6 de octubre

Fui a ver a papá esa misma noche. Si alguien tiene la llave antiamnésica que estoy intentando encontrar, ese es mi padre.

Le encontré en el piso de Jill; de hecho, estaba en la mismísima escalera de entrada al edificio. Estaban en medio de una de esas discusiones educadas pero tensas que suelen tener las parejas enamoradas cada vez que uno de ellos tiene deseos razonables que entran en conflicto. Esa, al parecer, consistía en decidir si Jill —ya se acercaba la fecha del parto— debía seguir conduciendo por Londres o no.

Papá le decía: «Es peligroso e irresponsable. Ese coche es un trasto. ¡Por el amor de Dios! Ya llamaré a un taxi para que venga a buscarte o te llevaré yo mismo».

Y Jill le respondía: «¿Te importaría dejar de tratarme como si fuera un objeto de cristal? Cuando te pones así, ni siquiera soy capaz de respirar».

Ella se dispuso a entrar en el edificio, pero él la cogió del brazo. Papá le suplicó: «Cariño, por favor». Era obvio que sufría por ella.

Lo comprendí. Mi padre no había tenido muy buena suerte con los hijos. Virginia, muerta. Sonia, muerta. Dos de tres no era una proporción que pudiera dar a un hombre tranquilidad de espíritu.

En beneficio suyo, debo decir que ella también pareció darse cuenta. Un poco más tranquila, le dijo: «Te estás comportando como un tonto», pero creo que una parte de ella valoraba que mi padre se preocupara tanto por su bienestar. Entonces me vio de pie junto a la acera, dudando entre irme sin que me vieran y avanzar hacia delante con un cordial saludo que intentara mostrar un grado de afabilidad que no sentía. Jill exclamó:

—¡Hola! Cariño, ha venido Gideon.

Papá se dio la vuelta, la soltó del brazo, y eso le permitió ir a abrir la puerta principal e invitarnos a pasar.

El piso de Jill tiene todas las comodidades modernas; está en un edificio antiguo que fue derribado por un constructor inteligente que se dedicó a reformar totalmente el interior. Está enmoquetado de arriba abajo, cacerolas de cobre cuelgan del techo de la cocina, tiene electrodomésticos relucientes que funcionan, y pinturas que parecen desear escaparse de los lienzos y hacer algo dudoso en el suelo. En resumen, un piso perfecto para Jill. Me pregunto cómo mi padre podrá hacer frente a sus preferencias decorativas cuando por fin empiecen a vivir juntos. Aunque, de hecho, ya es como si vivieran juntos. Los cuidados que mi padre le depara a Jill se han convertido en algo casi obsesivo.

Como su paranoia sobre el bebé aumentaba cada día que pasaba, me pregunté si debería sacar el tema de Sonia. Mi cuerpo me decía que no: caí en la cuenta de que la cabeza había empezado a dolerme un poco, y el estómago me ardía, pero lo hacía de un modo que me decía que no lo podía atribuir a nada más que a los nervios.

—Tengo trabajo por hacer, así que ya os arreglaréis vosotros solos —dijo Jill—. No has venido a verme a mí, ¿verdad?

Supongo que se me debería haber ocurrido ir a ver a Jill de vez en cuando, sobre todo porque es mi futura madrastra, por muy extraño que me parezca. No obstante, por la forma de formular la pregunta supe de inmediato que tan sólo quería obtener una respuesta y que no estaba sugiriendo nada, tal y como suelen hacer muchas mujeres.

—Hay una o dos cosas que… —dije.

—Muy bien. Estaré en el estudio. —Y se fue en esa dirección.

Cuando papá y yo nos quedamos solos, nos trasladamos a la cocina. Papá puso la impresionante cafetera de Jill en medio de la encimera, fue a buscar unos cuantos granos de café y los puso dentro. La cafetera —al igual que el piso— es muy propia de Jill. Es una máquina sorprendente capaz de hacer una taza de cualquier cosa en menos de un minuto: café, capuchino, café exprés, café con leche. Calienta la leche, hace hervir agua, y supongo que si uno programara la máquina, fregaría los platos, haría la colada y pasaría el aspirador. Papá solía burlarse del aparato, pero me di cuenta de que lo usaba como un profesional.

Sacó dos tazas pequeñas con sus respectivos platillos. Encontró un limón en un cuenco que había junto al fregadero. Cuando empecé a hablar, estaba buscando el cuchillo adecuado para hacer unas cuantas raspaduras para cada uno.

—Papá, he visto una fotografía de Sonia. Es decir, una fotografía mejor que la que me enseñaste. Una fotografía de un periódico de la época del juicio.

Giró un disco de la cafetera, sustituyó un pitorro individual por uno doble que sacó de un cajón y puso las dos tazas en el lugar adecuado. Apretó un botón. Se oyó un suave zumbido. Se concentró de nuevo en el limón e hizo una raja curvilínea que sería digna del jefe de cocina del Savoy.

—Ya veo —fue lo único que respondió. Empezó a hacer una segunda raja.

—¿Por qué nadie me lo contó? —pregunté.

—¿El qué?

—Ya lo sabes. Lo del juicio. La forma en que Sonia murió. Todo. ¿Por qué no hablamos de ello?

Negó con la cabeza. Había acabado de hacer la segunda espiral de limón —era tan perfecta como la primera— y cuando el café exprés estuvo a punto, dejó caer una espiral en cada taza y me pasó la mía.

—¿Salimos? —me preguntó, inclinando la cabeza en dirección a una sala de estar que daba a una terraza desde la cual se divisaban edificios de una época similar.

Con el día tan gris que hacía, la terraza no prometía ser muy cómoda. Pero ofrecía mucha más intimidad, y como eso era precisamente lo que quería, lo seguí hasta allí.

Tal y como me había imaginado, estábamos totalmente solos. Las otras terrazas del edificio estaban vacías. El mobiliario de jardín de Jill ya estaba cubierto, pero papá quitó la funda de plástico de dos de las sillas y nos sentamos. Apoyó su café en la rodilla y se subió la cremallera del anorak.

—No guardé los periódicos. Ni siquiera los leí. Lo que más deseaba era olvidar. Me imagino que debe parecer una abominación para los expertos en salud mental de hoy en día. ¿No se supone que debemos sumirnos en los recuerdos hasta que no podamos soportar el hedor? Pero en mi época eso no estaba de moda, Gideon. Lo viví, los días, las semanas y los meses que duró, pero cuando acabó, lo único que quería era olvidar que había sucedido.

—¿Mamá también se sentía así?

Alzó la taza. Bebió de ella, pero mientras lo hacía no dejó de observarme, y respondió:

—No sé cómo se sentía tu madre. No podíamos hablar de ello. Ninguno de nosotros podía hacerlo. Hablar de ello significaba vivirlo de nuevo, y haberlo vivido una vez ya era bastante horrible.

—Ahora necesito hablar de eso.

—¿Es otra de las excelentes recomendaciones de tu doctora Rose? Si te interesa saberlo, a Sonia le encantaba el violín. Mejor dicho, te amaba a ti y al violín. Hablaba muy poco, los niños que tienen síndrome de Down tardan mucho en hablar, pero sabía decir tu nombre.

Fue como si me hubiera puesto el dedo en la llaga, una incisión delicada, pero directa al corazón.

—Papá…

Me interrumpió y respondió:

—Tienes razón. Ha sido un golpe bajo por mi parte.

—¿Por qué nadie hablaba de ella después? ¿Después del… juicio?

Formulé la pregunta, pero la respuesta era obvia: nunca hablábamos de nada malo. El abuelo se enfurecía como un maníaco de forma periódica; se lo llevaban con dificultad, lo arrastraban, lo obligaban a salir en medio de la noche o por la mañana o en el calor de la tarde, y tardaba semanas en regresar, pero nunca mencionábamos ese hecho. Mi madre desapareció un día, llevándose no tan sólo todo lo que poseía, sino cualquier cosa que recordara que había formado parte de la familia, y nosotros no nos dedicamos a discutir dónde podría estar ni por qué. Y ahí estaba yo sentado en la terraza de la amante de mi padre, preguntándome por qué nunca hablábamos de la vida o de la muerte de Sonia, cuando siempre habíamos sido un grupo de gente que no hablaba de nada: nada doloroso, nada desgarrador, nada horrible, nada penoso.

—Queríamos olvidar que había sucedido.

—¿Olvidar que mi madre había existido? ¿Olvidar que Sonia había existido?

Se me quedó mirando y yo vi esa opacidad de sus ojos, esa expresión que siempre había definido muy bien un territorio cuyo paisaje estaba formado de hielo, vientos cortantes y cielos interminables de color grisáceo.

—Estás siendo injusto —replicó—. Creo que ya sabes de lo que estoy hablando.

—Pero ni siquiera pronunciar su nombre. En todos estos años. Delante de mí. Que nunca dijerais las palabras tu hermana

—¿Crees que eso habría servido de algo? ¿Piensas que habrías ganado algo si el asesinato de Sonia hubiera formado parte del tejido cotidiano de nuestras vidas? ¿Es esa la conclusión a la que has llegado?

—Lo que no llego a entender es que…

Bebió lo que le quedaba de café y dejó la taza en el suelo de la terraza, junto a la pata de la silla. Tenía el rostro tan gris como el pelo, y este le caía hacia atrás desde la frente, tal y como hace el mío, con la misma clapa en el centro, y la misma muesca cual fiordo a ambos lados.

—A tu hermana la ahogaron en la bañera. La ahogó una chica alemana que habíamos contratado.

—Ya lo sé…

—Nada. Eso es lo que sabes. Sabes lo que puedes haber leído en los periódicos, pero no sabes lo que era estar allí. No sabes que Sonia fue asesinada porque cada vez era más difícil de cuidar y porque esa chica alemana…

«Katja Wolff», pensé. ¿Por qué se niega a pronunciar su nombre?

—… estaba embarazada.

Embarazada. La palabra tuvo el mismo efecto que si alguien hubiera chasqueado los dedos delante de mis narices. La palabra me transportó al mundo de mi padre, a lo que había vivido, y a lo que las circunstancias actuales le pedían que volviera a vivir. Recordé la fotografía en la que Katja Wolff sonreía distraídamente a la cámara en el jardín de Kensington Square con Sonia entre sus brazos. Recordé la fotografía en la que salía de la comisaría de policía, delgada como un palo, con una apariencia enfermiza y con las facciones agudizadas por una pérdida excesiva de peso. Embarazada.

—En la fotografía no parecía que estuviera embarazada —murmuré, y aparté la mirada hacia una de las otras terrazas en la que, según me di cuenta, un perro pastor inglés nos observaba con curiosidad. Cuando se dio cuenta de que le miraba, se apoyó sobre las patas traseras y puso las delanteras sobre la barandilla de hierro que rodeaba la terraza. Empezó a ladrar. El sonido me hizo estremecer. Le habían extraído las cuerdas vocales y lo único que quedaba era un gañido esperanzador pero patético, que sólo era aire, músculo y crueldad en su mayor parte. Me hizo sentir enfermo.

—¿Qué fotografía? —preguntó papá. Y supongo que después debió de darse cuenta de que estaba hablando de una fotografía que había visto en el periódico—. No se le notaba. Estuvo gravemente enferma al principio de su embarazo; por lo tanto, en vez de ganar peso, lo perdió. Al principio nos percatamos de que había dejado de comer, de que no tenía buen aspecto, y pensamos que se trataba de una riña de enamorados. Ella y el Inquilino…

—¿Te refieres a James?

—Sí, a James. Estaban muy unidos. Obviamente, mucho más unidos de lo que habíamos supuesto en un principio. Cuando ella tenía tiempo libre, a él le gustaba ayudarla con su inglés. Nosotros no tuvimos ninguna objeción hasta el día en que nos enteramos que estaba embarazada.

—¿Qué sucedió después?

—Le dijimos que tendría que irse. Aquello no era una residencia para madres solteras, y que necesitábamos a alguien que se ocupara de Sonia, no de ella misma: de su enfermedad, de sus dificultades, de su estado, o como quieras llamarlo. No la echamos a la calle y ni siquiera le dijimos que tenía que marcharse de inmediato. Pero que tendría que irse tan pronto como encontrara otro… sitio, trabajo. No obstante, eso supondría que tendría que alejarse de James, y se desmoronó.

—¿Desmoronó?

—Lágrimas, ira, histeria. No podía soportarlo todo: estaba embarazada, estaba siempre enferma a causa del embarazo, tenía la perspectiva de quedarse sin trabajo, y además estaba tu hermana. En aquella época Sonia había salido del hospital. Necesitaba cuidados continuos. La chica alemana se desmoronó.

—Lo recuerdo.

—¿Qué?

Noté la reticencia que había tras esa pregunta, el conflicto que mi padre sentía entre su deseo de poner fin a unos recuerdos que le resultaban dolorosos y las ganas de liberar al hijo que amaba de su prisión mental.

—Crisis. Recuerdo que llevaban a Sonia al médico, al hospital… y a otros lugares.

Se arrellanó en la silla y, al igual que yo, observó al perro que nos reclamaba atención.

—No hay lugar para las criaturas con necesidades complicadas. —Pero no pude adivinar si se estaba refiriendo al animal, a él mismo, a mí o a mi hermana—. Primero fue el corazón. Se trataba de un defecto atrioseptal. No pasó mucho tiempo antes de que, fue poco después de que naciera, nos percatáramos de que había problemas, ya que tenía un color de piel y un pulso irregular. Así pues, la operaron, y pensamos: «Bien, el problema ya está solucionado». Pero después fue el estómago: estenosis duodenal. Nos dijeron que era una enfermedad muy frecuente entre los niños que tenían síndrome de Down. Como si el hecho de tener síndrome de Down tuviera la misma importancia para la pobre criatura que tener un ojo bizco. La operaron de nuevo. Después de todo eso, malformación del recto. «¡Qué extraño! Esta niña en particular parece ser uno de los casos más graves de entre la gente que padece el síndrome. Tiene demasiados problemas. A ver si podemos operarla otra vez». Y otra vez. Y otra vez. Después tuvimos que ponerle un aparato para la sordera. Y frascos de medicinas. Y, evidentemente, lo único que podíamos hacer era esperar que fuera feliz al ver que le invadirían, examinarían y reorganizarían el cuerpo hasta que todo estuviera arreglado.

—Papá…

Quería ahorrarle el resto de la historia. Me había contado suficiente. Ya había sufrido bastante: no sólo había vivido su sufrimiento, sino también su muerte. Y antes de que muriera, tendría que haber soportado su propio dolor, el de mi madre y, sin duda, el de sus padres…

Antes de poder acabar lo que le quería decir, oí a mi abuelo de nuevo. Sentí que me faltaba el aire, como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago, pero tenía que preguntárselo.

—Papá, ¿cómo hizo frente el abuelo a todo esto?

—¿Hacer frente? Ni siquiera asistió al juicio. Él…

—No me refiero al juicio, sino a Sonia. El hecho de que fuera… así.

Le oigo perfectamente, doctora Rose. Le oigo aullar como siempre aullaba, como si fuera el rey Lear, a pesar de que la tormenta que rugía a su alrededor no estaba en los páramos, sino en su propia mente. «Monstruos —gritaba—. Sólo sois capaces de darme monstruos». La saliva le cae por las comisuras de los labios, y aunque mi abuela le coge del brazo y murmura su nombre, no oye nada que no sea el viento, la lluvia y el retronar de su cabeza.

—Tu abuelo era un hombre atormentado, Gideon —dijo papá—. Pero era bueno y era un gran hombre. Sus demonios eran feroces, pero también lo era la batalla que libraba contra ellos.

—¿La quería? —le pregunté—. ¿La sostenía entre sus brazos? ¿Jugaba con ella? ¿La consideraba su nieta?

—Sonia casi siempre estaba enferma. Era muy frágil.

—Así pues, no lo hacía, ¿verdad? —le pregunté a mi padre—. No hacía nada… de eso.

Papá no respondió. En vez de hacerlo, se puso en pie y se dirigió hacia la barandilla. El perro pastor inglés ladraba, pero sus ladridos apenas eran perceptibles, y daba zarpazos a su propia barandilla con una impaciencia que era obvia y patética a la vez.

—¿Por qué les hacen eso a los animales? —preguntó papá—. ¡Por el amor de Dios, es antinatural! Si la gente desea tener animales domésticos, debería tener espacio para ellos. Y si no es así, más les valdría librarse de ellos.

—No vas a responderme, ¿verdad? —le pregunté—. No piensas decirme nada sobre la relación entre el abuelo y Sonia.

—Tu abuelo era tu abuelo —me contestó mi padre. Y ya no me contó nada más.