1 de noviembre, 16.00
No avancé mucho en mi búsqueda.
Encontré un archivador de correspondencia en uno de los cajones que había abierto. Entre las cartas —la mayoría eran sobre temas relacionados con mi carrera— había una de una abogada con dirección en el norte de Londres. Su clienta, Katja Verónica Wolff, había autorizado a doña Harriet Lewis a ponerse en contacto con Richard Davies con respecto a cierto dinero que le debía. Como las condiciones de su libertad condicional le prohibían ponerse en contacto personalmente con ningún miembro de la familia Davies, la señorita Wolff estaba haciendo uso de ese canal legal como conducto para poder resolver el asunto de una forma satisfactoria. Si el señor Davies fuera tan amable de llamar a la señorita Lewis tan pronto como pudiera al número de teléfono que figuraba a continuación, esos asuntos monetarios podrían ser resueltos con toda prontitud y para satisfacción de todos. Atentamente, señorita Lewis, etcétera.
Observé la carta. No hacía ni dos meses que había sido enviada. El lenguaje que utilizaba no parecía contener el tipo de amenaza encubierta que uno esperaría de un abogado que tiene intenciones de llevar a alguien a juicio. Era un lenguaje directo, correcto y profesional. Como tal, uno no podía evitar preguntarse el porqué.
Estaba reflexionando sobre las posibles respuestas a esa pregunta cuando mi padre entró en el piso. Lo oí entrar. Oí su voz y la de Jill en la cocina. Poco después, sus pasos me indicaron que salía de la cocina para dirigirse a la habitación del abuelo.
Cuando abrió la puerta, todavía me encontraba sentado con el archivador abierto a mis pies y con la carta de Harriet Lewis en la mano. No hice ningún intento por ocultar el hecho de que estaba registrando las pertenencias de mi padre, y cuando atravesó la habitación diciendo con brusquedad: «¿Qué estás haciendo, Gideon?», respondí entregándole la carta y preguntándole: «¿Qué hay detrás de todo esto, papá?».
Dirigió sus ojos hacia la carta con rapidez. La volvió a colocar en el archivador y guardó el archivador en el cajón antes de responder:
—Quería que le pagara el tiempo que pasó en prisión preventiva antes de ir a juicio —respondió—. El primer mes de prisión preventiva constituía el mes de anticipación con el que teníamos que avisarla antes de despedirla, y quería el dinero de ese mes y los respectivos intereses.
—¿Después de tantos años?
Quizás un comentario más adecuado habría sido: «¿Después de haber asesinado a Sonia?». Mi padre cerró el cajón de golpe.
—Se encontraba muy segura del lugar que ocupaba en la familia, ¿no es verdad? Nunca se le pasó por la cabeza que pudieran despedirla.
—No tienes ni idea de lo que estás hablando.
—¿Has contestado la carta? ¿La has llamado, tal y como te pedía?
—No tengo la menor intención de recordar esa época, Gideon.
Miré el cajón donde había guardado la carta, hice un gesto de asentimiento y repliqué:
—Sin embargo, por lo que parece hay alguien que no está de acuerdo contigo. No sólo eso, sino que a pesar de lo que alguien hizo por arruinarte la vida, ese alguien no siente ningún remordimiento al volver a entrar en tu vida a través de su abogada. No entiendo por qué, a no ser que hubiera algo más entre la niñera y su jefe. Porque ¿no crees que una carta como esta indica una sensación de seguridad que una persona en la situación de Katja Wolff no debería tener respecto a ti?
—¿Qué demonios quieres decir con eso?
—He recordado cómo mamá te hablaba sobre Katja. He recordado sus sospechas.
—No haces más que recordar tonterías.
—Sarah-Jane Beckett me contó que James Pitchford no estaba interesado por Katja. De hecho, me explicó que no tenía ningún interés por las mujeres. Eso hace que tengamos que descartarle, papá, y sólo quedáis tú y el abuelo, los únicos hombres que había en la casa. O Raphael, supongo, aunque creo que tanto tú como yo sabemos a quién amaba Raphael.
—¿Qué estás insinuando?
—Sarah-Jane Beckett me dijo que al abuelo le caía muy bien Katja, y que le gustaba estar con ella, pero de alguna forma no me puedo imaginar al abuelo consiguiendo hacer nada más que no fueran las cosas propias del amor juvenil. Sólo quedas tú.
—Sarah-Jane Beckett era una vaca celosa —respondió mi padre—. Se fijó en Pitchford el primer día que entró en la casa. Después de oír cómo él pronunciaba una mísera y ridícula sílaba con su boca tan educada, ya creía que se encontraba ante el Segundo Advenimiento. Era una escaladora social de primera categoría, Gideon, y antes de que Katja entrara en nuestras vidas, nada se interponía entre ella y la cima de la montaña, que era el estúpido ese de Pitchford. Lo último que hubiera deseado ver era que Katja intimaba con él, porque le quería para sí misma. Y supongo que tienes la suficiente psicología básica para llegar a entender lo que eso significa.
Me vi obligado a hacer sólo eso: reflexionar sobre el rato que había pasado en Cheltenham y calibrar lo que Sarah-Jane me había dicho, contrastándolo con lo que mi padre me estaba afirmando en aquel momento. ¿Había habido una satisfacción vengativa en los comentarios que Sarah-Jane había hecho sobre Katja Wolff? ¿O simplemente se había limitado a responder las preguntas que yo le había hecho? Con toda probabilidad, si yo hubiera ido a visitarla con el único deseo de volver a establecer contacto con ella, no habría sacado el tema de Katja ni el de la vida en aquella época. ¿Y no era propio de los celos que se ridiculizara el objeto de esa pasión siempre que surgiera la oportunidad? Por lo tanto, si sólo sentía celos, ¿no habría sacado el tema de Katja Wolff por propia iniciativa? Y al margen de lo que Sarah-Jane hubiera sentido por Katja Wolff hace veinte años, ¿por qué debería seguir sumida en ese sentimiento? Escondida en su casa elegantemente decorada de Cheltenham, esposa, madre, coleccionista de muñecas, pintora de acuarelas correctas aunque no muy artísticas, no tenía ninguna necesidad de explayarse en el pasado, ¿no es verdad?
En mis pensamientos, mi padre dijo con brusquedad: «Esto hace demasiado tiempo que dura, Gideon», en un tono de voz tan abrupto que puso fin a mis reflexiones.
—¿Cómo dices? —le pregunté.
—Esta pérdida de tiempo con fruslerías. El hecho de que te contemples tanto el ombligo. Creo que ya no puedo más. Ven conmigo. Vamos a ocuparnos de esto una vez por todas.
Pensé que iba a contarme algo que aún no sabía y, por lo tanto, lo seguí. Esperaba que me llevara al jardín para poder mantener una conversación confidencial, fuera del alcance del oído de Jill, que seguía en la cocina, poniendo las muestras de pintura sobre la repisa de la ventana con satisfacción. Pero se dirigió a la puerta de entrada, y desde allí a la calle. Avanzó a grandes pasos hacia el coche, que estaba aparcado a medio camino entre Braemar Mansions y Gloucester Road.
—Entra —me dijo a medida que abría la puerta, y al ver que dudaba, exclamó—: ¡Por el amor de Dios, Gideon! ¡Ya me has oído! ¡Haz el favor de entrar!
—¿Adónde vamos? —le pregunté mientras ponía el motor en marcha.
Puso la marcha atrás, sacó el coche con dificultad y pisó el acelerador. Avanzamos a toda velocidad por Gloucester Road rumbo a esas verjas de hierro forjado que limitan la entrada de Kensington Gardens.
—Vamos a donde deberíamos haber ido en primer lugar —respondió.
Se dirigió hacia el este a lo largo de Kensington Road, conduciendo de una forma que no era propia de él. Avanzó entre taxis y autobuses, y tocó la bocina cuando dos mujeres cruzaron la calle cerca de Albert Hall. Viró con brusquedad a la izquierda en Exhibition Road, y eso nos llevó a Hyde Park. Todavía fue mucho más rápido por South Carriage Drive. No me percaté de adónde me llevaba hasta que no pasamos por delante de Marble Arch. Pero no dije nada hasta que por fin aparcó el coche en el aparcamiento subterráneo de Portman Square, donde siempre aparcaba cada vez que yo tocaba cerca.
—¿Qué sentido tiene todo esto, papá? —le pregunté, intentando mostrarme paciente cuando en realidad lo que tenía era miedo.
—¡Vas a superar todas esas tonterías! —exclamó—. ¿Eres lo bastante hombre para entrar conmigo, o has perdido los cojones además de la vitalidad?
Abrió su puerta de un golpe y esperó a que yo saliera. Sentí cómo se me estremecían las tripas con tan sólo imaginarme lo que tendría que soportar en los minutos siguientes. Pero, de todas maneras, salí del coche. Y anduvimos uno al lado del otro a lo largo de Wigmore Street, rumbo a Wigmore Hall.
«¿Qué sintió? —me pregunta—. ¿Qué experimentó, Gideon?».
Reviví la noche que me dirigía hacia allí. Sólo que esa vez estaba solo porque había ido directamente desde Chalcot Square.
Voy andando por la calle, y no tengo ni idea de lo que el futuro me depara. Estoy nervioso, pero del modo que siempre suelo estarlo antes de una actuación. Eso ya se lo he contado, ¿verdad? ¿Mis nervios? Es curioso, pero no recuerdo haber estado nervioso cuando debería haberlo estado: tocando en público por primera vez a los seis años, tocando en varios conciertos a los siete, tocando para Perlman, conociendo a Menuhin… ¿Qué me sucedía entonces? ¿Cómo era capaz de tomarme las cosas con tanta calma? Perdí esa seguridad ingenua en algún momento de mi carrera. Así pues, esa noche que me dirijo a Wigmore Hall no es diferente de las demás noches que he vivido, y tengo la esperanza que esos nervios anteriores al concierto se me pasarán como siempre sucede, tan pronto como levanto el Guarneri y el arco.
Camino, y pienso en mi música, recordándola en mi cabeza como suelo hacer. Esa obra no me ha salido perfecta en ningún ensayo —ni una sola vez—, pero me convenzo a mí mismo de que la memoria muscular me ayudará en los fragmentos que me resulten más difíciles.
«¿Algunos fragmentos en particular? —me pregunta—. ¿Siempre eran los mismos?».
No. Eso es precisamente lo que siempre me ha parecido muy peculiar de El Archiduque. Nunca sé en qué parte de la obra me voy a equivocar. Nunca ha dejado de ser un campo lleno de minas, y aunque he progresado con lentitud para vencer las dificultades, siempre me he encontrado con un explosivo.
Por lo tanto, avanzo por la calle, oyendo apenas la multitud que se reúne después del trabajo en el pub por el que paso, y pienso en mi música. De hecho, mis dedos encuentran las notas a pesar de que llevo el Guarneri guardado en su funda, y al hacerlo, calman mi ansiedad en cierta manera, lo que interpreto —de forma errónea— como una señal de que todo irá bien.
Llego con noventa minutos de antelación. Justo antes de girar la esquina para acceder a la entrada de los artistas que hay en la parte trasera de la sala de conciertos, veo cómo la entrada principal recubierta de cristal se refleja a lo largo de la acera, repleta en ese momento tan sólo por los peatones que se dirigen a casa a toda prisa después del trabajo. Toco mentalmente los diez primeros compases del allegro. Me digo a mí mismo lo bonito que es poder tocar con dos amigos como Beth y Sherrill. No tengo ni idea de lo que me sucederá durante esos noventa minutos que pondrán fin a mi carrera. Soy, si me permite decirlo, como un cordero que va rumbo al matadero, sin advertir el peligro y sin la habilidad para darse cuenta de que el aire está impregnado de sangre.
Mientras me encaminaba hacia la sala de conciertos con papá, me acordé de todo esto. Pero no había ninguna sensación de urgencia en mi turbación, porque ya sabía cómo iban a ser los minutos siguientes.
Tal y como hice esa noche, giramos la esquina de Welbeck Street. No habíamos pronunciado palabra desde que habíamos salido del aparcamiento subterráneo. Interpreté el silencio de papá como una determinación firme. Él probablemente interpretó el mío como un consentimiento a su plan, en vez de mera resignación a lo que sabía que sería el resultado.
En Welbeck Way volvimos a girar, encaminándonos hacia las dobles puertas rojas sobre las que las palabras ENTRADA DE ARTISTAS están labradas sobre un frontón de piedra. Pensaba en el hecho de que papá no había planeado muy bien su estrategia. Seguramente habría gente en las taquillas de la parte delantera del edificio, pero a esas horas la entrada de los artistas estaría cerrada, y aunque llamáramos a la puerta no habría nadie para abrirla. Así pues, si papá quería que reviviera la noche de El Archiduque lo estaba haciendo mal, y estaba a punto de ver cómo se frustraban sus planes.
Estaba a punto de decírselo en el instante en que los pies me fallaron, doctora Rose. Primero me fallaron, y después se detuvieron por completo, y no había nada en el mundo que me hubiera animado a seguir andando.
Papá me cogió del brazo y exclamó:
—¡Si huyes no conseguirás nada, Gideon!
Pensó que tenía miedo, claro, que estaba paralizado por la ansiedad, y que me resistía a correr el riesgo que, sin lugar a dudas, la música representaba. Pero lo que me paralizaba no era el miedo, sino lo que había visto delante de mí, eso que me parecía imposible haber olvidado hasta ese momento, a pesar del elevado número de veces que había tocado en Wigmore Hall en el pasado.
La puerta azul, doctora Rose. La misma puerta azul que se me ha aparecido cada cierto tiempo en mis recuerdos y en mis sueños. Está situada al final de un tramo de diez escalones, justo al lado de la entrada de artistas de Wigmore Hall.