9 de noviembre

Conservó la fotografía, doctora Rose. Todo lo que sé se relaciona con el hecho de que mi padre sólo conservó esa fotografía, una fotografía que él mismo debía de haber hecho y escondido porque si no, ¿cómo habría llegado a sus manos?

Los veo, una soleada tarde de verano, y él le pide a Katja que salga al jardín para que pueda hacerle una fotografía con mi hermana. La presencia de Sonia, acurrucada entre sus brazos, legitima el momento. Sonia le sirve de excusa para hacer la fotografía, a pesar de que está acurrucada de tal manera que su rostro no es visible para la cámara. Y ese también es un detalle importante, porque Sonia no es perfecta. Sonia es un bicho raro, y una fotografía de Sonia que mostrara las manifestaciones del síndrome congénito que le afligía —fisuras palpebrales oblicuas, he averiguado que se llaman así, pliegues del epicanto, y una boca que es desproporcionadamente pequeña— sería un recordatorio constante para mi padre de que había creado, por segunda vez en su vida, una criatura no sólo con imperfecciones físicas, sino también mentales. En consecuencia, no desea que la cámara capture su rostro, pero la necesita como excusa.

¿Mi padre y Katja ya son amantes en ese momento? ¿O simplemente piensan en ello, como si esperaran que uno de ellos diera una señal que expresara un interés que todavía no podía ser manifestado con palabras? Y cuando sucede por primera vez, ¿quién toma la iniciativa, y qué hace para empezar a caminar rumbo a la dirección que están tomando?

Sale a tomar el aire en una noche sofocante, una de esas noches de agosto en Londres en la que una ola de calor invade la ciudad y, por lo tanto, es imposible escapar del ambiente opresivo formado por la constante presencia de ese aire viciado sobre la ciudad; además, el aire se enrarece cada vez más por el sol abrasador y por los camiones con motor diesel que emiten gases por toda la ciudad. Sonia se ha dormido por fin, y Katja tiene diez minutos bien buenos para sí misma. La oscuridad del exterior supone una falsa promesa para librarse del calor del interior de la casa; por lo tanto, sale, se adentra en el jardín que hay detrás de la casa, y allí es donde él la encuentra.

—¡Qué día más horrible! —exclama él—. ¡Estoy ardiendo!

—Yo también —le contesta mientras le mira sin pestañear—. Yo también ardiendo, Richard.

Y eso es suficiente. Esa última frase y el hecho de que le haya llamado por el nombre de pila constituyen un permiso explícito, y él no necesita otra invitación. Se arrima a ella y ahí empieza todo. Eso es precisamente lo que veo desde el jardín.