1 de noviembre, 22.00
Es idéntica a la puerta que he visto en mi mente: azul brillante, azul cerúleo, el azul del cielo de verano en las Tierras Altas de Escocia. Tiene un aro plateado en el centro, dos cerraduras y un montante de abanico en la parte superior. Debajo de la ventana hay guarniciones de alumbrado, colocadas justo encima de la puerta. Hay una barandilla a lo largo de la escalera, y está pintada del mismo color de la puerta: de ese azul brillante, claro e inolvidable que, sin embargo, había olvidado.
Vi que la puerta parecía conducir a un piso: había ventanas a su alrededor, de las que colgaban cortinas, y desde Welbeck Way alcanzaba a ver que había unos cuadros colgados en lo alto de las paredes. Sentí una oleada de entusiasmo, que hacía meses que no sentía —o quizás años—, al darme cuenta de que detrás de esa puerta bien podría estar la explicación de lo que me había sucedido, la causa de mis problemas, y el remedio.
Me solté del brazo de papá con rapidez y subí esos escalones a toda prisa. Tal y como me dijo que hiciera en mi imaginación, doctora Rose, intenté abrir la puerta, aunque antes de hacerlo ya me había dado cuenta de que necesitaría una llave. Por lo tanto, llamé a la puerta. La aporreé.
Mi esperanza de ser rescatado se desvaneció bien pronto, ya que la puerta fue abierta por una mujer china que era tan bajita que al principio pensé que se trataba de una niña. También pensé que llevaba guantes, pero luego caí en la cuenta de que tenía las manos cubiertas de harina. Nunca la había visto con anterioridad.
—¿Qué desea? —me preguntó mientras me observaba con cortesía. Al ver que no decía nada, dirigió la mirada hacia mi padre, que esperaba al pie de la escalera—. ¿En qué puedo ayudarle? —inquirió, moviéndose sutilmente mientras hablaba, colocando la cadera y la mayor parte de su peso, el poco que tenía, tras la puerta.
No tenía ni idea de lo que podía preguntarle. No tenía ni idea de por qué su puerta principal me había estado obsesionando. No tenía ni idea de por qué había corrido escalones arriba sintiéndome tan seguro de mí mismo, tan erróneamente convencido de que había encontrado la solución a mis problemas.
—Lo siento. Lo siento. Ha sido un error —me disculpé, añadiendo, sin embargo, lo que ya sabía que sería una pregunta inútil—. ¿Vive sola?
Es innecesario decir que me di cuenta de que era una pregunta equivocada tan pronto como la formulé. ¿Qué mujer en su sano juicio iba a decirle a un extraño, que se había presentado en la puerta de su casa, que vivía sola aunque fuera verdad? Pero antes de que pudiera responder a mi pregunta, oí la voz de un hombre que decía tras ella: «¿Quién es, Sylvia?», y obtuve mi respuesta. Obtuve mucho más que eso, porque un segundo después de haber formulado la pregunta, el hombre abrió la puerta del todo y se asomó. Y, al igual que con Sylvia, nunca lo había visto con anterioridad: era un señor alto y calvo, con las manos del tamaño del cráneo de la mayoría de la gente.
—Lo siento. Me he equivocado de dirección —me disculpé.
—¿A quién quiere ver? —me preguntó.
—No lo sé —contesté.
Al igual que Sylvia, volvió la mirada hacia mi padre y replicó:
—Pues nadie lo diría por la forma en la que ha aporreado la puerta.
—Sí, creía que… —¿Qué creía? ¿Que estaban a punto de darme el don de la clarividencia? Supongo que sí.
No obstante, no conseguí averiguar nada en Welbeck Way. Y cuando le dije a mi padre, después de que hubieran cerrado la puerta azul: «Es parte de la respuesta. Te lo prometo», mi padre se limitó a responder con aversión: «Ni siquiera sabes cuál es la maldita pregunta».