23 de octubre, 1.00
He vuelto a soñar. Me despierto recordando el sueño. Ahora estoy sentado en la cama, con la libreta sobre las rodillas, para escribir un resumen a toda prisa.
Me encuentro en la casa de Kensington Square. Estoy en la sala de estar. Observo cómo los niños juegan en el jardín, y ellos se dan cuenta de que los observo. Me saludan y me hacen gestos con la mano para que me una a ellos, y veo que les entretiene un mago que lleva una capa negra y un sombrero de copa. No cesa de sacar palomas vivas de las orejas de los niños, y después lanza los pájaros al aire. Quiero estar allí, quiero que el mago saque una paloma de mi oreja, pero cuando me acerco a la puerta de la sala de estar, me percato de que no hay tirador, sino un ojo de cerradura por el que sólo alcanzo a atisbar el vestíbulo y la escalera.
No obstante, cuando miro a través del ojo de la cerradura, que más bien parece una portilla, no veo lo que esperaba ver, sino el cuarto de mi hermana. Y aunque la sala de estar está muy iluminada, el cuarto de los niños está casi a oscuras, como si hubieran corrido las cortinas para la hora de la siesta.
Oigo gritos al otro lado de la puerta. Sé que la que llora es Sonia, pero no puedo verla. Y de repente la puerta ya no es una puerta, sino unas pesadas cortinas que empujo; al hacerlo, ya no estoy dentro de casa, sino en el jardín trasero.
El jardín es mucho más grande de lo que era en realidad. Hay árboles enormes, helechos gigantescos y una cascada que gotea en una distante piscina. En medio de la piscina está el cobertizo del jardín, el mismo cobertizo en el que vi a Katja y a ese hombre en la noche que recordé.
Aunque esté en el jardín todavía oigo los gritos de Sonia, pero ahora ya está gimoteando, casi llorando, y sé que tengo que encontrarla. Estoy rodeado de maleza que no para de crecer, y me abro camino entre ella, aplastando frondas y azucenas para localizar el llanto. Cuando estoy a punto de llegar, parece que procede de un lugar totalmente distinto, y me veo obligado a empezar de nuevo.
Pido socorro: a mi madre, a mi padre, a mi abuelo, a mi abuela, pero nadie viene. Entonces llego al borde de la piscina y veo que hay dos personas apoyadas en el cobertizo, un hombre y una mujer. Él está inclinado hacia ella y le chupa el cuello, pero Sonia no para de llorar.
Sé, por el pelo, que esa mujer es Libby, y me quedo paralizado, observante, a medida que ese hombre que aún no he podido identificar no cesa de lamerla. Los llamo; les pido que me ayuden a buscar a mi hermana pequeña. El hombre levanta la cabeza cuando me oye gritar, y veo que es mi padre.
Siento rabia, traición. Me quedo inmovilizado. Sonia continúa llorando.
Entonces mi madre está conmigo, o alguien que tiene la misma altura, la misma constitución y el mismo color de pelo. Me coge de la mano y soy consciente de que debo ayudarla porque Sonia nos necesita para que calmemos su llanto, que ahora ya es airado, agudo por la ira, como si hubiera cogido una rabieta.
—No pasa nada —me tranquiliza la Madre-Persona—. Sólo está hambrienta, cariño.
Nos la encontramos debajo de un helecho, totalmente cubierta de frondas. La Madre-Persona la coge y se la lleva al pecho. Entonces dice: «Déjale que chupe. Así se calmará».
Pero Sonia no se calma porque no puede comer. La Madre-Persona no le da el pecho, y aunque lo hiciera, no se conseguiría nada. Porque cuando miro a mi hermana, veo que lleva una máscara que le cubre toda la cara. Intento quitársela, pero no puedo; los dedos me resbalan. Madre-Persona no se da cuenta de que algo va mal, y no puedo convencerla para que mire a mi hermana. Y soy incapaz, incapaz de arrancar la máscara que lleva. Pero estoy frenético por hacerlo.
Le pido a Madre-Persona que me ayude, pero no sirve de nada porque ni siquiera se digna a mirar a Sonia. Me apresuro y regreso a la piscina para buscar ayuda, y cuando llego al borde, me resbalo y me caigo dentro, y doy vueltas y más vueltas debajo del agua, sin poder respirar.
En ese momento me despierto.
El corazón me latía con fuerza. De hecho, podía sentir cómo la adrenalina había penetrado en mis venas. El hecho de escribirlo todo ha tranquilizado mis latidos, pero no creo que esta noche pueda conciliar el sueño.
«¿No está Libby?», me preguntará.
No. Todavía no ha vuelto de dondequiera que fuera a toda prisa después de que volviéramos del despacho de Cresswell-White y nos encontráramos con mi padre esperándonos en casa.
«¿Está preocupado por ella?».
«¿Debería estarlo?».
«No hay “deberías” para nadie, Gideon».
«Pero para mí sí, doctora Rose. Debería ser capaz de recordar más cosas. Debería poder tocar mi instrumento. Debería conseguir que una mujer entrara en mi vida y compartir algo con ella sin temor a perderlo todo cualquier día».
«¿Perder? ¿El qué?».
«Lo que me mantiene entero».
«¿Tiene la necesidad de sentirse entero?».
«Así es».