21 de septiembre
Papá me cuenta que yo casi tenía seis años cuando Sonia nació. Estaba a punto de cumplir los ochos cuando murió. Le llamé por teléfono y le hice esas dos preguntas a la vez. ¿No está orgullosa de mí, doctora Rose? Cogí el toro por los mismísimos cuernos.
Cuando le pregunté cómo había muerto Sonia, papá me respondió: «Se ahogó, hijo». Daba la impresión de que le había costado un gran esfuerzo y de que su voz procedía de un lugar distante. Al hacerle esas preguntas, sentía cómo me iba poniendo nervioso, pero eso no me impidió continuar. Le pregunté cuántos años tenía cuando murió: «Dos años». Y el nerviosismo de su voz me indicó que había sido lo bastante mayor no sólo para haber tenido un lugar permanente en su corazón, sino también para haber dejado una marca imborrable en su alma.
El sonido de ese nerviosismo y la comprensión que lo acompañaba me explicaron muchas cosas de mi padre: que se hubiera dedicado a mí en cuerpo y alma durante mi niñez, su obstinación en que tuviera, viera y experimentara lo mejor, el hecho de que me protegiera tanto cuando empecé mi carrera en público, el recelo que sentía hacia cualquier persona que se me acercara demasiado y me pudiera hacer daño. Al haber perdido un hijo —no, Dios mío, había perdido dos, porque Virginia también había muerto de niña—, no estaba dispuesto a perder otro.
Así pues, comprendo por fin por qué ha estado tan próximo a mí, por qué ha estado tan involucrado y por qué ha seguido mi vida y mi carrera profesional desde tan cerca. Yo había expresado en voz alta lo que deseaba desde una edad muy temprana —mi violín y mi música— y él había hecho todo lo posible por asegurarse de que el único hijo que le quedaba tuviera dado lo que quería, como si el hecho de darme los medios para conseguirlo pudiera, de alguna manera, garantizar mi longevidad. Así que aceptó dos trabajos y también puso a mi madre a trabajar. Contrató a Raphael y lo dispuso todo para que yo pudiera estudiar en casa.
Salvo que todo eso ocurrió antes de Sonia, ¿verdad? No podía haber sido el resultado de la muerte de Sonia. Porque, si tenemos en cuenta lo que me dijo, ella nació cuando yo tenía seis años y, por lo tanto, en esa época Raphael Robson y Sarah-Jane Beckett ya estaban instalados en casa. Y James el Inquilino también debía de haber estado allí. Katja Wolff, en su papel de niñera de Sonia, debería de haberse unido a ese grupo tan establecido. Esto es lo que debió de suceder: un grupo constituido se vio obligado a aceptar a una extraña; una intrusa, si así lo prefiere. Además, extranjera, pero no una extranjera cualquiera, sino una alemana. Relativamente famosa, sí. Pero extranjera de todos modos: nuestro enemigo en época de guerra, el abuelo para siempre prisionero de esa guerra.
Por lo tanto, Sarah-Jane Beckett y James el Inquilino cuchichean de ella en ese rincón de la cocina; no están hablando en voz baja de mi madre ni de Raphael ni de las flores. Están hablando mal de ella porque Sarah-Jane es así, siempre lo ha sido, y le gusta cotillear. La critica porque está celosa, ya que Katja es delgada, hermosa y seductora, mientras que Sarah-Jane Beckett —la corta melena pelirroja le brota del cuero cabelludo cual casquete y su cuerpo no es muy diferente al mío— se da cuenta de que los hombres de la casa miran a Katja, especialmente James el Inquilino, que ayuda a Katja con su inglés y que se ríe cada vez que ella, con un estremecimiento, dice: «Mein Gott, mi cadáver aún no está acostumbrado a que en este país llueva tanto», en vez de decir mi cuerpo. Cuando le preguntan si quiere una taza de té, ella responde: «Sí, sin que nadie me obligue y dando mis más efusivas gracias», y ellos, los hombres, se ríen, pero es una risa provocada por un encantamiento. Mi padre, Raphael, James el Inquilino, incluso mi abuelo.
Y yo recuerdo todo eso, doctora Rose. Lo recuerdo.