20 de octubre

¿Fue una venganza o fue un recuerdo, doctora Rose? Y si fue venganza, ¿por qué motivo? No recuerdo que nadie me hubiera reñido, a excepción de Raphael, y cuando este lo hacía era para obligarme a escuchar una pieza que yo no acababa de tocar bien, y eso no me parecía un castigo en lo más mínimo.

«¿Era El Archiduque una de las obras que escuchaba?», me pregunta.

«No lo recuerdo. Pero sí que me acuerdo de otras obras. El Lalo y obras musicales de Saint-Saéns y Bruch».

«¿Las tocaba bien? ¿Era capaz de tocarlas después de haberlas escuchado?».

«Sí, por supuesto. Las tocaba todas».

«Pero no El Archiduque».

«Esa obra siempre ha sido mi béte noire».

«¿Quiere que hablemos de eso?».

«No hay nada de que hablar. El Archiduque existe. Nunca he sido capaz de tocarlo bien. Y ahora ni siquiera soy capaz de tocar el violín. Ni siquiera creo que pueda tocarlo en un futuro próximo. ¿Tendrá razón mi padre? ¿Estaremos perdiendo el tiempo? ¿Es simplemente un problema de nervios lo que me ha puesto en este estado y lo que ha propiciado que busque la solución en otra parte? Ya sabe lo que quiero decir: insistir para que alguien cargue con el problema y así no tener que enfrentarme con él. Entregárselo a la psiquiatra para ver qué hace ella».

«¿Es eso lo que piensa, Gideon?».

«Ya no sé qué pensar».

Después de salir del despacho de Bertram Cresswell-White nos dirigimos a casa en coche. Era evidente que Libby creía que habíamos encontrado una solución a mis problemas, ya que el abogado me había dado la absolución. La conversación era animada —me contaba lo que iba a hacerle a Rock la próxima vez que ese canalla intentara quedarse con su salario—, y cuando no cambiaba la marcha, me ponía la mano sobre la rodilla. Ella había sido la que había sugerido conducir mi coche, y yo ya estaba satisfecho. La absolución de Cresswell-White no me había aliviado el incipiente dolor de cabeza. Más me valdría no ponerme al volante.

De vuelta en Chalcot Square, Libby aparcó el coche, se dio la vuelta y exclamó:

—¡Ya tienes la respuesta que buscabas, Gideon! ¡Vayamos a celebrarlo!

Se inclinó hacia mí y acercó su boca a la mía. Sentí su lengua en mis labios y abrí la boca para permitir que me besara.

«¿Por qué?», me pregunta.

«Porque quería creer lo que me acababa de decir: que había encontrando las respuestas que había estado buscando».

«¿Es esa la única razón?».

«No, claro que no. Quería ser normal».

«¿Y?».

De acuerdo. Conseguí responder de alguna forma. Tenía un dolor de cabeza terrible, pero la abracé, la sostuve entre mis brazos y le acaricié el pelo. Permanecimos así; mientras tanto, nuestras lenguas danzaban al son de la expectación que se estaba creando entre nosotros. Su boca sabía al café que se había bebido en el despacho de Cresswell-White, y bebí de ella sedientamente, con la esperanza de que esa sed repentina me llevara a sentir el hambre que hacía años que no sentía. Deseaba sentir esa hambre, doctora Rose. De repente, necesitaba sentirla para darme cuenta de que estaba vivo.

Con una mano aún acariciándole el pelo, y con la otra asiéndola hacia mí, le besé el rostro. Alargué la mano y le toqué el pecho, y sentí cómo el pezón se le endurecía, erecto, se le endurecía a través del suéter, y se lo apreté para provocarle dolor y placer, y ella gemía. Abandonó su asiento y se sentó en el mío, abriéndose de piernas encima de mí, besándome. Me llamaba «cariño», «cielo» y «Gid», y me desabotonaba la camisa a medida que yo le apretaba el pezón y se lo soltaba, se lo apretaba y se lo soltaba, y su boca estaba sobre mi pecho, y sus labios reseguían un recorrido que empezaba en el cuello, y yo quería sentir, quería sentir, y, por lo tanto, empecé a gemir y dejé que sus cabellos me cubrieran el rostro.

Olía una fragancia: menta fresca. Supongo que era del champú. Pero de repente ya no me encontraba en el coche. Estaba en el jardín trasero de nuestra casa de Kensington: era una noche de verano. He cogido unas cuantas hojas de menta y me las estoy pasando por las palmas de las manos para que me las perfumen, y oigo los sonidos antes de llegar a divisar a la gente. Parece el sonido de unos comensales que se relamen los labios después de una cena, que es precisamente lo que pienso al principio, pero después les veo entre la oscuridad al final del jardín, donde un destello de color —su pelo rubio— me llama la atención.

Están apoyados en el cobertizo de ladrillo en el que se guardan los utensilios de jardinería. Él me da la espalda. Ella le cubre la cabeza con las manos y le rodea el trasero con una pierna, apretándolo hacia ella, gimoteando, gimoteando sin parar. Ella tiene la cabeza echada hacia atrás y él la besa en el cuello, y no llego a ver quién es él, pero a ella sí que la veo. Es Katja, la niñera de mi hermana pequeña. Está con uno de los hombres de la casa.

«¿No puede ser cualquier otra persona? —me pregunta—. ¿No puede ser alguien de la calle?».

«¿Quién? Katja no conoce a nadie, doctora Rose. No ve a nadie, a excepción de la monja del convento y de una chica que viene a visitarla de vez en cuando, una chica llamada Katie. Y esa persona que está ahí afuera en la oscuridad no es Katie, porque me acordaría de ella. ¡Santo Cielo! Ahora ya me acuerdo de ella, porque Katie es gorda, divertida, viste con gusto y habla en la cocina mientras Katja le da de comer a Sonia. Katie dice que la huida de Katja de Berlín Este fue una metáfora para un organismo, pero en realidad lo que dijo no fue organismo, sino orgasmo, ¿no es así? Y es de lo único que sabe hablar».

«Gideon —me dice—. ¿Quién es ese hombre? Fíjese en el cuerpo, en el pelo».

«Ella le cubre la cabeza con las manos. Y, de todos modos, él está inclinado hacia ella. No le puedo ver el pelo».

«¿No puede o no quiere? ¿De qué se trata, Gideon? ¿No puede o no quiere?».

«No puedo. No puedo».

«¿Ha visto al Inquilino? ¿A su padre? ¿A su abuelo? ¿A Raphael Robson? ¿Quién es, Gideon?».

«NO LO SÉ».

Y entonces Libby se puso encima de mí, bajó las manos, hizo lo que hace una mujer normal cuando está excitada y quiere compartir su excitación. Se rio entrecortadamente y me dijo:

—No me puedo creer que lo estemos haciendo en tu coche.

Me quitó la hebilla del cinturón, me desabrochó los pantalones, puso los dedos en la cremallera y volvió a besarme en la boca.

Pero dentro de mí no había nada, doctora Rose. Ni hambre, ni sed, ni pasión, ni deseo. Ni una gota de sangre para despertar mi lujuria, ningún hinchamiento de venas para endurecer mi pene.

Le cogí las manos. No hacía falta que me inventara una excusa o que le dijera nada. Puede que sea americana —un poco ruidosa a veces, un poco vulgar, un poco demasiado informal, demasiado extrovertida y demasiado directa—, pero no es estúpida.

Se apartó de mí y se sentó de nuevo en su asiento.

—Soy yo, ¿verdad? —espetó—. Estoy demasiado gorda para ti.

—No seas idiota.

—No me llames idiota.

—Pues no te comportes como si lo fueras.

Se dio la vuelta hacia la ventana. Estaba empañada. La luz de la plaza se reflejaba a través del vapor y le confería cierto brillo apagado a las mejillas. La mejilla parecía redonda, y podía ver que estaba sonrojada, del tono de un melocotón a medida que crece y madura. El desespero que sentí —por mí, por ella, por los dos juntos— fue lo que me hizo continuar.

—Estás muy bien, Libby. Estás estupenda. Eres perfecta. No tiene nada que ver contigo.

—Entonces, ¿qué pasa? ¿Es por Rock? Es por él. Es porque aún estamos casados. Es porque sabes lo que me hace, ¿verdad? Lo has averiguado.

No sabía de lo que me estaba hablando, y tampoco deseaba saberlo.

—Libby, si aún no te has dado cuenta de que hay algo en mí, algo muy grave, que no acaba de funcionar…

Al oírlo, salió del coche. Abrió la puerta de par en par, la cerró de un golpe e hizo lo que nunca había hecho: ¡gritar!

—¡A ti no te pasa nada, Gideon! ¿Me oyes? ¡Nada de nada, joder!

Yo también salí del coche, y nos quedamos cara a cara por encima del capó.

—¡Sabes que te estás engañando! —exclamé.

—Lo único que sé es lo que tengo delante de mis narices. Y lo que tengo delante eres tú.

—Has oído cómo intentaba tocar. Te has sentado en tu casa y lo has oído. Además, lo sabes.

—¿Me estás hablando del violín? ¿Todo gira en torno a lo mismo, Gideon? ¡Maldito sea ese violín chupapollas! —Golpeó el capó del coche con una fuerza tal que me asusté—. Tú no eres el violín. La música es sólo a lo que te dedicas. No es, ni nunca lo ha sido, lo que tú eres.

—¿Y si no puedo tocar? ¿Qué sucede entonces?

—Entonces te puedes dedicar a vivir, ¿de acuerdo? ¡Haz el favor de empezar a vivir, joder! ¿O te parece una idea demasiado profunda?

—No lo entiendes.

—Entiendo más de lo que te crees. Entiendo que te has colgado de la idea de ser el señor Violín. Te has pasado tantos años rascando las cuerdas que no tienes ninguna otra identidad. ¿Por qué lo haces? ¿Qué intentas demostrar? ¿Quizá tu papá te querrá lo suficiente si sigues tocando hasta que te sangren los dedos? —Se dio la vuelta y se apartó del coche y de mí—. Ni siquiera sé por qué me preocupo por ti, Gideon.

Empezó a avanzar hacia la casa a grandes pasos y yo la seguí, y en ese momento me di cuenta de que la puerta principal estaba abierta y de que alguien estaba de pie en las escaleras de entrada y de que seguramente había estado allí desde que Libby aparcara el coche en la plaza. Le vio en el mismo instante que yo y, por primera vez, vi en su rostro una expresión que me indicaba que sentía una aversión hacia él que era tan fuerte —o más— que la que él sentía por ella.

—Entonces quizás haya llegado el momento de que dejes de preocuparte —respondió papá. Su voz era bastante agradable, pero sus ojos eran fríos, puro metal.