1 de noviembre

Protesto, doctora Rose. No estoy eludiendo ningún deber. Puede cuestionarse mi búsqueda de la verdad con respecto a mi hermana, puede concluir que pasarme el día yendo y viviendo de Cheltenham me sirve para distraerme, y puede examinar las razones que me llevan a pasarme tres horas en la biblioteca de la Asociación de Prensa, copiando y leyendo los artículos sobre la detención y el juicio de Katja Wolff. Pero no puede acusarme de eludir los ejercicios que usted misma me asignó en primer lugar.

Sí, usted me ordenó que escribiera todo lo que recordara, y eso es precisamente lo que he estado haciendo. Y me parece que hasta que no consiga averiguar la verdad sobre la muerte de mi hermana, cualquier otro recuerdo que pueda tener va a estar bloqueado. Así pues, más me vale continuar con este asunto. Más me vale averiguar lo que sucedió por aquel entonces. Si esta empresa es un elaborado engaño inconsciente para no recordar lo que debo —sea lo que sea—, tarde o temprano nos daremos cuenta, ¿no cree? Y mientras tanto, usted se hará rica con los incontables citas que tendremos juntos. Incluso es posible que sea paciente suyo toda la vida.

Y no me diga que siente mi frustración, por favor, porque es obvio que estoy frustrado, porque cuando pienso que he logrado algo, usted permanece ahí sentada y me pide que piense en el proceso de racionalización y que reflexione sobre lo que podría significar en mi búsqueda actual.

Ya le diré yo lo que quiere decir esa racionalización: quiere decir que, consciente o inconscientemente, estoy evitando pensar en el motivo que me impide tocar. Quiero decir que estoy elaborando un complicado laberinto para frustrar sus intentos de ayudarme.

¿Lo ve? Soy totalmente consciente de lo que podría estar haciendo. Y ahora le pido que me deje seguir haciéndolo.

He estado en casa de papá. No estaba en casa cuando llegué, pero Jill sí que estaba. Ha decidido pintar la cocina del piso de mi padre, y tenía varias muestras de colores extendidas sobre la mesa. Le dije que había ido para mirar unos papeles antiguos que papá guardaba en la habitación del abuelo. Me lanzó una de esas miradas de complicidad que indican que dos personas están de acuerdo sobre un tema aunque no hablen de él y, en consecuencia, llegué a la conclusión de que el museo que papá había dedicado a su padre iba a quedar guardado en cajas tan pronto como se mudaran a su nueva casa. Evidentemente, no se lo habría dicho a papá. Jill no acostumbraba a ser tan directa.

—Espero que te hayas traído las botas de agua —me dijo.

Le dediqué una sonrisa, pero no respondí; me limité a entrar en la habitación de mi abuelo y a cerrar la puerta a mi espalda.

No suelo frecuentar esa habitación. Esa muestra de devoción extraordinaria de mi padre hacia el suyo propio me hace sentir incómodo. Supongo que en cierta manera pienso que el fervor que mi padre siente por el recuerdo del abuelo es un poco equivoco. Cierto, el abuelo sobrevivió a un campo de concentración, a incontables privaciones, a trabajos forzados, a la tortura y a unas condiciones más propias de un animal que de un ser humano, pero dominó la vida de mi padre con irrisión —por no decir con una mano de hierro—, tanto antes como después de la guerra, y nunca he sido capaz de entender por qué mi padre se aferra a su recuerdo en vez de enterrarlo de una vez por todas. Después de todo, la presencia de mi abuelo fue la que modeló nuestras vidas en Kensington Square: el historial sobrehumano de empleos de mi padre se debía a que mi abuelo era incapaz de mantenerse a sí mismo, a su mujer o el estilo de vida que llevaba; el hecho de que mi madre tuviera que trabajar —a pesar de haber dado a luz a una niña discapacitada— se debía a que los ingresos de papá no bastaban para pagar los gastos de sus propios padres, de la casa y de mi música; en un principio, la idea de que yo estudiara música fue fomentada y financiada por el abuelo, ya que este decretó que así sería… Y además de todo esto, siempre oigo sus acusaciones: «¡Monstruos, Dick! ¡Sólo eres capaz de engendrar monstruos!».

Así pues, una vez dentro de su habitación, evité contemplar la exposición de objetos memorables del abuelo. Me dirigí al escritorio del que papá había sacado la fotografía de Katja Wolff y Sonia, y abrí el primer cajón, que estaba repleto de papeles y carpetas.

«¿Qué estaba buscando?», me pregunta.

Algo que pudiera asegurarme lo que había sucedido. Porque no estoy seguro de nada, doctora Rose, y cuantas más noticias consigo desenterrar, más confundido me siento.

He recordado algo sobre mis padres y Katja Wolff. Ese recuerdo fue desencadenado por la conversación que mantuve con Sarah-Jane Beckett y por lo que sucedió después, es decir, por esas horas adicionales que pasé en la biblioteca de la Asociación de Prensa. Encontré un diagrama entre todos esos recortes, doctora Rose, una clase de dibujo que mostraba las lesiones, previamente curadas, que Sonia había tenido durante esa época. Había una clavícula fracturada. Una cadera dislocada. Un dedo índice que había sido curado después de un tiempo, y una muñeca que probaba la existencia de una fractura casi imperceptible. Sentí que una sensación de náusea me invadía al leer todo aquello. En mi mente sólo resonaba una pregunta: ¿Cómo podía ser que Katja —o cualquier otra persona— hubiera podido hacerle daño a Sonia sin que ninguno de nosotros se diera cuenta de lo que estaba sucediendo?

Los periódicos decían que, en el segundo interrogatorio, el testigo principal de la acusación —un médico especializado en los casos de abuso de menores— admitió que los huesos de un niño, más dados a las fracturas, también eran más dados a una pronta recuperación sin necesidad de que interviniera un médico. También admitió que, como no era especialista en las anomalías del esqueleto de los niños que sufrían síndrome de Down, no podía negar que las fracturas y dislocaciones que Sonia había padecido pudieran haber estado relacionadas con su enfermedad. Pero después de un segundo interrogatorio por parte de la acusación, subrayó el punto que era más importante de su declaración: si el cuerpo de un niño sufre algún tipo de agresión, acabará por mostrar cierta reacción. Que esa agresión no haya sido tratada y que la reacción haya pasado inadvertida sólo puede querer decir una cosa: que alguien estaba descuidando sus obligaciones.

Con todo, Katja Wolff siguió sin pronunciar palabra. Cuando le dieron la oportunidad de ponerse en pie en defensa propia —aunque sólo fuera para hablar de la enfermedad de Sonia, de las operaciones, de todos los problemas de salud que habían hecho que fuera una niña difícil de cuidar y una fuente constante de lloros inconsolables—, Katja Wolff permaneció en silencio en el banquillo de los acusados mientras que el fiscal del Estado atacaba con ferocidad su «cruel indiferencia ante los sufrimientos de una niña», su «incuestionable egoísmo» y la «animosidad que había surgido entre la chica alemana y la familia».

Entonces fue cuando me acordé, doctora Rose.

Estamos desayunando; lo estamos haciendo en la cocina, y no en el comedor. Sólo estamos nosotros cuatro: papá, mi madre, Sonia y yo. Yo estoy jugando con mis cereales y alineando rodajas de plátano como si fuera a cargarlas en una barcaza, a pesar de que me han ordenado que coma y que no juegue, y Sonia está sentada en su silla alta mientras mi madre le da de comer.

—No podemos seguir así, Richard —protesta mi madre, y yo alzo los ojos de mi cargamento de cereales, ya que creo que está enfadada conmigo porque no estoy comiendo y que está a punto de reñirme. Pero mamá prosigue—: Volvió a salir hasta la una y media. Le hemos dado un horario, y si no puede adaptarse…

—Debe tener algunas noches libres —replica papá.

—Pero no los días siguientes por la mañana. Llegamos a un acuerdo, Richard.

Y deduzco que Katja debería estar con nosotros a la hora del desayuno, dándole de comer a Sonia. No ha conseguido levantarse para cuidar de mi hermana y, por lo tanto, mi madre está haciendo su trabajo.

—Le pagamos para que cuide del bebé —añadió mi madre—. No para que se vaya a bailar ni al cine, ni para que mire la televisión y satisfaga su vida amorosa en nuestra propia casa.

Eso es lo que he recordado, doctora Rose, ese comentario sobre la vida amorosa de Katja. Y también recuerdo lo que mis padres dijeron a continuación:

—No está interesada por nadie de esta casa, Eugenie.

—Por favor, no esperes que me lo crea.

Los observo —primero a papá y después a mi madre— y noto algo en el aire que no soy capaz de identificar, quizás una sensación de malestar. Y en ese momento llega Katja a toda prisa. No cesa de disculparse por no haber oído el despertador.

—Yo por favor doy de comer a la pequeña —dice en su inglés que debe de empeorar cuando está nerviosa.

—Gideon, ¿serías tan amable de llevarte los cereales al comedor, por favor? —me dice mi madre. Y debido a la tensión que hay en la cocina, obedezco. Pero me detengo para escucharles sin ser visto y oigo que mi madre dice—: Ya hemos tenido una conversación sobre tus obligaciones matutinas, Katja.

—Por favor, deja dar comer al bebé, frau Davies —responde Katja con una voz clara y firme.

Ahora me doy cuenta, doctora Rose, que es la voz de alguien que no tiene miedo de su jefa. Y esa voz me sugiere que Katja tiene muchos motivos para no tener miedo.

Así pues, me dirigí al piso de mi padre. Saludé a Jill. Pasé por alto los certificados, las vitrinas y los baúles que contenían las pertenencias de mi abuelo y fui derechito al escritorio de mi abuela, que mi padre ha usado como si fuera el suyo propio durante años.

Buscaba algo que pudiera confirmar la relación entre Katja y el hombre que la había dejado embarazada. Porque finalmente me había dado cuenta de que si Katja Wolff había guardado silencio sólo podía ser por una razón: para proteger a alguien. Y ese alguien tenía que ser mi padre, que había guardado su fotografía durante más de veinte años.