20 de septiembre
Esto es lo que me he estado preguntando desde que papá me enseñó esa fotografía: si mi madre se llevó todas las fotografías de Sonia que había en la casa, ¿por qué no se llevó esa? ¿Fue porque el rostro de Sonia estaba tan cubierto de sombras que podría haber parecido cualquier bebé y, por lo tanto, no era entrañable para mi madre? ¿Una fotografía a la que no podría aferrarse en su dolor… si fue el dolor en verdad lo que hizo que nos abandonara? ¿O fue porque Katja Wolff también salía en la fotografía? ¿O fue porque mi madre no conocía la existencia de esa fotografía? Porque, como podrá imaginarse, lo único que no puedo saber de esa fotografía —que ahora tengo en mi posesión y que le enseñaré la próxima vez que nos veamos— es quién la hizo.
¿Por qué papá guardaba esa fotografía en particular, una fotografía en la que la figura principal no es su hija, su propia hija que murió, sino una joven sonriente y rubia que no es su mujer, que nunca lo fue y que no era la madre de ese bebé?
Le pedí a papá que me contara cosas de Katja Wolff, ya que hacerlo me pareció de lo más natural. Me respondió que era la niñera de Sonia. Me contó que era una chica alemana con muy pocos conocimientos de inglés. Había huido, con dramatismo y temeridad, de Berlín Este a Berlín Oeste en un globo que ella y su novio habían construido en secreto; esa hazaña le había dado cierta notoriedad.
¿Conoce la historia de la que le estoy hablando, doctora Rose? Quizá no. En esa época, debía de tener menos de diez años y supongo que debía de vivir en… ¿dónde? ¿En los Estados Unidos?
Yo, que vivía en Inglaterra, mucho más cerca del lugar de los hechos, no lo recuerdo. Pero papá me contó que en ese momento fue una gran noticia, ya que Katja y su novio no intentaron cruzar desde algún lugar apartado, desde el que hubiera sido un poco más seguro pasar del este al oeste, sino que salieron desde el mismísimo centro de Berlín. El chico no lo consiguió, pues la policía de la frontera lo cogió. No obstante, Katja consiguió escapar. Así es como consiguió sus quince minutos de fama y como se convirtió en una abanderada de la libertad. Noticias en la televisión, titulares de primera página, reportajes en las revistas, entrevistas de radio. Al final consiguió que la invitaran a vivir a Inglaterra.
A medida que mi padre me contaba todo esto, yo lo escuchaba con atención y lo observaba de cerca. Buscaba indicios y significados ocultos, e intenté hacer inferencias, asociaciones y deducciones. Porque, incluso ahora, en la situación en la que me encuentro —sentado en la sala de música de Chalcot Square con el Guarneri a cuatro metros de distancia, fuera de su funda al menos, y ya sabe Dios que eso es un gran progreso, doctora Rose, aunque sea incapaz de levantar el violín hasta la altura de los hombros—, aún hay preguntas que temo hacerle a mi padre.
«¿Qué tipo de preguntas?», me pregunta.
Preguntas como estas, preguntas que me vienen a la mente sin hacer el más mínimo esfuerzo: ¿quién hizo la fotografía de Sonia y Katja? ¿Por qué mi madre se llevó todas las fotografías salvo esa? ¿Conocía su existencia? De hecho, ¿de verdad se llevó las otras fotografías o simplemente las destruyó? Y, lo que es más importante, ¿por qué mi padre nunca me había hablado de ellas? ¿Por qué nunca me habló de Sonia ni de Katja ni de mi madre?
Es obvio que no había olvidado que existían. Después de todo, cuando saqué el tema de Sonia me enseñó la fotografía y, por el estado en que se encontraba, juraría por Dios que la había mirado más de un centenar de veces. ¿Por qué ese silencio?
«A veces la gente evita hablar de ciertos temas —me dice—. Elude hablar de algunas cosas porque les resultan demasiado dolorosas».
¿Como Sonia? ¿Su muerte? ¿Mi madre? ¿El hecho de que nos abandonara? ¿Las fotografías?
¿Katja Wolff, quizá?
No obstante, ¿qué daño puede hacerle a papá hablar de Katja Wolff? A no ser que sea por la razón más obvia.
«Que es…».
Quiere que lo diga, ¿no es así, doctora Rose? Desea que lo escriba. Quiere que piense en ello mientras estoy aquí sentado delante de esta página, para que pueda ponderar qué hay de verdadero y de falso en ello. Pero ¿qué demonios voy a conseguir con todo eso? Sostiene a mi hermana entre sus brazos, la mece por debajo de sus pechos, con la mirada tranquila y la faz serena. Lleva uno de los hombros al descubierto porque lleva un vestido o una camiseta con las tiras demasiado sueltas, y ese vestido o esa camiseta es de colores alegres, de colores extraños, hay demasiado amarillo, naranja, verde y azul. Ese hombro desnudo parece suave y redondeado y, sí, de acuerdo, es una invitación, y tendría que estar ciego para no darme cuenta de que si es un hombre el que está haciendo la fotografía de Katja, y que si ese hombre es mi padre —pero también podría ser Raphael o James el Inquilino o mi abuelo o el jardinero o el cartero o cualquier hombre, porque está espléndida, hermosa y seductora, e incluso yo, un desastre con problemas de erección que debe parecer una insignificancia a cualquier hombre sano, puedo darme cuenta de quién es, de lo que es y de cómo está ofreciendo lo que está ofreciendo—, entonces tiene alguna relación con ella, y tengo una idea bastante clara del tipo de relación que pueden tener.
«Escriba sobre ella —me ordena—. Escriba sobre Katja. Llene una página entera con su nombre si eso es lo que le hace falta y observe adónde le lleva todo eso, Gideon. Pregúntele a su padre si le puede enseñar otras fotografías: fotografías de familia, fotografías sin importancia, fotografías de las vacaciones, de las celebraciones, de las fiestas, de las reuniones, de las cenas, cualquier cosa. Obsérvelas con atención. Fíjese quién sale en ellas. Interprete sus gestos».
«¿Que busque a Katja?», le pregunto.
«Interprete todo lo que vea».