3 de octubre, 18.00

Cuando fui capaz de controlar mis furiosos intestinos y de respirar con normalidad, Libby y yo regresamos a la biblioteca. Cinco enormes sobres de papel manila nos esperaban, repletos de recortes de periódico de hace más de veinte años. Estaban mal recortados y muy manoseados; olían a rancio, y estaban descoloridos por el paso del tiempo.

Mientras Libby se iba a buscar otra silla para poder sentarse junto a mí, yo cogí el primer sobre y lo abrí.

Lo primero que vi fue: LA NIÑERA ASESINA HA SIDO CONDENADA, con el convencimiento implícito de que los titulares de periódico habían cambiado muy poco en las dos últimas décadas. Las palabras iban acompañadas de una fotografía, y ahí delante la tenía, la asesina de mi hermana. Parecía que hubieran hecho la fotografía al principio del proceso legal, ya que no la habían fotografiado ni en el Tribunal Penal ni en la prisión, sino en Earl’s Court Road mientras salía de la comisaría de policía de Kensington en compañía de un hombre achaparrado y ataviado en un traje que le quedaba muy mal. A su espalda, parcialmente oscurecido por la puerta, había un hombre que no habría sido capaz de reconocer si no fuera porque conocía su forma, su tamaño y su apariencia general debido a casi veinticinco años de clases diarias de violín: Raphael Robson. Me di cuenta de la presencia de esos dos hombres —supuse que el primero debía de ser el abogado de Katja Wolff—, pero fue en Katja en quien me fijé.

Las cosas habían cambiado mucho para ella desde el día soleado en que le hicieron la foto en el jardín trasero. Evidentemente, para la primera había posado, mientras que esta era una instantánea hecha con las prisas frenéticas necesarias para poder hacer una fotografía en el breve momento en que una figura de interés periodístico sale de un edificio y entra en un vehículo que se la lleva a toda velocidad. Lo que evidenciaba la fotografía era que la notoriedad pública —como mínimo de ese tipo— no le había sentado bien a Katja Wolff. Estaba delgada y parecía enferma. Y mientras que en la fotografía del jardín sonreía a la cámara feliz y abiertamente, en esta intentaba ocultar el rostro. El fotógrafo se debía de haber acercado bastante a ella, ya que no parecía granulada, tal y como sucede con las fotos que han sido hechas con teleobjetivo. De hecho, hasta el más mínimo detalle del rostro de Katja Wolff parecía severamente enfatizado.

Tenía la boca muy cerrada y, por lo tanto, los labios se le veían demasiado delgados. Las ojeras parecían morados de media luna. Sus rasgos aquilinos se habían endurecido por una pérdida importante de peso. Tenía los brazos tensos, y allí donde la blusa le formaba una V, su clavícula se asemejaba al borde de una tabla.

Leí el artículo y averigüé que el presidente del Tribunal Supremo, el señor John Wilkes, había condenado, en función de su cargo, a Katja Wolff, y que había hecho una recomendación poco habitual al Ministerio del Interior, diciéndole que bajo ninguna circunstancia Katja Wolff cumpliera menos de veinte años de condena. Según el corresponsal, que evidentemente había presenciado el juicio, la acusada se puso en pie tan pronto como oyó la sentencia y solicitó que la dejaran hablar. «Déjenme que les cuente lo que sucedió», dijo según palabras del corresponsal. Pero el hecho de que quisiera hablar en ese momento —después de haber mantenido su derecho al silencio no sólo en el juicio, sino también durante la investigación del caso— tenía resabios de pánico y de querer llegar a un acuerdo; por lo tanto, se consideró que era demasiado tarde.

«Nosotros sabemos lo que sucedió —declaró más tarde a la prensa el señor Bertram Cresswell-White, abogado del Estado—. Nos lo contó la policía, la misma familia, el laboratorio del equipo forense y los propios amigos de la señorita Wolff. En unas circunstancias que cada vez eran más difíciles, con la intención de descargar su cólera por una situación en la que sentía que la estaban tratando injustamente, y ya que tenía la oportunidad de librar al mundo de una niña que de todas maneras era imperfecta, conscientemente y con la intención de herir a la familia Davies, empujó a Sonia Davies bajo el agua en su propia bañera y la sostuvo allí, a pesar de los esfuerzos patéticos de la niña, hasta que se ahogó. En ese momento, la señorita Wolff dio la alarma. Esto es lo que sucedió. Esto es lo que se demostró. Y esta es la razón por la que el señor Wilkes, presidente del Tribunal Supremo, ha dictado sentencia, tal y como la ley lo requiere».

«Cumplirá veinte años de condena, papá». Sí, sí. Eso es lo que le dice al abuelo cuando mi padre entra en la habitación en la que estamos esperando la noticia: el abuelo, la abuela y yo. Lo recuerdo. Estamos en el salón, sentados en el sofá, yo en el medio. Y sí, mi madre también está, y está llorando. Como siempre, según me parece, no sólo desde que murió Sonia, sino desde que nació.

Se supone que un nacimiento ha de ser motivo de alegría, pero el de Sonia no lo fue. Por fin me di cuenta de ello mientras hojeaba los primeros recortes y leía el segundo —la continuación de la historia de la primera página— que había debajo. Allí descubrí una fotografía de la víctima, y para mi vergüenza vi lo que había olvidado o lo que había borrado de mi mente a propósito sobre mi hermana pequeña durante más de dos décadas.

Lo que había olvidado fue lo primero que Libby notó y comentó cuando se unió a mí con la otra silla, a medida que la arrastraba tras ella y entraba de nuevo en el archivo de periódicos. Evidentemente no sabía que se trataba de la fotografía de mi hermana, ya que no le había contado por qué quería ir a la Asociación de Prensa. Me había oído pedir recortes sobre el juicio de Katja Wolff, pero no sabía nada más.

Libby se sentó junto a la mesa, se volvió ligeramente hacia mí, cogió la fotografía y me preguntó:

—¿A ver qué has encontrado?

Al verlo, comentó:

—Tiene el síndrome de Down, ¿verdad? ¿Quién es?

—Mi hermana.

—¿De verdad? Si nunca me habías dicho que… —Alzó los ojos de la fotografía y me miró. Continuó con cautela, o escogiendo las palabras o hasta qué punto quería llegar con lo que implicaban—. ¿Te sentías… avergonzado de ella, o algo así? Lo que te quiero decir es que… ¡Ostras! Tenía el síndrome de Down, no es para tanto.

—O algo así —repetí—. Avergonzado o algo así. Algo despreciable. Algo ruin.

—¿Qué me respondes?

—No me acordaba de ella ni de nada de esto. —Hice un gesto para señalar los archivos—. No recordaba nada. Tenía ocho años, alguien ahogó a mi hermana…

«¿Ahogó?».

La cogí del brazo para evitar que siguiera mirando los recortes. No necesitaba todo ese material de la biblioteca para saber quién era. Créame, mi vergüenza ya era tan grande que no hacía falta expresarla en público.

—Mira —le dije a Libby con brusquedad—. Tú misma. Era incapaz de recordarla, Libby. Era incapaz de recordar su característica más importante.

—¿Por qué? —me preguntó.

—Porque yo no quería.