La mujer se levantó la falda del delantal y dejó ver una bombacha blanca semitransparente.
«¡No me diga que me la va a meter por el culo, con lo feo que es!».
«Apóyese contra las facturas de dulce de leche», le dijo Kausus, «y verá cómo le relleno su factura marrón con crema pastelera». Ella se rio y Kausus, sobrepasado por la magnificencia de aquellas nalgas interminables y por el hálito secreto del ano virgen, añadió, fuera de sí: «Si no estuviera tan enamorado de Lisa, le juraría que su culo es la mezcladora más hermosa que he visto en mi vida».
Tanta satisfacción le procuró aquel polvo que esa noche, al llegar a su casa, se refugió bajo las sábanas, junto a su futura esposa, sin recordar que la convivencia impone costumbres que la soltería desprecia: olvidó que, si se vive con una mujer, ha de lavarse uno la verga luego de encular a otra. Lisa se despertó en plena noche con tanta avidez por chupar la verga de su futuro marido, y con tan imperioso deseo de que le pellizcaran los pezones, que prendió la luz para exigírselo a Kausus. El profesor no rehuyó el convite, pero ¡ay!, allí estaba el pelo del culo de la panadera, delator.
«Te la voy a chupar igual», dijo Lisa. Y le sacó el pelo de una lamida. Luego, escupiendo el pelo ajeno, le dijo con toda claridad: «Si en alguna otra ocasión te descubro en culo ajeno, no me caso. Y si te descubro después de casarme, no me ves más ni un pelo a mí».
«Pero Lisa, mi amor», dijo Kausus, «era el culo de la panadera. Me encantó cogérmelo, no lo niego; pero ¿piensas que, siquiera por un minuto, puedo preferirla a ti? Si casi lo hice para vengarme del estúpido del marido».
«Y yo, si alguna vez lo vuelves a hacer, me vengaré de ti dejándome encular por el estúpido del marido», proclamó Lisa.
«¡Ni se te ocurra!», gritó Kausus, pálido de pavor.
«De ti depende. Y ahora basta y a chuparme los pezones, si es que quieres ganarte el culo y la mamada».
«Sí, mi amor», dijo Kausus.
Su futura esposa se le sentó en la cara e, inclinándose con gran elasticidad, le chupó la verga. Luego quedó en cuatro patas junto a su rostro, y Kausus se las arregló para colocarse también como un cuadrúpedo sobre Lisa. Mientras le masajeaba pezones y pechos con vigor, le sacudió las entrañas por el túnel del culo.
«A ver si esa puta de mierda tiene un culo como el que te doy».
«Nunca, mi amor, nunca. Deme siempre ese culo puto». Al profesor Kausus le gustaba tratar de usted a su futura esposa cuando le daba el culo.
«¿Te cagó la pija la marrana?».
«Ya viste que no», dijo Kausus, sorprendido, tuteándola de pronto y jadeando.
«Pues hubiera preferido que la hicieras cagar. ¿Se lo rompiste, por lo menos?».
«Le dolió, sí. Si es eso lo que querías saber». «¿Te estás por venir?».
«En un instante», dijo Kausus, porque aún no había descubierto la droga del tiempo.
«Pues grítame el nombre de la hija de puta».
«¡Mariana, te rompo el culo!», gritó Kausus.
Y ambos se diluyeron en estertores de gozo.
Mirando la verga en reposo de su futuro marido, recién salida del horno de su orto, Lisa le dijo:
«Esta es la última infidelidad que te soporto».
Kausus había mantenido un cuidado estricto desde entonces.
Ahora yacía junto a su futura esposa, su amada para siempre, tras haber terminado los trabajos rutinarios y luego de haber comprobado el descubrimiento magistral. Se felicitó por la aplicación práctica de su invento: ¡con qué facilidad había terminado aquellas tediosas labores para el laboratorio, en qué corto tiempo! La cantidad de acciones realizadas en un lapso tan breve se le antojó una perfecta metáfora de la primera vez que le había hecho el culo a Lisa, en aquella ocasión en que había utilizado la pastilla. Luego de obligarla a jurar y perjurar que a esa edad, a los cuarenta años, todavía era virgen, se la metió tras lubricarla con una mezcla por él preparada. Como si los juramentos de su futura esposa fueran ciertos, Kausus se las había visto y deseado para terminar de introducirle el glande, y el tronco se resistía a entrar. Pero después de dos o tres semipenetraciones, distanciadas en el tiempo, el ano había mostrado finalmente una disposición perfecta para recibirlo, ni indolente, ni imposible; del mismo modo que ahora acababa en tres horas aquellas tareas que durante toda su vida le habían llevado días enteros.
Ya se le había pasado el efecto de la hierba «Lisa», pero no lograba conciliar el sueño. Se levantó casi contra su voluntad y regresó con una linterna en la mano. El recuerdo del pelo de culo de la panadera lo había soliviantado.
Le levantó el camisón a su novia, que dormía sin bombacha, boca abajo, e iluminó las nalgas con el débil rayo de la linterna. Las abrió y perdió la respiración ante el espectáculo del ano marrón iluminado en la noche. Parecía más oscuro, más suave, más pequeño. Con mucho cuidado, pasó un dedo ensalivado por los pliegues exteriores del ano y de inmediato, aunque con cautela infinita, le atornilló la verga.
—¿Qué pasa, mi amor? —preguntó ella, medio dormida.
—Te estoy haciendo el culo, mi vida.
Ahora que ya estaba seguro de la efectividad de su invento, disfrutaba de hacerle el culo en tiempo real.
—Ah —dijo Lisa moviéndose un poco, y luego soltando un imperceptible gemido de dolor—. Apúrate que me muero de sueño; y además me duele un poco.
—Sí, mi vida, sí. Ya te lo lleno. Dime «hijo de puta».
—Hijo de puta —dijo ella dormida—. Me duele.
Y le apretó los huevos.
El profesor Kausus expulsó una oleada de leche impropia de un hombre de sesenta años que acababa de follar como un atleta. Su futura esposa le agradeció la descarga con un ronroneo y el futuro esposo cayó rendido y se durmió a los pocos segundos.
3
Al día siguiente, el profesor Kausus despertó con un ánimo mejor que eufórico: contenidamente alegre, esa alegría que uno puede dosificar para que dure todo el día. Se prometió dos cosas: abandonaría la búsqueda de inventos magistrales, y dedicaría el resto de su tiempo a mejorar cualitativamente la fornicación. Dedicaría el resto de su inteligencia, durante lo que le quedara de vida, a llevar a las más altas cimas cada una de las folladas que el destino le reservara. Pese a las advertencias de Lisa, el profesor Kausus sabía que, por mucho que la amara, no podía renunciar a estar con más de una mujer. Dejar de investigar le impediría conseguir uno de sus sueños: descubrir la droga que generara mundos paralelos, mundos en los que uno pudiera follar sin ser necesariamente infiel en el mundo real. Hacia esa utopía se había lanzado cuando plantó las semillas de distintas hierbas en su jardín; pero, como Colón, en lugar de la droga de los mundos paralelos, se había topado con la droga del tiempo, y con eso se daba por más que satisfecho. Lo demás —el modo de proteger los resabios de infidelidad que prudentemente mantenía— lo solucionaría con la dedicación exclusiva y la voluntad. Lisa no debía descubrirlo: le iba en eso su felicidad, y quizás su vida. Ninguna mujer lo había hecho tan sexualmente feliz como Lisa, ninguna le brindaba tan cálida, inteligente y discreta compañía. Y ninguna poseía el sensual espíritu de las vacas como su futura mujer, ninguna apretaba de ese modo con el ano, a la vez virginal y procaz. Y lo más importante: a ninguna había logrado hacer acabar tocándole los pezones como a Lisa.
El profesor Kausus mantenía en aquellos días dos amantes: una de toda la vida, y la otra desde hacía dos meses. La última era la hija —de quince años— de su colega, el encargado de coloración de productos del laboratorio, el profesor Mateo di Pasquale. Di Pasquale se había casado con una mujer que había amado durante toda su vida a Kausus, y este siempre consideró que aquello era una afrenta. Un día lo invitaron al cumpleaños de la niña, y Kausus dejó caer una de las pastillas enculadoras en la gaseosa de la homenajeada, que ese día cumplía catorce años. Pero se negó a desflorarle el ano hasta que la princesita cumplió quince, desoyendo las muchas súplicas que esta le dirigió. Era una teenager petulante y ridícula: se burlaba de sus amigas más pobres pero hablaba a favor de todas las causas de izquierda, que desconocía. Como regalo cuando cumplió quince años, la enculó levantándole apenas su vestido blanco en el baño de mujeres del salón de fiesta, sacando la verga y obligándola a chupar so pena de contárselo todo a sus padres. Desde entonces, se habían encontrado a menudo en un vagón de tren abandonado, y le había desflorado el coño. A Kausus también le gustaba chuparle las tetas, pero le impresionaba un poco la pequeñez de sus pezones, y además eso le hacía sentirse culpable frente a su legítima novia. Una tarde, mientras Ethelvina —así se llamaba la quinceañera— le mamaba la verga, Kausus descubrió que, tras unas bolsas de arpillera, en el mismo vagón, dormía un mendigo. El pobre sujeto apenas si despertó, pero Kausus le guiñó un ojo con alevosía, señalando a la niña, y el mendigo siguió durmiendo. «Ojalá pueda hacerse una buena paja», pensó Kausus, «tal vez le sirva de consuelo».
El último encuentro con Ethelvina lo había entretenido aún más. La pequeña puta se había quedado sola en casa, pues sus padres se habían marchado el fin de semana a Punta del Este. Mientras Ethelvina le mamaba la verga, Kausus no dejaba de mirar la foto de la madre de esta. Y mientras le taladraba el coño con una fricción intencionadamente dolorosa, no miró ni por un instante la cara de la quinceañera. Ethelvina tenía que abrir mucho las piernas y el profesor debía entrar con mucha delicadeza, dada la desproporción entre aquel coño prepúbico y la verga de Kausus. Pero en esta ocasión Kausus le cerró las piernas con las suyas y se metió sin más lubricación que el escaso flujo de la muchacha. Ella apretaba entre los dientes el dolor, porque temía decepcionar a su experto amante, y él sabía que sufría en silencio. Pero no tenía ojos más que para el rostro de la madre en el retrato sobre la cómoda: ese día, follaban en la cama matrimonial de Mateo di Pasquale y su señora esposa, Giuliana.
Kausus sacó la verga apenas a tiempo y le ordenó a Ethelvina que abriera la boca. También intencionadamente, hizo que se atragantara, mientras le tiraba con fuerza de los pelos de la nuca y la aplastaba contra sus huevos, impidiéndole casi respirar.
Después de tragarse la leche, sin haber alcanzado su propio placer, Ethelvina lo miró como a un Dios, entregada y pasiva; pero Kausus agitó unos segundos más la verga, como para sacar las últimas gotas, y le dio a entender que ni por un segundo había quitado la vista de la foto de Giuliana. Kausus se desparramó en la cama de los Di Pasquale mientras su puta de quince años le acariciaba el pecho. Recordó que sólo una vez le había puesto la pastilla de encular en el vaso, a sus catorce años. Aquella pastilla provocaba un efecto que no duraba más de cinco minutos, suficientes para que el enculador procediera rápidamente a lo suyo. Desde aquella única ocasión, en la que el profesor Kausus había optado por negarse, Ethelvina no había dejado de reclamarlo, no ya por efecto narcótico alguno, sino porque la había desesperado la negativa de Kausus y había comenzado a ver en él, sin proponérselo, virilidad, sabiduría, talento e, incluso, cierto salvajismo que contrastaba con los modales de su padre.
—Mañana voy a ir a una marcha contra el FMI —dijo Ethelvina, intentando llamar la atención del profesor, para que él no se fuera y tal vez lograra que se le parara otra vez.
«¿Por qué contra el FMI?», preguntó Kausus.
«Porque son unas sanguijuelas», contestó Ethelvina, remedando seguramente, pensó Kausus, a algún trifilo de una agrupación de izquierda que había intentado tan denodada como infructuosamente poseerla.
«El FMI nos presta plata», dijo Kausus aburrido. «Y cuando no nos presta, le suplicamos que lo haga. ¿Qué sanguijuelas? No digas pelotudeces. ¿Qué cantan en esas marchas?».
Ethelvina intentaba complacerlo; pensaba que él valoraría la inteligencia que denotaba su preocupación social. Se apresuró a responder, no ya para conquistarlo como una joven política, sino para al menos mantener algún tipo de diálogo:
«A ver…», dijo Ethelvina. «Cantamos, por ejemplo: “Les vamos a pagar, les vamos a pagar, les vamos a pagar la deuda en cuotas. Les vamos a pagar, les vamos a pagar, si se nos cantan las pelotas”».
«¿Tú cantas eso?», preguntó Kausus, pasando del hastío a cierto interés.
«Sí», respondió Ethelvina, con dubitativa alegría por haber logrado captar la atención de su amado.
«Pero tú no tienes pelotas…».
Ethelvina permaneció en silencio.
«¿Por qué cantas “si se me cantan las pelotas”?». ¿No te resulta humillante?
Ethelvina se rio.
«No es para tanto», intentó suavizar. «Es sólo una forma de decir».
Kausus la reprendió con seriedad:
«No sé de qué te ríes. Una mujer que canta “si se me cantan las pelotas” es un auténtico marimacho. ¿Eres una mujer o un puto?».
Ethelvina palideció y sonrió a un tiempo, porque no sabía qué contestar.
«Date vuelta, “pelotas”», le ordenó Kausus.
Ella se extendió boca abajo.
«Así no. Mirando hacia la cómoda».
La cara de Ethelvina quedó contra la foto de su madre, pero escondió los ojos en la colcha.
«Ahora dime: ¿por qué sueltas esas barbaridades? ¿Por qué te las agarras con los que nos prestan plata? ¿Por qué dices que tienes pelotas?».
«No sé», contestó Ethelvina.
«¿Lo haces porque te divierte?, ¿porque no tienes otra cosa que hacer?».
Le apoyó el glande en el ano.
«Sí», sollozó Ethelvina.
«¿Alguna vez alguno de esos militantes de izquierda intentó besarte?».
Ethelvina permaneció en silencio.
«Es lo único que quieren», siguió Kausus. «Pero el culo te lo rompo yo». Sin embargo, el glande no avanzó. «Dime que tienes pelotas».
Ethelvina no respondió.
Kausus le pellizcó una nalga, que enrojeció al instante, y repitió:
«Dime que tienes pelotas».
«Tengo pelotas», dijo Ethelvina.
«Dime que eres una imbécil», insistió Kausus insertándole sorpresivamente la verga hasta la mitad del tronco.
«Ahhh» soltó Ethelvina. «Soy una imbécil. Profesor Kausus, fólleme, destróceme…».
Kausus le abrió las nalgas y enterró la verga hasta los huevos.
«Si tu mamá supiera cómo te estoy haciendo la cola…».
«Usted…», jadeó Ethelvina, «usted siempre se quiso coger a mi mamá, ¿no?».
«¿Quise?», respondió Kausus con un jadeo y una carcajada. «¿Quise? Tu padre no le debe de haber horadado el coño ni la mitad de las veces que yo. Pero ella quería casarse. Tu madre es una bella mujer, mucho más bella que tú; inteligente y graciosa. Pero en esa época yo no quería casarme… Aprieta el culo».
Ethelvina hizo lo que pudo.
«¡Así no, imbécil!», la riñó Kausus tirándole del pelo. Y en el dolor de la tirada, el culo de Ethelvina se frunció. «Así. Tu madre sí que sabía cómo apretar el orto. No sé cómo pudiste haber salido tú de semejante madre».
«Usted me está haciendo de nuevo», dijo Ethelvina.
Kausus, durante unos segundos, se conmovió. Pero la mirada simultánea al rostro de la madre y al prieto culo de la muchacha volvió a descontrolarlo:
«Tu madre me suplicaba una relación estable. Quería un noviazgo y casamiento. Yo la quería, no la amaba, pero la deseaba. La quería mucho. Pero por entonces yo prefería la variedad».
Le cerró las nalgas en torno a su verga e imprimió mucha mayor fuerza a las embestidas.
«¡Me lo va a romper!», gimió ella.
«Un culo como el tuyo no se rompe», dijo Kausus. «Conozco muchos».
«Pero pare un poco, por favor…», y en su súplica Kausus intuyó lo que podía pasar, «… estamos en la cama de mis padres…».
Kausus continuó como si le hubiera suplicado lo contrario. Levantó la cara de la sodomizada tirándole del pelo y puso los ojos de Ethelvina contra los ojos de la madre en la foto.
«¡Mira!», gritó Kausus mientras se derretía en la jungla oscura de las entrañas.
Se limpió la verga con una almohada, y sentó rápidamente a Ethelvina en el acolchado, logrando que dejara la cama hecha un desastre. Se fue silbando, subiéndose la bragueta en el ascensor, disfrutando de la idea de Ethelvina fregando vanamente el acolchado, y diciéndose una y otra vez que lo primero que debía hacer al llegar a casa era lavarse la pija.
4
La segunda, y última, amante de Kausus era Anastasia, una hermosa mujer de por entonces treinta años, a la que había conocido unos diez años atrás. Tenía un cuerpo juncal, con unos pechos aceptables y un culo redondo pero algo pequeño; el torso siempre terso, los labios carnosos y, lo que más le gustaba a Kausus, un rostro moreno y unos oscuros ojos brillantes. Si Kausus, mientras hacía el amor con Lisa, tenía dificultades para llegar al orgasmo, entonces recordaba los ojos de Anastasia y eyaculaba al instante. Anastasia era la única mujer a la que, también por única vez, le había aplicado el líquido para borrar un recuerdo.
Anastasia había llegado a su vida cuando esta apenas tenía veinte años, y el profesor Kausus cincuenta. Por entonces Brisa, la mujer de la que Kausus había estado enamorado desde sus propios veinte años, su primera esposa, lo había abandonado por una mujer. Kausus se había enamorado y luego casado con Brisa, y la había amado durante toda su vida adulta, aun cuando ella nunca dejó de mostrar cierto desapego por la idea de pasar la vida juntos. Se había negado persistentemente a tener hijos. Pero Kausus no podía sino amarla: amaba su insolencia, sus pechos desbordantes, su boca de cortesana oriental, su cuerpo cálido y su culo, que aunque nunca fue un gran culo, para Kausus era ni más ni menos que el culo de la mujer amada: el que más quería penetrar. Era un culo muy agradable, de señora, con grandes nalgas y un ano perfecto: un culo de esposa.
El matrimonio por amor tenía para Kausus un incentivo afrodisíaco. Se decía a sí mismo, cada vez que Brisa lo invitaba a la sodomía: «Le estoy haciendo el culo a mi esposa». Y a veces Brisa decía en voz alta: «Gracias, mi señor esposo, por redondearme el culo». No cabía duda de que ella lo había amado. Se besaban, con la verga bien adentro del culo, el ano convertido en un guante. Amaba besarla mientras culeaba.
Las tendencias lesbianas de Brisa habían sido para Kausus un aliciente más, parte de su insolencia fresca e irresistible. Pero cuando finalmente lo dejó por una profesora de gimnasia, se quiso morir. Del mismo modo que ahora, a los sesenta años, se proponía dedicar el resto de su vida a follar para disfrutar del tiempo que le quedara, luego de aquel abandono, a los cincuenta, se dijo que quería morir follando, que el mundo se le viniera encima mientras él estaba encima de alguien. Folló todo lo que se le cruzó: ancianas, modelos, mujeres policía, travestís y hasta una mendiga. No sentía el menor afecto por sus presas, y muchas veces ni siquiera atracción: las cazaba, invariablemente las sodomizaba y salía en busca de una nueva.
Los encuentros lo saciaban apenas por un día, y al día siguiente, igual de desesperado, como un adicto, continuaba buscando su dosis. No amaba, no disfrutaba: la vida había perdido todo su sentido. Hasta que apareció Anastasia.
Lo abordó en una fiesta; él estaba borracho, y ella le preguntó si era el profesor Kausus, el que había descubierto la loción para impedir el crecimiento de las uñas de los pies. Kausus lo admitió, y la mujer le dijo que su padre, quien había muerto hacía pocos meses, había sido profesor de Kausus en la universidad: no cesaba de expresar el orgullo por el hecho de que al menos uno de sus alumnos fuera un genio.
Kausus, pese a la borrachera, se emocionó hasta las lágrimas. Los ojos de aquella mujer lo estaban salvando del abismo. Esas lágrimas fueron las primeras que sintió de verdad desde que Brisa lo abandonara; e inesperadamente se lanzó sobre los hombros de Anastasia a llorar como un niño. Suele decirse que consolar a una mujer es el mejor prolegómeno para poseerla, pero en este caso fue a la inversa. Kausus y Anastasia salieron juntos de la fiesta; Anastasia, con sus frágiles veinte años, a duras penas podía sostener a un Kausus borracho, y el resto de los invitados los miraban a ambos con desagrado. Anastasia vivía sola en un departamento —precisamente de su herencia paterna—, y en gran medida llevó a Kausus a su casa por la triste y sencilla razón de que extrañaba demasiado a su padre.
Pero al día siguiente se besaron, y Kausus encontró en aquellos ojos un oasis. Desde entonces, fueron amantes. Y aunque Anastasia le rogó una y otra vez que vivieran juntos, que se casaran y tuvieran hijos, Kausus, con un continuo cuidado paternal, se negó.
Kausus sabía que Anastasia follaba con ternura. Le daba el culo con suavidad, se la chupaba mirándolo a los ojos con amor. A Kausus le encantaba esa ternura, lo calentaba; cuando ella le entregaba su ano —para complacerlo, más que para gozar—, sentía Kausus la dulzura de un bombón de chocolate. Pero Kausus precisaba mucho más. No quería sentir ni un gemido de dolor en Anastasia, no quería ni por un segundo que el sometimiento fuera violento. Y, sin embargo, necesitaba como el agua estas emociones fieras. En un matrimonio con Anastasia, siempre echaría eso en falta, y en esa tragedia también se hundiría ella. En Lisa, Kausus había encontrado a la esposa y la amante animal. La vaca del amor. A Lisa podía pegarle en el culo, y amarla, y escupirla, y decirle maravillas asquerosas, y sorprenderse. Anastasia era demasiado bella, demasiado amable: lo había salvado, y él nunca podría retribuirle. Mantuvieron el romance y los encuentros sexuales durante años. Y cuando apareció Lisa, sólo quedaron los encuentros sexuales.
Anastasia se había casado con un experto en marketing al que Kausus despreciaba secretamente: jamás se lo dijo, por temor a ofenderla. Pero se aseguró de que nunca le diera el culo. De lo contrario, sancionó Kausus, «no podré seguir con lo nuestro». Y añadió: «No lo digo como una amenaza. Es que, sencillamente, no podría funcionar sabiendo que le entregas a otro el mismo culo. Es sólo mío». A lo que Anastasia respondió con amor: «Ya lo sé». Los encuentros siguieron produciéndose, para deleite de ambos, llenos de prudencia y sabiduría. Kausus no pensaba desprenderse de Anastasia por nada en el mundo: ¡la necesitaba incluso para ser un mejor marido para Lisa!
Cierto día, Lisa había salido temprano a su labor en las afueras: trabajaba en el control de calidad de una compañía lechera. Kausus había pasado la mañana trabajando, luego de un confortable baño y de un cigarro de la droga del tiempo. Cuando Lisa llegó, Kausus había terminado con el trabajo del laboratorio por dos días: ya no le gustaba trabajar de noche.
—¿Cómo está hoy el profesor? —preguntó Lisa.
Kausus respondió alzando las cejas con alegría.
Lisa se quitó la camisa y los corpiños, y se dejó puesto el pantalón de tela celeste. Los futuros esposos acostumbraban encontrarse en casa para almorzar, y luego Lisa continuaba su trabajo en las oficinas céntricas de la misma empresa. Kausus paladeó el espectáculo de los pechos de su prometida bajo la luz del mediodía. Estaban erguidos como centinelas.
—Vine todo el camino pensando en sobártela con los pechos —dijo Lisa.
Kausus sacó la verga parada.
Lisa caminó en cuclillas hasta Kausus y, en actitud sumisa, se elevó lo suficiente como para acunarle la verga entre los pechos. Dejó caer saliva entre ambos y comenzó la mamada de mamas. Kausus gozaba eternamente: estuvo a punto de advertirle a Lisa que llegaría tarde al trabajo, pero recordó que la droga del tiempo lo estaba bendiciendo, y que para Lisa aquello no duraría más que unos pocos minutos. Vio desparramarse su semen entre los pechos de Lisa, y al mismo tiempo continuó gozando de aquella caricia morosa, sublime. ¡Cómo se apretaba Lisa los pechos y se homenajeaba a sí misma los pezones! ¡Qué vaca hermosa!
—El día de nuestro casamiento —le dijo entonces Lisa— te voy a regalar un misterio especial. Un regalo de vaca.
Y mugió: ese fue el instante, en el tiempo de Lisa, en que Kausus le derramó la leche y la dejó ir a trabajar. Kausus disfrutó de su esposa durante dos horas más. Luego corrió al baño a lavarse y se preparó para salir. Aunque no sentía deseo, Anastasia lo aguardaba en su refugio infiel.
—No me gusta que nos encontremos en mi casa —dijo Anastasia cuando finalmente llegó Kausus.
Kausus observó los diplomas del experto en marketing, todos ellos con menciones honoríficas vagas: certificados de participación en encuentros de publicidad, de venta de cigarrillos, de campañas políticas…
—¿Te hace feliz? —preguntó Kausus.
—Mucho.
—¿Y te hace el culo? —preguntó Kausus de inmediato, tendiéndole una trampa.
—Nunca. Es sólo para ti.
Anastasia corrió hacia la cama, se paró sobre el colchón, contra la pared, y se bajó la pollera. Las nalgas morenas asomaron.
—Quiero verte los ojos —pidió Kausus sin acercarse a la cama.
Anastasia lo miró sin dejar de mostrarle el culo.
—¿Por qué me das el culo? —preguntó Kausus.
—Porque me calienta saber cómo lo gozas.
—¿Tanto como que te la meta en el culo?
—No, me calienta más que me la metas en el coño. Siempre.
—¿Y preferirías que nunca te la hubiera metido en el culo?
—¡No! —gritó Anastasia con una risa—. Me gustó que me lo enseñaras. Y no hubiera querido pasar por la vida sin conocer tu pija en mi culo. Pero ahora que ya pasó el tiempo, te lo doy porque me calienta escucharte cuando la tengo adentro, tan adentro…
—Te voy a follar siempre por el coño —dijo Kausus.
—Haz lo que quieras —dijo Anastasia.
—¿Y tu marido? ¿Dónde se fue esta vez?
—A Cannes, a un congreso de publicitarios.
Siguieron unos instantes de silencio y Kausus dijo:
—Anastasia, mucho me temo que estoy envejeciendo.
El efecto de la droga del tiempo ya lo había abandonado.
Anastasia volvió a reírse.
—¿Y qué? Siempre fuiste viejo, desde que te conocí. Y cuando yo tenía veinte años, te veía mucho más viejo que ahora.
El tiempo mismo era una droga extraña, pensó Kausus; quizás no había inventado nada.
—Quiero decir que, en este momento, mientras tengo delante de mí a una de las mujeres más bellas del mundo, mostrándome sus nalgas, no se me para.
Anastasia se inclinó aún más, mostrándole también el ano y el coño.
Kausus sintió ternura. Se acercó hasta la cama, subió y le pasó el miembro sin empinar por el coño, como una caricia. Anastasia gimió.
—Quiero que seas feliz —dijo Kausus.
—Lo soy con lo que tengo —dijo Anastasia. Y se apretó ambos pechos.
Kausus tomó durante unos segundos las manos de Anastasia sin sacarlas de sus pechos y luego bajó de la cama. Sin subirse los pantalones, le dijo:
—Tal vez es hora de que te permita darle el culo a tu marido. Por fin podrás entregarte del todo.
—Nunca —dijo Anastasia volviéndose hacia él y clavándole sus intensos ojos negros—. Este culo será siempre tuyo. Mi culo es tuyo, aunque nunca más lo quieras.
—¡Siempre lo voy a querer! —gritó Kausus patéticamente—. ¡Pero estoy viejo!
Invocaba su vejez porque no se atrevía a decirle que su futura esposa le había vaciado los huevos.
—Este culo es tuyo para siempre —repitió Anastasia.
Bajó hasta la verga de Kausus y se la metió en la boca mirándolo a los ojos. Instantes después, Kausus se derramaba en la boca de la mujer morena.
Se despidieron con tristeza.
Era invierno. Kausus llegó a su casa poco antes de que oscureciera, a las seis y media de la tarde. Lisa llegaría en una hora y media. Lo que vio entonces sobre su cama matrimonial casi lo dejó sin vida. Una muchacha de no más de veinte años lo aguardaba en cuclillas, tomada del respaldar de la cama.
5
Kausus supo, en lo más profundo del corazón y de inmediato, que no se follaría a esa chica ni en mil años. No quería arruinar su vida, y menos aún en su propia casa. Una infinidad de sospechas lo turbaron antes de preguntarse: ¿era acaso una trampa de su amada Lisa, una prueba a la que lo sometía? ¿O quizás un regalo de su futura esposa, un regalo de despedida del reino de la infidelidad? ¿Se trataba de una ladrona que, descubierta por la súbita entrada del dueño de casa, se entregaba de aquel modo para no ser entregada a la policía? ¿Era una admiradora anónima, una amiga de Ethelvina?
La muchacha lo miró y le habló antes de que Kausus pudiera despegar los labios, sellados por la impresión.
—Hola, precioso.
Kausus, al verle en el pecho izquierdo una mancha violeta, recordó de quién se trataba. Se sumergió en el recuerdo mientras pensaba qué decirle. Ella, balanceándose, siempre en cuclillas, tomada del respaldar de la cama, había vuelto su rostro hacia la pared.
La había conocido en la esquina de una discoteca. Kausus salía de un bar, malamente borracho de ginebra, durante su época de desespero por el abandono de Brisa. La muchacha lloraba sentada en la vereda. Su bella nariz estaba desagradablemente roja. Kausus, ebrio, se le acercó a preguntarle qué le pasaba. Jimena no estaba más sobria que Kausus: se había metido hacía un instante unas líneas de cocaína.
«Mi novio es un drogadicto hijo de puta», dijo la chica, desolada. «Me obliga a tomar y después sale corriendo. Ahora no sé dónde está. No sabe ni coger, lo único que le importa es tomar».
Por entonces, también a Kausus lo único que le importaba era tomar, pero alcohol. El impresentable novio de la muchacha, en cambio, abandonaba la vida a cambio de subterfugios. Kausus, hediendo a ginebra, desplegó todas sus artes consolatorias. La muchacha se quejó: la cocaína no le permitía tranquilizarse ni dejar de pensar en el idiota del novio; no sabía ni adonde había ido este. Quería irse a su casa, pero no podía dejar de esperarlo sentada en la vereda, dando lástima a los transeúntes, sintiéndose a un tiempo humillada e impotente. Kausus le recomendó un remedio: podía ofrecerle un líquido que la calmaría de inmediato.
Ambos se escondieron detrás de un frondoso árbol que daba a las vías del tren. Kausus le aclaró que, lamentable o afortunadamente, la única manera de proporcionarle la medicina era a través de su verga. La muchacha primero se mostró dubitativa, pero en cuanto Kausus sacó la verga con resolución, la chupó sin ambages.
No fue un placebo: la ingestión de semen realmente le devolvió las fuerzas. Mamó con una excelencia muy poco común en muchachas tan jóvenes. Tenía labios finos, pero sabía cómo oprimir con ellos el tronco y el glande. Tenía también una manera de rozar los huevos con el dorso de la mano que resultaba encantadora. Kausus la tomó suavemente de la cabeza, acompañándola en su rezo pagano. Un tren lleno de pasajeros pasó junto a ellos, y un centenar de personas fueron testigos, desde sus ventanas, de aquella mamada antes de que despuntara el alba. Kausus observó los rostros con emoción. Entonces ella sacó los senos del escote de su camisa negra para acompañar el acoso de su boca sobre la verga de Kausus e, iluminados por la luz del tren, Kausus percibió aquella mancha violeta y violenta sobre el pecho izquierdo. Dejó en la garganta de su protegida una prolija y abundante ración de semen, que salió disparado con una fuerza inusitada. Finalizada la administración del medicamento, Jimena se pasó el reverso de la mano por los labios, y pegándole una suave palmadita en los huevos a Kausus le dijo que ya se sentía un poco mejor. En eso estaban cuando apareció el novio buscándola, a unos pocos metros. «Aquí estoy», dijo Jimena, sin que Kausus intentara subirse la bragueta. El novio se acercó, y Kausus nunca supo si vio o no su verga al desnudo, con algunas pocas gotas aún chorreantes, consecuencia de la palmadita final en los huevos. Pero los dos jóvenes se fueron de la mano como si nada hubiera pasado. Kausus se encontraba igual de borracho y, aunque saciado, no mejor.
Ahora, diez años después, aquella misma señorita se balanceaba sobre su cama.
—Creo que me debes algo —le dijo desde la cama, en la que sería la vivienda del matrimonio que se consumaría en menos de un mes.
—Pero no voy a poder pagar —respondió Kausus, ya más tranquilo—. ¿Cómo llegaste acá? —le preguntó.
—La verdad es que no lo sé —respondió Jimena—. Estaba en la facultad, intentando encontrar la respuesta a la pregunta 3, y de pronto aparecí desnuda, en tu cama.
Kausus la miró atónito.
—Es la verdad —insistió Jimena—. No sé cómo aparecí. Pero tengo ganas de coger contigo.
—Pues no podrá ser —dijo Kausus—. ¿Tengo que llamar a la policía?
—Haz lo que quieras —dijo Jimena, y era la segunda vez en muy poco tiempo que le dirigían esa frase a Kausus—. La verdad es que no sé qué hago acá. Y si no me quieres coger, ni quieres que te la chupe una vez más, lo mejor que puedo hacer es irme. No necesitas echarme.
—Entonces vístete ya mismo y ándate.
Jimena lo miró durante un segundo; todavía no se resignaba a no ser follada. Quizás lo estaba deseando desde aquella mamada furtiva junto a las vías.
—No tengo ropa —le dijo—. No sé cómo llegué hasta acá, ni dónde está mi ropa.
Kausus no podía darle ropa de Lisa, pues esta descubriría la falta y no tendría cómo justificarla.
—Te voy a dar una camisa y un pantalón míos —dijo Kausus—. Y llamo un remisse. Ni bien llega el remisse, te subís de inmediato. Voy a pedir uno con vidrios polarizados. Te lleva directo a tu casa y nadie te va a ver.
—Me parece bien —dijo Jimena.
Sin que Kausus se lo indicara, Jimena bajó de la cama y, con un conocimiento inexplicable, abrió el armario donde guardaba la ropa el profesor. Retiró primero un calzoncillo de unos de los cajones.
Cuando la vio en calzoncillos, de espaldas, Kausus flaqueó. ¡Qué maravilloso resultaría cogerle el culo bajándole apenas los calzoncillos! Seguramente no era otro el objetivo de Jimena al vestirse la ropa interior masculina, que le marcaba los glúteos de un modo incoherente e irresistible.
Apeló Kausus a la visión de la futura felicidad con Lisa, y dejó que Jimena siguiera vistiéndose. También la camisa de Kausus en aquel cuerpo, holgada y sexy, lo arrebató. Pero nuevamente triunfó el sentido común. Para cuando Jimena vistió el pantalón, Kausus ya estaba listo para despacharla, mucho más interesado en deshacerse de ella que en cualquier atisbo de deseo.
—Perfecto —dijo Kausus—. Ya mismo te llamo el auto.
Caminó hasta la cocina, discó el teléfono de una compañía de remisses, pidió un auto con los vidrios polarizados y regresó a la habitación. La ropa que acababa de ponerse Jimena estaba desperdigada sobre la cama, y no había nadie en la habitación. Kausus contuvo el aliento. ¿Se había escondido?
No intentó buscarla. Se dejó caer sobre la cama diciéndose que aquello era demasiado. Cuando llegara Lisa, simplemente le diría la verdad y decidirían si debían llamar o no a la policía. El temor a que su futura esposa no le creyera, a que dudara de él de algún modo, le resultaba mucho menor que el estupor por la pérdida de toda lógica: ponerse a buscar a una joven desnuda por su casa, temeroso de que llegara su futura esposa, era sumirse en un mundo sin reglas. No estaba dispuesto a hacer esas cosas, y menos aún a sus sesenta años: prefería perderlo todo.
Cuando a los quince minutos llegó el remisse, Kausus bajó a pagarle por el viaje en vano y regresó a su casa con el ánimo algo recuperado. Buscó sin demasiado esfuerzo por algunos rincones de la casa, en el patio y en el baño.
Abrió los armarios. No había caso. Jimena se había esfumado tan abruptamente como había llegado. O quizás estaba escondida en un sitio inesperado, o muerta, hecha un ovillo en cualquier rincón de la casa. El tiempo diría.
Lisa lo despertó a las siete de la tarde. Kausus abrió los ojos con dolor. Pero cuando su futura esposa le besó el cuello y le mostró los pezones, él se dijo que todo había pasado. No sabía qué había sido aquello, ni quería saberlo. A veces el mundo se ensañaba con nuestra razón, pensó, y lo mejor era no hacerle caso.
Aquella noche, Kausus pasó las palmas de las manos por los pezones de Lisa, y luego les aplicó un líquido apenas ácido que quemaba sin lastimar, y también los frotó con su verga, y los enharinó y los chupó devotamente. Lisa acabó sin emitir sonido alguno, con la respiración profunda y contenida, y Kausus se durmió con la verga parada, sin eyacular.
Despertó en la mitad de la noche, con la verga todavía dura y, en su conciencia, un dato estremecedor: Jimena, durante la aparición, era una muchacha de no más veinte años. ¡No había cambiado en diez años!
6
Por la mañana, cuando Kausus despertó, Lisa ya no estaba a su lado. Nunca despertaba solo. Compartían un mate, y a veces ella le pedía que le hiciera el culo antes de bañarse. Kausus sintió cierta desazón al ver la cama vacía.
«Ciertamente», se dijo, «el universo está enloqueciendo».
Trabajó con esmero durante toda la mañana, y se fumó el primer cigarrillo de la droga del tiempo recién a las doce del mediodía. Por primera vez desde que había descubierto la droga, prefería trabajar en tiempo real, para entretener sus peores pensamientos. No supo cuan certero había estado en su afirmación acerca de la insania del universo hasta que vio a la anciana desnuda en el baño. Ahora sí era el final: Lisa llegaría en apenas media hora.
—Vine a que me dé otra emoción —dijo la anciana.
Esta vez, Kausus recordó de inmediato a la anciana. Le había desfondado el orto hacía una década, en el piso veinticuatro de un hotel cinco estrellas vacío. Lo habían convocado al congreso «Químicos en la Vida Doméstica», que se celebraba en Necochea. Kausus, tan desinteresado de aquel congreso como de la vida en general durante aquel invierno fatídico, había exigido, para concurrir, ser alojado en un hotel cinco estrellas. Sólo había un hotel así en Necochea; el resto de los científicos se alojaron en una residencia de la municipalidad. El hotel Necochea no tenía más huésped que Kausus, y lo que para muchos hubiese sido un remanso, para él, en aquellos días, significó habitar el piso veinticuatro del infierno. La mucama que lo atendía, una mujer de sesenta años, insistió durante toda aquella semana, con total inocencia, en mostrarle la Suite Emperador, para que Kausus la disfrutara en el verano «con su señora esposa». Fue este último argumento, casi al final del congreso, lo que llevó a Kausus a aceptar. La mucama le mostró los dos ambientes de la suite: una recepción, con una estupenda mesa enana de caoba, y la magnífica habitación, con su palaciega cama matrimonial, desde la que se veía el mar. Mientras recorría la pieza, Kausus rozó a la desavisada mujer con su verga, pero ella no pareció reaccionar. Cuando llegaron al baño, Kausus estaba empinado como un adolescente. La tomó por ambas manos, apretó sus manos contra el espejo del baño, e inclinándola levemente sobre la pileta de lavarse las manos, le levantó apenas su delantal bordó, le bajó la bombacha lila y le insertó la verga en el ano sin lubricar. Por los motivos que fueran, el culo se abrió de inmediato y Kausus lo trepanó jadeando, tomándola por las caderas y metiéndole los dedos en la boca. Se pasaba una mano por el tronco que acababa de salir del culo de la sexagenaria, y llevaba esos mismos dedos a la boca, mientras su verga seguía taladrando. Le inundó el culo con una moderada carga de leche y los oídos con un grito de triunfo.
«Vieja puta», le dijo hacia el final, en un susurro ronco.
Una vez se despegaron, la mujer tomó la verga saciada y, mientras la lavaba con agua y jabón en la pileta de las manos, le dijo:
«Ay, señor, no sabe cuánto le agradezco. Mi finado marido me la daba siempre por el culo, y desde su muerte no encontré quién reemprendiera la tarea. Se la voy a dejar limpita, limpita».
Kausus sonrió. Lo que con mayor agradecimiento recordaba fue que, al día siguiente, cuando dejó el hotel, la vieja lo había saludado con el respeto y la consideración que cualquier huésped merecía. Sin una mención al incidente ni una palabra de más.
No necesitó contemplarla con mucho detenimiento para comprobar que, al igual que Jimena, la mujer no había envejecido desde aquella culeada. Como si la verga de Kausus las hubiera dejado detenidas en el tiempo.
Kausus no preguntó qué hacía allí ni cómo había llegado. Sólo dijo:
—Espéreme un minuto.
A lo que la mucama replicó con una sonrisa aquiescente.
Kausus corrió en busca de la hierba, se armó un cigarro y regresó al baño fumándolo. Ahora no tendría que preocuparse por la llegada de Lisa, podría mantener una conversación de horas en minutos.
—Sospecho que ya tiene suficiente emoción con haberse metido en mi baño de improviso —dijo por fin Kausus.
—Señor —dijo ella—, no sé qué hago acá. ¿Dónde está mi ropa?
—Siéntese —dijo Kausus dando una pitada y señalándole el inodoro.
—Le juro que no sé cómo llegué —siguió la mujer—. Estaba resolviendo un crucigrama. Y acá estoy, desnuda. Sólo sé una cosa: quiero que me vuelva a hacer el culo.
Kausus sonrió compasivo.
—Mi querida señora, eso es imposible. Le agradezco mucho su oferta, pero en menos de un mes me caso.
—Qué suerte —dijo ella con alegría no fingida—. Le deseo toda la felicidad del mundo. Aquella vez que me rompió el culo (porque la verdad es que, aunque entró fácil, me lo rompió, ¿eh?, no vaya a creer), me llenó de esperanzas. Desde la muerte de mi marido, más de una vez estuve a punto de recibir una bendición. Primero pensé que el portero de mi edificio, un viejo borracho, me dejaría chupársela para dormir más fácil. Pero el cochino prefería pagarle a una negrita y me soltó: «Salga de aquí, vieja atorranta». Después me le ofrecí al boletero del único cine de Necochea, que en invierno no tiene nada que hacer, y por último traté de pajear al conserje del hotel; pero todos me rechazaron. Hasta que llegó usted, como un ángel caído del cielo, con su verga flamígera, y me humedeció la cola. ¿Sabe lo que fue sentir otra vez regado ese culo yermo? Fue como una irrigación…
La mujer calló y se quedó pensativa, como si la palabra «irrigación» evocara en ella algo.
Kausus la observó. Todo en ella recordaba a un museo: los pechos, caídos y marchitos, semejaban esos animales embalsamados que, no obstante, transmitían al espectador su fulgor pasado. Las caderas aún eran amplias y femeninas, pero el culo parecía una pelota de goma desinflada. Sin embargo, Kausus lo había gozado con la misma intensidad que el de, por ejemplo, Ethelvina.
—No puedo hacer por usted más de lo que ya hice —dijo Kausus—. Pero quizás usted pueda hacer algo por mí.
—Chupársela, darle otra vez el culo, lo que usted quiera… No le ofrezco las tetas porque, ya ve…, no lo quiero ofender.
—No, no —dijo Kausus—. Nada de eso. Además, no me ofende.
En el cuerpo de aquella mujer, Kausus temía ver su propia decadencia física. Pero lo cierto era que, por muy vanidosamente ridículo que pareciera, Kausus estaba contento con su propio cuerpo. El vello cano en el pecho se le antojaba viril, no tenía panza y no perdía las ganas de follar. Sus ojos seguían mereciendo el halago femenino y su verga respondía como siempre.
—Lo que quiero pedirle es un consejo —dijo Kausus—. Usted ha visto mundo; no sé si ha viajado, pero todos los veranos pasan por su hotel centenares de familias, de parejas…, en suma, historias. Ayer apareció sobre mi cama una señorita de no más de veinte años, lo mismo que usted…
—Ay, gracias —dijo la mucama enrojeciendo de dicha—, destróceme el culo ahora mismo…
—No, no… —la interrumpió Kausus—. Quiero decir que apareció desnuda, y sin saber cómo había llegado aquí. Y también ofreciéndoseme.
—Entiendo. Le barnizó el culo a una nena, y ya no le quedan ganas.
—No, no. Ni siquiera me ofreció el culo. No le hice nada… Lo que quiero saber es qué puede estar pasando. En menos de dos días, dos mujeres, usted y la chica, aparecen desnudas en mi casa, así, sin ton ni son. Usted es mayor, yo también: pero usted sabe más que yo, estoy seguro. Yo la conocí a usted hace diez años, y a la chica también. Ninguna de las dos parece haber envejecido desde entonces.
Los ojos de la mujer se iluminaron.
—El tiempo —dijo la mucama.
—¿Qué pasa con el tiempo?
—Cuando mi marido murió —siguió la mujer—, concurrí a un espiritista, y este me preguntó si quería hablar con mi marido. Le dije que no me importaba tanto hablar como que me viniera a dar por culo. Lo extrañaba sobre todo por eso. También quería que me chupara una vez más los pezones. Él no tenía reparos: me amaba de toda la vida, y para él mi cuerpo siempre era deseable. Era amor.
—Entiendo perfectamente —dijo Kausus.
—El espiritista me dijo que sólo me podía conseguir un diálogo con Tobi, mi marido. Quizás podía conseguir que Tobi me dijera algunas guarangadas, pero Tobi no era muy de hablar: nunca me pidió nada, nunca me dijo nada cuando me entregaba. Era cuestión de llegar a casa, tirarme en la cama sin explicaciones y profanarme el culo como quien entra a un templo sin permiso. La primera vez que me lo hizo, de novios, mi papá tomaba mate en la habitación de al lado, y Tobi no soltó ni un suspiro… Era un amor. Pero a lo que iba: el espiritista me dijo que el único modo de traer a Tobi era encontrarlo en el tiempo, pues no había modo de resucitar a los muertos. De encontrar a un hombre en el tiempo, en cambio, sí. Pero no era aconsejable. Me contó la historia de un campeón de salto en alto. Era un hombre que tenía un físico privilegiado, no soportaba la vejez y era bujarrón. A los ochenta años concurrió a una bruja para que le concediera un prodigio único: volver con sus ochenta años al pasado, encontrarse a sí mismo a los diecisiete años, y cogerse a sí mismo. ¿Entiende lo que le digo?
—Creo que sí —dijo Kausus—. Como en el cuento de Borges: un hombre, ya en su ancianidad, se encuentra consigo mismo cuando joven.
—No lo pude haber explicado mejor —siguió la discreta y sapiente mucama—. Pero este hombre no quería cualquier encuentro: quería cogerse a sí mismo. Ya ni pagando le llevaban el apunte los jóvenes, y estaba seguro de que su propio culo adolescente no le diría que no.
—¿Y lo logró?
—Parece que sí. Llegó al vestuario, se encontró a sí mismo en slip, y se sodomizó a sí mismo, gozando de unas nalgas únicas como no las había tenido en veintenas de años, usando jabón como lubricante. Pero luego de aquella cogida, el tiempo se le descajetó. De pronto se le aparecían amigos del secundario que habían muerto, o lo llamaban por teléfono sus abuelos. Una locura. Yo decidí dejar a Tobi donde estaba: no quise jugar con el tiempo. ¿Hizo usted algo de eso?
—Querida señora —dijo Kausus—, si esto fuera un crucigrama, yo le diría…
Pero los ojos de la mujer se iluminaron nuevamente. Sin escuchar a Kausus, como un científico que exclama su Eureka, interrumpió, absorta en sí misma.
—¡Irrigación! —gritó—, diez letras. ¡Irrigación!
Y desapareció de la vista de Kausus.
Kausus alcanzó a apagar su cigarrillo en la pileta de lavarse las manos, y se desmayó.
7
Recobró el conocimiento en brazos de Lisa, que le gritaba:
—Mi amor, ¿qué pasó, mi amor?
Cuando por fin pudo decirle que no era nada, que no se preocupara, ella le mostró el resto húmedo del cigarrillo.
—¿Qué es esto? —le preguntó.
—Marihuana —mintió Kausus.
—¿Marihuana? ¿Desde cuándo fumas marihuana?
—Desde que quiero festejar cada día mi futuro casamiento con la mujer más hermosa de la Tierra.
—¿Y te calienta? Porque entonces yo también quiero probar.
—¡No! —gritó Kausus sin querer—. A ti te va a hacer mal, seguro. Y a mí me acaba de provocar un desmayo: adiós a la marihuana.
Lisa tiró el resto del cigarrillo al inodoro y apretó el botón En la tabla del inodoro, Kausus percibía perfectamente las marcas, e incluso la temperatura, de los muslos de la mucama.
Aquella noche, los futuros marido y mujer no se tocaron. Miraron juntos una hermosa película romántica y Lisa se durmió con los títulos. Kausus permaneció despierto, meditando.
«Si esto es un crucigrama», hubiera deseado decirle Kausus a la mucama, «usted acaba de proporcionarme la palabra más difícil».
Efectivamente, siguió pensando Kausus, la droga del tiempo tiene efectos secundarios. Para cualquier otro mortal, el enigma quizás hubiera resultado imposible de descifrar, pues la locura o la desesperación habrían llegado antes que la solución. Pero después de dedicar su vida al descubrimiento de prodigios que variaban las rígidas leyes que unían la vida humana con el universo, y tras padecer en carne propia las raíces mismas de la desesperación amorosa, Kausus aprendió que las únicas armas de los hombres contra las desgracias del azar eran la paciencia y el apego a la vida.
Kausus se acercaba a la solución: la droga del tiempo estaba enloqueciendo su tiempo. Por mucho que le doliera, tendría que renunciar al uso de su gran descubrimiento. O probar de mejorarlo sin experimentarlo personalmente. ¿Cuánto durarían los efectos secundarios? ¿Lograría llegar a la boda sin una nueva interrupción?
Se durmió con la tranquilidad de quien cuenta con una esperanza.
Lo despertó una mano en su verga a las tres de la mañana. Sintió su verga parada en la mano de Lisa, y supo que la había estado tocando desde hacía un rato. Decidió mantener cerrados los ojos mientras durara la caricia. La mano se cerró, ensalivada, alrededor del glande, y luego siguió por el tronco y los huevos. Le hizo un leve cosquilleo en el culo y regresó al tronco. Inmediatamente comenzó una paja tradicional, pero cuando parecía que seguiría hasta el final, se detuvo y apretó otra vez con fuerza el glande. Kausus exhaló un suspiro apasionado.
¿Debía follar a su prometida en la mitad de la noche, o le permitiría ella disfrutar de esa paja mansa hasta el final? De pronto, un aroma agradable pero inesperado le hizo abrir los ojos. Ahogó un grito. En la oscuridad, vio una mujer que no era su futura esposa. Descubrió los ojos negrísimos de Anastasia en la madrugada. ¿Dónde estaba su novia? ¿La habría matado Anastasia? No tardó en divisar a su novia junto a Anastasia, dormida en el lado izquierdo de la cama, el que siempre ocupaba.
Aunque estaba muerto de miedo, su memoria tuvo la fuerza para traerle el recuerdo de un día de su adolescencia, en que lo había masturbado silenciosamente una mujer, una profesora de su colonia de vacaciones, en medio de una carpa poblada de muchachos dormidos. Pero esto era muy distinto, y no quería jugarse lo único que le quedaba en la vida.
Tapó la boca de Anastasia con una mano y la obligó a salir de la cama.
Con el movimiento, Lisa despertó, se incorporó, los vio, mantuvo un segundo de atroz silencio y luego lanzó un grito desgarrador.
Kausus soltó a Anastasia, corrió a abrazar a su prometida, y sin soltarla prendió la luz del velador.
—¿Qué es esto, por Dios? —gritó Lisa—. ¿Qué es esta locura? ¿Quieren matarme?
—Mi amor, mi amor —la tranquilizó Kausus—. Es una locura. Pero ya te lo explico. Ya mismo. No te mueras, porque vamos a vivir y a ser felices. Te lo prometo.
Lisa miró a ambos parpadeando. Anastasia sonrió desconcertada.
—No sé qué hago acá —dijo.
Kausus notó que no era la Anastasia de treinta años, sino aquella jovencita que le había salvado la vida en la fiesta, diez años atrás. Lisa miró ahora con envidia su cuerpo joven. Pero Kausus no tenía dudas de que incluso en ese terrible momento, si le dieran a elegir, se quedaría con el cuerpo de su futura esposa.
Kausus comenzó a hablarles a ambas. Les contó el experimento de la hierba «Lisa». Fue en busca de un poco de hierba, la prendió y les mostró el extraño humo que expedía. Pero no les dio a probar, ni él lo hizo, porque había aprendido a no jugar con el tiempo.
Por supuesto, a Lisa no le bastó aquella minúscula evidencia.
Kausus narró cada uno de los sucesos que habían acaecido en los últimos días y, mientras su futura esposa lo miraba incrédula, le pidió a Anastasia que por favor se vistiera y se fuera.
Lisa preguntó por el resto de los inventos, y Kausus finalmente desveló sus tan codiciados secretos. Aun así, en los ojos de Lisa se leía un reproche definitivo: no se creía la llegada mágica de esa mujer, y lo abandonaría antes de que saliera el sol. Kausus comenzó a llorar, mientras Anastasia buscaba por la habitación algo con qué taparse.
Súbitamente, mientras Kausus refregaba sus ojos llenos de lágrimas, Lisa presenció la desaparición de Anastasia. Se esfumó en el aire como un truco de magia hecho por nadie.
Kausus, que continuaba llorando, le dijo:
—No puedo vivir sin ti.
Lisa lo llamó a la cama con un gesto de la mano. Kausus obedeció como un niño asustado.
—No sé qué pasó —dijo Lisa conmovida—. Pero vamos a soportar esto también: viviremos juntos.
—¡Mi amor! —gritó Kausus, y la abrazó sollozando.
Lisa beso el pecho de su futuro marido y siguió besándolo hasta llegar a la verga. Allí se instaló, con ambas manos acunando los huevos, y adoptó una extraña posición de yoga, parada cabeza abajo, con la boca en la verga y su culo vacuno en el rostro de Kausus. Acomodó la nariz del hombre entre sus nalgas, y abrió y cerró el ano como una invitación. Los dedos de Kausus comenzaron a acariciarle tímidamente la vulva. Lisa dejó de chuparle la verga, porque la posición era muy incómoda y le producía dolor en el cuello. En cambio, Kausus empezó a chuparle el culo.
—Ay… —gemía Lisa descontrolada—. Ay…
La desesperaba que le chuparan el culo. Kausus retiró una mano del coño y juntó ambos pezones. Los manoseó, los disolvió, los acarició con la sabiduría de un anciano que rezara un rosario. Lisa estalló en un orgasmo poderoso, liberando así la ansiedad contenida durante aquellos escasos minutos en que habían sido tres en la noche terrible.
El ano de Lisa apretó como una válvula la punta de la lengua de Kausus, quien agradeció con una eyaculación espontánea, sin tocarse ni ser tocado.
—¿A mí me diste una pastilla para que me dejara encular? —preguntó Lisa ronroneando, cansada de amor.
Rojo de vergüenza, y temiendo una reprimenda, Kausus contestó que sí.
Lisa soltó una carcajada.
—Me encantó —dijo—. ¡Y qué bien que me la hiciste pasar! ¿Te quedan más?
Kausus, manteniendo su mirada de niño descubierto, asintió.
—Pues otro día me das una. Y ahora vamos a dormir, que por más que falten días, las ojeras se acumulan. No quiero estar hecha una bruja el día de mi boda.
Al sumirse en el sueño, el profesor Kausus comprendió el sentido de la mirada de Anastasia un instante antes de desvanecerse: una mirada fugaz e intensa que Lisa no había descubierto, y que Kausus no pudo dejar de ver a través de sus lágrimas. Aquella Anastasia de veinte años poseía en su memoria el recuerdo que el profesor había borrado con el líquido tanto tiempo atrás: la propuesta de casamiento que él le había hecho, lleno de agradecimiento, una única vez, de la que se arrepentía profundamente.
En esa mirada joven y sin tiempo, la muchacha se lo reprochaba y lo perdonaba para siempre. «Debiste haberme dejado el recuerdo, al menos, de que alguna vez quisiste tener mi culo indeciso pero generoso por el resto de tus días».
8
La boda resultó esplendorosa. Se casaron temprano por la mañana, rodeados de amigos y unos pocos familiares. Ambos eran huérfanos de padre y madre, y Kausus ni siquiera tenía parientes lejanos. A la ceremonia, exclusivamente civil, siguió un asado en el patio de los recién casados. Kausus preparó el fuego y puso la carne a asar.
—Hoy a la noche, yo seré tu carne al asador, y me harás —le dijo Lisa al oído.
A las seis de la tarde ya no quedaban invitados, y Lisa pidió a Kausus que saliera de la casa y volviera en dos horas, como un novio que entrara a la suite nupcial para ver por primera vez desnuda a su novia.
Kausus aceptó contento y fue a ver una película.
Compró una botella de whisky y, al regresar, a las nueve de la noche, la entró, a escondidas, a la sala.
La habitación matrimonial estaba en penumbras y tardó un segundo en ver a Lisa.
Le sonreía con los labios pintados de un rojo amarronado, en cuatro patas, en el suelo, rodeada de pasto y tierra. Se había pintado manchas negras en la espalda y los costados del cuerpo. Llevaba un anillo de bronce sujetado, no incrustado, entre las fosas nasales; y un par de orejas de vaca como una de esas cabeceras del ratón Mickey. Con las manchas, semejaba una vaca holandesa–argentina. Una cadena de dos metros la ataba a una pata de la cama.
—Muuuu… —dijo Lisa.
Y la verga de Kausus respondió con un bramido de dureza y poder. Corrió hacia su esposa, le abrió la boca y le metió la verga desesperado. Cuando la dejó respirar, ella dijo:
—Anda a buscarme una de las pastillas para encular.
Kausus actuó con rapidez.
—Ponme la pija en el culo, sólo apoyándola, y méteme la pastilla en la boca —ordenó Lisa.
Kausus lo hizo todo como ella le pedía.
—¡Ay, qué ganas! No me la metas todavía. Deja que sienta aún más ganas. ¡Ay, cómo me ansia el culo! ¡Ay, qué ganas! ¡Qué ganas de que me la metas en el culo! ¡Qué bien te salió esa pastilla, hijo de puta! Ahora métela, métela.
Kausus, sin embargo, demoró unos instantes, solazado en la visión de aquel ano que latía al ritmo de la súplica.
—Ya, puto de mierda, encájame la barra en el culo. Te lo pido como una vaca. Dale, métela que sufro… No sabes cómo lo desea mi culo. Hazme el culo, hazme la cola. Métela.
Kausus capituló. Lubricó con saliva y comenzó una follada antológica. Era, sin duda, la mayor gozada por el culo que su mujer le había brindado. Miraba una y otra vez su cuerpo disfrazado de vaca, la tomaba por las caderas y, mientras la sometía a un taladrar parejo, le gritaba con voz de capataz:
—¡Tome, mi vaca, tome! ¡Reciba en su culo puto la cucarda del amor!
Lisa no se quedaba atrás.
—Ay, esa cabeza de pija me está rebautizando el orto. Me lo redobla, me lo redondea. ¡Qué gruesa es!
Kausus gozó como un esclavo liberto y dejó la prueba de leche. Entonces Lisa, aún encadenada, se puso en cuclillas en el suelo y dijo:
—Ahora voy a darte la sorpresa prometida.
Allí mismo, frente a los ojos de su marido, soltando gemidos apagados, le regaló el perverso misterio.
Kausus sufrió una erección inesperada —pues recién eyaculaba— sólo de ver a su esposa en aquella situación.
—Y ahora ándate, que quiero preparar todo de nuevo —dijo Lisa con esa tranquilidad que sólo tienen las mujeres.
9
Cuando Kausus regresó al lecho en su noche de bodas, Lisa lo aguardaba en su camisón blanco, virginal, como una novia.
Lo invitó a acostarse junto a ella, se lo subió encima y lo ayudó a insertarle la verga en el coño. Comenzaron un amor acompasado, de esposos.
—Y ahora quiero que me cuentes todo —dijo Lisa—. Cada una de las mujeres que follaste en los últimos diez años, y qué le hiciste a cada una de ellas. Te acabo de sacar la leche con el culo, así que vamos a tardar un buen rato. Tenemos tiempo. Como ves, no necesitabas la droga.
Kausus soltó una risa.
—De acuerdo. Pero antes, mi querida Lisa, como ya somos marido y mujer, y como esta es nuestra primera y última noche de miel, quiero que primero me reveles una verdad.
—Lo que usted mande, mi dueño y señor.
—Quiero saber, Lisa, si es verdad que nunca te hicieron el culo.
Lisa no respondió.
—No me enojaré —dijo Kausus—. Pero antes de que durmamos juntos por primera vez como esposos, quiero saberlo, y nunca más volveré a preguntarte al respecto.
—Me hicieron el culo en dos ocasiones —dijo Lisa entre avergonzada y caliente—. La primera, un compañerito de la secundaria que no me quería dejar embarazada. Y la segunda, un amante durante mi primer matrimonio.
—¿Y tu primer esposo?
—Nunca.
—¿No te lo pidió?
—No me acuerdo. Pero sí sé que nunca lo hicimos.
Kausus aceleró las acometidas en el coño de su esposa, que rezumaba.
—¿Cuál de las dos veces te gustó más?
—Ninguna comparada a la culeada que me acabas de dar, y que tan buenos resultados te proporcionó.
—Ah… —jadeó Kausus sacando la verga casi por completo y enterrándose una vez más en el coño—. Pero me refiero a las del estudiante y el amante. ¿Cuál te gustó más?
—Hum…, recuerdo tan poco… Me gustó más la del estudiante, que me separó las nalgas y me escupió en el ano directamente. La metió rápido y me dolió, pero no era su intención. Éramos tan inexpertos… Me gustó su frescura, su ignorancia febril.
—¿Y cómo fue la del amante?
—Era un amigo de mi primer marido. Fue durante un otoño; mi primer marido se había accidentado con el auto, por correr carreras, como un idiota aficionado, por las calles de la ciudad. Coincidí en la habitación del sanatorio con uno de sus amigos. Como a cada rato le tenía que acomodar la almohada a Fernando, mi primer marido, el amigo terminó viéndome el culo casi inevitablemente. En una de las ocasiones en que acomodé la almohada, no aguantó más y me apoyó.
—¿Delante de tu primer marido?
—Sí, que era un idiota completo.
—¿Y qué hiciste?
—Le sonreí. Como a Fernando le habían dado un calmante para el dolor, se durmió profundamente. Me encerré con Augusto en el baño y me la metió apoyada contra la pileta. Me acuerdo de que, en algún lado, había un par de esos guantes de enfermero, sin usar, en una bolsita, y Augusto me palpó varias veces el ano, jugando, antes de metérmela.
—¿Y por qué por el culo?
—Creo que lo excitaron los guantes, la idea de ser un proctólogo que me estaba haciendo una revisión.
—¿Cuándo despertó tu primer marido?
—Cuando Augusto ya se había ido y yo me estaba limpiando la leche.
Kausus se rio y sacó la verga. El coño de Lisa estaba apretando desusadamente, y no quería acabar. Aquella noche debía ser eterna. Lisa le pidió que le contara historias, y Kausus buscó entre las más terribles: quería una capaz de matarle el punto a la aventura de Augusto en el sanatorio.
—¿Y por qué no debería temer yo que me hagas lo mismo alguna vez? —preguntó Kausus.
—Porque eres el amor de mi vida, porque te cuidas tanto como me cuidas a mí, y porque no necesito a nadie más que a ti en el mundo.
La garganta de Kausus se cerró por la emoción.
—Me lo diste todo —dijo Kausus—. Y quiero más. Pero parece que no soy tan cuidadoso. ¿Y el escándalo que armé con el tiempo?
—Usted es un genio, profesor Kausus —dijo Lisa anticipando una nueva culeada—. Y los genios corren riesgos que valen la pena. Idiota es el que se arriesga por nada.
—Creo que esa declaración merece que te martirice el orto con amor.
Lisa abrió grandes las nalgas y mugió. Ya no estaba encadenada y se había sacado el aro de bronce, pero Kausus no necesitaba más que sus expresiones para amarla siempre como la vaca de su vida, la vaca que se había hecho mujer por amor. Ninguno de los dos estaba preparado para ver aparecer entre medio a Ethelvina.
Surgió no como la joven de casi dieciséis años, sino como la quinceañera a la que Kausus había enculado por primera vez: de todos los súcubos del tiempo que se le habían aparecido, esta era la primera que no iba desnuda. Llevaba su vestido de fiesta.
—¡Esto sí es el colmo! —dijo Lisa, sin enojo, pues había visto aparecer a aquella chica de la nada, y comprendía que no podía echarles la culpa ni a la muchacha ni a su marido.
—Ethelvina —le ordenó Kausus—, vuelve a tu fiesta.
—Vine a ser enculada: usted me prometió que me encularía cuando cumpliera quince años, y aquí estoy.
—Pues es una promesa que no pienso cumplir —dijo Kausus con severidad. Y, ridículo, le señaló con el índice extendido y una expresión furibunda la puerta de salida de la habitación.
Ethelvina no se inmutó.
—Yo no me voy de acá hasta que no me dé por culo.
—A patadas en el culo te voy a sacar —gritó Kausus enfurecido. Y se disponía a hacerlo cuando Lisa lo detuvo.
—¡Te juro que no volví a probar la droga del tiempo! —dijo Kausus a su esposa.
—Lo sé, lo sé, te creo —dijo Lisa—. Pero no es para tanto. ¿Cómo vas a echar así a esta chica? Si no quiere irse, ya veremos qué hacer. Esto no se puede llamar infidelidad.
La misma Lisa levantó con suavidad el vestido y miró el culo de Ethelvina.
—No es mejor que el mío —decretó.
—Ni en sueños se le acerca —confirmó Kausus.
—Pero no deberías dejar de echarle una tocada —sugirió Lisa.
Kausus no supo qué hacer. Finalmente, aceptó esa generosidad infinita que el destino le regalaba.
—Mi amor —le dijo a su esposa—, ¿de verdad quieres…?
—Esto no es infidelidad —dijo Lisa—. Y mientras dure este extraño efecto, me parece un desperdicio no aprovecharlo. La verdad es que no me desagradaría ver cómo la sodomizas. Además, me calienta que te adore, mientras tú me adoras a mí.
—¡Mi amor! —gritó Kausus.
—Mientras me la meta en el culo —dijo fríamente Ethelvina—, pueden adorarse cuanto quieran. ¡No doy más!
—A esta también le diste la pastilla, ¿no? —preguntó Lisa.
—Pero por lo menos un año antes de que cumpliera quince.
—Bueno, basta de charla —sugirió Lisa—. A lo tuyo.
Y mientras Kausus comenzaba fatigosamente el duro trabajo de abrir por primera vez el ano de aquella muchacha de quince años recién cumplidos, traída por el tiempo desde su fiesta, Lisa agregó:
—No estamos capacitados para jugar con el tiempo. ¡Pero cómo juega el tiempo con nosotros!
Y se agachó para ayudar, con la lengua, al trabajo de su marido: de ahora en adelante, como buenos esposos, debían colaborar en todo.