26 de septiembre
Papá ha estado aquí otra vez. Estuvo aquí durante dos horas y fue sustituido por Raphael. Querían que pareciera que no estaban haciendo turnos en un velatorio; por lo tanto, pasé, como mínimo, cinco minutos solo desde que papá se marchó hasta que Raphael llegó. Pero lo que no saben es que les vi desde la ventana. Raphael se acercó a Chalcot Square desde Chalcot Road, y papá lo detuvo en medio del jardín. Permanecieron a ambos lados de uno de los bancos y hablaron. Bien, papá habló y Raphael lo escuchó. Asentía con la cabeza y hacía lo que suele hacer: pasarse los dedos de derecha a izquierda por encima del cuero cabelludo para peinarse el poco pelo que le quedaba. Papá estaba colérico. Lo adiviné por la forma con la que gesticulaba, con una mano a la altura del pecho y cerrada como si fuera un puñetazo reprimido. No me hacía ninguna falta interpretar lo demás, porque ya sabía de qué iba.
Había venido en son de paz, con la intención de no mencionar nada que tuviera que ver con mi música.
—Sentía la necesidad de alejarme de ella durante un rato —suspiró—. He llegado a la conclusión de que todas las mujeres del mundo se comportan de forma similar durante los últimos meses de embarazo.
—Así pues, Jill se ha instalado en tu casa —le pregunté.
—No hay que tentar a la suerte.
Era su forma de decir que estaban siguiendo su plan inicial: primero tener el bebé, después buscar un piso, y casarse cuando hubieran solucionado del todo las dos primeras cuestiones. En la actualidad está de moda que las parejas funcionen así, y Jill es una fiel partidaria de la moda. Sin embargo, a veces me pregunto cómo se siente papá con esa situación tan diferente a sus matrimonios anteriores. Estoy convencido de que en el fondo es muy tradicional, y que para él no hay nada más importante que la familia y una sola manera de formarla. Al enterarse de que Jill estaba embarazada, no me lo puedo imaginar haciendo otra cosa que no fuera arrodillarse ante ella y pedirle la mano. De hecho, eso es lo que hizo con su primera mujer, aunque él no sabe que me lo contó el abuelo. La conoció cuando estaba de permiso en el ejército —la carrera profesional que deseaba, a propósito—, la dejó embarazada y se casó con ella. El hecho de que no haya seguido el mismo procedimiento con Jill me muestra que están haciendo las cosas a la manera de Jill.
—Ahora duerme cuando puede —me respondió—. Es lo que siempre sucede durante las últimas seis semanas más o menos. Se sienten tan incómodas que si el bebé decide estar despierto desde la medianoche hasta las cinco de la mañana —hizo un gesto con la mano para indicar que no era tan grave—, a uno se le presenta la oportunidad de hacer lo que había estado esperando toda la vida: leer Guerra y paz en la cama.
—¿Te has instalado en su casa?
—Sí, duermo en el sofá.
—No es muy bueno para tu espalda, papá.
—No hace falta que me lo recuerdes.
—¿Ya habéis decidido el nombre?
—Yo aún quiero que se llame Cara.
—Jill desea… —Y el significado de ese nombre me vino a la cabeza tan de repente que apenas pude continuar, aunque me obligué a seguir—: Sigue empeñada en ponerle Catherine, ¿verdad?
Mi padre y yo nos miramos a los ojos, y ella estaba entre nosotros, como si no hubiera dejado de ser esa chica corpórea, directa y eternamente encantadora de la fotografía. A pesar de que me sudaban las manos y de que mi estómago empezaba a sentir los primeros indicios de un estremecimiento, le pregunté:
—Sin embargo, si al bebé le ponéis el nombre de Catherine, te recordaría a Katja, ¿no es verdad?
Su respuesta consistió en ponerse en pie y en hacer café, lo cual hizo muy poco a poco. Me dijo que no entendía cómo podía comprar judías enlatadas, ya que habían perdido toda sus propiedades, y prosiguió extendiéndose sobre cómo el hecho de que hubieran puesto una nueva cafetería de la cadena Starbucks —la habían abierto en Gloucester Road, no muy lejos de Braemar Mansions— había afectado al ambiente de su barrio.
Mientras hacía todo esto, mi dolor de estómago había empezado a desplazarse lentamente con la intención, como ya era habitual, de destrozarme los intestinos. Le escuché a medida que dejaba el tema de Starbucks y empezaba a hablar de la americanización de la cultura global, y apreté el brazo con fuerza contra la parte inferior de mi vientre, deseoso de que el dolor parara y de volver a sentirme bien, porque si eso no sucedía, papá habría vuelto a ganar.
Le permití que agotara el tema de los Estados Unidos: grandes empresas internacionales que dominaban el mundo de los negocios, megalómanos de Hollywood que determinaban las formas de arte cinematográfico, salarios astronómicos y opciones de compra de acciones totalmente escandalosas que se convertían en el parámetro que medía el éxito del capitalismo. Cuando llegó al final de su discurso —que se hizo evidente por el hecho de que los sorbos de café se hacían cada vez más frecuentes—, repetí la frase, salvo que esa vez no la formulé en forma de pregunta:
—El nombre de Catherine te recordaría a Katja.
Vertió el poco café que le quedaba por el desagüe. Se dirigió a pasos largos hacia la sala de música. Mientras lo hacía, me decía: «Por el amor de Dios, enséñamelo, Gideon. ¿Son esos los únicos progresos que has hecho?».
Había visto el Guarneri dentro de la funda y, aunque esta estaba abierta, de algún modo supo que ni siquiera había intentado tocarlo. Lo sacó de la funda, y la ausencia de ese respeto con el que siempre había tratado el violín en el pasado me mostró lo enfadado —o nervioso, irritado, enfurecido, asustado, preocupado, no lo sé muy bien— que estaba. Me entregó el instrumento, con los dedos alrededor del mástil, y las fantásticas cuerdas surgían de entre sus dedos cual esperanza enrollada alrededor de una promesa tácita. Me dijo: «Toma. Cógelo. Muéstrame dónde estamos. Enséñame exactamente lo que has conseguido después de pasar varias semanas desenterrando los restos del pasado, Gideon. Una nota me basta. Una escala. Un arpegio. O, por milagro, porque algo me dice que si en este momento lo consiguieras sería un milagro, un movimiento de un concierto de tu propia elección. Cualquiera. ¿Te parece demasiado difícil? ¿Qué te parece un pequeño bis?».
El fuego se apoderó de mí, pero se convirtió en un único trozo de carbón. Un calor blanquecino, un calor plateado, incandescente, y me atravesaba el cuerpo como si fuera ácido.
Sí, sí, ya entiendo lo que me ha hecho mi padre, doctora Rose.
No hace falta que me lo explique. Ya veo lo que ha hecho. Pero en ese momento sólo fui capaz de decir: «No puedo. No me obligues a hacerlo. No puedo», como un niño de nueve años al que le han pedido que toque una pieza que es incapaz de tocar.
Papá prosiguió: «Quizás es demasiado fácil para ti, Gideon. Un insulto para tu talento. Así pues, empecemos con El Archiduque, ¿de acuerdo?».
Empecemos con El Archiduque. El ácido me corroyó por dentro, y después de que el dolor me hubiera destrozado las vísceras y me hubiera inutilizado, lo único que me quedaba era un sentimiento de culpa. Todo era culpa mía. Así fue como reaccioné. Beth fue la encargada de decidir el programa para el concierto del Wigmore Hall, y me dijo: «¿Qué te parece El Archiduque, Gideon?», con la inocencia más absoluta. Y como fue Beth la que hizo la sugerencia, ella que ya había experimentado mis fracasos en un terreno mucho más íntimo, fui incapaz de decirle: «Olvídalo. Esa pieza da mala suerte».
Los artistas creen que hay piezas que traen mala suerte. La palabra Macbeth pronunciada dentro de un teatro tiene su equivalente en cualquier otra faceta del arte. Por lo tanto, si le hubiera dicho, tal y como había deseado hacer, que El Archiduque me daba mala suerte, Beth lo habría comprendido, a pesar del modo en que acabamos nuestra relación. Y a Sherrill no le habría importado lo más mínimo lo que hubiéramos tocado. Hubiera dicho, con ese estilo americano de no-me-importa-en-lo-más-mínimo tan característico de él que usaba para ocultar un gran talento: «Sólo tenéis que decirme dónde está el teclado, chicos», y la cuestión no habría tenido mayor importancia. Por lo tanto, la decisión estaba en mis manos y no hice nada por cambiar las cosas. La culpa es sólo mía.
Papá me encontró donde me había escondido al darme cuenta que era incapaz de enfrentarme con el reto que me había propuesto: en el cobertizo del jardín, donde dibujo y fabrico mis cometas. Eso es precisamente lo que estaba haciendo en ese momento —dibujando— y se acercó a mí, el Guarneri dentro de su funda y la funda dentro de casa.
—Tú eres la música, Gideon —me dijo—. Eso es para lo que vales. Eso es lo que deseo.
—Eso es lo que estamos intentando conseguir —le respondí.
—Hacerlo de ese modo es una tontería —me replicó—. ¡Anotando recuerdos en una libreta y echando una cabezadita en el sofá de una psiquiatra tres veces a la semana!
—No me tumbo en un sofá.
—Ya sabes lo que quiero decir. —Colocó la mano sobre el esbozo que estaba dibujando para obligarme a prestarle atención—. Sólo podemos mantener a la gente a raya durante cierto tiempo, Gideon. Lo estamos haciendo, de hecho, Joanne está haciendo un excelente trabajo, pero llegará un momento en el que incluso una agente como Joanne, por muy leal que sea, empezará a preguntar qué quiere decir exactamente el término agotamiento, en un caso en que ese mismo agotamiento no muestra ningún signo de mejoría. Cuando eso suceda, o tendré que contarle la verdad o tendré que inventarme una historia para que pueda contar a la gente, y eso sólo empeorará las cosas.
—Papá —le repuse—, es una locura pensar que el público que lee la prensa sensacionalista tenga ningún interés en saber…
—No estoy hablando de la prensa sensacionalista. De acuerdo. Cuando una estrella del rock desaparece de la escena, los periodistas empiezan a indagar todos sus trapos sucios sin parar, con la esperanza de encontrar algo que les pueda explicar el porqué. Este no es nuestro caso ni lo que nos concierne. Lo que me preocupa es el mundo en el que vivimos, con una programación de conciertos prevista para los próximos veinticinco meses, Gideon, como bien sabes, y con llamadas telefónicas, diarias, no te creas, de directores de orquesta que preguntan por el estado de tu salud. Lo que es, como también sabes, un eufemismo para preguntar si has vuelto a tocar. «¿Se ha recuperado del agotamiento?» significa: «¿Rompemos el contrato o seguimos con el programa establecido?». —Mientras decía todo esto, papá iba acercando el dibujo hacia él, y aunque sus dedos habían empezado a manchar las líneas que esbozaban las dos partes inferiores de la cometa, ni le dije nada ni le interrumpí—. Bien, lo que te pido es algo muy sencillo: entra en casa, sube a la sala de música y coge el violín. No lo hagas por mí, porque esto nunca tuvo nada que ver conmigo y nunca lo tendrá. Hazlo por ti mismo.
—No puedo.
—Iré contigo. Permaneceré junto a ti. Te sostendré o haré lo que me pidas. Pero tienes que hacerlo.
Nos miramos fijamente, doctora Rose. Sentía cómo deseaba que saliera de ese cobertizo en el que hacía mis cometas, que atravesara el jardín y que entrara en la casa.
—Hasta que no cojas el violín y lo intentes, Gideon, no sabrás si has hecho algún progreso con ella.
Se estaba refiriendo a usted, doctora Rose. Aludía a todas esas horas durante las cuales he estado escribiendo. Se refería a esa revisión del pasado a la que nos estamos dedicando y en la que, según parece, él estaba dispuesto a ayudarme… sólo con que le demostrara que, como mínimo, era capaz de coger el violín y rozar las cuerdas con el arco.
Así pues, no dije nada, pero salí del cobertizo y me dirigí hacia la casa. Una vez en la sala de música, no me dirigí al asiento de la ventana en el que he anotado todos mis recuerdos, sino a la funda del violín. Ahí estaba el Guarneri, con la superficie y los rebordes relucientes, el depositario de doscientos cincuenta años de música reluciendo a través de las cavidades del Fa, de los lados y de las clavijas.
Puedo hacerlo. Veinticinco años no desaparecen en un instante. Todo lo que he aprendido, todo lo que sé, todo el talento innato que siempre he poseído puede estar escondido y enterrado bajo un desprendimiento de tierras que todavía no he logrado identificar, pero está ahí.
Papá permaneció junto a mí. Mientras yo cogía el Guarneri, él me puso la mano sobre el hombro. Me susurró: «No te dejaré, hijo. Todo irá bien. Estoy aquí».
Y en ese preciso instante, el teléfono empezó a sonar.
Los dedos de papá se tensaron sobre mi hombro como un reflejo. «Olvídate», me dijo haciendo referencia al teléfono. Y como eso era precisamente lo que había estado haciendo durante las últimas semanas, no tuve ningún problema por complacerle.
Pero fue la voz de Jill la que sonó en el contestador. Cuando dijo: «Gideon, ¿está Richard todavía ahí? Tengo que hablar con él. ¿Ya se ha marchado? Por favor, coge el teléfono», papá y yo reaccionamos de la misma manera. Dijimos al unísono: «El bebé», y papá se dirigió a toda prisa hacia el teléfono.
«Aún estoy aquí —le respondió—. ¿Te encuentras bien, cariño?», y después se dispuso a escuchar.
No hubo ni un solo sí ni un solo no en su respuesta. Papá se volvió hacia mí y le preguntó: «¿Qué tipo de llamada?». Escuchó otra larga respuesta y por fin exclamó: «Jill… Jill… Ya basta. ¿Por qué demonios contestaste el teléfono?».
Una vez más le respondió largamente. Cuando hubo acabado, papá prosiguió: «¡Espera! ¡No seas tonta! Te estás poniendo muy nerviosa… y no me puedes hacer responsable de una llamada que yo no he hecho y que todavía no hemos identificado… —El rostro se le oscureció de repente, ya que ella parecía haberle interrumpido—. ¡Por el amor de Dios, Jill! ¡Escúchate a ti misma! ¡Te estás comportando de un modo totalmente irracional!». El tono de voz en el que pronunció esas últimas palabras indicaba —como había podido comprobar personalmente— que iba a zanjar un tema del que no quería seguir hablando. Era un tono glacial, autoritario, de superioridad y de alguien que domina la situación.
Pero Jill no era el tipo de persona que se dejaba convencer con facilidad. La escuchó de nuevo. Estaba de espaldas a mí, pero notaba cómo cada vez estaba más tenso. Pasó casi un minuto antes de que volviera a hablar de nuevo.
«Ahora mismo voy hacia casa —le respondió con brusquedad—. No pienso discutir estas cosas por teléfono».
Entonces colgó, y me pareció que la dejaba con la palabra en la boca. Se dio la vuelta y, contemplando el Guarneri, exclamó: «¡De momento tenemos que dejarlo!».
«¿Va todo bien en casa?», le pregunté.
«Nada va bien en ninguna parte», fue su única respuesta.