4 de noviembre
Yo soy la música. Yo soy el instrumento. Ella no lo ve con buenos ojos, pero yo sí. Lo que veo es lo diferentes que somos, esa diferencia que papá me ha estado intentando mostrar desde el primer día en que se conocieron. Libby nunca ha sido una profesional, y no es artista. Para ella es muy fácil decir que yo no soy el violín porque nunca ha sabido lo que es una vida que está inextricablemente relacionada con una actuación artística. A lo largo de su vida, ha tenido varios empleos, trabajos que ha hecho desde la mañana hasta la noche. Los artistas no llevan ese tipo de vida. Suponer que la llevan o que la pueden llevar muestra una ignorancia sobre la que se debe reflexionar.
«¿Reflexionar?», me pregunta.
Reflexionar sobre las posibilidades que tenemos. Libby y yo. Porque hubo una época en la que pensé… Sí. Me parecía que nuestra relación estaba muy bien. Me parecía que había una gran ventaja en el hecho de que Libby no supiera quién era, que no reconociera mi nombre al verlo apuntado en el paquete, que no supiera los progresos de mi carrera profesional, que no le importara si tocaba el violín o hacía cometas para venderlas en Camden Town. Esa parte de ella me gustó mucho. Pero ahora veo que, si voy a vivir mi vida, es muy importante estar con alguien que la comprenda.
Esa necesidad de comprender fue lo que me animó a buscar a Katie Waddington, esa chica del convento que recordaba sentada en la cocina de Kensington Square, la visitante más asidua de Katja Wolff.
«Katja Wolff era sólo la mitad de las dos KW —me informó Katie cuando averigüé su paradero—. A veces —prosiguió—, cuando uno tiene una amiga íntima, comete el error de presuponer que esa amistad, invariable y reconfortante, durará para siempre; pero eso no acostumbra a suceder».
Localizar a Katie Waddington no me supuso ningún problema. Ni tampoco me deparó ninguna sorpresa averiguar que había llevado un tipo de vida similar a lo que había anunciado que sería su misión dos décadas antes. La localicé a través del listín telefónico, y la encontré en una clínica de Maida Vale. La clínica se llama Armonía de Cuerpos y Mentes, y supongo que es un nombre útil para ocultar su función principal: terapia sexual. No lo llaman terapia sexual abiertamente, porque ¿quién tendría el valor de apuntarse si ese fuera el caso? Lo llamaban «terapia de pareja», y a la incapacidad de tener relaciones sexuales lo llamaban «disfunción de pareja».
—Le sorprendería saber la gran cantidad de gente que tiene problemas sexuales —me informó Katie, de una manera que parecía amistosa desde el punto de vista personal y tranquilizadora desde el profesional—. Cada día nos llegan, como mínimo, tres personas recomendadas. Algunas tienen problemas médicos: diabetes, enfermedades cardíacas, traumas postoperatorios. Ese tipo de cosas. Pero por cada cliente con problemas médicos, hay nueve o diez con problemas psicológicos. Supongo que en realidad no es de extrañar, dada nuestra obsesión nacional con el sexo, a pesar de que hacemos ver que no lo es. Uno sólo tiene que mirar los periódicos sensacionalistas y las revistas para ver el grado de interés que la gente tiene en el sexo. Me sorprende que no haya más gente en tratamiento para poder luchar contra todo eso. Dios sabe que nunca me he encontrado con nadie que no tuviera algún problema que no guardara relación con el sexo. La gente sana es la que se preocupa por solucionarlo.
Me condujo por un pasillo pintado en colores cálidos y terrosos, y después nos dirigimos hacia su despacho. Este daba a una terraza, donde una gran profusión de plantas proporcionaba un fondo verde a un cómodo despacho con demasiados muebles, cojines y una colección de cerámica («sudamericana», me informó), cestas («norteamericanas… son preciosas, ¿verdad? Son uno de mis vicios. No me lo puedo permitir, pero las compro de todos modos. Supongo que hay peores vicios en la vida»). Nos sentamos y nos observamos uno al otro. Katie, con esa voz cálida, amistosa y reconfortante, me preguntó:
—Bien. ¿Qué puedo hacer para ayudarle, Gideon?
Me percaté de que creía que había ido hasta allí para pedirle consejo, y me apresuré a hacerle cambiar de opinión. Le dije de todo corazón que no necesitaba nada que tuviera que ver con su especialidad. Si no le importaba, lo que en realidad quería era información sobre Katja Wolff. La recompensaría por su dedicación, ya que le estaría robando el tiempo que podría haber dedicado a un paciente. Pero por lo que respectaba a… digámoslo así, al tipo de dificultades que solía tratar… «¡Ya, ya!». Risita. Bien, por el momento: no necesitaba ese tipo de ayuda.
—¡Estupendo! ¡Estoy encantada de oírlo! —exclamó Katie mientras se reclinaba en el sillón. Era de respaldo alto y tapizado con los mismos colores otoñales con los que estaba decorado el pasillo y la sala de espera. También era grande en exceso, aunque en realidad era una cualidad necesaria teniendo en cuenta el tamaño de Katie.
Porque si cuando solía sentarse en la cocina de Kensington Square era una estudiante universitaria de veinte y pico años con tendencia a engordar, ahora era una obesa de pies a cabeza, y tenía un tamaño que seguramente ya no cabría en un asiento del cine o de un avión. Pero seguía vistiendo con tonalidades que le favorecían, y las joyas que llevaba eran elegantes y de aspecto caro. No obstante, se me hacía difícil imaginarme cómo era capaz de desplazarse por la ciudad. Y debo admitir que no podía imaginarme que alguien le contara sus secretos más íntimos y libidinosos. Sin embargo, era obvio que los demás no compartían mi aversión. La clínica parecía un negocio muy rentable, y sólo había conseguido ver a Katie porque un paciente habitual había cancelado la visita minutos antes de que yo llamara.
Le conté que estaba intentando refrescar algunos recuerdos de mi infancia, y que me había acordado de ella. Había recordado que a menudo se encontraba en la cocina mientras Katja Wolff daba de comer a Sonia, y que como no tenía ni idea del paradero de Katja, había pensado que quizás ella —Katie— pudiera ayudarme a rellenar los huecos en los que la memoria me fallaba.
Gracias a Dios, no me preguntó por qué había desarrollado ese interés tan repentino por el pasado. Ni tampoco, supongo que debido a su sabiduría profesional, me comentó qué podía significar que no lo recordara todo. Se limitó a decir:
—La gente del convento de la Inmaculada Concepción solía llamarnos las dos KW. «¿Dónde están las KW?», solían preguntar. «Que alguien vaya a buscar a las KW para que echen un vistazo a esto».
—Así que eran buenas amigas.
—No fui la única que la ayudó cuando llegó al convento, pero supongo que nuestra amistad… se consolidó. Sí, en aquella época éramos amigas íntimas.
Había una mesa baja junto a su sillón, y sobre esta descansaba una elaborada jaula con dos periquitos dentro, uno de color azul brillante y otro verde. Mientras Katie hablaba, abrió la puerta de la jaula y sacó el pájaro azul, asiéndolo con su puño grande y grueso. Graznó a modo de protesta y le mordisqueó los dedos. «¡Joey, eres un travieso!», exclamó mientras cogía una paleta que había junto a la jaula. Durante un momento horrible pensé que iba a usarla para golpear al pajarillo, pero la usó para masajearle la cabeza y el cuello, de tal manera que lo calmó. En verdad, parecía que lo estuviera hipnotizando, y obtuvo el mismo efecto conmigo, ya que empecé a observar con fascinación cómo se iban cerrando los ojos del pájaro. Katie abrió la palma de la mano y el pajarillo se acurrucó en ella con expresión de felicidad.
—¡Es terapéutico! —me informó Katie mientras seguía con el masaje, usando las yemas de los dedos ahora que el periquito ya estaba adormecido—. Baja la presión sanguínea.
—No sabía que los pájaros tuvieran la presión alta.
Se rio en silencio y replicó:
—No me refiero a la de Joey, sino a la mía. Padezco obesidad patológica, aunque supongo que eso es obvio. El médico me ha dicho que si no pierdo ochenta kilos moriré antes de cumplir los cincuenta. «Cuando naciste no eras gorda», me dice. «No, pero casi siempre lo he sido», le respondo yo. Es fatal para el corazón, y ni siquiera vale la pena que diga lo malo que es para la presión. Pero todos nos moriremos algún día. Yo simplemente estoy eligiendo mi propia forma de morir. —Pasó los dedos a lo largo de la recogida ala derecha de Joey. A modo de respuesta, con los ojos todavía cerrados, la extendió—. Eso es lo que me atrajo de Katja. Tomaba decisiones, y eso me encantaba. Seguramente porque en mi familia todo el mundo se dedicó al negocio de los restaurantes sin siquiera plantearse si podían hacer otra cosa con sus vidas. Pero Katja era una persona que trataba de dirigir su vida. No se limitaba a aceptar lo que le tocaba vivir.
—Alemania Oriental —admití—. La huida en globo.
—Sí, ese es un ejemplo estupendo. La huida en globo y cómo se las ingenió para hacerlo.
—Salvo que el globo no lo construyó ella, ¿no es verdad? O, como mínimo, eso es lo que me han contado.
—No, no lo construyó. No me refería a eso con lo de ingenió. Quería decir cómo convenció a Hannes Hertel para que se la llevara con él. Cómo le hizo chantaje, si lo que me contó es verdad, y supongo que lo es, porque ¿qué interés podía tener en mentir sobre algo tan poco halagador? Pero por muy nefasto que hubiera sido su plan, tuvo el coraje de ir hasta él y amenazarle. Era un hombre corpulento, entre metro noventa y dos y metro noventa y cinco, si debo guiarme por lo que me explicó, y podría haberle hecho mucho daño si así lo hubiera deseado. Supongo que podría haberla matado y seguir con su plan de volar por encima del muro para desaparecer de la ciudad. Era un riesgo premeditado, pero ella lo corrió. Amaba la vida hasta ese punto.
—¿Qué clase de riesgo?
—¿Se refiere a la amenaza? —Katie había empezado a acariciar la otra ala de Joey, y este la había extendido con el mismo ánimo de cooperación que había mostrado con la primera. Dentro de la jaula, el segundo periquito había volado hasta una de las perchas y observaba la sesión de masaje con ojos optimistas—. Le amenazó con alertar a las autoridades si no se la llevaba con él.
—Esa historia nunca ha salido a la luz, ¿verdad?
—Supongo que soy la única persona a la que se la contó, y es probable que nunca se diera cuenta de que lo había hecho. Habíamos estado bebiendo, y cuando Katja se emborrachaba, no lo hacía muy a menudo, no se crea, hacía o decía cosas que era incapaz de recordar veinticuatro horas más tarde. Nunca le hablé de Hannes después de que me lo contara, pero yo la admiraba por ello, ya que indicaba hasta qué punto estaba dispuesta a luchar por lo que quería. Y como yo también tenía que luchar mucho para conseguir lo que deseaba —señaló el despacho y la clínica, algo muy diferente de la cadena de restaurantes de su familia—, supongo que, después de un tiempo, nos sentíamos como hermanas.
—¿Usted también vivía en el convento?
—¡No, claro que no! Pero Katja sí. Trabajaba para las monjas, en la cocina, creo, a cambio del alojamiento mientras aprendía inglés. No obstante, yo vivía detrás del convento. Había residencias estudiantiles en la parte inferior del parque. Justo delante de la carretera, por lo que el ruido era espantoso. Pero el alquiler era barato, y la ubicación, cercana a tantas facultades, hacía que fuera muy práctico. Por aquel entonces vivían allí varios centenares de estudiantes, y casi todos sabíamos de la existencia de Katja. —Sonrió—. Y si no hubiera sido así, la habríamos conocido tarde o temprano. Lo que podía llegar a hacer con un suéter, tres pañuelos y unos pantalones era de lo más extraordinario. Tenía una mente innovadora para la moda. Eso es a lo que se quería dedicar, a propósito. Y lo habría hecho si las cosas no le hubieran ido tan mal.
Ese era exactamente el punto al que quería llevar la conversación: qué cosas le habían sucedido a Katja Wolff y por qué.
—No estaba cualificada para ser la niñera de mi hermana, ¿verdad? —le pregunté.
En ese momento Katie estaba acariciando las plumas de la cola del periquito y las extendía con el mismo espíritu de cooperación con el que había extendido las alas; aún las tenía extendidas, como si el pájaro se hubiera paralizado por el mero placer del tacto de la terapeuta.
—Sentía verdadera devoción por tu hermana —respondió Katie—. La quería. Se portaba muy bien con ella. Nunca vi que mostrara nada hacia Sonia que no fuera la más profunda de las ternuras y gentilezas. Fue un regalo celestial para tu hermana, Gideon.
Eso no era precisamente lo que esperaba oír y, en consecuencia, cerré los ojos e intenté recordar a Katja y a Sonia juntas. Quería una imagen mental que correspondiera a lo que yo le había explicado al policía de pelo rojo, no a lo que Katie me estaba contando en ese instante.
—Me imagino, sin embargo, que casi siempre las vería en la cocina, cuando Katja le daba de comer.
Apunté, con los ojos cerrados a medida que intentaba recordar, como mínimo, esa imagen: las viejas baldosas rojas y negras de linóleo del suelo, la mesa de madera con los pequeños semicírculos que habían quedado grabados por no haber puesto posavasos bajo las tazas, las dos ventanas inferiores a la altura de la calle y los barrotes que las protegían. Es extraño que pudiera recordar cómo los pies pasaban sobre la acera por delante de las ventanas de la cocina, pero que fuera incapaz de formarme una idea de una sola escena en la que hubiera acontecido algo que pudiera confirmarme lo que le había explicado a la policía.
—Las veía en la cocina —asintió Katie—. Pero también las veía en el convento, en la plaza, en todas partes. Parte del trabajo de Katja consistía en estimular sus sentidos y… —En ese instante se detuvo y dejó de acariciar al pájaro—… supongo que todo eso ya lo sabe.
—Tal y como le he dicho, mi memoria… —musité distraídamente.
Pareció ser suficiente, ya que prosiguió:
—¡Ah! Sí, de acuerdo. Bien, todos los niños, discapacitados o no, se benefician de que los estimulen sensorialmente, y Katja se encargó de que Sonia estuviera expuesta a una variedad de experiencias. Trabajó con ella para ayudarle a desarrollar las habilidades psicomotrices, y se preocupó de que estuviera expuesta a otros ambientes, aparte del de casa. Estaba limitada por la salud de su hermana, pero cuando Sonia era capaz de hacerlo, Katja se la llevaba de paseo. Y si yo estaba libre, también las acompañaba. En consecuencia, la veía con Sonia, no cada día pero bastantes veces por semana, durante todo el tiempo que su hermana estuvo… bien, viva. Además, Katja se portó muy bien con Sonia. Por lo tanto, cuando sucedió lo que sucedió… Bien, todavía no he sido capaz de entenderlo.
Todo lo que me estaba explicando era tan diferente de lo que me habían dicho o había leído en los periódicos que me vi obligado a intentar un ataque frontal.
—Esto no concuerda en lo más mínimo con lo que me han explicado.
—¿A quién se refiere?
—A Sarah-Jane Beckett, entre otros.
—¡No me sorprende! —exclamó Katie—. No debería tomarse en serio nada de lo que Sarah-Jane pueda decirle. Ella y Katja eran como el aceite y el agua. Asimismo, se ha de tener en cuenta a James. Estaba loco por Katja, no cabía en sí de alegría cada vez que Katja le dirigía la palabra. A Sarah-Jane no le sentó nada bien. Era más que evidente que se había reservado a James para sí misma.
Lo que me contó sobre James el Inquilino no tenía nada que ver con lo que me habían explicado de él, doctora Rose. La historia siempre cambiaba según adónde, cómo o a quién me dirigiera. Cambiaba de un modo sutil, una pequeña variación por aquí, un pequeño cambio por allá, pero era más que suficiente para despistarme y para que empezara a preguntarme a quién debería creer.
«Tal vez a nadie —me señala—. Cada persona ve las cosas a su manera, Gideon. Cada persona desarrolla una versión de los hechos pasados con la que pueda vivir, y si le preguntan, esa es la versión que cuenta. En el fondo, es la que se cree».
Pero ¿qué necesidad tenía Katie Waddington de alterar su propia versión veinte años más tarde? Entiendo que papá pueda hacerlo, que Sarah-Jane también lo haga, pero Katie… Ni siquiera vivía en casa. No le interesaba nada que no fuera la simple amistad con Katja Wolff, ¿no cree?
Con todo, la declaración de Katie Waddington en el juicio fue, entre otras muchas cosas, lo que determinó el destino de Katja Wolff. Lo había leído en un recorte de periódico en el que las palabras LA NIÑERA LE MIENTE A LA POLICÍA formaban un titular gigantesco. En la única declaración que hizo a la policía, Katja Wolff había afirmado que una llamada telefónica de Katie Waddington era lo que le había hecho ausentarse del cuarto de baño uno o dos minutos en la noche que Sonia se ahogó. Pero Katie Waddington había declarado, bajo juramento, que se encontraba en una clase nocturna en el preciso instante en que supuestamente había hecho esa llamada. Su declaración había sido confirmada por el profesor. Y la defensa prácticamente inexistente de Katja recibió un duro golpe.
«Pero, un momento. ¡Santo Cielo! ¿También habría amado Katie a James el Inquilino? —me pregunté—. ¿Habría organizado los acontecimientos de tal modo que James Pitchford quedara libre para ella?».
Como si se hubiera percatado de los pensamientos que ocupaban mi mente, Katie prosiguió con el mismo tema con el que había empezado:
—Katja no tenía ningún interés en James. Lo veía como alguien que podía ayudarle con su inglés, y supongo que podríamos afirmar que lo utilizó. Se dio cuenta de que él deseaba que pasara el poco tiempo libre del que disponía con él, y a ella no le importaba siempre que ese tiempo libre fuera usado para recibir clases de inglés. James estuvo de acuerdo con eso. Me imagino que esperaba que, si se portaba lo bastante bien con ella, acabaría enamorándose de él tarde o temprano.
—Por lo tanto, podría ser el hombre que la dejó embarazada.
—¿Como pago por las clases de inglés? Lo dudo. Katja no era de las que intercambiaba el sexo por cualquier otra cosa. Después de todo, podría haberle ofrecido sexo a Hannes Hertel a cambio de que la dejara subir al globo. Pero escogió una estrategia totalmente diferente, una que podría haber sido muy peligrosa.
Katie había dejado de acariciar el periquito azul y observaba al pájaro a medida que este iba recuperando los sentidos. Las plumas de la cola fueron las primeras en volver a la normalidad; luego las de las alas, y finalmente abrió los ojos. Parpadeó, como si se preguntara dónde estaba.
—Entonces, estaba enamorada de una persona que no era James. Seguro que sabe de quién.
—Que yo sepa, no estaba enamorada de nadie.
—Pero si estaba embarazada…
—No sea ingenuo, Gideon. Una mujer no necesita estar enamorada para quedarse embarazada. Ni siquiera necesita querer hacerlo. —Devolvió el pájaro azul a la jaula.
—¿Me está sugiriendo que…? —No podía ni decirlo de lo horrorizado que estaba, sólo con pensar lo que podría haber sucedido y con quién.
—¡No, no! —se apresuró a decir Katie—. Nadie la violó. Me lo habría contado. Estoy segura. Lo que quería decir era que… —Dudó un instante durante el cual sacó al pájaro verde de la jaula y empezó a darle el mismo masaje que le había dado al otro—. Tal y como ya le he dicho, bebía un poco. No mucho y no muy a menudo. Pero cuando bebía… bien, me temo que se olvidaba de ciertas cosas. Por lo tanto, existe la posibilidad de que ni ella misma lo supiera… Esa es la única explicación que se me ocurre.
—¿Explicación? ¿Para qué?
—Para el hecho de que yo no supiera que estaba embarazada —contestó Katie—. Nos lo contábamos todo. Y el hecho de que nunca me contara que estaba embarazada me sugiere que ni ella misma lo sabía. A no ser que quisiera mantener la identidad del padre en secreto, me imagino.
No quería ir en esa dirección, y tampoco quería que ella lo hiciera. En consecuencia, dije:
—Si bebía en sus noches libres y una vez acabó con alguien que ni siquiera conocía, quizá quisiera mantener el secreto. Si lo hubiera contado, aún habría quedado peor, ¿no cree? Especialmente cuando fue a juicio. Porque, tal y como tengo entendido, en el juicio hablaron de su personalidad. O, como mínimo, creo que Sarah-Jane Beckett sí que lo hizo.
—Por lo que al juicio se refiere —añadió Katie, dejando de acariciar la cabeza del pájaro verde por un instante—, yo quería ser testigo de solvencia moral. A pesar de su mentira sobre la llamada telefónica, yo creía que podía hacer mucho por ella. Pero no me lo permitieron. Su abogado no me llamó. Y cuando el fiscal del Estado averiguó que yo no sabía que estaba embarazada… Ya se puede imaginar la que armó durante el interrogatorio: «¿Cómo quiere que me crea que usted era la mejor amiga de Katja Wolff y una autoridad para decidir lo que era o no capaz de hacer si no confiaba en usted lo bastante para contarle que estaba embarazada?».
—Ya veo cómo fueron las cosas.
—Decidieron que se trataba de un asesinato. Creía que podría ayudarla. Deseaba ayudarla. Pero cuando me pidió que mintiera sobre esa llamada telefónica…
—¿Se lo pidió?
—Sí, me pidió que mintiera. Pero yo era incapaz. En un tribunal. Bajo juramento. No habría mentido por nadie. En ese momento tuve que fijar mis límites, y eso puso fin a nuestra amistad.
Bajó los ojos para observar el pájaro que sostenía en la palma de la mano, con el ala derecha extendida para recibir la caricia que el otro pájaro ya había recibido. «Criaturilla inteligente», pensé. Aún no había sido hipnotizada por las caricias, y ya estaba cooperando.
—Es extraño, ¿verdad? —espetó—. Uno puede creer de todo corazón que tiene un tipo de relación con una persona, y luego descubrir que nunca fue como se había imaginado.
—Sí —respondí—. Es muy extraño.