20 de noviembre, 14.00

Papá se marchó cuando se hizo evidente que yo ya había acabado de hablar. Pero llevaba diez minutos solo —quizá menos— cuando Raphael vino a sustituirle.

Tenía un aspecto terrible. Tenía una curva color rojo sangre bajo las pestañas inferiores. Eso, y una piel color ceniza, eran los únicos colores que eran visibles en su rostro.

Se me acercó y me puso la mano sobre el hombro. Nos colocamos uno delante del otro, y observé cómo sus rasgos empezaban a desintegrarse, como si no tuviera cráneo debajo de la piel para sostenerlo, sino más bien una sustancia que siempre había sido soluble, vulnerable al elemento adecuado que pudiera disolverla.

—No dejaba de castigarse a sí misma —espetó. Se le tensó la mano y, en consecuencia, me tensó el hombro. Quería gritar o alejarme del dolor, pero no podía moverme, ya que no deseaba aventurarme a hacer cualquier gesto que pudiera hacer que dejara de hablar—. No podía perdonarse a sí misma, Gideon, pero nunca, nunca, te lo prometo, dejó de pensar en ti.

—¿Pensar en mí? —repetí como un autómata mientras intentaba asimilar lo que me estaba diciendo—. ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes que nunca dejó de pensar en…?

Su rostro me dio la respuesta antes de que hablara: no había perdido contacto con mi madre durante todos esos años que había desaparecido de nuestras vidas. Nunca había dejado de hablar con ella por teléfono. Nunca había dejado de verla: en pubs, restaurantes, vestíbulos de hotel y museos. Mi madre solía decirle: «Raphael, cuéntame cómo le van las cosas a Gideon», y él le daba toda la información que no podía obtener de los periódicos, de las reseñas de los conciertos, de los artículos de las revistas y de los cotilleos del grupo de músicos.

—La has visto —declaré—. La has visto. ¿Por qué?

—Porque te amaba.

—No, lo que quiero decir es por qué no me lo dijiste.

—No quería que lo supieras —me contestó con voz entrecortada—. Gideon, me juró que si alguna vez se enteraba de que te había contado que la había visto, pondría fin a nuestros encuentros.

—Y no lo podrías haber soportado, ¿verdad? —solté con amargura, porque por fin lo comprendí todo. Había visto la respuesta en esas flores que le había regalado hacía tiempo, y la había visto en su reacción de ese momento. Cuando Eugenie se marchó, ya no pudo seguir alimentando la esperanza de que algún día pudiera surgir algo importante entre ellos—. Porque si dejabais de veros, ¿qué sucedería con tu pequeño sueño?

No respondió nada.

—Estabas enamorado de ella. ¿No es eso verdad, Raphael? Siempre lo estuviste. Y el hecho de verla una vez al mes, una vez a la semana, una vez al día, o incluso una vez al año, no tenía nada que ver con nada que no fuera lo que tú deseabas y esperabas conseguir. Por lo tanto, no me lo dijiste. Te limitaste a dejar que yo siguiera pensando que se había marchado de nuestras vidas sin mirar atrás, y sin que le importara. Pero siempre supiste que… —No pude continuar.

—Ella lo quería así —respondió—. Tenía que respetar su elección.

—No tenías que hacer nada.

—Lo siento —dijo—. Gideon, si hubiera sabido… ¿Cómo iba yo a imaginármelo?

—Cuéntame lo que sucedió esa noche.

—¿Qué noche?

—Ya sabes a qué noche me refiero. No empieces a hacerte el tonto. ¿Qué sucedió la noche que mi hermana se ahogó? Y no intentes convencerme de que lo hizo Katja Wolff, ¿de acuerdo? Estabas con ella. Estabas discutiendo con ella. Yo entré en el cuarto de baño. Sostuve a Sonia bajo el agua. ¿Qué pasó después?

—No lo sé.

—No te creo.

—Es la verdad. Te encontramos en el cuarto de baño. Katja empezó a gritar. Tu padre vino corriendo. Yo me llevé a Katja a la planta baja. Eso es todo lo que sé. No volví a subir cuando llegaron los de la ambulancia. No salí de la cocina hasta que llegó la policía.

—¿Se movía Sonia dentro de la bañera?

—No lo sé. No lo creo. Pero eso no significa que le hicieras daño. Jamás lo significó.

—¡Por el amor de Dios, Raphael, la sostuve bajo el agua!

—No puedes acordarte. Es imposible. Eras demasiado pequeño. Gideon, Katja la dejó sola cinco o seis minutos. Yo había ido hasta allí para hablar con ella y habíamos empezado a discutir. Salimos del cuarto de baño y entramos en el cuarto de los niños, porque yo quería saber qué pensaba hacer con… —Titubeó. Incluso en ese momento era incapaz de decirlo.

Lo dije por él:

—¿Por qué demonios dejaste a Katja embarazada si estabas enamorado de mi madre?

—Rubias —fue su desgraciada y patética respuesta. La pronunció después de quince segundos bien largos en los que se limitó a respirar de modo irregular—. Las dos eran rubias.

—¡Dios mío! —susurré—. ¿Y Katja te permitía que la llamaras Eugenie?

—¡No! —replicó—. ¡Sólo sucedió una vez!

—Pero no podías permitirte que nadie lo supiera, ¿verdad? Ninguno de vosotros se lo podía permitir. Y ella tampoco podía permitirse decirle a nadie que había dejado a Sonia sola durante cinco minutos, y tú tampoco podías permitirte contar que habías dejado a Katja embarazada mientras hacías ver que te follabas a mi madre.

—Podría haberse librado del bebé. Habría sido muy fácil.

—Nada —repuse— es así de fácil, Raphael. Excepto mentir. Y eso sí que era fácil para todos nosotros, ¿no crees?

—Para tu madre, no —replicó Raphael—. Por eso se marchó.

Entonces se me acercó de nuevo. Me volvió a colocar la mano sobre el hombro, tenso, tal y como había hecho antes.

—Te habría dicho la verdad, Gideon. En eso debes creer a tu padre. Tu madre te habría dicho la verdad.