12 de octubre

¿Hasta qué punto lo que dice un niño es producto de la memoria, doctora Rose? ¿Hasta qué punto lo que dice un niño es producto de sus sueños? ¿Hasta qué punto lo que le digo al detective en esas horas que pasé en la comisaría es lo que de verdad presencié? ¿Hasta qué punto no alberga razones tan diversas como la misma tensión que siento entre el policía y mi padre y mi propio deseo de complacerles a ambos?

No es muy difícil que el hecho de sacudir una cuna se interprete como que se ha sacudido un niño. Y desde allí, sólo requiere un poco de fantasía llegar a decir que la había visto retorcerle el brazo, que le había doblegado el pequeño cuerpo para ponerle el abrigo, que le había apretado y pellizcado su redondo rostro cada vez que escupía la comida al suelo, que la había peinado a estirones, y que le había puesto las piernas dentro del pelele rosa con extrema violencia.

«¡Ah!», exclama. Se abstiene de comprometerse e intenta responderme sin emitir ningún juicio, doctora Rose. Sin embargo, levanta las manos y las junta de una manera que parece que esté rezando. Las coloca debajo de su barbilla. No aparta la mirada, pero yo aparto la mía.

Ya me imagino lo que está pensando, y yo también lo estoy haciendo. Mis respuestas a las preguntas del policía fueron las que mandaron a Katja Wolff a la cárcel.

Pero no hice de testigo en el juicio, doctora Rose. Si lo que dije era tan importante, ¿por qué no me llamaron a declarar? Cualquier cosa que no sea declarada ante un tribunal de justicia tiene el mismo valor que un artículo que aparece en primera página de un periódico sensacionalista: algo que no se puede llegar a creer del todo, algo que sugiere que los profesionales tienen que llevar a cabo una investigación más profunda del asunto.

Si dije que Katja Wolff le hizo daño a mi hermana, lo único que pude provocar es que revisaran la alegación. ¿No es verdad? Y si existía forma de corroborar lo que yo les dije, seguro que la encontraron.

Seguro que eso es lo que sucedió, doctora Rose.