10 de octubre
Puedo ver a mi madre gracias a los periódicos de la Asociación de Prensa. La contemplo —está en la página de enfrente de la que está la fotografía de Sonia— antes de lanzar el periódico sensacionalista fuera de mi vista. Sabía que era mi madre porque iba cogida del brazo de mi padre, porque estaban en las escaleras del Tribunal Central de lo Criminal de Londres, porque encima de la fotografía había un titular en letras del tipo ocho que rezaba: «¡Justicia para Sonia!».
Como mínimo, ahora soy capaz de verla, porque antes tan sólo era una imagen borrosa. Veo su pelo rubio, los ángulos de su rostro, su barbilla afilada y cómo la mandíbula parece formar la parte inferior de un corazón. Lleva pantalones negros y un jersey gris claro, y viene a buscarme a un rincón de la habitación en el que Sarah-Jane y yo estamos haciendo clases de geografía. Estamos estudiando el río Amazonas. Cómo serpentea a lo largo de seis mil kilómetros, desde los Andes, atravesando Perú y Brasil, hasta desembocar en el inmenso océano Atlántico.
Mi madre le dice a Sarah-Jane que debemos interrumpir la clase, y yo sé que a Sarah-Jane no le gusta nada ese plan porque sus labios se convierten en una incisión en su rostro, a pesar de que contesta: «Faltaría más, señora Davies», antes de cerrar los libros.
Sigo a mi madre. Bajamos por la escalera. Me lleva a la sala de estar, en la que un hombre está esperando. Es un hombre enorme con una espesa mata de pelo color bermejo.
Mamá me dice que es policía, que me quiere hacer algunas preguntas, pero que no debo sentir miedo porque ella no saldrá de la habitación mientras él esté allí. Se sienta en el sofá y acaricia un cojín que tiene junto al muslo. Cuando me siento, me pasa el brazo por los hombros, y siento cómo tiembla mientras dice: «Ya puede empezar, inspector».
Seguramente me ha dicho su nombre, pero soy incapaz de recordarlo. Lo que sí que recuerdo es que acerca una silla hasta nosotros y que se inclina hacia delante, con los codos encima de las rodillas y con los brazos doblados para poder apoyar la barbilla en los pulgares. Cuando está así de cerca, huelo el olor a puros. El olor debe de estar impregnado en su ropa y en su pelo. No es un olor desagradable, pero no estoy acostumbrado y me acerco más a mi madre.
Me dice: «Tu mamá tiene razón, chico. No hay ninguna razón por la que debas sentir miedo. Nadie va a hacerte daño». Mientras habla, levanto los ojos para mirar a mi madre, pero me doy cuenta de que ella se está mirando el regazo. Allí están nuestras manos, la suya y la mía, porque me ha cogido de la mano para que nos sintamos más unidos: con un brazo me rodea los hombros y con la otra mano me entrelaza los dedos. Me presiona los dedos, pero no responde nada a lo que el policía acaba de decir.
Me pregunta si sé lo que le sucedió a mi hermana. Le respondo que sé que a Sosy le sucedió algo malo. Le digo que había mucha gente en la casa y que se la llevaron al hospital.
—Mamá te ha dicho que ahora está en el cielo, ¿verdad? —me pregunta.
Y yo le respondo que sí, que Sosy está con Dios.
Me pregunta si sé lo que significa estar con Dios.
Le respondo que quiere decir que Sosy ha muerto.
—¿Sabes cómo murió? —me pregunta.
Bajo la cabeza. Siento que los pies me rebotan contra la parte delantera del sofá. Le digo que tengo que ensayar durante tres horas, porque Raphael me ha ordenado que perfeccione algo —¿se trataba de un Alegro?— si quiero ver al señor Stern el mes siguiente. Mamá alarga la mano y me para los pies. Me ordena que intente responder al policía.
Sé la respuesta. He oído el sonido de los pasos pesados en la escalera y en el cuarto de baño. He sido testigo de los gritos en la noche. He escuchado las conversaciones que mantenían en voz baja. He oído las preguntas y las acusaciones que han hecho. Por lo tanto, sé lo que le sucedió a mi hermana pequeña.
—En el cuarto de baño —le contesto—. Sosy murió en el cuarto de baño.
—¿Dónde estabas cuando Sosy murió? —me pregunta.
—Escuchando el violín —le respondo.
Entonces mi madre interviene. Le cuenta que Raphael me ha ordenado escuchar una pieza de música dos veces al día porque no la toco tan bien como debiera.
—Así pues, estás aprendiendo a tocar el violín, ¿no es verdad? —me pregunta el policía con amabilidad.
—Ya soy violinista —le respondo.
—¡Ah! —exclama el policía con una sonrisa—. Violinista. Siento haberme equivocado. —Se instala más cómodamente en la silla y apoya las manos en los muslos—. Chico, tu madre me ha explicado que ella y tu padre no te han dicho exactamente cómo murió tu hermana pequeña.
—En el cuarto de baño —repito—. Murió en el cuarto de baño.
—Cierto, pero no fue un accidente. Alguien tenía intención de hacerle daño y lo hizo. ¿Sabes lo que eso significa?
Me imagino palos y piedras, y eso es lo que le respondo. Le contesto que daño quiere decir tirar piedras. Daño quiere decir ponerle la zancadilla a alguien, daño quiere decir golpear, pellizcar o morder. Me imagino todas esas cosas ocurriéndole a Sosy.
—Esa es una clase de daño —apunta el policía—. Pero hay otras clases, las que un adulto le puede hacer a un niño. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
—Que te peguen —le respondo.
—Mucho peor que eso.
Y en ese momento mi padre entra en la habitación. ¿Acaba de volver del trabajo? ¿Ha ido a trabajar? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la muerte de Sonia? Estoy intentando colocar mis recuerdos en un contexto, pero el único contexto que tengo es que si la policía me está haciendo preguntas sobre la familia, entonces debe de ser antes de que acusaran a Katja.
Papá se da cuenta de lo que está sucediendo y pone fin a la situación. Eso sí que lo recuerdo. Además, está enfadado: no sólo con el policía, sino también con mi madre.
—¿Qué está pasando aquí, Eugenie? —pregunta a medida que el policía se pone en pie.
—El inspector quería hacerle unas cuantas preguntas a Gideon —le responde.
—¿Por qué? —le pregunta.
—Debemos interrogar a todo el mundo, señor Davies —le contesta el policía.
—No irá a suponer que Gideon… —advierte mi padre.
Y mi madre pronuncia su nombre. Lo pronuncia del mismo modo que mi abuela dice Jack cuando abriga la esperanza de impedir un episodio.
Papá me dice que me vaya a mi cuarto, y el policía le contesta que sólo está posponiendo lo inevitable. No sé lo que eso significa, pero me limito a hacer lo que me ordenan —tal y como siempre hago cuando es papá el que da las órdenes— y salgo de la sala. Oigo al inspector decir: «Esto sólo hace que la situación sea más aterradora para el niño», y oigo que mi padre le contesta: «Haga el favor de escucharme…», mientras mi madre dice: «Por favor, Richard», en un quebradizo tono de voz.
Mamá está llorando. Supongo que a esas alturas ya debería estar acostumbrado. Tengo la impresión de que, vestida de negro o de gris, con el rostro igualmente oscuro, lleva más de dos años llorando. Pero al margen de que llorase o no, es incapaz de cambiar las circunstancias de ese día.
Desde el entresuelo, veo que el policía se marcha. Veo que mi madre le acompaña hasta la puerta. Veo cómo le habla a mi madre —que tiene la cabeza agachada—, cómo la observa fijamente, cómo alarga la mano y después la retira. Entonces papá pronuncia el nombre de mi madre y ella se da la vuelta. No me ve mientras se vuelve hacia él. Papá le grita tras la puerta cerrada.
Entonces alguien me coloca las manos sobre los hombros y me aparta de la barandilla. Alzo la mirada y veo a Sarah-Jane Beckett de pie junto a mí. Se pone en cuclillas. Me pasa el brazo por los hombros, tal y como hizo mi madre, pero ni su cuerpo ni su brazo tiemblan. Permanecemos así durante unos minutos, y mientras tanto la voz de papá suena fuerte y decidida, mientras que la de mi madre parece indecisa y asustada… «Se acabó, Eugenie —le dice papá—. No estoy dispuesto a aceptarlo. ¿Me oyes?».
Hay algo más que simple ira en esas palabras. Siento violencia, esa violencia tan propia del abuelo. Esa violencia que se produce cuando una mente está a punto de estallar. Tengo miedo.
Alzo los ojos hacia Sarah-Jane, buscando… ¿Qué? ¿Protección? ¿Confirmación de lo que estoy oyendo en el piso de abajo? ¿Distracción? Cualquier cosa o todas ellas. Pero ella está absorta en la puerta de la sala de estar, con la mirada fija en sus oscuros entrepaños. Observa esa puerta sin parpadear, y me presiona los dedos contra el hombro con tal fuerza que casi me hace daño. Me quejo y me quedo mirando sus manos, y veo que tiene las uñas rotas y mordidas; además tiene padrastros airados, mordidos y sangrientos. No obstante, tiene el rostro resplandeciente, respira con profundidad y no se mueve de allí hasta que la conversación cesa y las pisadas resuenan en el suelo de parqué. Entonces me coge de la mano y me lleva hasta el segundo piso, pasando por delante del cuarto de los niños —que ahora está cerrado—, y me hace entrar otra vez en mi habitación, donde los libros de texto han sido reabiertos en la página del río Amazonas, que se arrastra cual serpiente venenosa a través del continente.
«¿Qué pasa con sus padres?», me pregunta.
Y ahora la respuesta me parece obvia: Culpa.