19 de octubre
Empezamos por Bertram Cresswell-White, el abogado que había llevado la acusación de Katja Wolff. Encontrarle, tal y como había asegurado Libby, no nos supuso ningún problema. Tenía un despacho privado en el Colegio de Abogados, en el número cinco de Paper Buildings, y accedió a verme una vez que conseguí hablar con él por teléfono. Me dijo: «Recuerdo el caso perfectamente. Sí. Estaré encantando de hablar con usted, señor Davies».
Libby insistió en venir conmigo.
—Cuatro ojos ven más que dos. Lo que no se te ocurra a ti, ya se me ocurrirá a mí.
Así pues, fuimos en coche hasta el Colegio de Abogados. Entramos por Victoria Enbankment, donde una calle de guijarros pasa por debajo de una arcada ornamentada y da acceso a las mejores mentes jurídicas de todo el país. Paper Buildings está situado en la parte este de un frondoso jardín que hay dentro del edificio del Colegio de Abogados. Los abogados que tienen despachos privados allí disfrutan de las vistas de los árboles o del Támesis.
Bertram Cresswell-White tenía vistas de ambos. Una mujer que le entregó unos escritos entrelazados con lazos rosas nos hizo pasar al despacho, y lo encontramos tras el escritorio, contemplando una lancha que se dirigía poco a poco hacia Waterloo Bridge. Cuando se dio la vuelta desde la ventana, estuve seguro de que nunca le había visto con anterioridad, y de que no había borrado nada de mi mente —de forma deliberada o inconsciente— que tuviera algo que ver con él, ya que si me hubiera interrogado en la sala del tribunal, seguro que me habría acordado de una figura tan imponente.
Debe de medir metro noventa, doctora Rose, y tiene una constitución que sólo se consigue después de haber remado mucho. Tiene las aterradoras cejas tan características de los hombres que tienen más de sesenta años, y cuando me miró, sentí el típico estremecimiento que debe de sentir cualquier persona que reciba una mirada tan penetrante de un hombre que está acostumbrado a intimidar a los testigos.
—Nunca pensé que llegaría a conocerle —dijo—. Le oí tocar hace algunos años en el Barbican. —Se volvió hacia la mujer que colocaba los escritos sobre un escritorio que ya tenía un montón de carpetas manila en el centro—. Trae café, Mandy, por favor. —Se volvió hacia Libby y hacia mí—. ¿Quieren?
Yo le respondí que sí. Libby le contestó: «Sí, claro. Gracias». Observó la sala mientras con los labios formaba una pequeña o por la que exhalaba aire. La conozco lo suficiente para saber lo que estaba pensando en su estilo más puramente californiano: «¡Vaya garito que tienes!». Y no estaba equivocada.
El despacho privado de Cresswell-White estaba diseñado para impresionar: estaba repleto de candelabros de bronce, las paredes estaban cubiertas por estanterías que contenían tomos jurídicos muy bien encuadernados, y tenía una chimenea en la cual quemaba una estufa eléctrica adornada con carbones artificiales. Nos hizo un gesto para que nos dirigiéramos a una zona de sillones de piel que estaban colocados encima de una alfombra persa y en torno a una mesa auxiliar. Encima de la mesa tenía una fotografía enmarcada: un hombre joven ataviado con la peluca y la toga de abogado posaba al lado de Cresswell-White, con los brazos cruzados y una sonrisa en el rostro.
—¿Es su hijo? —le preguntó Libby a Cresswell-White—. Se le parece mucho.
—Sí, es mi hijo Geoffrey —le respondió el abogado—. El día que concluyó su primer caso.
—Se diría que lo ganó —apuntó Libby.
—Lo hizo. A propósito, debe de ser de su edad. —Esto último me lo dijo a mí con un gesto de asentimiento a medida que dejaba las carpetas sobre la mesa auxiliar. Reparé en que en cada una de las etiquetas ponía: FISCALÍA GENERAL DEL ESTADO CONTRA WOLFF—. Me di cuenta de que nacieron en el mismo hospital con una semana de diferencia. En el momento del juicio no lo sabía. Pero un día que estaba leyendo algo sobre usted en alguna parte, supongo que sería en la época en que usted era adolescente, el artículo incluía los datos de su nacimiento y ahí estaba todo: fecha, lugar y hora. Es extraordinario lo relacionados que todos llegamos a estar.
Mandy regresó con el café y colocó la bandeja sobre la mesa: tres tazas y tres platillos, leche y azúcar, pero ninguna cafetera: una sutil omisión que determinaba la duración de nuestra visita. Nos pasamos nuestros cafés a medida que se marchaba.
—Hemos venido para hacerle unas preguntas concretas sobre el juicio de Katja Wolff —le informé.
—No ha tenido noticias suyas, ¿verdad? —El tono de voz de Cresswell-White era acerbo.
—¿Si he tenido noticias de ella? No. Desde que se marchó de nuestra casa, cuando mi hermana murió, no he vuelto a verla. Como mínimo… no creo haberla visto.
—¿No cree que…? —Cresswell-White cogió su taza de café y la sostuvo sobre la rodilla. Llevaba un traje de calidad, lana gris y hecho a medida, y las arrugas de los pantalones parecían haber sido colocadas allí por decreto real.
—No recuerdo el juicio —le dije—. No recuerdo con claridad esa época. Muchas partes de mi infancia están bastante borrosas, y estoy intentando recordar los hechos. —No le dije el motivo que me impulsaba a intentar recapturar el pasado. No usé la palabra represión, y fui incapaz de decir nada más.
—Ya veo. —Cresswell-White me dedicó una breve sonrisa que desapareció tan pronto como hizo presencia en su rostro. La sonrisa me pareció no sólo irónica, sino también para sí mismo, y el comentario que hizo a continuación corroboró mi suposición—. Gideon, ojalá todos nosotros pudiéramos beber de las aguas del río Leteo. Por lo que a mí respecta, seguro que dormiría mucho mejor. A propósito, ¿puedo llamarle Gideon? Siempre le he llamado así, aunque no nos conociéramos.
Fue una respuesta concluyente para la pregunta que me atormentaba, y el alivio que sentí al oírla me indicó lo graves que habían sido mis miedos.
—Así pues, no me llamaron a declarar, ¿verdad? No declaré contra ella en el juicio, ¿no es así?
—¡Santo Cielo! ¡Claro que no! Nunca consentiría que un niño de ocho años tuviera que pasar por algo así. ¿Por qué me lo pregunta?
—Gideon habló con la policía cuando su hermana murió —le contestó Libby con toda franqueza—. Como no recuerda muy bien el juicio, pensó que el hecho de declarar contra Katja fue lo que la llevó a ser encarcelada.
—¡Ya entiendo! Y ahora que ha salido, quiere prepararse en caso de que…
—¿Ya ha salido? —le interrumpí.
—¿No lo sabía? ¿No se lo han dicho sus padres? Les mandamos una carta explicándoselo. Hace más de… —Echó un vistazo a unos documentos que había en una de las carpetas—… hace un poco más de un mes.
—No. No, no lo sabía. —Sentí unas pulsaciones repentinas en el cráneo, y vi ese diseño familiar de puntos brillantes de luz que siempre indica que esas pulsaciones se van a convertir en veinticuatro horas de palpitaciones. Pensé: «¡No, por favor! ¡Aquí y ahora, no!».
—Quizá no lo consideraran necesario —apuntó Cresswell-White—. Si tiene intención de acercarse a alguien de esa época, lo más probable es que se ponga en contacto con sus padres, ¿no cree? O conmigo. O con cualquier persona que declarara en su contra. —Prosiguió diciendo más cosas, pero yo ya no podía oírle porque las pulsaciones eran cada vez más fuertes y los puntos de luz se habían convertido en un arco luminoso. Mi cuerpo era como un ejército invasor, y yo, que debería haber sido el general, me convertí en el objetivo.
Sentí que los pies se me empezaban a mover con violencia, como si quisieran sacarme de ese despacho. Inspiré aire y al hacerlo me volvió la imagen de esa puerta: esa puerta tan azul que había al final de las escaleras, con las dos cerraduras y el aro en el medio. La veía como si la tuviera delante. Quería ir hacia allí y abrirla, pero era incapaz de levantar la mano.
Libby pronunció mi nombre. Fue lo único que alcancé a oír además de las pulsaciones. Alcé la mano para pedir un minuto, un minuto para reponerme.
«¿De qué? —me preguntará, y se inclinará hacia mí, siempre dispuesta a intentar desenmarañar la historia—. ¿Reponerse de qué? Vuelva, Gideon».
«¿Adónde?».
«A ese momento del despacho de Cresswell-White, a las pulsaciones, a lo que le provocó esas pulsaciones».
«Fue el hecho de hablar sobre el juicio lo que hizo que se me acelerara el pulso».
«Ya habíamos hablado del juicio con anterioridad. Debe de haber algo más. ¿Qué intenta evitar?».
No estoy evitando nada… Pero no está muy convencida, ¿verdad, doctora Rose? Se supone que debo escribir todo lo que recuerde, y usted ya ha empezado a preguntarse cómo me va a ayudar con mi música el hecho de recordar el juicio de Katja Wolff. Me previene. Me recuerda que la mente humana es fuerte, que se agarra a sus neurosis con una protección feroz, que posee la habilidad de negar y de confundir, y que esa expedición al Colegio de Abogados bien podría ser un esfuerzo monumental para la parte de mi mente que está bloqueada.
Las cosas tendrán que ser así, doctora Rose. No sé cómo enfrentarme a esto de otra manera.
«De acuerdo —me responde—. El rato que pasó con Cresswell-White, ¿le desencadenó algo más, aparte del episodio de la cabeza?».
Episodio. Escoge esa palabra a propósito, y soy consciente de ello. Pero no morderé el anzuelo que me ha echado, sino que le hablaré de Sarah-Jane. Porque eso es lo que averigüé en el despacho de Cresswell-White: el papel que Sarah-Jane Beckett representó en el juicio de Katja Wolff.