25 de octubre
«Cuando se presentaron todos los hechos», había dicho Raphael Robson. Y eso es lo que busco, ¿no es verdad?, una presentación detallada de los hechos.
No me contesta. Se limita a mirarme con esa cara inexpresiva, tal y como sin duda le enseñaron a hacer cuando era interna en un hospital psiquiátrico o cualquier otra cosa que fuera en su época de estudiante, y espera a que yo le dé una explicación del porqué he decidido actuar en esa dirección. Al verlo, me quedo sin palabras y, en consecuencia, comienzo a cuestionarme a mí mismo. Examino los motivos que me pueden haber llevado a un cambio de actitud —como usted lo llamaría— y reconozco cada uno de mis miedos.
«¿Cuáles son?», me pregunta.
«Ya sabe a qué miedos me refiero, doctora Rose».
«Me los imagino —responde—. Yo pienso, especulo y me pregunto cuáles son, pero no lo sé. El único que puede saberlo es usted, Gideon».
«De acuerdo. Tiene razón. Y para demostrarle hasta qué punto estoy de acuerdo con usted, se los nombraré: miedo a las multitudes, miedo a quedarme atrapado en el metro, miedo a la velocidad excesiva, pánico a las serpientes».
«Son miedos muy comunes», apunta.
Además del miedo al fracaso, miedo a la desaprobación de mi padre, miedo a los espacios cerrados…
Al oírlo levanta una ceja, un lapso momentáneo en su inexpresivo rostro.
Sí, tengo miedo a quedarme encerrado, y veo la conexión que eso guarda con las relaciones, doctora Rose. Tengo miedo de sentirme asfixiado por alguien, y ese miedo indica que tengo un miedo mayor a intimar con una mujer. Con cualquier persona, a ese respecto. Pero eso no es nada nuevo para mí. He tenido muchos años para pensar cómo, por qué y en qué momento mi relación con Beth se vino abajo, y, créame, he tenido muchas oportunidades para reflexionar sobre mi falta de respuesta por Libby. Por lo tanto, si conozco y admito mis miedos, si los saco a la luz y los sacudo como si fueran trapos, ¿cómo puede usted o mi padre o cualquier otra persona acusarme de sustituirlos por un interés enfermizo por la muerte de mi hermana, en lo que la causó, en el juicio que hubo a continuación y en lo que pasó después del juicio?
«Yo no le acuso de nada, Gideon —me dice, estrechando las manos sobre su regazo—. No obstante, ¿se acusa a sí mismo?».
«¿De qué?».
«Quizá pueda decírmelo».
«Ya entiendo de qué va el juego. Y sé adónde quiere llevarme. Al mismo sitio que todos los demás, a excepción de Libby, claro está. Quiere llevarme a la música, doctora Rose, a que le hable de música, a ahondar en la música».
«Sólo si es ahí donde quiere ir», me dice.
«¿Y si no quiero hacerlo?».
«Podríamos hablar del porqué».
«¿Se da cuenta? Está intentando engañarme. Si puede conseguir que reconozca…».
«¿El qué? —me pregunta cuando ve que dudo, con una voz tan suave como un plumón de oca—. Quédese con ese miedo —me dice—. El miedo sólo es un sentimiento. No es un hecho».
«Pero el hecho es que soy incapaz de tocar. Y ese miedo está relacionado con la música».
«¿Sólo con la música?».
¡Ya conoce la respuesta, doctora Rose! Sabe que tengo miedo a una obra en particular. Sabe hasta qué punto me obsesiona El Archiduque. Y también sabe que cuando Beth sugirió que lo tocáramos, no me pude negar. Porque fue Beth quien lo sugirió, no Sherrill. Si lo hubiera hecho Sherrill, podría haberle dicho: «¿Por qué no escoges otra cosa?» sin pensármelo dos veces, porque aunque Sherrill no tenga ninguna pieza musical de la mala suerte y, por lo tanto, podría haber cuestionado mi negativa a tocar El Archiduque, la verdad es que Sherrill tiene un talento tan grande que para él cambiar de una obra a otra es tan simple que el hecho de cuestionar ese cambio le habría supuesto un gasto de energía superior al que hubiera deseado dedicar a ese asunto. Pero Beth no es como Sherrill, doctora Rose, ni en talento ni en laissez-faire. Beth ya se había preparado El Archiduque y, por lo tanto, ella lo habría cuestionado. Y al hacerlo, podría haber relacionado mi incapacidad de tocar El Archiduque con ese otro fracaso importante con el que estuvo demasiado familiarizada en el pasado. En consecuencia, no hice nada por intentar cambiar su elección. Decidí enfrentarme de cabeza a mi pieza de la mala suerte. Y cuando me pusieron a prueba, fracasé.
«¿Y antes?», me pregunta.
«¿Antes de qué?».
«Antes de la actuación en Wigmore Hall. Supongo que debieron ensayar».
«Por supuesto que sí».
«¿Entonces la tocó?».
«Nunca habríamos organizado un concierto en público de tres instrumentos si uno de ellos…».
«¿Entonces la tocó sin problemas? Me refiero al ensayo».
«Nunca la he tocado sin problemas, doctora Rose. Ni en privado ni durante los ensayos, nunca he sido capaz de tocarla sin estar hecho un saco de nervios, sin retorcimiento de tripas, sin dolor de cabeza, sin una sensación de mareo que me hace pasar una hora en el lavabo, y todo eso me sucede cuando ni siquiera toco en público».
«¿Qué sucedió la noche de Wigmore Hall? —me pregunta—. ¿Reaccionó de la misma forma ante El Archiduque antes del concierto de Wigmore Hall?».
Dudo.
Veo cómo sus ojos brillan con interés al ver mi vacilación: tenía que evaluar, decidir y escoger entre salir adelante o esperar y dejar que la comprensión y las confesiones llegaran cuando quisieran.
Porque no sufrí antes de esa actuación.
Y hasta este momento nunca me lo había planteado.