1
La mañana estaba vacía dentro de la peluquería Maderos. Ana Laura aguardaba con una sensación ambivalente: sabía que, si no entraba una dienta antes del mediodía, significaría una gran pérdida para el negocio, pero tampoco tenía ganas de trabajar. Tomó el secador de pelo y se dirigió al cuartito de descanso, donde tomaba mate y comía galletas por la tarde con Sofía, su empleada.
Los masajes que se daba con el secador de pelo eran una caricia exclusiva de la mañana, pues cuando llegaba Sofía se terminaba la intimidad. Lo prendió al máximo y esperó que el aire ardiera. Se aplicó la ráfaga caliente al pezón derecho pensando en Gastón. El pezón se le erizó, y de inmediato se le humedeció el cono. Pasó el secador al otro pezón, y recordó la lengüetada de cono que le había dedicado Alberto no hacía más de dos noches atrás. Continuó regándose el torso con el aire caliente, y empezó a bajar hasta llegar al cono. El aire caliente le humedecía y le secaba a la vez. Tomó entonces un poco de gel acondicionador para el cabello y se metió un dedo pringoso en la vagina. Llevó el mismo dedo al culo y, luego de masturbarse unos instantes el ano, hizo como si se peinara con la yema los escasos pelos que allí había. Apagó el secador y comenzó a masajearse el clítoris a conciencia: rogaba poder acabar antes de que la interrumpiera una dienta inoportuna. Sus plegarias fueron desatendidas: la suave alarma que sonaba al abrir la puerta la sorprendió en medio de su personal galopada, iba hacia el clímax soñando que Braulio le mordisqueaba el clítoris, una habilidad que ningún otro dominaba.
Ana Laura salió del cuartito apenas recompuesta e insultó en silencio a la cincuentona que venía a molestarla. «¿Para qué querrá cortarse el pelo?», pensó. «Haga lo que haga, se quedará igual de fea. Está marchita».
La mujer tomó asiento en la butaca y Ana Laura vio más de cerca el nido árido de pelo rojizo. Parecía un pajar. Una gruesa raya calva separaba en dos desagradables mitades el cabello muerto.
La mujer pidió un recorte con apenas forma.
«Deforme quedará de todos modos», se dijo Ana Laura.
Entonces la mujer, como si la hubiera oído, se quitó el pelo del cráneo, es decir, la peluca que llevaba, y su rostro se tornó cadavérico. Los huesos aparecieron tras los pómulos transparentes y unas intensas venas verdes surgieron como ríos de veneno seco.
—Te has burlado de mí desde que entré —masculló la mujer calva con voz amenazante.
Ana Laura no supo qué responder.
—No abrí la boca —dijo por fin.
—¿Piensas que necesitas abrirla para ofenderme, sucia humana? ¿Te había molestado yo?
—Señora, no sé de qué me está hablando.
—No me llames «señora», rata de tierra. ¿Crees que te muestro mi calva por jugar? Llegué aquí con pelo, pero tus sucios pensamientos me lo han quitado. ¿Es que no pueden vivir en paz sin ofender?
—Señora, le pido mil disculpas si alguna expresión de mi cara…
—¿De tu cara? No juegues conmigo, niña. Me has ofendido. Lo lamento por ti, pero no puedo dejar pasar una ofensa. Maldigo tu culo; y antes de que se levante la próxima cosecha, sufrirás.
La mujer se alzó intempestivamente de la butaca. Tomando una de las tijeras, se la pasó por la lengua. La lengua se dividió en dos ante los ojos de Ana Laura, y un hilo de sangre manchó el piso del local. Ana Laura gritó. La mujer habló como si su lengua hubiese permanecido intacta:
—He firmado con sangre mis palabras.
Y se fue.
Extrañamente, aunque cerró de un portazo, la alarma de la puerta no sonó. Ana Laura, conmocionada, probó una y dos veces la puerta, y comprobó que sí sonaba. Entonces, destrozada, se dejó caer en una de las butacas.
«Gastón siempre me dice que, en un comercio, uno siempre está expuesto al contacto con extraños», pensó mientras buscaba el teléfono para llamarlo.
En ese instante llegó Sofía. Afortunadamente, esa mañana había decidido almorzar con su patrona. Sofía se dirigió directamente al cuartito tras un breve saludo. Ana Laura la siguió intrigada, y también ansiosa por contarle lo que acababa de ocurrirle, pero, no bien la miró a los ojos, la pobre Sofía se echó a llorar como una colegiala.
—¡Es Gastón! —gritó—. No lo soporto más. Si se la chupo, dice que lo muerdo. Si la mete en el cono, dice que está seco. Si le doy el culo, que es demasiado blando. ¡Ni una paja le gusta! Lo hace para tenerme a su merced, y lo peor es que lo logra. ¡No dejo de pensar en cómo complacerlo! Me va a volver loca.
Gastón era el novio de Sofía desde hacía al menos tres años y, desde hacía un par de meses, también el amante de Ana Laura.
—Ya sabes lo que tienes que hacer —le aconsejó Ana Laura: mandarlo a tomar por culo. Vendrá de rodillas, como un ternerito. Ya te has dado cuenta de que se queja para mortificarte. ¿Piensas que otra mujer lo tratará mejor?, ¿qué tiene una más linda? Mírate al espejo: observa tus pechos, tus caderas, tu cola. Eres una maravilla. Ojalá tuviera yo la mitad de tu encanto.
Sofía se miró en el espejo oxidado de aquel sucucho. Era una jamona de treinta años: no había hombre que no le alabara el culo y las tetas por la calle. Uno le había ofrecido un departamento a cambio de su culo. ¿Por qué debía sufrir por el imbécil que la maltrataba?
—¿De veras crees que tengo un cuerpo tan bonito? —preguntó Sofía sorbiéndose las lágrimas.
—Si fuera varón, no podría parar de follarte.
Ambas se miraron.
—Espera —dijo Ana Laura—. Te haré un regalo. Cierra los ojos. Sofía obedeció. Cuando los abrió, Ana Laura le había puesto el secador de pelo en la mano.
—Te dejo sola —le dijo Ana Laura—. Pásate el aire caliente por los pezones, por el cono y por el culo. Luego me cuentas. —En esas, se abrió la puerta de la peluquería y Ana Laura vio entrar a la señora Libonati—. Dedícate con calma a lo que te he indicado —le dijo a Sofía—. Yo atiendo.
Y se puso a trabajar pensando en que no había podido contarle una palabra sobre la vieja calva. Tenía la fuerza necesaria para obrar como una profesional aun en las peores situaciones, pero al ver la mancha de la sangre, que había quedado justo debajo de la butaca, tuvo que hacer un gran esfuerzo para no chillar.
—Lo de siempre —pidió la señora Libonati.
Ana Laura comenzó el corte y observó que, como de costumbre, los pechos de la Libonati excedían el escote sin que por ello perdiera su temple de señora seria. Era un verdadero milagro: cualquier otra mujer con semejantes pechos en semejante escote habría parecido la puta del barrio; pero la señora Libonati parecía una decente directora de escuela, bella sin ser perversa, y moderada sin ocultar un pozo de lujuria reprimida.
Por lo que Ana Laura sabía, la vida conyugal de la señora Libonati era feliz. En cierta ocasión, el marido la había dejado en la entrada de la peluquería, y tras despedirse con un beso en la boca, Ana Laura vio que la mano de la señora Libonati oprimía levemente el bulto de su esposo, como un escondido saludo procaz. La mujer era de edad indefinida —podía tener cuarenta o cincuenta años—, alta y opulenta, y el cabello, siempre muy rígido y bien peinado, rebosaba no obstante vida y alegría. Ana Laura imaginaba que la señora debía de tener un lunar entre el nacimiento del pecho y el pezón, y otro en la nalga izquierda. Una vez, Ana Laura se había masturbado, en su casa, pensando en que el marido le pedía a la señora Libonati que no le mostrara el culo salvo el breve espacio de nalga donde aparecía el lunar, y luego lo mismo con el pecho, sin sacarse el corpiño. Sí, para Ana Laura, la señora Libonati, tenía sin duda un lunar en un pecho y otro en una nalga. Perdida en sus divagaciones, terminó de cortarle el pelo; se lo había cortado muy bien, y mucho más rápido que si se hubiera concentrado. No pudo evitar lanzar una mirada de envidia al portentoso culo de la señora Libonati cuando esta se alejó bamboleándose, y otro vistazo codicioso a esos pechos de madre sin hijos. Ya le hubiera gustado a Ana Laura tener unos pechos como esos; unos pechos que los hombres desearan chupar, o morir si no podían hacerlo.
Cuando regresó al cuartito, Sofía la aguardaba semidesnuda, con los pechos afuera y el secador aún en la mano.
—Hija de puta —le dijo la empleada con una mirada lúbrica—. Sólo una vez, y casi me he vuelto adicta —añadió mientras se subía los corpiños.
Cuando estaba por ponerse la camisa, Ana Laura le pidió:
—Espera. Hazme un favor. Pásame el aire caliente del secador por los pezones. Siempre lo hago sola: quiero saber qué se siente cuando te lo hace otra persona.
Sofía dudó. Pero el brillo de sus ojos reveló que pudo en ella más la lascivia que el sentido común. Sin ponerse la camisa, le pidió con un gesto a Ana Laura que se desnudara de cintura para arriba. Aunque los pechos de la peluquera eran poco voluminosos, tenía unos pezones firmes: las mujeres ganan en belleza cuando se desnudan sólo de cintura para arriba o sólo de cintura para abajo. A Sofía le gustó la tarea que acababan de encomendarle.
Pasó el secador por el pezón derecho y Ana Laura soltó un maullido: sentía un placer muy superior al que le había deparado la ráfaga de la mañana. Sofía, divertida, calentó el otro pezón: le gustaba hasta el ruido que emitía el secador. De pronto, la asaltó un deseo que muchas veces había acunado: poseer, por un tiempo, un pene. El secador, esa suerte de miembro ligero y ruidoso, era perfecto: no la convertía en un hombre —cosa que la hubiera desagradado—, pero la hacía sentirse algo más que una mujer.
Sin dejar de aplicar aire al pezón, preguntó a su patrona:
—¿No soñaste, alguna vez, con tener durante algún rato una pija?
—¿Un rato? Las pijas las quiero durante horas —contestó Ana Laura, perdida toda compostura debido a los efectos del secador.
—No, no —dijo Sofía circunvalando el pezón—. Me refiero a tener una verga tuya, a tener tú una verga como las que tienen los hombres.
—Mmm, sí —reconoció Ana Laura—. Pero nunca para follar. Me imagino que me la chupan, o que me la meto yo misma. Es extraño: como si fuera hermafrodita.
—A mí en cambio me gustaría saber qué sienten los hombres cuando la meten —dijo Sofía.
—¿Y a quién se la meterías? —preguntó Ana Laura.
Sofía no respondió. Apagó el secador y le dijo:
—Bájate los pantalones, que te voy a dar aire caliente en el coño.
Ana Laura se apresuró a obedecer, y se abrió los labios de la vulva para que el aire le diera en el clítoris.
—¿Me lo tocas un poquito?
Sofía, asustada, hizo que no con la cabeza.
—No con los dedos —pidió Ana Laura—, sólo con el secador.
Sofía aceptó sin hablar. El plástico caliente del secador rozó el clítoris de Ana Laura. Soltó un gemido.
Se retiró como si la hubieran quemado y subió en cuatro patas a la mesa del cuarto, dándole el culo a su empleada. Sofía dirigió el aire caliente hacia el culo. Esta vez, para que la ráfaga alcanzara el ano, Sofía le abrió las nalgas sin que Ana Laura se lo pidiera. Fue tal el goce al sentir las manos de su empleada en sus cachetes, una mano humana después de tanto artefacto, que soltó involuntariamente su propia, aunque mucho más breve, e ínfima ráfaga de aire caliente.
2
Aquel día, Ana Laura lamentó profundamente vivir sola. Luego de deshacerse al calor del secador empuñado por Sofía, las habían atareado una seguidilla de dientas. Y cuando por fin tuvieron un minuto libre, poco antes de cerrar, estaban tan turbadas por lo que se habían permitido que la vergüenza y distancia que suele suceder a los momentos de mayor calentura les impidió hablar, y a Ana Laura confesar el terror que había sentido con la dienta calva. Pero quizás lo ocurrido con Sofía había sido mejor que hablar; quizás, entre los humanos, no hay mejor consuelo que las caricias impúdicas. «Sucia humana», recordó que la había llamado la mujer calva.
Poco después de llegar a su casa, tocaron al portero eléctrico y Ana Laura dio un saltito de alegría; fuera quien fuera, ya no estaría sola.
—Soy Gastón —dijo la voz en el portero eléctrico.
Ana Laura se arrepintió de su alegría. Hubiera agradecido la visita de cualquier otro hombre, mujer, o incluso de un perro, pero no de Gastón. Realmente se había compadecido del llanto de Sofía, a la que ahora consideraba ya una amiga. Y le dolía haberle hecho la canallada de engañarla con el novio. Decidió que lo rechazaría no bien cruzara la puerta. Después de todo, la visita tendría sus beneficios: podría decirle adiós a la cara, sin necesidad de uno de sus tantos llamados clandestinos.
Un brillo extraño humedecía los ojos de Gastón cuando le abrió la puerta. No parecía el mismo.
—Vine a decirte adiós —dijo Gastón.
—Pues qué suerte —respondió Ana Laura.
—Vine a darte la follada del adiós —agregó Gastón.
—Mejor un adiós sin follada —replicó Ana Laura, pero a media frase su voz flaqueó.
De todas las mentiras entre amantes, la del último amor es quizás la más efectiva, y perniciosa. Suele funcionar, especialmente con las mujeres solas, sin marido ni novio, que pasan largas semanas sin follar, o follando sin escuchar una palabra de ternura. Ana Laura tenía treinta y nueve años, y era guapa, inteligente y, cuando quería, sensual. Hasta los treinta había preferido no comprometerse en ninguna de sus muchas relaciones, y después de los treinta había descubierto que ninguna de sus muchas relaciones quería comprometerse con ella. Los hombres la buscaban sólo una vez: no insistían si ella se negaba, y no la llamaban más que para follar en ocasiones. Ana Laura conocía los tonos de voz, y estos indicaban: «Mi esposa está de viaje», «Mi novia está trabajando», «Estoy más solo que un faro», etcétera. Era una mujer suplente.
—Si mal no recuerdo —dijo Gastón—, nos queda un punto pendiente.
En alguna ocasión, Ana Laura le había prometido, y ofrecido, el culo; unas veces, había sido una oferta que él rechazó; otras veces, la misma Ana Laura lo había postergado.
—Sólo me queda hacerte el culo y marcharme en paz. La hemos pasado bien.
—No lo niego —dijo Ana Laura.
—Pues dame el culo y tengamos solaz. No volverás a saber de mí.
—¿Qué garantías me das?
—¿Alguna vez te importuné, te llamé a destiempo o insistí ante una de tus negativas?
—Nunca —reconoció Ana Laura.
—Pues no dejemos esto a medias: los amores incompletos son eternos. Lee Cumbres borrascosas. Yo quiero que esto termine acá.
Y Ana Laura vio que la verga le abultaba el pantalón. Gastón la tomó por los hombros y le dio el beso más dulce de toda aquella imposible relación. La apretó contra sí, y la erección que notó Ana Laura en él le recordó las exactas proporciones de aquel miembro: ni le provocaría dolor ni le faltaría grosor para hacerla disfrutar.
—Es hora de que hablen los cuerpos —dijo Gastón inclinándola hacia el sofá, ayudándola a apoyar las manos mientras permanecía parada y comenzando a desabrocharse el cinturón.
Ana Laura no lo miró, y pensó que no estaba mal despedirse de aquel modo. Gastón inició una andanada de piropos que la halagaron hasta hacerla sonrojarse.
—Nunca te dije cuánto me gusta tu cola —le dijo mientras le acariciaba con suavidad los cachetes—. Me alegro tanto de no habértela hecho… Así este momento será inolvidable. ¿Sabes cuál es la ventaja de tu culo sobre el de muchas otras mujeres? Tu cara: tu expresión inteligente hace que penetrar este culo sea mucho más interesante. No sé cómo quedarían estas nalgas en una mujer con cara de bobalicona, o simple, pero en ti, este par de apoyaderas resultan deliciosas. Ni otra cara ni otro culo: tu culo y tu cara juntos pueden conseguir que cualquier hombre se desespere por tu ano. Ahora mismo, si me pidieras cualquier cosa, te la daría a cambio de que me dejes sodomizarte.
—Pues te pido que no nos veamos más —se sinceró Ana Laura. Y recordó que un hombre le había ofrecido a Sofía un departamento a cambio de que le diera la cola.
—Tus deseos son órdenes —dijo Gastón mientras le introducía en el ano un dedo ensalivado, con lo que Ana Laura soltó un ronquido de placer—. Eres modesta en el pedir: una vez, a Sofía le ofrecieron un departamento.
Ana Laura sintió las fuertes manos masculinas separándole los cachetes del orto, y tomó aire para recibir el embate de la verga. Pero lo que sucedió a continuación rebasó su imaginación.
La verga de Gastón cobró una dimensión tres o cuatro veces superior a la que ella conocía. Era un ariete larguísimo y de un grosor inconmensurable. ¿Cuándo le había crecido así la pija? Al notar el dolor, se llevó la mano atrás y trató de sacar la verga. Pero esta ya le estaba revisando las entrañas, como cortándola por dentro. Se volvió para mirarlo de frente y encontró en sus ojos un destello maligno, asesino. En el espejo, vio los huevos enterrados entre sus nalgas: la verga estaba toda adentro. Un hilo de sangre le caía por entre los muslos.
—Por el culo sufrirás —dijo Gastón con la voz de la anciana calva—, hasta que levanten la próxima cosecha.
Luego, tomándola por las caderas y embistiéndola una y otra vez, la sometió a un dolor infinito. Ana Laura no supo cuánto duró aquello; sólo podía recordar que no había gritado, y que, en algún momento, Gastón, sin llegar a eyacular, se apartó, la dejó tirada en el piso y se fue. Ana Laura logró arrastrarse hasta su cama, y hundió el rostro en la almohada; pasó sin interrupción de un llanto mudo a un sueño profundo.
3
Amaneció con el culo en buen estado. Lo supo cuando, al despertarla el timbre del teléfono, notó que no le dolía ni lo sentía especialmente abierto. Escuchó la voz de Sofía en el tubo y vio la hora en el reloj de mesa: eran las doce del mediodía. Sofía le estaba preguntando por qué no había abierto el negocio por la mañana, por qué no había ido a trabajar.
Respondió con una mentira a medias y en tono risueño: dijo que había mantenido un encuentro indecente que se prolongó hasta altas horas de la noche.
Tomándose las libertades que su patrona parecía estar dándole, Sofía preguntó:
—¿Tan caliente te dejó el secador?
—Ese secador humedece —respondió Ana Laura, manteniendo el tipo—. Voy para allá.
Cuando Ana Laura llegó a la peluquería, luego de ducharse y comprobar en el espejo que su ano estaba en perfectas condiciones —como si el suceso de la noche anterior no hubiera dejado huellas—, Sofía terminaba de arreglar el pelo corto de una jovencita. Ana Laura la conocía, se llamaba Matilde y el cabello así cortado, pegado al cráneo, le daba un aire irresistible de varoncito mujer.
Tenía unas tetas pequeñas pero respingonas, y un culito igual de pequeño, pero muy provocador. Había mujeres, definitivamente, que sabían qué corte les convenía.
Sofía y Ana Laura se reunieron en el cuartito a tomar un mate antes de que llegara la siguiente dienta.
—Cuéntamelo todo —dijo Sofía, en una voz que traslucía la excitación.
—¿Tanta confianza nos tenemos en tan poco tiempo? —preguntó Ana Laura.
—Ayer hicimos cosas peores que hablar —replicó Sofía.
—Me rompieron el culo y me sentí morir —dijo Ana Laura—. Pero hoy amanecí en perfecto estado.
—Siempre es así con el culo —dijo Sofía—. Parece que te van a partir, pero cuando salen, sólo queda el placer.
—La verdad es que, en esta ocasión, no fue exactamente placentero.
—¿Te violó el culo? —se compadeció Sofía.
—No. Yo se lo di. Era un pacto. Pero fue como si la pija, una vez la tuvo adentro, le creciera al triple. Una leve e indeseada esquirla de perversión surcó la mente de Ana Laura mientras se confesaba a sí misma que le estaba relatando a Sofía cómo su novio le había roto el culo.
—¿Y eso te disgustó?
—Es que quiso disgustarme. Las pijas más grandes te entran con amor, pero una pequeña puede hacerte sufrir con odio.
—Yo nunca doy el culo si no es por amor —dijo Sofía.
—Lo bien que haces —replicó Ana Laura—. ¿Me parece a mí o se te pararon los pezones?
—Por mucho que te haya dolido —confesó ahora Sofía, en voz alta—, oírtelo contar me ha calentado.
—¿Y qué harás al respecto?
—Pensaba suplicarte que fueras a buscar la loción capilar con aroma de manzana —se atrevió a pedir Sofía.
—No sé si la quieres para que te la ponga yo, pero ¡qué buena idea!, tiene la consistencia ideal para sobar pezones.
Sobrevino un largo silencio, y Ana Laura fue a buscar la loción.
Cuando regresó al cuarto, Sofía la aguardaba recostada, sin camisa ni corpiños, sobre la mesa rústica, mirándola. Ana Laura volcó una buena cantidad de loción en la palma de su mano, y la distribuyó a tontas y a locas por los pechos y los pezones, lo que provocó una risa infantil en Sofía.
—A trabajar —dijo Ana Laura.
Comenzó a masajear los pezones de su empleada: los oprimía despacio con las yemas, los soltaba, los asfixiaba. Sofía gemía. La loción era fresca y untuosa.
—Ay, por amor de Dios —rogó Sofía—, méteme un dedo en el cono.
Ana Laura recogió un poco de la loción que cubría los pechos y llevó el dedo adonde su empleada lo pedía.
—Y ahora, por lo que más quieras, el pulgar en el culo.
Ana Laura soltó un risa y la enculó con su pulgar izquierdo.
—Arriba y abajo, arriba y abajo, así —canturreó Sofía—. Y adentro, bien adentro, que el tuyo no duele.
La enculada duró una eternidad y un suspiro, como dura todo en el sexo. Aquel dedo fue para Sofía, por dos motivos, una verga de sueño: porque le daba mayor placer que el que ninguna verga le había dado en el ano hasta ese momento, y porque no era una verga, sino un eco de verga. Sofía, apoyando las manos en la mesa, se elevó un poco para caer con fuerza y empalarse más sobre aquel pulgar que la enculaba.
Ana Laura no pudo evitarlo: se inclinó y comenzó a lamerle el cono.
Las dos mujeres intercambiaban gritos apagados; en sus corazones, flotando sobre aquel campo encendido, se abrían paso varias preguntas: ¿acaso somos lesbianas?, ¿dónde terminará esto? Si el destino fuera benévolo, las habría tranquilizado diciéndoles que era tan sólo una semana de jolgorio, y que ninguna de las dos se quedaría a vivir en el país de Safo.
—Ahora te toca a ti —dijo Sofía poco después de que su ano palpitara en un estertor final alrededor del pulgar de Ana Laura y el flujo le llenara la boca a esta.
La empleada encendió el secador de pelo y la patrona se encaramó en cuatro patas sobre la mesa. En aquella posición, a Sofía le resultaba difícil calentar los pezones de Ana Laura; pero de todos modos se los dejó morados y rígidos como dos uvas inmaduras. Estiró el brazo para llegar con el aire caliente al cono y, al moverse, cometieron una herejía: se besaron en la boca y entrelazaron las lenguas. Concluido el beso, azoradas pero incapaces de detenerse, Sofía pasó a la zona posterior de su empleadora y dirigió el aire caliente hacia el ano, que se abría ante la expectativa del goce. Entonces Sofía dijo algo que provocó que a Ana Laura se le cerrara el ano con un espasmo:
—Hasta que levanten la próxima cosecha.
La voz de Sofía era idéntica a la de la vieja calva y a la de Gastón. Y el aire que comenzó a salir del secador le incineró el culo igual que la verga del novio de la mujer que ahora la martirizaba.
—¡No! —gritó Ana Laura, al tiempo que le parecía sentir el olor a chamuscado de los pelitos que le rodeaban el ano.
Intentó zafarse, pero Sofía, aprovechando el largo del cable, con un movimiento inhumanamente rápido, le dio una vuelta alrededor del cuello, la apretó como un matambre, y continuó quemándole las nalgas y el orificio. Con los ojos llenos de pavor, Ana Laura imaginó su ano marrón imitando a negro; un carbón encendido cocinando la nada.
—No debes burlarte de las dientas —farfulló Sofía con una voz terrible—. No de las dientas que no son de este mundo. ¿Qué hizo tu posible benefactora, tu posible hada, sino pedirte que le arreglaras el pelo? Sufrirás por el culo hasta que levanten la próxima cosecha.
Cuando el cable estaba a punto de ahorcarla, Ana Laura logró romperlo de un tirón. Una poderosa descarga eléctrica la arrojó fuera de la mesa, y en su caída vio el cable partido en dos y echando chispas. Sofía sostenía en su mano el secador, que lanzaba una llama de un color desconocido.
—Por amor de Dios —gritó Ana Laura—, pido perdón.
Mientras se alejaba con el secador en la mano, Sofía respondió como una posesa:
—Está más allá de mis posibilidades perdonar una ofensa.
Y salió de la peluquería como si fuera una dienta. Antes de cruzar el umbral, dejó caer el secador.
Ana Laura, enloquecida, se subió con premura al mostrador del salón central y se miró el ano en el espejo. Estaba intacto. De improviso, entró a la peluquería la señora Libonati.
—Venía a comprar un fijador —dijo tratando de disimular su sorpresa—, pero no sabía que hubiera función por las tardes.
Ana Laura bajó de un salto y se tapó la cola con las dos manos.
4
Ana Laura le vendió el fijador para el cabello y le entregó el vuelto y la factura con una profesionalidad que parecía negar que, instantes antes, la señora Libonati la hubiera pillado mirándose el ano en un espejo. Lo cierto es que la discreta mujer trató de restar importancia al incidente, y comentó como quien no quiere la cosa:
—¿Ha visto cuánto más bellos son nuestros cuerpos reflejados en el espejo?
Ana Laura percibió una profunda sabiduría en las palabras de la mujer, y viendo en ella a una madre distinta de la verdadera —a la que no podía contarle, por natural pudor, el infierno que estaba atravesando—, cayó sobre sus hombros presa del llanto.
—Bueno, bueno, que no pasó nada —la calmó la señora Libonati, compadecida.
—No es eso, no es eso… —dijo llorando Ana Laura.
Y como una víctima que narra su testimonio frente a una cámara fija, en una casete que no sabe si alguien verá, detalló en una parrafada el calvario completo, desde la llegada de la mujer calva hasta la partida de su empleada poseída.
La señora Libonati la miró, entre conmovida y asustada, durante un instante. Sus pechos, ya de por sí voluminosos, se henchían a medida que su respiración se aceleraba. ¿Cuánta excitación habría detrás de aquel estupor? Cuando logró normalizar su respiración, le contestó con calma consejera:
—Pues no creo que se trate de una obsesión tuya ni de alucinaciones. Hay que tomar el toro por las astas: esto te está ocurriendo de verdad. ¿Sabías que mi marido es estanciero?
—No —respondió Ana Laura, que empezó a sentirse aliviada.
—Por algún lado hay que empezar —dijo la señora Libonati—. Tus armas son lo que conoces: cuando te hunden en una situación ilógica, debes aceptar las reglas, sean cuales fueren, para librar la batalla. Por empezar, hay que saber cuándo se levanta la próxima cosecha. ¿Qué cosecha, te preguntarás? Pues la más cercana. Si la bruja no aclaró de qué cosecha se trataba, lo único que podemos hacer es elegir nosotros qué cosecha terminará con este conjuro. Por ahí funciona.
—¿Usted le preguntará a su marido cuándo se levanta «alguna» cosecha?
—Él mismo ordena el comienzo de la cosecha de trigo, tomates y hortalizas. Salgo de acá y lo llamo.
—Me parece bien.
—Pues te llamo mañana —dijo la señora Libonati retirándose.
Ana Laura marchó al cuartito de atrás con la débil esperanza de que contaba al menos con una aliada, alguien que le creía y que estaba dispuesta a ayudarla. Sofía regresó con su rostro de siempre y, en la mano, galletitas para el mate. Era la misma mano que le había quemado el culo con el secador. Ni mencionó el suceso ni pareció haberlo vivido nunca. Ana Laura no hizo preguntas. Se juró que era la última vez en su vida que probaba un hombre ajeno.
La tarde se fue en diez dientas y en diálogos anodinos con Sofía. Tampoco a ella pensaba volver a tocarla.
El negocio repuntaba y, por momentos, Ana Laura quería creer que lo peor ya había pasado. Se consolaba diciéndose que aquel desastre al menos la había librado de Gastón. Pero cuando bajó la cortina del local y vio salir a Sofía, fragante y feliz, rumbo a su encuentro con su novio, de golpe le cayó encima toda su soledad. Una vez en casa, se moriría de tristeza. Su corazón le dijo entonces que no podría pasar aquella noche sin compañía.
Salió de la peluquería y llamó a Alberto sin esperar siquiera a llegar a su casa. Alberto era el único soltero de sus amantes, y no había querido preguntarle si tenía novia. Nunca la llamaba pero, si lo llamaba Ana Laura, escasas veces se negaba. Esta vez, como tantas otras, aceptó, y quedó en recibirla en su coqueto departamento de soltero.
Hubiera preferido un abrazo, quizás unas palabras, pero Alberto la recibió a las ocho de la noche con la verga afuera. Vestido como para salir a cenar, pero con la polla parada asomando por la bragueta. No podía echárselo en cara: a menudo Ana Laura había considerado esa exhibición como una bienvenida elogiosa.
—Mi verga te estaba llamando desde hoy a la mañana —le dijo—. Me levanté con la polla tiesa como un obelisco, y no me la quise cascar hasta perder toda esperanza de vernos. Qué suerte que me des tu cono antes de las doce de la noche.
—¿Por qué? —preguntó Ana Laura, y sonrió—. ¿Acaso después se convierte en carroza?
—En carroza se convierte después de usarlo —reconoció Alberto—. Sabes que no puedo dar más que una lechada por día.
—Me sobra con esa —dijo Ana Laura, tomando esa desesperación sexual como una forma de ternura, y rodeó con su mano el capullo.
Follaron como dos amantes considerados. Parecían amarse. Ana Laura le chupó los huevos durante largo rato; sabía que, si pasaba la lengua por el glande, se aceleraría el ritmo de Alberto, cosa que no quería. Había que cuidar aquel disparo como si se tratara del último de su vida: la soledad, ese enemigo agazapado, se lanzaría sobre ella después del amor furtivo.
Alberto le suplicó entonces que, mientras le endulzaba los huevos, le tomara la verga con las manos; ella lo hizo con una prudencia de maestra. Deslizó hacia atrás y hacia adelante con mucha suavidad la piel del instrumento, como si deseara que, esta vez, no sonase. Ana Laura le preguntó a Alberto si era capaz de metérsela en ese instante en el cono sin llegar a eyacular, Y él, que se sentía confiado por las caricias amantes de la mujer, asintió de inmediato.
La gruesa cabeza del pene, pese a ser este de un tamaño mediano, le regaló a Ana Laura el placer inicial que tanto agradecía en aquel amante. Luego comenzó el entrar y el salir, que también en esta ocasión Ana Laura agradeció, pues más allá de las proporciones y las sensaciones, se sentía acompañada.
Terminaron juntos en un beso callado. Alberto cayó a un costado de la cama, y Ana Laura se incorporó hasta sentarse, paladeando el trance, la tregua.
Entonces Alberto la tomó por la espalda y la colocó boca abajo. Ana Laura sonrió. Como bien había reconocido Alberto, con él nunca había una segunda vez. Pero el dedo benefactor que en esos instantes empezó a escarbarle el culo sugería que al menos estaba dispuesto a regalarle otro momento, aunque no fuera con la verga.
Sin embargo, desdiciendo todas sus experiencias anteriores con Alberto, sintió la verga dura golpeando sus nalgas, luego una inesperada apertura de los cachetes y finalmente un escupitajo que impactó en el ano con una puntería aterradora. Alberto nunca le había pedido el culo, decía que le daba asco. No lo había aceptado ni cuando ella, un día en que celebraban el cumpleaños de Alberto, se lo ofreció a modo de sorpresa. Hasta aquel momento, había supuesto que Alberto estaba fuera del círculo de quienes podían ponerla en peligro: creía que la bruja sólo ejercería influencia en personas relacionadas con la peluquería.
Así pues, esa insólita segunda erección, y el repentino interés en el ano por parte de un amante que repetidas veces había rechazado la sodomía, la convencieron de que algo no andaba bien. Ana Laura no esperó a que siguiera adelante para intentar escapar. La mirada de Alberto no era la misma cuando salió de la cama. Su verga parecía haber aumentado y los ojos la miraban sin verla.
Cuando se lanzó sobre ella de un salto, Ana Laura supo que se había convertido en uno de sus enemigos. Ya fuera de la habitación, ambos rodaron por la alfombra. Alberto alcanzó a meterle un dedo entre las nalgas, pero no rozó el ano. Ana Laura le propinó una patada en las partes y corrió hacia la puerta. También Alberto se levantó de inmediato, y la atrapó a la altura del equipo de música. La empujó contra la misma puerta que Ana Laura quería abrir, pero con tal violencia que ella dio por tierra. Alberto montó a horcajadas sobre ella, tirándole del pelo y poniéndola boca abajo. Ahora la verga sí se apoyó en la circunferencia anal. Ana Laura levantó la cabeza con fuerza, y le partió dos dientes delanteros, con lo que logró sacárselo de encima. Cuando se dio vuelta, vio que a Alberto le sangraban los labios y que escupía pedazos de dientes. Él la tomó por la cara y la aplastó bajo sus piernas. Inclinándose, su boca sangrante mordió la nalga derecha de Ana Laura y la lengua buscó el ano. Lo encontró y lo lamió, pero en lo que para Ana Laura solía ser una caricia sin par, había ahora espinas de cardo, dolor y miedo verdadero.
Fueron los pies de Ana Laura los que pegaron, con menos fuerza, en los ojos de Alberto, y logró zafarse una vez más. Pero él la empujó y esta nueva caída pareció la vencida. Unas manos fuertes desgajaron sus nalgas, y la verga insistió contra el ano. El glande, como un ariete ácido, parecía disolver el ano a su paso. Ambas manos oprimían las nalgas como si gozaran mansamente en medio de aquella tortura demoníaca.
—¡Eso no! —gritó Ana Laura como si alguien pudiera escucharla.
El cable de uno de los auriculares se le apareció como una soga salvadora, y tiró de él logrando milagrosamente que el pesado equipo de música cayera sobre la cabeza de Alberto. Así ocurrió, y Alberto recibió el golpe, pero no cejó. Sin embargo, Ana Laura aprovechó el breve atontamiento para empujar el sofá y medio atraparlo bajo él. Alberto intentó incorporarse, y era evidente que lo lograría antes de que Ana Laura pudiera abrir la puerta para escapar, desnuda. Montó esta entonces sobre Alberto, introduciéndose la verga en el cono, y comenzó una galopada de película pornográfica. Le apretó los huevos como una esposa caliente que quiere obligar al marido a follar luego de descubrirlo mirando a una jovencita. Saltó y saltó sobre aquella verga enhiesta, y no paró hasta sentir la andanada de leche diciéndole que sí. Deshizo el encastre rogando que el pene no volviera a levantarse. Recogió la camisa caída en el living, que le tapaba hasta los muslos, y salió dando un portazo. Tomó un taxi que no hizo preguntas y se encerró en su casa temblando.
Buscó el teléfono de la señora Libonati. Ahora que sabía que el área de influencia de la bruja era desconocida, ni siquiera en su tetona dienta podía confiar, pero prefería morir en manos de los Libonati que seguir padeciendo aquella soledad llena de amenazas. Si ni siquiera podía confiar en ella, pues que se la tragara el infierno. La señora Libonati atendió y no tardó en ofrecerle todo su apoyo.
—Usted me ha tenido una confianza ciega, mi hija —le dijo—. Y quiero tratarla como a mi propia hija, que vive en Italia y no me da ni la hora.
—Quiero pedirle que me lleven al campo con ustedes. Allí veremos lo de la cosecha, pero… sobre todo… huiré de acá. No puedo más. Loca ya estoy, pero no quiero morir así.
—Mañana mismo la llevo al campo. Y no me hable de morir —añadió la señora Libonati—. Amoldo nos va a explicar lo de la cosecha como si fuéramos alumnas. No se preocupe, que en el campo se resuelve todo. La paso a buscar yo con la cuatro por cuatro. ¿Le parece?
—¿Cuándo? —preguntó Ana Laura esperanzada.
—Mañana a las seis de la mañana, si para usted está bien.
—Cuando quiera —dijo Ana Laura, y le dio su dirección—. No me voy a mover de acá.
5
Subir a la cuatro por cuatro de los Libonati a las seis y cinco de la mañana fue como navegar en una realidad sobre la que no ejercía el menor control. No tenía sueño ni estaba despierta, no se sentía inapetente ni con ganas de desayunar; no había tomado siquiera un mate al levantarse, cosa inconcebible en ella.
Viajaron durante seis horas y llegaron a un campo inmenso en la provincia de Buenos Aires. Vio unas pocas vacas, unos veinte caballos, grandes sembradíos y, al final del campo, una mansión colonial.
El señor Libonati salió a recibirlas como si hubiera escuchado la llegada de la camioneta o algún peón oculto le hubiera avisado. Vestía como un hombre de ciudad, pero de cerca era un recio patrón de campo. Confluían en su imponente figura la autoridad del capataz y la tranquilidad de quien posee la suficiente cantidad de tierra como para desconocer la extensión de sus dominios.
Hicieron pasar a Ana Laura a la casa, y encontró allí la hospitalidad telúrica realzada por un confort urbano.
—Mi mujer me adelantó algo —dijo por fin Amoldo Libonati—. Y no la vaya a creer indiscreta. Usted, entiendo, nos necesita. Y los dos queremos cooperar.
—Me parece perfecto que le haya contado —aceptó Ana Laura—. ¿Cuándo levanta la próxima cosecha?
—¿Sabe, querida? —dijo el señor Libonati mientras su esposa observaba el diálogo con el placer de una madre que lleva a su hijo a un buen doctor—. A mi mujer y a mí nos atacó un bruja en su momento. Nos mandó una plaga de langosta y…, ya que hablamos en confianza, le diré que… me atacó con impotencia durante un trimestre.
La señora Libonati asintió, grave.
—Por eso la hemos creído de inmediato y nos hemos puesto a su disposición. Los motivos por los cuales estos demonios se ceban en los hombres nunca son claros: en mi caso, por perjurar contra el diablo, una noche de tormenta, aquí mismo, mientras hacíamos cierta cosa mi esposa y yo.
Ana Laura enrojeció. Qué extraños eran los humanos, se dijo; incluso en aquel vendaval de absurdo, le restaban resabios de pudor.
—Caían rayos, parecía que el cielo fuera a desplomarse sobre nuestras cabezas, y yo le grité a mi esposa: «¡Mientras esté en tu culo, que el diablo mismo me la chupe!». Parece que no lo tomó a bien: nos mandó a una mocita, de no más de veinte años, que fungía de vendedora de mermeladas. Y en cuanto me dio a probar, pidió que le metiera el dedo lleno de mermelada en el culo. Mi esposa nos encontró en tal circunstancia y la mocita nos dijo que perderíamos la cosecha por haber ofendido a su patrón. Luego me la chupó con la boca llena de mermelada, delante mismo de mi esposa, y me dijo que no se me volvería a parar hasta que se me fuera el dulzor de la verga. ¿Me cree?
—Claro que sí —dijo Ana Laura.
—Todo el trimestre, mi esposa aquí presente me la chupó hasta confirmar que ya no sabía a mermelada de frambuesas. Desde entonces, ese sabor nos repugna. Fue una maldición. Pero ¿sabe lo que descubrimos?
—Dígame, por favor —pidió Ana Laura—. Porque es evidente que nuestros padecimientos son similares.
—Que los conjuros se borran con más facilidad si hay amor. ¿No es cierto, mi tero?
La señora Libonati asintió nuevamente.
—Ahora vamos a planificar nuestro contraconjuro —dijo Arnoldo—. Mientras mi mujer se baja los pantalones, usted prepare un mate.
Sin preguntar nada más, Ana Laura marchó a la cocina a preparar el mate. La señora Libonati se bajó los pantalones de campo que traía, holgados y bombachudos.
Ana Laura espió desde la cocina la escena: además de los pechos que se destetaban contra la camisa, la señora Libonati tenía un culo maduro de primer orden. Y un cono de vello suave alarmantemente bello. El culo era grande, parado, dos melones suculentos y señoriales; un culo para ponerlo sobre una mesa de vidrio y contemplarlo desde abajo. ¡Con qué elegancia le cantaba al mundo su blancor, su almidón, sus nalgas de puro respeto y clase! Era un culo al que cualquier hombre amaría, respetaría y desearía locamente, contra el que cualquiera se abalanzarían con la fuerza de Atila, pero cuyo ano intentarían trepanar con las bondades de un diplomático. Un culo carnal pero inviolable. Sin duda elegía rigurosamente qué verga lo homenajearía: no era un culo vulgar. Ana Laura la envidió; pero, por esta vez, fue más fuerte la gratitud que sentía hacia su protectora.
La señora Libonati fue a sentarse sobre el marido, sentado a su vez en un sillón de paja. Pero este le dijo:
—Espera que venga la chica.
Ana Laura llegó con el mate. La señora Libonati recogió la pava y cebó uno; lo tomó y dejó caer un hilo de saliva enverdecida sobre la pija de su marido, que estaba vestido y sólo se había sacado la verga; la señora Libonati aún llevaba la camisa puesta.
—¿Sabe qué le voy a pedir? —dijo Amoldo mientras su esposa comenzaba a acomodarse en el pequeño pero proporcionalmente amplio puntal de la cabeza de su verga, a una Ana Laura ya más allá de cualquier azoramiento—. Que me traiga el pote de grasa de chancho; está al lado de donde sacó la hierba, en el estante de la cocina. Vamos a necesitarla.
Cuando Ana Laura regresó con el pote, la señora Libonati, sentada muy modosita, como una secretaria a la que le dictan, ya había logrado instalar la cabeza de la verga de su marido en la periferia del ano.
—Mi amor, párate, que ya estamos grandes como para hacerlo a secas.
La señora Libonati se puso de pie y recibió el pote de grasa de chancho de Ana Laura. Era un alborozo para la vista aquel corpachón de mujer, aún con la camisa puesta; y a sus espaldas, la verga de Arnoldo, que se veía ahora en todo su esplendor, roja y en alza como un amanecer, no desentonaba.
La señora Libonati aplicó la grasa de chancho a la verga de su hombre.
—Y póngase usted —dijo tratando de usted a su esposa— también grasita en el ano, que no quiero ni un poco de dolor para su cola.
La señora Libonati sonrió a Ana Laura y a su marido. Como si se tratara de una crema medicinal, untó abundantemente el interior del culo con el dedo índice. Entonces se sentó sobre el marido, que la empaló con deleite.
—Ahora sí —dijo sofocado Amoldo—. ¡No sabe lo que es el culo de esta esposa mía! ¡Cómo aprieta! Mi mujer se llama Emma, pero en estos casos yo la llamo Enema. Cada cual tiene su nombre. Usted, por ejemplo, se llama Ana Laura, y también Aura Anal, y ahí le pegó la bruja, no podía ser de otra manera. —Y agregó: Tómate un mate, Emma.
Ana Laura se lo alcanzó, y luego de imprimirle una fuerte chupada a la bombilla, como haciendo fuerzas con todo el cuerpo, gritó de pronto Emma Libonati:
—¡Pero cómo puedo gozar tanto por el culo! ¡Llevamos más de veinte años de casados y es sentirte la verga en el culo y cagarme de placer!
—Que no sea para tanto —replicó con una sonrisa Amoldo—. A lo que iba, querida amiga: este invierno yo tenía que levantar los tomates hace ya como una semana. Pero lo cierto es que tengo un vecino de campo, un tal Samaniego, que necesita mis tomates mucho más que yo. Samaniego tenía una deuda en dólares y, por motivos que no vienen al caso, me pagó a mí el doble en pesos para que yo respondiera de su deuda con la venta de mis tomates, que son de exportación y me rinden en dólares. Todo está preparado para que esta semana yo le entregue los tomates al exportador que negocia con los norteamericanos. Es un trato nimio, pero a mí me reporta una fortuna.
—¡La fortuna es mía por tener esta poronga en el culo! —gritó la señora Libonati.
—Pero este señor Samaniego —prosiguió su marido— se complicó en una serie de maniobras delictivas que me afectan no tanto a mí sino al erario público. Es un corrupto y un traidor. Yo había pensado castigarlo dejando que la helada de la semana que viene, anunciada con toda certeza, echara a perder los tomates; y como yo ya cuento con el efectivo, y no habría modo de culparme, el señor Samaniego se hundiría en el oprobio. ¿A quién podrían culpar? No obstante, debido a sus padecimientos, señorita Ana Laura, he dado orden de que levanten hoy mismo la cosecha. Tengo pruebas suficientes para acusar a Samaniego e impedirle los réditos de nuestro trato.
—¿Qué puedo hacer por ti, mi vida? —le preguntó la señora Libonati a su marido—. ¡Cómo me has puesto el culo! ¡Sube y baja tu verga como un pistón! ¿Puede ser que sea esta la gozada por el culo más campera y apasionante de todas las que me hayas dado?
—Hum… —dudó Amoldo, delante de una enternecida Ana Laura—. Cada cual tiene la suya. Acuérdate de cuando te culeé en el aljibe, delante de una india, y después ella te limpió el culo con agua de pozo. Acuérdate de la luna de miel, lo que pasó con el colchón y todo eso… Sí, cada cual tiene lo suyo.
—Ay, mi amor —dijo Emma—. Es que cada vez parece la segunda: porque la primera duele; pero lo tuyo es todo amor.
—Si usted me permite —dijo Amoldo a Ana Laura—, mi mujer me está calentando con tanto halago, y creo que llegó la hora de darle lo que su cuerpo siempre pide.
Le abrió la camisa, haciendo saltar los botones, y asomaron los dos pechos lechosos, cargados, despampanantes.
—¡Qué tetas! —gritó Amoldo, antes de que pudiera gritarlo Ana Laura, ya un poco caliente.
Mientras enculaba a su esposa, le masajeó pechos y pezones con una saña y una excelencia que Emma, de la calentura, no pudo hablar más. Gemía y babeaba. Se aferraba con ambas manos a los huevos de su marido. Era un matrimonio feliz.
—Esto es amor —dijo Amoldo—. Y le aseguro que hemos vencido a todos los maleficios.
—Ah… —exclamó Emma—. ¡No pares nunca de mearme el culo con guasca!
—¡Mi puta, mi puta, mi puta! —gritó Amoldo rendido.
Cuando terminaron y Emma se levantó, del culo le chorreaba un hilo de leche.
—¿Quieren que los limpie? —se ofreció Ana Laura—. Es lo menos que puedo hacer.
Marido y mujer respondieron, en silencio, con una simpática negativa.
Por la ventana, al atardecer, Ana Laura divisó un caballo montando una yegua: parecían tomar el relevo del amor que aquel matrimonio maduro había dejado en reposo. Ana Laura sintió envidia y, a la vez, la escena le insufló cierta esperanza: estaba segura de que, con la recolección del tomate en lo de los Libonati, su culo volvería a dar goce a los demás y a sí misma. Y del culo de esa mujer portentosa había aprendido que, en adelante, debía seleccionar cuidadosamente cada verga, cada hombre.
6
Ana Laura durmió aquella noche en la despojada habitación de huéspedes de la mansión campestre. La cama era cómoda, pero el recinto húmedo y las paredes toscas. Una enorme ventana la comunicaba con el campo abierto. Vio pasar, en la noche, una hilera de camiones con grandes montacargas tapados con lonas verdes. Las voces de los peones gritándose entre sí, además de transmitirle cierto aire masculino cabrío, le informaron que aquella era la cosecha de tomate que marchaba hacia la ciudad. Se durmió escuchando esas voces.
No supo qué la había despertado ni qué hora era. La ventana estaba abierta, el ambiente era sorprendentemente cálido y, en la oscuridad del cielo, las estrellas se negaban a decir si era la noche, la madrugada o una hora fuera del tiempo. La mano del señor Libonati al posarse en su hombro no la asustó.
—Emma y yo hemos pensado que no estaremos tranquilos hasta confirmar que la maldición se ha desvanecido.
Ana Laura asintió y, plegándose a lo que le indicaba la mano del señor Libonati, se puso en cuatro patas sobre la cama.
—¿Pero está al tanto Emma?
El señor Libonati Sonrió mientras su esposa entraba por la ventana con una suave camisa de Holanda.
—Somos un matrimonio. Si tú vienes a la romería, a pedir que tu cuerpo se abra, no te pongas un velo de luto, sino dulce camisa de Holanda —dijo entonces el señor Libonati mientras desabrochaba el botón de los incómodos pantalones vaqueros con los que Ana Laura se había dormido.
—¿Qué te parece? —preguntó el señor Libonati a su esposa, señalando las nalgas de Ana Laura luego de bajarle la bombacha.
—Yo ya lo había visto en la peluquería —dijo Emma Libonati—. La verdad es que en el espejo le quedaba mejor. Pero espera a mirarle el ano: fíjate qué bien casa con la cara.
El señor Libonati abrió las nalgas de Ana Laura para comprobarlo.
—Ahijuna —dijo—. Anito marrón, carita inteligente. Prepárate, mi hijita: aunque sea para probar si ya no duele, te voy a dar para que veas que yo también gozo.
Al señor Libonati le bastó con arrodillarse y tomarla por las caderas para que comenzara la culeada. El vergajo de Libonati era indescriptible: como un peluche duro que acariciaba el interior del ano, y parecía llegar más allá. Las múltiples sensaciones de Ana Laura, de placer, de entrega, la bendijeron con un conocimiento al que hasta entonces sólo se había acercado de oídas, por boca de amigas.
—¿Sabe, señor Libonati? —dijo con calma y encanto—. Creo que es la primera vez que me hacen bien el culo.
Emma Libonati, orgullosa y sonriente, sacó las tetas de la camisa y comenzó a retorcerse con maña los pezones.
—Ay… —gimió de placer Ana Laura—, qué hermosas tetas tiene, señora. ¿Quiere que se las chupe?
—No, mi querida —respondió con amabilidad—. Nunca hago esas cosas entre mujeres.
—Tampoco las suyas están mal —comentó Amoldo Libonati oprimiendo los pezones de Ana Laura mientras enculaba—. Padece usted de una seria falta de estima.
—Ya no, ya no —replicó Ana Laura, y lanzó una mirada de admiración a Emma por el marido que había conseguido—. Con esta pija en el culo, ¿quién no se siente una diosa?
—Y no sabe lo que es cuando le acaba —agregó Emma.
—Basta de cháchara —rezongó Amoldo—. Que ya sabes que los elogios me apuran la leche. A ver si en vez de tanta parla, usas la lengua acá, que el culo de la niña está empezando a secarse, no sé por qué.
La señora Libonati bajó entonces a aquel pesebre sin dejar de abonarse los pezones, y aplicó su húmeda lengua a lo que quedaba afuera de la pija del marido.
—Ahora, sí —aprobó el estanciero.
—Culo limpio —dijo la señora Libonati dando su beneplácito.
—Limpito y resistente —agregó el marido—. Aprieta como cuero de caballo. ¿No están todos los anos hechos con cuero de caballo?
—De yegua el mío —afirmó Emma.
—Se viene la leche —advirtió su marido.
—¡Qué hombre! —exclamó Ana Laura—. Así da gusto recibir por culo.
Marido y mujer sonrieron complacidos.
7
A su regreso a la ciudad, Ana Laura tenía en el contestador una llamada de Braulio. Cuando se vieron, Braulio le contó que se había separado. Iniciaron una relación seria. La sodomía se transformó entre ellos en el rito de los viernes; Braulio contaba las horas desde el miércoles, porque su nueva novia lo traía loco. Nunca olvidaba procurarle aquel placer que les había unido: mordisquearle el clítoris con la dosis exacta de fuerza y cuidado. Ana Laura se lo agradecía de tal modo que una tarde de martes, en el cuartito de la peluquería, le entregó el culo con tres días de anticipación.
Sofía se marchó a Miami con Gastón, luego de la boda, y creía Ana Laura que serían felices. Él no sólo puso un restaurante, en el que trabajaban los dos, sino que parecía haber entendido por fin que no habría mejor mujer que la ex empleada de la peluquería. Ana Laura sabía que Sofía podía dominar a cualquier hombre: ahora también lo sabía la misma Sofía. Ese culo, ese cono y esos pechos no los poseía por azar: alguien en el cielo la había destinado a ser una hembra que procuraba el mayor goce, y el gozador debía respetarla como un don.
Una tarde de verano, meses después de que se marchara Sofía, volvió a entrar en la peluquería la mujer calva. Llevaba el mismo estropajo de pelo rojizo, y pidió un corte clásico.
Ana Laura, sin sentir estupor ni miedo, al verla sólo abrigó un pensamiento: le agradecía que le hubiera permitido deshacer el maleficio. Y le cortó el cabello con esmero y dedicación. El pelo de la mujer floreció, a su rostro volvió la frescura, y la juntura de los pechos exhaló un aroma a flores silvestres.
—¿Sabes quién soy? —le preguntó entonces la mujer.
Ana Laura hizo que no con la cabeza.
La mujer se transformó al instante en la joven Matilde, aquella chica que solía pedir un corte de pelo masculino. Se quitó la camisa y Ana Laura contempló aquellos pechos, únicos en el mundo, que seducían por su pequeñez.
—Seré lo que tú quieras —le dijo—. Mi venganza es limitada, pero mi agradecimiento no tiene límites. Puedo encularte siendo Matilde o Gastón, como tú quieras. Todas las noches, todos los días.
—Sólo amo a Braulio —contestó convencida Ana Laura.
—También él recibirá tus frutos —añadió el hada—. Aura Anal, mi protegida, mi ahijada, es hora de que tu nombre te haga justicia y te honre.