3 de noviembre

Libby ha vuelto a casa. Estuvo fuera tres días después de nuestro altercado en la plaza. No tuve noticias suyas durante todo ese tiempo, y el silencio de su casa era una acusación, afirmando que mi cobardía y mi monomanía era lo que la había obligado a marcharse. El silencio aseguraba que mi monomanía era simplemente un escudo útil tras el que podía esconderme para no tener que enfrentarme con el fracaso que había tenido con Libby: mi incapacidad de relacionarme con un ser humano que Dios Todopoderoso me había enviado con el único objetivo de hacer que me relacionara con ella.

«Aquí la tienes, Gideon —me dijo el Destino, o Dios, o el Karma el mismo día en que acepté alquilarle el piso de abajo a una mensajera de pelo rizado que necesitaba refugiarse de su marido—. Aquí tienes la oportunidad de solucionar lo que te ha estado atormentando desde que Beth saliera de tu vida».

No obstante, había permitido que esa extraña oportunidad de redención se me escapara de las manos. No sólo eso, sino que había hecho todo lo posible por evitar esa oportunidad. Porque, ¿qué mejor modo había de intentar evitar el contacto íntimo con una mujer que no fuera el de echar a pique mi carrera profesional, y así darme a mí mismo un único objetivo hacia el que encaminar mis esfuerzos? No es el momento adecuado para hablar de nuestra situación, querida Libby. No es el momento de reflexionar sobre la singularidad del caso. No es el momento de meditar por qué —después de estrechar tu cuerpo desnudo entre mis brazos, de sentir tus suaves pechos contra los míos, de notar tu pubis contra mi cuerpo— soy incapaz de experimentar nada, salvo la atroz humillación de no poder sentir nada. En realidad, no tengo tiempo para nada que no guarde relación con esa cuestión persistente, molesta y perniciosa que es mi música, Libby.

¿O el hecho de pensar en Libby en este momento es sólo un pretexto que me ayuda a encubrir lo que sea que represente esa puerta azul? ¿Cómo demonios puedo saberlo?

Cuando Libby regresó a Chalcot Square, ni llamó a mi puerta ni me telefoneó. Ni tampoco anunció su presencia haciendo rugir la Suzuki con estridencia ni poniendo música pop a todo volumen. Me enteré de que estaba de vuelta por el repentino ruido de las viejas cañerías que resonaba desde el interior de las paredes del edificio. Estaba tomando un baño.

Le di cuarenta minutos de tiempo desde que dejé de oír las cañerías. Entonces bajé la escaleras, salí al exterior y bajé los escalones que llevaban a su puerta principal. Dudé antes de llamar, y estuve a punto de abandonar la idea de mejorar mis relaciones con ella. Pero en el último momento, cuando estaba empezando a pensar: «Al infierno con todo», que era mi forma de dar la espalda y eludir el problema, me percaté de que no quería estar de punta con Libby. Como mínimo, había sido una buena amiga. Echaba de menos esa amistad, y quería asegurarme de que aún la tenía.

Tuve que llamar varias veces para conseguir que me respondiera. Y cuando lo hizo, preguntó: «¿Quién es?», desde detrás de la puerta cerrada, a pesar de que sabía muy bien que yo era probablemente la única persona que podría pasar a visitarla en Chalcot Square. Me mostré paciente. Me dije a mí mismo que debía de estar enfadada conmigo. Y que, considerando cómo habían ido las cosas, estaba en su derecho. Cuando abrió la puerta, le dije lo que se acostumbra a decir en esos casos:

—¡Hola! Estaba preocupado por ti. Cuando desapareciste…

—¡No mientas! —fue su respuesta, aunque no lo dijo con crueldad. Había tenido tiempo de vestirse, e iba vestida de forma diferente de lo que era habitual: una colorida falda que le colgaba hasta las pantorrillas y un suéter negro que le llegaba hasta la cadera. Iba descalza, aunque tenía una cadena de oro alrededor del tobillo. Estaba bastante guapa.

—No es mentira. Cuando te marchaste, pensé que te habías ido a trabajar. Pero cuando vi que no volvías… No sabía qué pensar.

—Otra mentira —replicó.

Insistí, diciéndome a mí mismo que era culpa mía y que tenía que aceptar el castigo.

—¿Puedo pasar?

Se alejó de la puerta haciendo un movimiento no muy distinto de un estremecimiento. Entré en el piso y vi que había estado cocinando. Tenía la comida dispuesta sobre la mesa auxiliar de delante del futón que usaba como sofá; era algo completamente diferente de sus habituales comidas preparadas o con curry: pechuga de pollo a la plancha, brócoli, y una ensalada de lechuga y tomates.

—Veo que estás comiendo. Lo siento. ¿Quieres que vuelva más tarde? —le pregunté, odiando la formalidad que oí en mi propia voz.

—No es necesario, siempre que no te importe verme comer —respondió.

—No me importa. ¿Te molesta que te mire mientras comes?

—No.

Ambos estábamos comprobando el grado de tensión con esa conversación. Había muchas cosas de las que hablar, pero las estábamos esquivando.

—Siento lo del otro día. Me refiero a lo que sucedió entre nosotros. Estoy pasando por un momento muy malo. Bien, es evidente que eso ya lo sabes. Pero hasta que no acabe con esto, no estaré bien para nadie.

—¿Antes lo estabas, Gideon?

Confundido, le pregunté:

—¿Qué quieres decir?

—Que si antes estabas bien para alguien. —Se encaminó de nuevo hacia el sofá, alisándose la falda a medida que se sentaba, un gesto muy poco propio de ella.

—No sé cómo responderte a eso con sinceridad, si a la vez quiero ser sincero conmigo mismo —respondí—. Supongo que debería decir que sí, que antes me encontraba bien y que volveré a estar bien de nuevo. Pero la verdad del asunto es que quizá no lo estuviera. Bien, lo que te quiero decir es que tal vez nunca me encontrara bien, y quizá jamás lo esté. En este momento es lo único que sé.

Bebía agua, y no Coca-Cola, que había sido su bebida favorita desde que la conocí. Tenía un vaso con una rodaja de limón que flotaba entre los cubitos de hielo; lo cogió mientras yo hablaba, y me observó por encima del borde mientras empezaba a beber.

—¡Me parece muy bien! —exclamó—. ¿Es esto lo que has venido a decirme?

—Tal y como ya te he dicho, estaba preocupado por ti. No tuvimos una despedida muy amistosa. Y al ver que te marchabas y que no volvías… Supongo que pensé que podías haberte… Bien, me alegra que hayas vuelto. Y que estés bien. Me alegra verte tan contenta.

—¿Por qué? —me preguntó—. ¿Qué pensaste que había hecho? ¿Que me había tirado al río o algo así?

—Por supuesto que no.

—¿Entonces?

En ese momento no me di cuenta de que estaba cogiendo el camino equivocado. Fui un estúpido al hacerlo y al dar por sentado que nos llevaría al destino que yo tenía en mente.

—Sé que tu situación en Londres es muy inestable, Libby. Por lo tanto, no te recriminaría que… bien, que hicieras todo lo que consideraras necesario para mejorar tu situación… Especialmente teniendo en cuenta el modo en que nos separamos. Pero estoy contento de que hayas vuelto. Muy contento. He echado de menos el hecho de tenerte cerca y poder hablarte.

—¡Ya entiendo! —exclamó mientras guiñaba el ojo, a pesar de que no sonrió—. Ya entiendo lo que quieres decir, Gideon.

—¿Qué?

Libby cogió el tenedor y el cuchillo y empezó a cortar el pollo. A pesar de que ya llevaba varios años en Inglaterra, me percaté de que todavía comía como una americana, pasándose de forma ineficaz el tenedor y el cuchillo de una mano a otra. Estaba explayándome en ese hecho cuando me respondió:

—Crees que he estado con Rock, ¿verdad?

—Bien, en realidad no había… Después de todo, trabajas para él. Y después de que tú y yo tuviéramos esa pelea… Sé que sería de lo más normal que tú… —No estaba muy seguro de cómo acabar la frase. Masticaba el pollo poco a poco, y observaba cómo me debatía por encontrar las palabras adecuadas, decidida, tal vez, a no hacer nada por ayudarme.

Al cabo de un rato, habló:

—Lo que pensabas es que había vuelto con Rock, y que estaba haciendo lo que Rock quiere que haga. Básicamente, follar con él siempre que él así lo desee. Y teniendo que soportarle, ya que él se folla todo lo que se le pone delante. ¿No es verdad?

—Ya sé que tiene la sartén por el mango, Libby, pero desde que te fuiste he estado pensando que si lo consultaras con un abogado especializado en leyes de inmigración…

—¡Y una mierda has estado pensando eso! —se burló.

—Escucha. Si tu marido sigue amenazándote con ir al Ministerio del Interior, podemos…

—Eso es lo que crees, ¿verdad, Gideon? —Dejó el tenedor—. No estaba con Rock Peters, Gideon. Seguro que te parece muy difícil de creer. Quiero decir, ¿por qué no iba a volver con un completo estúpido, si esa es, en realidad, mi manera de actuar? De hecho, ¿por qué no me voy a vivir con él y aguanto toda su mierda de nuevo? He soportado la tuya durante mucho tiempo sin ningún problema.

—Veo que todavía estás enfadada. —Solté un suspiro, frustrado por la incapacidad que parecía tener para comunicarme con la otra gente. Deseaba mucho salir de esa situación, pero no sabía a qué situación quería llegar. Era incapaz de ofrecerle a Libby lo que me había estado pidiendo a gritos durante meses, y en realidad no sabía qué más podía ofrecerle que le pareciera satisfactorio, no sólo en ese momento, sino también en el futuro. Sin embargo, deseaba ofrecerle algo—. Libby, no estoy bien. Lo has visto. Lo sabes. Todavía no hemos hablado de mis problemas más graves, pero te los imaginas porque has experimentado… Has visto… Has estado conmigo por la noche… —¡Dios! Era horrible intentar decirlo de una forma directa.

No había tomado asiento cuando ella lo había hecho; por lo tanto, atravesé la sala de estar hasta la cocina y regresé a la sala de nuevo. Esperaba a que ella me rescatara.

«¿Las otras solían hacerlo?», me pregunta.

«¿El qué?».

«Rescatarte, Gideon. Porque a menudo esperamos de la gente aquello a lo que nos han acostumbrado. Abrigamos esperanzas de que una persona nos dé lo que normalmente nos han dado los demás».

«Dios sabe que ha habido muy pocas, doctora Rose. Tuve una relación con Beth, claro está. Pero ella expresó su dolor a través del silencio, y desde luego yo no quería que Libby reaccionara así».

«¿Qué quería de Libby?».

«Comprensión, supongo. Que me aceptara tal y como soy, y así no tener que seguir con la conversación y evitar una confesión detallada. Pero me dejó muy claro que no me iba a dar nada de eso».

—No eres lo único que hay en la vida, Gideon —me dijo.

—Nunca he dicho eso —le respondí.

—Sí que lo has hecho. Desaparezco durante tres días y presupones que me he vuelto loca porque no podemos tener una relación normal. Das por sentado que he vuelto con Rock, y que nos pasamos el día en la cama por ti.

—Nunca habría pensado que te habías metido en la cama con él por mi culpa. Pero debes admitir que no te habrías ido a su casa si nosotros no hubiéramos… Si las cosas nos hubieran ido de otro modo. A ti y a mí.

—¡Ostras! ¿Estás sordo, o qué? ¿Me has escuchado? Pero ¿por qué ibas a hacerlo si no estamos hablando de ti?

—¡No es justo! Además, sí que te he escuchado.

—¿De verdad? Pues te acabo de decir que no estaba con Rock. Le vi, claro está. Iba a trabajar todos los días y, por lo tanto, no me quedaba más remedio que verlo. Y podría haber vuelto con él si así lo hubiera deseado, pero no quería hacerlo. Y si quiere llamar a la policía, o a quienquiera que sea que se llame en estos casos, lo hará y lo único que tendré que hacer será comprarme un billete de ida a San Francisco. Y no puedo hacer nada por evitarlo. Final de la historia.

—Tenéis que llegar a un acuerdo. Si te ama tanto como parece, tal vez puedas conseguir cierto asesoramiento que te permita…

—¿Te has vuelto completamente loco, o qué? ¿O tienes miedo de que empiece a pedirte cosas?

—Tan sólo estoy sugiriendo una solución al problema de la inmigración. No quieres que te deporten. Yo tampoco quiero que lo hagan. Y, sin lugar a dudas, Rock tampoco lo quiere, porque si lo quisiera ya habría hecho algo para alertar a las autoridades, a propósito, el que se ocupa de esto es el Ministerio del Interior, y ya habrían venido a por ti.

Estaba cortando el pollo de nuevo y se había llevado el tenedor a la boca. Pero no se había metido el trozo de pollo en la boca. Se limitaba a sostener el tenedor en el aire mientras yo hablaba, y cuando acabé, dejó el tenedor en el plato y se me quedó mirando durante unos quince segundos antes de pronunciar palabra. No obstante, lo que dijo no tenía ningún sentido. «Claqué», fueron sus palabras.

—¿Qué?

—Claqué, Gideon. Allí es donde fui cuando me marché de aquí. Eso es lo que hago: claqué. No lo hago muy bien, pero no me importa, porque no lo hago para sobresalir en ello. Lo hago porque me acaloro, sudo, porque me divierto y porque cuando acabo me siento muy bien.

—Sí, ya lo veo —respondí, aunque en realidad no lo veía. Estábamos hablando de su matrimonio, de su situación legal en el Reino Unido, de nuestras propias dificultades, como mínimo, lo estábamos intentando, y no llegaba a entender qué tenía que ver el claqué con todo eso.

—En mi clase de claqué hay una chica muy maja: una chica india que asiste a clase en secreto. Me invitó a su casa para que conociera a su familia. Y allí es donde he estado. Con ella. Con la familia. No estaba con Rock. Ni siquiera se me pasó por la cabeza ir a su casa. Lo único que pensé fue en lo que sería mejor para mí. Y eso es lo que hice, Gid. Así de simple.

—Sí, bien. Ya entiendo. —Me sentía como un disco roto. Percibía su enfado, pero no sabía qué hacer con él.

—No, no entiendes nada. Toda la gente de tu diminuto mundo vive, muere y respira por ti, y eso siempre ha sido de esa forma. Por lo tanto, supones que las cosas funcionan del mismo modo conmigo. No se te levanta cuando estamos juntos y, por lo tanto, yo me siento tan desgraciada que me voy a toda prisa a buscar al mayor gilipollas de todo Londres y me lo monto con él, y todo por tu culpa. Debiste de pensar que dije: «Gid no me quiere, pero el bueno de Rock seguro que sí, y si ese gilipollas integral me desea, yo me siento bien, me hace real, me hace existir».

—Libby, yo no he dicho nada de eso.

—No es necesario. Es tu forma de vivir y, por lo tanto, piensas que todo el mundo también vive así. Solo en tu mundo, vives para ese estúpido violín en vez de vivir para otra persona, y si el violín te rechaza o algo similar, ya no sabes quién eres. Y eso es lo que te pasa, Gideon. Pero mi vida no gira a tu alrededor. Y la tuya no debería girar en torno al violín.

Permanecí allí de pie, preguntándome cómo habíamos llegado a esa situación. No se me ocurría ninguna respuesta clara. Y en mi cabeza sólo podía oír a mi padre diciéndome: «Eso te pasa por ir con americanos; y de estos, los de California son los peores. No conversan. Psicoanalizan».

—Soy músico, Libby —espeté.

—No, eres una persona. Igual que yo.

—La gente no existe si no es por lo que hace.

—¡Claro que existe! La mayoría de la gente no tiene ningún problema en existir. Sólo la gente que no tiene un interior verdadero, la gente que nunca se ha tomado la molestia de averiguar quién es en realidad, se desmorona cuando las cosas no le salen como desea.

—Es imposible que sepas cómo… se acabará esta situación. Te he dicho que estoy pasando una mala época, pero estoy empezando a superarla. Cada día hago algo por salir de ella.

—¡No me estás escuchando! —Lanzó el tenedor sobre la mesa. No se había comido ni la mitad, pero llevó el plato hasta la cocina, metió el pollo y el brócoli en una bolsa de plástico y tiró la bolsa dentro de la nevera—. No tienes nada a lo que recurrir si la música no va bien. Y, por lo tanto, piensas que yo tampoco tengo nada si mi relación contigo, o mi relación con Rock, o mi relación con quien sea no funciona. Pero yo no soy como tú. Tengo una vida. Quien no la tiene eres tú.

—Esa es la razón por la que estoy intentando recuperarla. Porque hasta que no lo consiga, no seré bueno ni para mí ni para nadie.

—Falso. No. Nunca has tenido una vida propia. Lo único que tenías era el violín. Tocar el violín nunca te definió como persona, pero hiciste que así fuera, y ese es el motivo por el que en este momento no eres nada.

«Tonterías —oía cómo se mofaba papá—. Otro mes en la compañía de esta criatura y lo poco que te queda en el cerebro se convertirá en papilla. Ese es el resultado de una dieta constante de McDonalds, debates televisivos y libros de autoayuda».

Con papá en la cabeza y Libby delante de mí, no tenía ninguna oportunidad. La única alternativa que me quedaba era hacer una salida digna; lo intenté diciendo:

—Creo que ya lo hemos dicho todo sobre este tema. Podríamos concluir que será un tema en el que nunca estaremos de acuerdo.

—Bien, pues asegurémonos de que sólo hablemos de temas en los que estemos de acuerdo —replicó Libby—. Porque si las cosas se ponen, digamos, demasiado tensas para nosotros, quizá fuéramos capaces de cambiar.

Me encontraba junto a la puerta, pero con ese comentario de despedida se estaba pasando de la raya y, en consecuencia, tuve que corregirla:

—Hay gente a la que no le hace falta cambiar, Libby. Tal vez necesiten entender lo que les está sucediendo, pero eso no quiere decir que tengan que cambiar.

Antes de que pudiera responderme, me marché. Decir la última palabra me parecía de vital importancia. Con todo, mientras cerraba la puerta a mis espaldas —y lo hice con cuidado para que no pudiera pensar que había reaccionado mal a nuestra conversación— oí que decía: «Sí. Claro, Gideon», y algo cayó sobre el suelo de madera con virulencia, como si le hubiera pegado una patada a la mesilla.