—No admiro a los hindúes por soportar este calor —dijo Philby—. A mi juicio no son más resistentes, sino menos humanos.
Steing asintió y trató de secarse la cara con un pañuelo empapado en sudor.
—No entiendo cómo alguna vez pudimos considerar importante esta zona.
—Era nuestro vivero —respondió Philby.
Se acercaban a un puesto de frutas. Un mendigo sin brazos y aparentemente mudo, les pidió limosna con un movimiento de cabeza y sacando la lengua.
—Mira esto —le dijo Philby a Steing.
Arrojó la moneda al aire y el mendigo la capturó, como un camaleón, con la lengua. Luego, con otro movimiento de lengua, arrojó nuevamente la moneda al aire y de un caderazo la encajó en el bolsillo de su raída vestimenta.
—Increíble —se admiró Steing.
—Sí —aceptó con indiferencia Philby—. No sé cómo soporta esa moneda ardiendo en la lengua. Yo a duras penas puedo sostenerla entre los dedos.
—Con un truco como ese podría ganarse la vida en Inglaterra —dijo Steing.
Philby no le contestó. Hablaba con el tendero del puesto de frutas. Era un hombre alto, de cara chupada y turbante sucio; nada lo diferenciaba del resto de los tenderos.
Philby lo saludó en inglés y el tendero le respondió en un inglés inmejorable. Philby le señaló un coco y el tendero se lo extendió. Philby, tras sacar un grueso fajo de dólares, lo entregó al tendero, quien se lo guardó en el bolsillo. Se despidieron, nuevamente en inglés.
No habían dado tres pasos cuando Steing cayó en la cuenta: No te dijo «my friend».
—No, no lo dijo —dijo Philby arrojando el coco a un tacho de basura atestado.
—Qué raro —siguió Steing—. Todos los hindúes llaman «my friend» a los extranjeros. Especialmente si se les paga tanto por un coco.
—Pero John no es hindú —dijo Philby—. Ni ese coco valía tres mil dólares.
—¿Un agente nuestro? ¿Todavía necesitan vestirse así?
—No. Fue agente nuestro. Ahora está retirado.
—¿Aquí? ¿Tan severo fue su fracaso?
—Fue el mayor éxito que yo pueda recordar en todo mi servicio a la Corona.
—Entonces, ¿qué hace en la India y vestido como un pordiosero?
—Hay éxitos que prefieren olvidarse.
—Pero, por lo que veo, la Corona no se ha olvidado de él.
—Nunca vamos a poder terminar de pagarle, nunca.
—Parecía un hindú.
—Se ha hecho algo en la cara; ahora es un hindú más. He visto casos así.
Steing tuvo que esperar a que subiesen al avión para que Philby le contase la historia, cincuenta y dos horas más tarde. No es que Philby hubiese querido guardar el secreto, sino que le parecía una historia que debía contar sin interrupciones.
—John comenzó su carrera a finales de los años sesenta. Los que participamos de aquel suceso hemos prometido no revelar su nombre ni su apellido.
—Pero yo he visto su cara.
—Tú y yo somos los únicos en todo el servicio que hemos visto su cara en los últimos veinte años. E intuyo que eso no le inquieta, siempre y cuando nos olvidemos de quién fue: el mejor de los espías ingleses de la década de los setenta. Trabajaba con Stéfani Unf.
—¡La Culebra!
—La misma. Stéfani y John perfeccionaron un método de trabajo infalible, al menos con los soviéticos y sus aliados. Todos los servicios secretos del mundo trabajan con dos armas primordiales: el sexo y el dinero. Miles y miles de contactos y soplones en todos los rincones del mundo han sido reclutados con una buena cantidad de libras o un buen par de caderas. Sin embargo, si todas las personas pudieran comprarse con dinero o sexo, el mundo del espionaje sería un caos. Los agentes cambiarían permanentemente de bando, atraídos por el mejor postor o las mejores caderas. Más de una vez ha ocurrido, pero no con tanta frecuencia como para destruir la lógica de esta guerra secreta.
Con esto quiero decirte, querido Steing, que la ideología existe. Y los que creen de veras en ella son insobornables. ¿Alguna vez has intentado untar a un miembro del Mossad? Lo más probable es que le des dinero y encima te conviertas en agente de ellos. Así es: hay gente insobornable o imposible de seducir. Y la historia que voy a contarte tiene como protagonista a gente muy difícil de seducir. Durante mucho tiempo nos parecieron imposibles, pero luego descubrimos que sólo eran muy, muy difíciles.
»A principios de los setenta se vivió una fuerte crisis en nuestros servicios. Durante años nos habíamos formado en la lucha contra el nazismo y el estalinismo. Coincidirás conmigo, Steing, en que no es maniqueísmo decir que Hitler era el mal absoluto.
—Era el mal absoluto —aprobó Steing.
—Tampoco tendrás mayores problemas en aceptar que se podía combatir a Stalin en nombre de la libertad. Por muy sucios que fueran nuestros manejos, sabíamos que del otro lado las cosas eran peores. Eso es ideología. La ideología, más que el dinero o el sexo, te permite quebrantar la moral sin que la culpa te lleve al suicidio. A principios de los setenta, algunos males históricos se mantenían, pero comenzaron a aparecer enemigos borrosos. Personalmente, en una celda de Londres, vi torturar a un joven salvadoreño cuyo pecado había sido aglutinar a un par de campesinos armados y colaborar con los guerrilleros izquierdistas. No lo torturó un inglés, es cierto; le cedimos el escenario a un compañero de la CÍA. Se sospechaba que el salvadoreño tenía vínculos con la Baader Meinhoff. Nunca supe qué había de cierto en esa acusación, pero sí recuerdo que el muchacho lanzaba alaridos y maldiciones en castellano. Yo estaba acostumbrado a escucharlos únicamente en alemán. En distintos rincones del mundo, comenzamos a descubrir, del otro lado, latinoamericanos progresistas, intelectuales, negros. En fin, no eran los enemigos a los que acostumbrábamos odiar, justamente, sin contemplaciones.
»Puedo decirte que, en este aspecto, John era un as. Nunca se apartó del motivo por el cual se había iniciado en el espionaje: salvar vidas humanas. Tal vez te parezca melodramático, pero fue la única vez, en toda mi carrera, en que vi a un agente seguir esta máxima como un evangelio. John tenía el talento de reconocer al enemigo: sabía cuándo se trataba de un psicópata terrorista que pone bombas y cuándo de un revolucionario de café. Y también sabía cuándo ese revolucionario de café podía poner una bomba. Sabía distinguir entre un afiliado al partido comunista y un agente del KGB. John se negaba a cumplir dos de cada tres misiones que le daban. ¿Y por qué lo mantenían en el servicio? Porque cada misión que aceptaba valía por tres. La primera mitad del Muro de Berlín la derribó John.
»Stéfani y John comenzaron a actuar juntos el primero de noviembre de 1969. John ya era para entonces un agente muy valorado; Stéfani, en cambio, era una alternadora patriótica, que comenzaba a ser tenida en cuenta, siempre en su rubro, para tareas de mayor importancia. Durante el año 68, Stéfani había sido la amante del agregado cultural de la embajada de la URSS en París. Fue una operación concebida y orquestada por John desde Londres. El secretario se llamaba Boris Techenko y era un rara avis. Hombre culto y sensible, más parecía un francés de izquierda que un ruso del Partido. Stéfani, que contaba por entonces con veintidós años y el mejor cuerpo de Europa, cayó en sus brazos a finales de mayo de 1968, huyendo de una redada policial. Temblando contra él, le pidió que por favor la ocultase en algún sitio. Techenko no la podía llevarla a su casa. Tomó un camino que le habían enseñado para despistar posibles vigilancias, y recalaron en un hotelucho donde siempre tenía una habitación reservada por si alguna vez necesitaba esconderse. Por supuesto, nadie los encontró, pues nadie perseguía a Stéfani. ¿Sabes por qué le decían la Culebra?
—Por cómo se movía —contestó Steing.
—Especialmente, por cómo movía la pelvis —completó Philby—. Era una maestra en el arte de la sodomía. Esta habilidad nos había dado espléndidos resultados con los chinos. Como sabes, Mao era bastante estricto en cuanto a las vías de acceso sexual de sus seguidores. Nada de perversiones. La primera vez que el encargado de asuntos comerciales de la embajada de Pekín en Bélgica probó las ancas de Stéfani, prácticamente nos reveló todos los secretos nucleares que estaban a su alcance. Lamentablemente para él, no eran muchos, y pronto no nos fue de ninguna utilidad. Stéfani lo dejó a la semana. El pobre tipo era un eyaculador precoz. Aquella fue la primera vez que probó un culo y, para colmo dé la dureza del de Stéfani; empezó a darse a la bebida, intentó vanamente suicidarse y terminó desertando. La mayoría de los secretos chinos mejor guardados en materia de seguridad los conseguimos gracias a los buenos oficios de las profundidades de mujeres a nuestro servicio, en particular de sus profundidades traseras.
»Techenko, aunque menos desesperado que los chinos —continuó Philby—, degustó con saña el ardoroso ano de Stéfani. Funcionario avezado, no revelaba un solo detalle de intimidad oficial soviética a su amante. Sabíamos que se comportaría así, y no lo queríamos para que hablara. Lo que nos interesaba de él era saber dónde estaba en cada momento. Habíamos sobornado a uno de los guardias de la embajada para que nos fotografiara ciertos documentos que Techenko guardaba en su despacho. Techenko, como la mayoría de los embajadores de los años setenta, evitaba los horarios fijos, para que el enemigo no tuviera cómo localizarlo. Tanto podía pasar la noche en su despacho como no pasar más de una hora diaria. Gracias a Stéfani, sabíamos cuándo no estaba Techenko en su despacho.
»Techenko, menos necesitado del sexo que los chinos, se aburrió de Stéfani, su jovencita revolucionaria, cosa poco frecuente. Stéfani se fingió ofendida: había entregado su cola durante noches enteras, había ofrendado su virginidad, anal a un héroe de la revolución soviética, y había hecho ese sacrificio sólo en nombre de la revolución y la familia soviética.
»Durante todo el romance, que no duró más de tres meses, Stéfani se había fingido una simpatizante independiente del PC, subyugada por un verdadero representante de la patria del Partido. Mientras el hombre la tomaba por detrás, abriéndole las nalgas como dos gajos, Stéfani, a punto de perder el control por las violentas embestidas, suspiraba: “Así cogen los guerreros soviéticos”. Cuando la dejó, Stéfani le recordó con tanta minuciosidad esos momentos que a punto estuvo Techenko de arrojarla nuevamente boca abajo sobre la cama de su hotel clandestino. Pero con un rictus estalinista, le espetó: “Nunca puede llegar a ningún lado una relación que ya en sus comienzos fue contra la naturaleza”. Stéfani se aguantó la risa hasta que se hubo alejado tres cuadras del hotel. Y aunque advirtió que la seguían, acabó carcajeándose.
»La pérdida de Techenko fue un golpe duro aunque no insoportable para nosotros. Aún nos faltaban fotografiar varios documentos cuando se cansó de Stéfani, pero lo que habíamos conseguido era más que suficiente. Sin embargo, al poco tiempo ascendieron a Techenko. Supimos que sus superiores, sin moverlo de París, lo habían puesto al mando de la seguridad nuclear en algunas capitales europeas. Nos tiramos de los pelos pensando en cuánto más nos hubiese convenido que Stéfani lo conociese ahora y Techenko se cansase de ella tres meses después. Mas… ¿qué podíamos hacer?
»Allí talló John, un verdadero maestro de las relaciones humanas. Todo lo que debe saber un espía es por qué causa entregaría todo una persona. Y es esencial que lo sepa antes de que esa misma persona lo sepa. Debe saber que a este le atrae el dinero, a aquel la droga o que este otro detesta soterradamente el estalinismo. John supo lo que a Techenko le atraía y, te lo aseguro, lo supo mejor que el propio Techenko.
»Lamentablemente, la genial operación de John no nos fue demasiado útil. El ascenso de Techenko había sido una maniobra de los rusos para probar a Techenko. Sabíamos que el KGB había seguido a Stéfani a espaldas de Techenko, como hacía con todas las escasas amantes de sus funcionarios, pero extendimos los mecanismos de seguridad al punto de que fuese imposible relacionar a Stéfani con nosotros. Incluso le conseguimos amigos en el PC francés que podían testificar a su favor.
»Los rusos no la descubrieron entonces; pero alguno de nuestros estúpidos ministros utilizó la información conseguida en el “despacho Techenko” de un modo tan chapucero que se hicieron evidentes las filtraciones. Recelaban de Techenko, sospechaban que se había vendido.
»Pobre Techenko, jamás conocí una persona tan fiel. Nunca dijo una palabra de más ni llevó a Stéfani a otro sitio que no fuera ese hotel barato y escondido. ¡Tenía todo el derecho del mundo a romperle el culo a una damita comunista, que se lo entregaba por amor y convicción!
»De modo que su ascenso fue una ficción que nosotros creímos, y le pasaron informaciones falsas sólo para comprobar si era o no un agente imperialista. Nada mejor que mover a un hombre de su sitio para ver cuáles son sus raíces.
»En fin, antes de contarte el plan elaborado por John para reconquistar a Techenko cuando creíamos que lo habían ascendido, te diré que Techenko cayó en la trampa de John, que tuvimos acceso a toda la información que le llegaba, pero que la información no nos sirvió de nada porque eran cebos preparados por los rusos, y que Techenko fue ajusticiado por sus camaradas.
»Pues bien: John, que conocía el perimido romance entre Techenko y Stéfani, aseguró que podía hacerlo florecer nuevamente. Recuerdo como si fuese hoy el día en que John diseñó frente a nosotros, sin tapujos, su plan:
»“Esta mujer le ha dado a Techenko todo lo que tiene. Nada más puede pretender un hombre corriente como él de una mujer. Los encuentros entre Techenko y Stéfani siempre fueron furtivos y breves. Nada sabían el uno del otro fuera de las cuatro paredes del hotel Casignac. Sabemos que Techenko es soltero, pero nunca se lo dijo a Stéfani. Jamás le reveló su estado civil, tampoco le requirió el suyo. Si una mujer le ha dado todo lo que tiene, es el momento de que actúe un hombre”.
»Nos quedamos mirando con una sonrisa torcida a John.
»“¿Techenko homosexual?”, me sorprendí.
»Jamás», dijo John. “Por las innumerables veces que se la ha dado por detrás a Stéfani, podríamos pensar que no le diría que no a un buen culo, por más que sea de un hombre; pero seguramente le diría que no. Un hombre que se aburre de una mujer busca a otra mujer, nunca a un hombre. Buscas a un hombre cuando las mujeres te asustan o te fascinan al punto de no poder poseerlas, pero no cuando te aburren. El aburrimiento es el corolario de toda relación heterosexual sana. Necesitamos a un hombre, pero no para recibir por detrás a Techenko”.
»Todos lo interrogamos con la mirada, mudos.
»“Necesitamos a un hombre para que sea el novio de Stéfani”, prosiguió John. “Una mujer no ha dado todo de sí cuando, al abandonar aun hombre, encuentra a otro a quien quiere dárselo todo. El hombre aburrido de una mujer vuelve a desearla no bien nota que otro puede divertirse con ella. En el caso de Techenko, os garantizo que así ocurrirá”.
»El mismo John se ofrecía para hacer de faldero. Aceptamos. Por aquel entonces, ya teníamos mucha confianza en él. Hoy, nuestra confianza en él es ilimitada.
»Con el ascenso, las costumbres de Techenko no variaron. Se mantenía sobrio y discreto, sin dilapidar un solo rublo de los que el Estado soviético destinaba a sus funcionarios en el exterior. Continuó cenando en el mismo bodegón sirio del Barrio Latino, Tiros, y a su nueva amante, una francesa de cuarenta años, la llevaba al hotelucho adonde había llevado a Stéfani. Todos, menos John, nos sorprendimos de que Techenko hubiese elegido una matrona luego de abandonar a Stéfani.
»“No importa lo joven o bella que sea una mujer. Para que la deseemos, basta con que sea distinta”, sentenció.
»“¿Distinta de qué, de quién?”, le preguntamos.
»“Distinta de lo que siempre quisimos”, apuntó John, “que sorprenda nuestros gustos”. Y tras sonreír, agregó: “Les aseguro que Stéfani será distinta”.
»Pusieron en práctica el plan en el bodegón Tiros, un martes por la noche. No hicieron más que sentarse dos mesas más allá de donde cenaba Techenko, raro en él, con su amante. Tardó casi media hora, pues estaba sentado de espaldas a ellos, en descubrir a la pareja. Stéfani no hizo un solo movimiento para que Techenko la descubriera. Un gesto reveló asombro en, la cara de Techenko y, al segundo, desagrado. Ninguno de los dos gestos estuvo dirigido a Stéfani. Ni siquiera una mirada. Stéfani, por primera vez, vestía como una señora. Un vestido negro, largo y ajustado que, ceñido a sus nalgas de yegua, realzaba su incomparable trasero, transformándolo en el toque desaforado de uña mujer elegante. ¿Quién no iba a desearla? Esa noche, ambas parejas se retiraron sin intercambiar una palabra.
»Stéfani y nosotros supusimos un fracaso estrepitoso.
»“Las cosas marchan mejor que bien”, dijo John.
»Techenko nunca había llevado allí a Stéfani, ni ella tenía por qué saber que él era un habitué. Le habíamos montado a John un puesto de libros viejos en esa margen del Sena, a dos cuadras del restaurante, lo que supuestamente le obligaba a ir una de cada dos noches a cenar a Tiros.
»Los rusos mandaron a dos hombres a interrogar a John en su puesto de libros. Le preguntaron precios y títulos, y John respondió como un librero más. Un motociclista le robó la cartera a Stéfani; nada había en su interior que pudiera inculparla. Creo que, después de esos dos intentos, los rusos se quedaron tranquilos.
»Al cabo de tres semanas, las dos parejas se encontraron nuevamente en el restaurante. John lo planeó así. Habían ido a cenar a Tiros los días en que no iba Techenko, hasta aquel jueves.
»Esta vez, ambos se avistaron de inmediato. Y el gesto de Techenko fue directamente de desagrado, de intenso desagrado. Techenko ya no pudo seguir hablando tranquilamente con su pareja. Se mostraba inquieto, y la mujer le preguntaba sin cesar qué le ocurría.
»John dijo que la ubicación de los baños era esencial en el plan, y que lo alegró saber que estaban en el piso superior, aislados del comedor del restaurante. El jueves era el día de menor concurrencia, y eso, aunque no esencial, favorecía sus planes. A John no le extrañó que, cuando Stéfani subió al baño, Techenko hiciera otro tanto. El resto lo contó Stéfani.
»Antes de que pudiera ingresar al baño de las damas, Techenko, que se había apresurado a cerrarle el paso, le dijo bruscamente en su mal francés:
»“Podrías haber elegido otro restaurante…, ¿no es cierto?”.
»Stéfani reconoció de inmediato el éxito del plan de John y más tarde nos comentó tres sensaciones: que en otras circunstancias, el acento ruso de Techenko pudo haberla seducido; que notó que lo tenía en un puño; y que era evidente que él no había dejado de pensar en ella en las últimas tres semanas.
»“Es que mi novio trabaja enfrente. Disculpa, no volveremos aquí”, se excusó secamente ella. Y se deslizó al interior del baño.
»Lo escuchó entrar al baño de mujeres cuando ella ya se había encerrado en uno de los compartimentos. En un hombre discreto como Techenko, aquello sólo podía explicarse por un acceso momentáneo de locura.
»“¿Te hace las mismas cosas que yo?», preguntó en el eco del baño”.
»Le respondió un ruido cristalino: Stéfani, que orinaba conteniendo la risa.
»“¿Te hace lo mismo que yo?”, volvió a preguntar Techenko.
»Stéfani salió de su compartimento con un gesto de ironía y fastidio.
»“No”, dijo, “no me hace lo mismo que tú. Él no me abandona”.
»“Puta”, le dijo mientras se pegaba a ella y la tomaba por las caderas, “no vengas más por aquí”.
»Stéfani trató de zafarse de él con un brazo.
»“Ya te he dicho que no volveré”, dijo molesta.
»“¿Te hace lo mismo que yo?”, repitió el ruso como un niño celoso.
»“Es un hombre gentil”, dijo Stéfani, indiferente. “No necesita la violencia para sentirse viril”.
»Techenko le había levantado la parte trasera del vestido y apoyado su verga erecta, que le abultaba el pantalón, en el trasero blanco de Stéfani, apenas cubierta por una pequeña tanga.
»“¡Suéltame!”, le gritó ella con la voz de las actrices histéricas. Pero al intentar desprenderse, rozó aún más sus nalgas contra el pobre hombre.
»Techenko suspiraba como una campesina pariendo. Se apretaba contra Stéfani, y le rasgó la bombacha con una mano. Por último comenzó a besarle el cuello y a suplicarle.
»“No, no”, susurraba Stéfani.
»Él se bajó la bragueta.
»“No, no”, insistió Stéfani, y finalmente soltó la frase definitiva: “Aquí no”.
»Mientras Techenko se subía la bragueta, Stéfani se bajó las faldas del vestido y salió sin decir nada.
»Techenko, demudado, luego de un instante, corrió hacia ella. Desde la escalera vio que su acompañante se había ido. Bajó lo más calmo que pudo, un poco inclinado por la molestia de la erección. Tomó asiento, como un borracho solitario, frente a la botella de vino blanco en la mesa desierta. Llamó al mozo para pagar.
»Stéfani ya estaba sentada frente a John, que la increpaba duramente, mirando de reojo, con odio declarado, a Techenko. De pronto, sacudió el rostro de Stéfani con una pesada bofetada.
»Techenko arrugó el mantel con una mano, pugnando por contenerse. Pagó y se levantó.
»“¡Eh, usted!”, le gritó John.
»El ruso siguió caminando hacia la puerta sin prisa.
»“¡Usted!”, repitió John, de pie y alcanzando a Techenko en tres zancadas, hasta tomarlo del hombro.
»Techenko le apretó la mano como una blanda pelota de goma, se la sacó del hombro, y prosiguió imperturbable su camino. Entonces John le propinó una fuerte patada en el trasero. Techenko no lo pudo sufrir. Se volvió y, de un solo golpe en plena cara, derribó a John, que quedó en el suelo. Techenko llamó con un gesto a Stéfani, y esta acudió sumisa.
»Cuando salían, John logró agarrar un tobillo de Stéfani y ella, aterrorizada, se abrazó a Techenko. Este simplemente pateó la muñeca de John y llevó a Stéfani a su auto oficial.
»“Preferiría no ir al hotel esta noche”, dijo Stéfani, quien descubrió que desde el encuentro en el baño la erección de Techenko no había menguado.
»Negándose una y otra vez, logró que Techenko la llevara a su departamento oficial. No le entregó la cola hasta que él no le prometió una serie de seguridades. Stéfani decía que los rusos, tratando de huir de la creencia en Dios, creían en cualquier cosa. Aquella noche del reencuentro, Techenko armó su altar alrededor del agujerito marrón de Stéfani. Le rezó plegarias soeces durante horas antes de penetrarlo. Pasaba la lengua una y otra vez, después un dedo, y se tocaba la verga, pero no se avenía a traspasarlo. La punta de su verga lo olisqueaba para luego retroceder, inhibida. Esperaba una señal divina, una señal desconocida que proviniera de ese Dios, el ano de Stéfani, para animarse a darle con su palo de hombre. Y Stéfani le dio la señal. Desde esa noche, vivieron como una pareja. En su departamento.
»Te repito que no creo que los rusos descubrieran aquella noche que Stéfani y John eran espías. De ser espías, su actuación habría sido demasiado burda. ¿Sabes de quién sí sospecharon? De la pobre rubia cuarentona que se fue del restaurante aquella noche: apareció muerta en el Sena dos meses después. La pobre mujer, enamorada de Techenko, lo aguardaba en la puerta de la embajada y, una vez, lo siguió de incógnito, en auto, hasta su casa.
»Sea como fuere, al mes, Stéfani comenzó a pasarnos un grueso caudal de información semanal, y más grueso que la verga que le pasaban por el culo. Amén de lo que nos transmitía nuestro hombre en la embajada.
»Como te dije, aunque no sabían por dónde se filtraba la información, los rusos sí sabían que se filtraba, y todo lo que Stéfani conseguía era carne podrida, basura transmitida como cierta por los rusos a Techenko para probarlo; pintura para echar sobre el hombre invisible. Y efectivamente, como era una operación en toda regla, descubrieron que la información que le pasaban a Techenko no tardaba en llegar a nuestras manos. Luego de un mes y medio de feliz convivencia, Techenko apareció colgado en su despacho de la embajada, con una nota de suicidio de su puño y letra, argumentando una enfermedad terminal.
»Esa misma noche, en el departamento de Techenko, Stéfani fue interrogada por dos agentes del KGB. No la tocaron, porque no habían llegado a sospechar de ella. Y salió airosa. Mantuvimos el puesto de libros y las cenas en Tiros durante casi un mes. John regresó a la desconsolada Stéfani. Al mes, trasladamos a los dos a Londres, para olvidar los malos recuerdos.
»No podíamos llamar un éxito a la operación, porque la información no valía nada. Pero tampoco un fracaso: los rusos habían matado a uno de sus agentes más leales y el plan de John había funcionado a la perfección.
»Desde entonces, el dúo John y Stéfani funcionó como el Bonnie and Clyde del espionaje. Los disfrazamos hasta volverlos irreconocibles. Mongoles, chinos, checoslovacos y árabes caían seducidos ante las caídas de ojos de esa mujer acompañada por su marido, o novio. Luego de dos peces gordos en Oriente Medio, decidimos cambiar la pareja. Queríamos salvaguardarlos. Seguimos aplicando el truco con otros dos agentes, supervisados por John.
»Nunca hubiese sospechado yo la eficacia sexual del numerito del triángulo amoroso. Siempre pensé que era el último grito desesperado, e ineficaz, del burgués aburrido. Y no, resultó ser el aullido genuino y salvaje del hombre que descubre lo desconocido y lo mejor.
»John debió soportar más de un puñetazo, pero su bálsamo era ver la mirada triunfal en, por ejemplo, el rostro febril del iraquí que arrebataba una mujer a su esposo. O el albanés que, sin haber conocido jamás el roce apretado de dos senos contra su miembro, probaba por primera vez el sexo anal siendo a la vez espiado, impotentemente, por el marido de la mujer a la que poseía. Stéfani sabía abrir las nalgas y entregarlas. Tomaba cada cachete de su culo con una mano y los separaba, lo suficiente para dejar ver el ano sin estirarlo; cuando el hombre veía por fin el tesoro marrón que escondían esas dos nalgas blancas, así entregado, se sentía, por lo menos, un expedicionario que, luego de largos viajes y muchas peripecias, había hallado el cofre secreto que se escondía en la isla del culo. Podía considerarse un conquistador, un rey. Lo del albanés fue el colmo: cuando lo obligaron a regresar a su patria, asesinó a su esposa y se suicidó. Tenía dos hijos.
»Con los dos nuevos agentes, llamémoslos Emma y Anthony, las operaciones siguieron un curso modesto y sostenido. Emma no era la Culebra, y no tenía las nalgas de Stéfani ni su espíritu de entrega. Su máxima habilidad era la fellatio. Todos le reconocíamos unos muy carnosos labios; pero no hay hombre del Este, por muy bruto que sea, que no haya tenido tiempo de pasar por un prostíbulo y hacérsela chupar, práctica que el Partido no prohibía en ninguno de los países detrás del Muro.
»Por esos días, en España comenzó a dar que hablar un tal Vlin. Para que sopeses su eficacia, te diré que, cuando supimos de él, ya hacía diez años que actuaba. Todavía es un secreto la totalidad de sus funciones previas, pero cuando lo conocimos se encargaba de los agentes occidentales al servicio del Estado soviético. Toda la información que salía por boca de un occidental y llegaba a la URSS pasaba por Vlin.
»Había que contactar con Vlin, alguien debía hablar una palabra con él. Sabíamos que sería imposible sobornarlo con dinero. Había combatido contra los alemanes, en el cerco de Stalingrado, a la edad de dieciocho años; comió ratas que llevaban días muertas, trozos de hombres que quizás aún estaban vivos, y durmió a la intemperie bajo climas que pocos soportarían. Un hombre macerado en ese dolor es indiferente al dinero. Nos abocamos a estudiar su vida sexual.
»Vlin tenía una rutina descuidada. O no le importaba que lo siguieran, o, como en La carta robada, su secreto estaba justamente en dejar a la vista lo que no debíamos ver. Sea como fuere, trabajaba como ejecutivo intermedio en la sucursal de las líneas aéreas soviéticas, de las ocho de la mañana a las cinco de la tarde; luego concurría a un bar, donde escribía durante unas dos horas, y finalmente regresaba a su casa, en la calle Marqués del Grillo (una cortada de Madrid), de donde no salía hasta las siete y media de la mañana del día siguiente. Nunca lo vimos acompañado. En su oficina de la compañía aérea, de la que apenas salía, sólo circulaban hombres. No tenía contacto con las azafatas y no había funcionarías. En el bar donde escribía, visitaba el baño una o dos veces, no más de tres minutos cada vez. ¿Cuándo follaba?
»Como todo estaba a la vista y no habíamos visto nada, optamos por los micrófonos. Pusimos micrófonos en su oficina, en el bar y en el interior del departamento donde vivía. Un mes más tarde, llegamos a la primera conclusión. En la oficina, no emitía más ruidos que los diálogos laborales. En el bar, sólo se escuchaba el murmullo de la pluma contra el papel. Pero en su departamento, una de cada tres noches, se escuchaban gemidos eufóricos, inequívocamente sexuales. Siempre entraba solo a la casa, incluso en esas noches de goce.
»“Es un onanista genial”, deduje.
»“No nos apresuremos”, me apaciguó John.
»Sin embargo, al cabo de un mes, las grabaciones parecieron darme la razón. Vlin no se salía de su rutina, nadie entraba a su casa y una de cada tres noches chillaba como un cerdo.
Inspeccionamos su basura (literalmente, su tacho de basura), pero en ella no había consoladores ni artefactos extraños y, lo más raro de todo, no encontramos ningún material pornográfico. Eso fue lo que suscitó las sospechas de John.
»“Obviamente”, dijo, “puede ser un gran onanista, pero nadie posee tanta imaginación. ¿Con qué se excita? No tiene revistas, fotos, películas ni ropa interior de algún tipo”.
»Después de que John dijera “ropa interior de algún tipo”, vi transformarse su cara. En todo descubrimiento de un hecho verdaderamente misterioso, hay un momento en que la deducción se interrumpe y aparece el talento. Esa cuota de azar y genialidad que es propia de los artistas como John. Los demás llegamos hasta el más alto escalafón de la deducción. Ellos llegan a la verdad. Es inútil que trate de explicarte cómo John lo descubrió. El asunto fue que, de la tela de la ropa interior, pasó a la verdad.
»“Tela”, dijo John. “No se masturba, los amordaza. ¡Los amordaza!”.
»Era cierto. No escuchábamos los gemidos de sus parejas, porque las amordazaba. Y si hubiéramos podido escucharlos, no habrían sido precisamente gemidos de placer. No veíamos entrar a sus amistades sexuales, porque existía una entrada secreta. Todo lo fuimos averiguando a partir del Eureka de John. Desde que este descubrió el origen de los silencios, nuestra escucha y nuestra mirada variaron.
»En los imprecisos gemidos que nos transmitían los micrófonos, comenzamos a distinguir, afelpados pero distintos, los sonidos de los amordazados: una voz apagada como la de un mudo que con mucho esfuerzo puede emitir un sonido.
»“Conocí a un hombre”, dijo Stéfani en una de las reuniones, “al que le fascinaba escuchar mis suspiros cuando cagaba; me pedía que se los grabara. Pues bien, eran sonidos iguales a estos”.
»“A quien quiera que sea”, dijo John aportándonos un nuevo dato, “se la está cogiendo por el culo. Únicamente por el culo”.
»Paralelamente a las intuiciones de John, nos llegó una noticia alarmante. Los rusos estaban por entregar material bélico a los terroristas rojos japoneses, miembros del Sakura Kendo, que, lo sabíamos, eran verdaderos psicópatas. Cada granada en sus manos representaba como mínimo tres niños muertos. No creo que el sistema capitalista, en su infinita perversidad, llegue alguna vez a superar el daño que podían causar estos lunáticos si alguna vez se hacían con el poder. El que producían sin tener ningún poder ya era exagerado. Por nada del mundo queríamos que esas armas llegaran a los chiflados japoneses.
»John decía que, si el Sakura Kendo conseguía ese arsenal, para él sería su mayor derrota. Vlin era el contacto entre los que entregarían las armas soviéticas y los nipones subversivos; desafiando la lógica fronteriza y atendiendo a la seguridad, la entrega se efectuaría en Europa: en Suiza, en Suecia o en alguno de esos países cuya exquisita neutralidad ha contribuido a las más grandes masacres de nuestro tiempo. John quería hacer saltar a Vlin antes de que se produjera esa operación, y con ello desarticular esa operación.
»De las intuiciones de John pasamos a la deducción y a la búsqueda concreta. Un complicado entramado de cloacas comunicaba una de las habitaciones del departamento de Vlin con el bar donde escribía. Por ese laberinto llegaban sus amantes al departamento. Uno de nuestros hombres, arriesgando su vida, recorrió los quinientos metros del pasadizo, entre el bar y la casa de Vlin, y que conducía a una habitación oscura forrada de rojo con… un inmenso crucifijo negro clavado en la pared. Una cama amplia. Cadenas. Esposas. Látigos.
»”No puede haber construido semejante túnel sin el consentimiento del dueño del bar”, razoné.
»“No lo construyó”, aseguró John, “lo encontró. Lo construyeron los republicanos durante la guerra civil, justo antes de que cayera Madrid. Vlin debió de enterarse por algún camarada ya muerto, y ahora utiliza este túnel para introducir a sus amantes en su habitación prohibida. Con el consentimiento del dueño del bar, claro está. Las hace pasar por el túnel y luego es él quien les construye un túnel en el culo por donde pasa su verga”.
»“Si los culos fueran túneles”, comentó Stéfani, “el mío podría conectar París con Londres”.
»“Ahora tenemos que descubrir a quién se coge”, dijo John. “Y decidir a quién se va a coger”.
»Nuestras guardias en el bar duraban hasta una hora después de que Vlin se retirara. Ahora las mantendríamos hasta descubrir cuál de las personas entraba al bar, luego al baño y tardaba más de una hora en salir.
»Fue una linda muchacha rubia, con un culo chato que nos defraudó a todos. En tres días, en Suiza, los nipones recibirían las armas. Seguimos a la muchacha rubia cuando salió del bar. Se dirigió directamente a un burdel cercano a la Plaza Mayor. Allí pasó la noche.
»“Lo creí más estrambótico”, dijo John. “Amordaza y coge por el culo a putas de burdel. Eso es todo. Nada grave, si no fuera porque pasado mañana tres amarillos incontinentes van a tener en sus manos armas letales. Si entre hoy y mañana no resolvemos esto, nos espera larga temporada en el infierno”.
»John y Stéfani se habían retirado sin que los descubrieran nunca. Se retiraron, precisamente, por precaución. Ni el albanés, ni los orientales, ni los árabes habían hablado de ellos a sus superiores. Y por el grado de intimidad que mantenían, nunca habían sido vistos por otros que no fueran sus víctimas. John, en la única equivocación de su carrera, decidió por la desesperada que, dos días después, Stéfani se haría pasar por una de las putas del burdel para recibir el tratamiento de Vlin. La solución sería matar a Vlin. Sólo esa jugada arruinaría el plan.
»Preparamos a Stéfani como nunca. Le untamos las nalgas con un aceite que, además de darle un brillo especial, resaltaba el gusto de la piel. John le pasó la lengua por una nalga. Le enrojecimos y erizamos artificialmente los pezones. Y le amarronamos el ano. De sólo imaginarla caminando en cuatro patas por el pasadizo secreto hacia la guarida de Vlin, ya te provocaba una erección.
»Y hacia allí fue la buena de Stéfani. Todo planeado para que Vlin no pudiera resistirse; para que, aun sabiendo que no era la mujer solicitada, no pudiera resistirse a ese culo. Habíamos hecho de las diez larguísimas uñas esmaltadas de Stéfani diez afiladísimas armas de fibra de vidrio empapadas en curare, ese veneno que mata en segundos.
»“Sobre todo, no te comas las uñas”, dijo John. “Si notas que te va a esposar, decide tú: o lo rasguñas de inmediato, o esperas a que te coja por el culo y luego lo rasguñas. Si notas que no podrás matarlo de ningún modo, déjate coger por el culo y vuelve con nosotros. De nada nos sirve una heroína muerta. Y ruega a Dios por que Vlin no haya visto Último tango en París”».
»“¿Por qué?”, preguntó Stéfani.
»“Brando le pide a María Schneider que se corte la uña de un dedo para metérselo en el culo. Imagínate si quiere que le metas los diez…”.
»“No hay nada que me guste más que el dedo en el culo. Meterlo y que me lo metan. Ah, de sólo pensar que me rascan el culo por dentro ya me mojo…”.
»“Bueno”, replicó John, “en ese caso, espero que Vlin no tenga tus mismos gustos. O que sea lo suficientemente perverso como para que le guste que le rasquen el culo por dentro con las uñas bien largas y filosas”.
»“Morirá de placer”, aseguró Stéfani.
»Vlin no murió de placer. Hubo un papel, lo encontró Stéfani en el pasadizo secreto, que debió haberla advertido. En el papel, escrito de puño y letra de Vlin, decía: “A los negros les agradan mucho los muchachos blancos. Les gusta meter sus grandes cipotes negros por esos apretados culos blancos”. Aunque la cita se la había inspirado a Vlin su servicio en los países africanos que se independizaron durante los años sesenta, era eso, una cita, que, como siempre, John descubrió. Pertenecía al libro Música para camaleones, de Truman Capote, extraída de un reportaje que Capote le hacía a un miembro del clan Manson.
»Doce horas más tarde de que Stéfani ingresara al pasadizo, nada sabíamos de ella ni de Vlin. O ella lo había matado y después la atraparon, o él la había matado. O habíamos preparado tan bien a Stéfani que Vlin no le había sacado la pija del culo durante doce horas. Los micrófonos no habían transmitido un solo sonido.
»Al anochecer, uno de nuestros agentes nos informó que un empleado de las aerolíneas soviéticas había salido de su oficina lleno de magulladuras en la cara.
»Al oírlo, fue John quien se llevó una mano a la cara. Pensó durante unos instantes inmerso en un infinito sufrimiento. Finalmente dijo:
»“Le gustan los hombres. La prostituta que vimos entrar al pasadizo fue a limpiar el lugar. Vlin capturó a Stéfani, y lleno de euforia y locura, para festejar, castigó más de la cuenta a uno de sus amantes. Si no mataron a Stéfani, debemos rescatarla”.
»Quedaban horas para detener la entrega de armas, y además debíamos rescatar a Stéfani.
»Stéfani era una de esas mujeres de nuestros servicios a las que se les autorizaba a decir todo lo que sabían antes de ser torturadas. Considerábamos que no soportarían la tortura, y no tenía sentido permitirles sufrir para retrasar en una hora la información que finalmente proporcionarían al enemigo.
»Esa noche llegó a nuestro despacho la propuesta de Vlin. Quería una reunión a solas con John, en su guarida.
»De no haber estado Stéfani de por medio, John nunca habría aceptado. Ninguno de nosotros hubiera aceptado. Pero John había enviado a Stéfani, y su conciencia siempre podía más que las reglas de nuestro servicio.
»Nuestro equipo de audio revelaba que uno de los micrófonos colocados en la guarida de Vlin aún estaba en funcionamiento. Stéfani no conocía la ubicación de los micrófonos, por lo tanto bien podría no haberlo encontrado.
»Por ese micrófono escuchamos las palabras con que Vlin recibió a John cuando entró a su guarida:
»“Te voy a romper el culo”. Escuchamos un forcejeo y las siguientes palabras de Vlin: “Hace tiempo que tengo ganas de hacer el culito blanco de un inglés. No sabes cómo me va a gustar meter mi cipote en tu apretado culo blanco”.
»Había por lo menos dos personas más en esa habitación, inmovilizando a John, y yo caí en la cuenta:
»“El hijo de puta dejó el micrófono a propósito”.
»“No te voy a amordazar”, siguió Vlin. “Traigan el aceite”. Habían analizado el aceite con que habíamos embadurnado las nalgas de Stéfani. “Te voy a untar bien el culo con aceite, putito inglés. Espera, que le meto el dedo en el culo a tu compañera… Así, ¿lo ves? Me lo chupo, y ahora te lo meto”.
»“¡Ah!”, escuchamos el grito de John.
»“¿Dolió? Entonces no sabes lo que te va a doler mi cipote. Pero te permitiremos gritar. ¿Sabes cómo llegan mis putos acá? Les dejo papeles con pistas, como en Pulgarcito o en Hansel y Gretel. Tu amiga encontró una de mis pistas. Les dejo papeles: Puja con el ano, que viene mi pija, ‘Aprieta el orto y te lo rompo’. Las pistas los van acercando al punto sagrado: mi verga roja. Llegaste sin pistas, por pura intuición…, ¿tanto querías mi pija?… ¡Ah! Espera, me voy a acostar sobre tu espalda… Mira mi verga, ¿crees que se meterá en tu culo ella sólita? Hazle ojitos con el culo, así. Te la voy a apoyar entre las dos nalgas… No. No soporto no metértela. Te voy a meter la cabeza… No. Mejor te la meto entera. Me gusta que nos miren. Y que nos escuchen”.
»Uno de nuestros agentes propuso apagar el micrófono. Yo tuve que negarme. Teníamos que saber el destino de John. El agente se puso de pie, enfurecido, y se retiró de nuestro centro de escucha. No sé cuántos más lo notaron: yo descubrí que ese pobre hombre cargaba una soberana erección.
»“Primero te voy a freír el culo”, siguió Vlin, “no te asustes, lo que quiero decirte es que lo voy a barnizar bien con aceite… Espera, que la saco. ¡Ah!, ¿sientes cómo sale mi pija? Alcáncenme el látigo”.
»Oímos el restallar del látigo. El sonido inconfundible de una nalga al ser atizada y el grito apagado de John.
»“Y ahora aceite”, siguió Vlin. “Te abriré bien las nalgas. Así, bien abiertas… Qué lindo ojo de culo. ¿Me dejas que te lo tape con mi pija? Háganme un favor, péguenle un latigazo en las piernas… Así. ¡Ah!, aprieta más. Ahora, si no quieres que mate a tu compañera, di: ‘Me rindo, me rindo cuando tu verga soberana me abre el culo’”.
»Siguió un silencio. Sospecho que alguien apuntaba con un arma a la cabeza de Stéfani. Finalmente escuchamos la voz de John:
»“Me rindo, me rindo a tu verga soberana”.
»“Ahora, di…”, prosiguió Vlin. Y le habló al oído.
»“Me duele un poco que me abras el orto”, dijo John. “Pero hazme lo que quieras. Soy tuyo. Ay, no, quiéreme un poco más, no me hagas tan dura la cola”.
»“Con más sentimiento”, ordenó Vlin. Y siguió otro silencio.
»“Esa verga morena separa mis nalgas…”.
»“¡Más sentimiento o la mato!”, gritó Vlin.
»John aflautó la voz:
»“Esa verga morena separa mis nalgas, el agujero de mi culo festeja y sufre”.
»“¡Sin voz de puto!”, gritó Vlin. “¡Quiero voz de hombre mientras lo cogen! ¡Voz de hombre que no puede soportar el que le guste tanto recibir mi verga! Quiero que luches entre el dolor de tu culo y el placer de estar dándome tanto placer. Quiero que te debatas. Que muevas las piernas para libertarte de mí, pero que en ese movimiento atornilles aún más mi verga a tu ano”.
»Durante unos minutos sólo escuchamos gemidos de goce de Vlin. Y tras esa pausa, vino lo peor. Fue una palabra. Hasta ese momento, Vlin había obligado a John a repetir sus frases; entonces, le dijo:
»“Improvisa”.
»John no chistó.
»“Habla de cómo te gusta que te la meta en el culo. Pídeme por favor que no te la meta. Dilo con tus propias palabras. Improvisa, o la mato”.
La azafata dejó en las manos de Philby una botella diminuta de whisky.
Como si nada de lo que contaba hiciese mella en Philby, este observó el contoneo de las caderas de la azafata que se alejaba.
—El culo —dijo Philby—. Cuántos problemas y placeres nos trae.
Steing sudaba, y aunque había terminado de comer hacía rato, mantenía la bandeja sobre las piernas, para ocultar su rebelde excitación.
—Creo que eso fue la peor de las torturas a la que Vlin lo sometió esa noche. Improvisar. John, como un actor, debió buscar en su alma palabras de alabanza a la verga de Vlin para que no mataran a Stéfani. Tuvo que hablar como un puto redomado, hablar de cuánto le dolía y cuánto gozaba con la verga de Vlin, con sus propias palabras. Cuando Vlin eyaculó dentro del ano de John, el hombre que apuntaba a Stéfani disparó y los sesos de la mujer se desparramaron por toda la habitación. Así murió la Culebra.
—¿Lograron al menos detener la operación con los japoneses? —preguntó Steing.
—La operación con los japoneses no existía —dijo sin ademanes Philby.
—¿Qué? —bramó Steing, levantando la bandeja en un arrebato de incredulidad y dejando ver sus hinchados pantalones.
—Vlin estaba enamorado de John desde hacía cuatro años, que fue cuando lo descubrió. Lo vio con un largavistas, follándose a una vietnamita del norte, en la posición del misionero, John arriba. Sabía que era un espía, y desde el momento en que le vio el culo, quedó prendado. Cuando decidió pasarse a nuestro bando, pidió como precio el culo de John.
»Nuestro servicio dudó y concedió. A partir del día en que Vlin le hizo el culo a John, comenzó a derribarse el Muro. Vlin fue topo nuestro entre los rojos, el mejor que hayamos tenido. La operación con los japoneses fue una cortina de humo montada por Vlin y los nuestros para que John se le entregara.
—¿Y Stéfani?
—Vlin la hizo matar por celos. Fue un acto impulsivo. Pero la misma tarde en que cogió a John y mató a Stéfani, entregó a nuestro servicio más información de la que hubiéramos podido juntar en un año; de modo que, por la muerte de Stéfani, nuestro servicio sólo elevó una pequeña protesta y Vlin dio una pequeña disculpa.
—Pero ¿cómo pudieron entregar a un agente como John?
—En las altas instancias había gente a la que le fastidiaba un poco la moral de John, sobre todo sus renuencias a la hora de maltratar enemigos. Para los más duros, John comenzaba a ser más útil como carne de cañón que como agente.
—¿La Corona entregó a sabiendas el culo de John? —volvió a preguntar Steing, incrédulo.
—¿Y él no? —preguntó a su vez Philby.
El ruido del avión al aterrizar concluyó, con esa pregunta, el diálogo.