20 de noviembre
Vi a papá antes de que alzara la vista y me viera. Avanzaba por la acera de Chalcot Square, y por su actitud pude adivinar que estaba meditando sobre algo. Sentí cierta preocupación, pero no me alarmé.
Entonces sucedió algo extraño. Raphael apareció por el extremo más alejado del jardín del centro de la plaza. Debió de llamar a mi padre, porque este se detuvo un instante, se dio la vuelta y le esperó a unas casas más allá de la mía propia. Mientras les observaba desde la ventana de la sala de música, intercambiaron unas cuantas palabras, aunque en realidad sólo habló papá. Mientras lo hacía, Raphael se echó hacia atrás, y el rostro se le hundió del modo que suele hundirse cuando un hombre acaba de recibir un puñetazo en el estómago. Papá siguió hablando. Raphael se giró hacia el jardín. Papá observó a Raphael mientras este cruzaba las verjas en las que había dos bancos de madera, uno frente al otro. Se sentó. No, se dejó caer, y todo su cuerpo cayó formando una masa que tan sólo constaba de huesos y piel, la reacción en persona.
Debería habérmelo imaginado, pero no fue así.
Papá siguió andando, y en ese instante levantó la mirada y se percató de que le estaba mirando desde la ventana. Alzó una mano, pero no esperó a que le respondiera. Un momento después, desapareció de mi vista, y oí el ruido de la llave en la cerradura de mi puerta principal. Cuando entró en la sala de música, se quitó el abrigo y lo dejó a propósito sobre el respaldo de una silla.
—¿Qué está haciendo Raphael? —le pregunté—. ¿Ha sucedido algo?
Me miró, y por la expresión de su rostro supe que sentía un gran dolor. Después dijo:
—Tengo noticias. Noticias muy malas.
—¿Qué? —Sentí cómo el miedo me golpeaba la piel.
—No hay ninguna forma fácil de contártelo —añadió.
—Entonces cuéntamelo sin más.
—Tu madre está muerta, hijo.
—Pero me dijiste que te había estado llamando para preguntarte sobre lo que había pasado en Wigmore Hall. No es posible que…
—La asesinaron ayer por la noche, Gideon. La atropelló un coche en West Hampstead. La policía me ha llamado esta mañana. —Se aclaró la voz y se estrujó las sienes, como si al hacerlo pudiera reprimir su emoción—. Me pidieron que intentara identificar el cadáver. Miré. No lo sabía seguro. Han pasado años desde que la viera… —Hizo un gesto vano—. Lo siento mucho, hijo.
—Pero no es posible que… Si no la reconociste, quizá no sea…
—La mujer llevaba la identificación de tu madre: el carnet de conducir, las tarjetas de crédito y el talonario. ¿Qué posibilidades hay de que otra persona hubiera tenido todo eso?
—Así pues, ¿has dicho que era ella? ¿Me has afirmado que era mi madre?
—Te he dicho que no lo sabía, que no estaba seguro. Les di el nombre del dentista… del hombre que solía visitarla cuando todavía estábamos juntos. Podrán comprobarlo de esa forma. Y por las huellas dactilares, supongo.
—¿La telefoneaste? —le pregunté—. ¿Sabía que yo quería…? ¿Estaba dispuesta a…?
Pero qué sentido tenía preguntárselo, saberlo. ¿Qué importaba si estaba muerta?
—Le dejé un mensaje en el contestador, hijo. Pero aún no me había respondido.
—Entonces, se acabó.
Papá había mantenido la cabeza baja, pero en aquel instante la levantó y me preguntó:
—¿Qué es lo que se ha acabado?
—Nadie podrá decírmelo.
—Ya te lo he dicho yo.
—No.
—Gideon, por el amor de Dios…
—Me has contado lo que crees que no me hará sentir culpable. Pero dirías cualquier cosa para conseguir que volviera a tocar el violín.
—Gideon, por favor.
—No. —Todo se estaba volviendo mucho más claro. Era como si el sobresalto de enterarme de su muerte hubiera disipado de repente la niebla de mi mente—. No tiene ningún sentido que Katja Wolff hubiera estado de acuerdo con tu plan. Que hubiera estado dispuesta a renunciar a tantos años de su vida… ¿para qué, papá?, ¿por mí?, ¿por ti? Yo no tenía ninguna importancia para ella, y tú tampoco. ¿No es eso verdad? No eras su amante. No eras el padre de su hijo. Era Raphael, ¿no? En consecuencia, no tiene ningún sentido que estuviera de acuerdo. Seguro que la engañaste. ¿Qué hiciste? ¿Falsificar las pruebas? ¿Tergiversar los hechos?
—¿Cómo demonios puedes acusarme de una cosa así?
—Porque lo veo. Porque lo entiendo. Porque, ¿cómo habría reaccionado el abuelo al enterarse de que el bicho raro de su nieto había ahogado a la rara de su hermana? Y supongo que en el fondo todo se reducía a eso: que, pasara lo que pasara, el abuelo nunca llegara a enterarse de la verdad.
—Participó de buen grado por el dinero. Veinte mil libras por admitir un acto de negligencia que había causado la muerte de Sonia. Ya te lo he explicado. Ya te he contado que no esperábamos que la prensa reaccionara de ese modo ni que el Fiscal del Estado estuviera tan empeñado por meterla en la cárcel. No teníamos ni idea…
—Lo hiciste para protegerme. Y todo ese rollo de que dejaste a Sonia en la bañera para que se muriera, o que la sostuviste bajo el agua tú mismo, es sólo eso: pura palabrería. Tiene la misma finalidad que el hecho de dejar que Katja Wolff cargara con las culpas hace veinte años. Todo es para que siga tocando el violín. O, al menos, debería serlo.
—¿Qué estás diciendo?
—Lo sabes perfectamente. Se acabó. O se acabará cuando saque el dinero para pagarle a Katja Wolff sus cuatrocientas mil libras.
—¡No! No le debes… Por el amor de Dios, piensa un poco. ¡Podría haber sido la persona que atropellara a tu madre!
Me le quedé mirando. Mi boca pronunció la palabra «¿qué?», pero mi voz no lo hizo. Y mi cerebro no podía comprender lo que me estaba diciendo.
Siguió hablando, diciendo palabras que yo oía pero que era incapaz de asimilar. Atropello y fuga, oí. No fue un accidente, Gideon. Un coche pasando dos veces por encima de ella. Tres veces. Una muerte deliberada. Sin lugar a dudas, un asesinato.
—Yo no tenía el dinero para pagarle —añadió—. Tú no sabías quién era. Así pues, supongo que a continuación fue a por tu madre. Y al ver que Eugenie tampoco tenía suficiente dinero… Entiendes lo que sucedió, ¿verdad? ¿Lo entiendes?
Eran palabras que me rozaban los oídos, pero no significaban nada para mí. Las oía, pero no las comprendía. Lo único que sabía era que mi esperanza de poder liberarme de mi crimen había desaparecido. Porque, a pesar de que era incapaz de creer en cualquier otra persona, creía en ella. Creía en mi madre.
«¿Por qué?», me pregunta.
Porque nos abandonó, doctora Rose. Y aunque en realidad podría habernos abandonado porque no podía aceptar el dolor de la muerte de su hija, yo creo que nos abandonó porque no podía aceptar la mentira con la que tendría que haber vivido si se hubiera quedado con nosotros.