23 de septiembre
Tal y como fueron las cosas, y a pesar del honor y lo que podía significar para mi desarrollo como músico internacional, no fui a Juilliard. Debido a la historia del lugar, mucha gente tres veces más mayor que yo hubiera dado cualquier cosa por tener esa oportunidad, por disfrutar de las innumerables posibilidades que hubieran surgido de esa extraordinaria experiencia de valor incalculable… Pero no hay dinero, y aunque lo hubiera, soy demasiado joven para irme tan lejos, y no digamos para vivir allí solo. Y como mi familia no se puede trasladar allí en masa, pierdo la oportunidad.
En masa. Sí. De alguna manera soy consciente de que sólo seré capaz de ir a Juilliard si vamos en masa, al margen de que haya o no dinero. Por lo tanto, digo: «Papá, por favor, déjame ir, debo ir, quiero ir a Nueva York», porque incluso entonces sé lo que puede significar para mi presente y para mi futuro. Papá me responde: «Gideon, ya sabes que no podemos ir. No puedes estar allí solo, y tampoco podemos ir todos juntos». Evidentemente, quiero saber el porqué. Por qué, por qué, por qué no puedo conseguir lo que quiero si hasta ese momento siempre lo he hecho. Me dice —lo recuerdo muy bien—: «Gideon, el mundo vendrá a ti. Te lo prometo, hijo. Te lo juro».
Pero está claro que no podemos ir a Nueva York.
Por alguna razón lo sé incluso cuando lo pido una y otra vez, incluso cuando imploro, suplico y me comporto peor que nunca, cuando le pego patadas al atril, cuando me lanzo contra la entrañable mesa de media luna de mi abuela y rompo dos de las patas… incluso entonces sé que no habrá Juilliard al margen de lo que haga. No iré a la Meca de la Música, ni solo, ni con mi familia, ni con uno de mis padres, ni acompañado de Raphael, ni con Sarah-Jane pegada a mis talones en calidad de sombra o de protectora.
«Lo sabe —me señala—. Lo sabe antes de pedirlo, mientras lo pide, lo sabe a pesar de todo lo que hace por cambiar… ¿qué, Gideon? ¿Qué intenta cambiar?».
La realidad, evidentemente. Y sí, doctora Rose, sé que esa respuesta no nos lleva a ninguna parte. ¿Cuál es la realidad que ya entiendo a los siete u ocho años?
Parece ser esta: no somos una familia rica. Sí, claro, vivimos en un barrio que no sólo indica dinero, sino que también lo requiere, pero la familia ha poseído esa casa durante generaciones y la única razón por la que la familia aún sigue teniéndola es los inquilinos, los dos trabajos de papá, el hecho de que mi madre trabaje y la pensión miserable que mi abuelo recibe del gobierno. Pero nunca hablamos de dinero. Hablar de dinero es como hablar de funciones corporales en medio de la cena. Aun así, sé que no iré a Juilliard, y a pesar de que lo sé, siento una tensión en mi interior. Empieza en los brazos, continúa por el estómago, sube por la garganta hasta que grito y grito, y recuerdo lo que grito: «Es porque ella está aquí». Y en ese momento empiezo a dar patadas, a dar golpes y a lanzarme contra objetos. Fue entonces, doctora Rose.
«¿Por qué ella está aquí?».
Ella, obviamente, debe de ser Katja.