15 de septiembre

Esta tarde he ido a verle, doctora Rose. Desde que desenterramos el recuerdo de Sonia y recordé a Raphael y esas obscenas flores, y el caos de la casa de Kensington Square, he sentido la necesidad de hablar con mi padre. Así pues, me dirigí a South Kensington y lo encontré en el jardín que hay al lado de Braemar Mansions, que es donde ha vivido estos últimos años. Se encontraba en el pequeño invernadero que ha requisado del resto de habitantes del edificio, y estaba haciendo lo que suele hacer en su tiempo libre. Estaba agachado junto a sus pequeñas camelias híbridas, examinando las hojas con una lupa, buscando intrusos entomológicos o incipientes capullos. No estoy seguro del todo. Sueña con cultivar unas flores dignas del Festival de Flores de Chelsea. Lo bastante dignas para ganar un premio, mejor dicho. No conseguirlo sería una pérdida de tiempo.

Le vi en el invernadero desde la calle, pero como no tengo llave de la puerta del jardín, entré por el edificio. Papá vive en el piso de la primera planta que hay al final del rellano, y como vi que la puerta estaba entreabierta, me dirigí hasta allí con la intención de cerrarla. Sin embargo, me encontré a Jill en la mesa de papá, trabajando con su portátil y con los pies sobre un cojín que se había traído de la sala de estar.

Intercambiamos unas cuantas frases graciosas —al fin y al cabo, ¿qué se le puede decir a la novia joven y embarazada del padre de uno?— y me dijo lo que ya sabía: que mi padre estaba en el jardín. «Está dando de comer al resto de sus hijos», me dijo con una de esas largas miradas de sufrimiento que indican exasperación. Pero ese día la frase «el resto de sus hijos» me pareció cargada de significado y no me la podía sacar de la cabeza mientras salía de la casa.

Caí en la cuenta de que antes no me había percatado de algo que se me hizo obvio mientras recorría el piso. Las paredes, la superficie de las cómodas, los manteles de las mesas y las estanterías anunciaban un hecho franco y sencillo que nunca me había pasado por la cabeza, y de ese hecho fue de lo primero que hablé al entrar en el invernadero, porque me pareció que si era capaz de arrancarle una respuesta sincera a mi padre, me sería más fácil comprenderlo.

—«¿Arrancar? Le ha sorprendido que usara esa palabra, ¿no es así? Le ha chocado la palabra y todo lo que implica. Así pues, ¿su padre no es sincero?», —me pregunta.

«Nunca me lo había planteado. Pero ahora empiezo a hacerlo».

«¿Qué es lo que quiere entender? —me pregunta—. Si consigue arrancarle la verdad a su padre, ¿qué es lo que comprendería?».

«Lo que me ha sucedido».

«¿Tiene algo que ver con su padre?».

Me gustaría pensar que no.

Cuando entré en el invernadero, no levantó la vista, y pensé que su cuerpo había empezado a amoldarse a su trabajo actual: el de estar agachado junto a plantas pequeñas. Su escoliosis parece haber empeorado a lo largo de estos últimos años, y aunque sólo tiene sesenta y dos años, me parece mayor debido a su creciente curvatura. Mientras le miraba, me preguntaba cómo Jill Foster —casi treinta años más joven que él— se había sentido atraída hacia él. El mecanismo que hace que los humanos se acerquen sigue siendo un misterio para mí.

—¿Por qué no hay fotografías de Sonia en tu casa, papá? —le pregunté. Pensé que un ataque frontal inesperado daría mejores resultados—. Tienes fotografías mías desde todos los ángulos y de todas las edades, con y sin violín; sin embargo, no tienes ni una de Sonia, ¿por qué?

Entonces sí que levantó la vista, pero creo que intentaba ganar tiempo, ya que sacó un pañuelo del bolsillo trasero de sus pantalones vaqueros y lo usó para limpiar su lupa. Dobló el pañuelo, guardó la lupa en una bolsa de gamuza y dejó la bolsa sobre una estantería del final del invernadero en la que guarda sus herramientas de jardinería.

—También te deseo muy buenas tardes —me dijo—. Espero que por lo menos hayas saludado a Jill. ¿Aún está delante del ordenador?

—Sí, en la cocina.

—¡Ah! El guión cinematográfico avanza muy despacio. Está escribiendo el guión de Hermosos y malditos. ¿Te lo había contado? Me parece demasiado ambicioso proponer otra obra de Fitzgerald a la BBC, pero está empeñada en demostrar que una novela americana sobre americanos en América puede llegar a ser aceptable para una audiencia británica. Ya veremos. ¿Cómo está tu propia americana últimamente?

Así es como llama a Libby. No tiene otro nombre para ella que no sea el de «tu americana», aunque a veces la llama «tu pequeña americana» o «tu encantadora americana». La llama especialmente así cuando comete algún error social, lo que hace con un fervor casi religioso. Libby no soporta los formalismos, y papá aún no le ha perdonado que le llamara por el nombre de pila el día que los presenté. Ni tampoco ha olvidado cómo reaccionó al enterarse del embarazo de Jill. «¡Hostia! ¿Te has tirado a una tía de treinta años? Bien hecho, Richard». Jill tiene más de treinta, evidentemente, pero eso es un asunto de poca importancia comparado con el hecho de que Libby mencionara la gran diferencia de edad que los separa.

—Está bien —le respondí.

—¿Aún sigue dando vueltas por Londres con su motocicleta?

—Sí, todavía trabaja de mensajera, si es eso lo que quieres saber.

—¿Cómo prefiere a Tartini[4] últimamente? ¿Sola o acompañada?

Se quitó las gafas, cruzó los brazos y se me quedó mirando de ese modo tan característico de él. Esa mirada que decía: «Si no te calmas, tendrás que vértelas conmigo».

Esa mirada ha conseguido desanimarme en más de una ocasión, y combinada con sus comentarios sobre Libby, supongo que debería haberme hecho desistir. Pero el hecho de que una hermana hubiera aparecido de repente en mi mente me daba la fuerza suficiente para afrontar cualquier intento de ofuscación que se propusiera.

—Me había olvidado de Sonia —le dije—. No tan sólo de la forma en que murió, sino de su misma existencia. Me había olvidado totalmente de que una vez tuve una hermana. Es como si alguien me hubiera puesto una goma en el cerebro y la hubiera borrado, papá.

—¿Es a eso a lo que has venido, entonces? ¿A preguntarme lo de las fotografías?

—A preguntarte cosas sobre ella. ¿Por qué no tienes ninguna foto suya?

—Buscas algo siniestro en el hecho que no tenga fotografías de ella.

—Tienes fotografías mías. Tienes una exposición completa del abuelo. Tienes fotos de Jill. Incluso de Raphael.

—Posando con Szeryng. Él no tiene ninguna importancia.

—Sí, de acuerdo. Pero eso no responde a mi pregunta. ¿Por qué no hay ninguna de Sonia?

Me observó durante sus buenos cinco segundos antes de moverse. Y aún entonces sólo se dio la vuelta y empezó a limpiar el banco sobre el que había estado trabajando. Cogió una escoba y la usó para barrer las hojas sueltas y los restos de tierra; luego lo depositó en un cubo que cogió del suelo. Una vez que hubo acabado, cerró la bolsa de tierra, tapó una botella de fertilizante y puso las herramientas de jardinería en sus respectivos rincones. Limpió las herramientas una por una antes de guardarlas. Finalmente, se quitó el pesado delantal verde que llevaba cuando trabajaba con sus camelias, salió del invernadero y se dirigió hacia el jardín.

Hay un banco en uno de los extremos y se encaminó hacia allí. Está debajo de un castaño, la ruina de mi padre desde hace mucho tiempo.

—¡Maldita sea! Hay demasiada sombra —se queja siempre—. ¿Cómo demonios va a crecer en la sombra?

Sin embargo, ese día pareció agradecer un poco de sombra. Se sentó e hizo una mueca de dolor, como si le doliera la espalda, lo cual era bastante probable debido al estado de su columna. Pero no quería preguntarle nada de eso. Ya había evitado mi pregunta durante bastante tiempo.

—Papá, ¿por qué no hay…? —le pregunté.

—Me lo preguntas por esa doctora, ¿verdad? Esa mujer… ¿Cómo se llama?

—Ya lo sabes. Doctora Rose.

—¡Mierda! —musitó, levantándose del banco. Pensé que estaba dispuesto a volver a su casa de mal humor antes que hablar de un tema del que estaba claro que no quería hablar, pero se arrodilló y empezó a arrancar malas hierbas de uno de los parterres que teníamos ante nosotros—. Si por mí fuera, confiscaría todos los trozos de tierra de los vecinos que no se ocupan de ellos como es debido. ¡Mira toda esa porquería!

No había para tanto. Era cierto que el exceso de agua había hecho que saliera moho y musgo entre las piedras de una de las esquinas, y que las malas hierbas se entrelazaban con una enorme fucsia que necesitaba que la podaran. Pero había cierta belleza en el estado natural del jardín, ya que la pila central para pájaros estaba recubierta de hiedra y las piedras del camino yacían bajo el verdor.

—A mí me gusta —le repliqué.

Papá soltó un bufido de desaprobación. Continuó arrancando malas hierbas y lanzándolas por encima del hombro a un camino de grava.

—¿Ya has cogido el Guarnerius? —me preguntó. Llama al violín de ese modo; siempre lo ha hecho. Yo prefiero designarlo por el nombre del fabricante, pero papá confunde el nombre del fabricante con el del instrumento, como si Guarneri no tuviera nada más que hacer.

—No, no lo he hecho.

Se apoyó en los talones y exclamó:

—¡Estupendo! ¡De verdad! Los grandes planes han quedado reducidos a nada, ¿no es verdad? Cuéntame. ¿Qué ganamos con todo esto? ¿Con qué maravillosas ventajas estáis siendo bendecidos mientras tu maravillosa doctora y tú desenterráis el pasado? Nuestro problema está en el presente, Gideon. Creo que no hace falta que te lo repita.

—Ella lo llama amnesia psicogénica. Dice que…

—¡Tonterías! Tuviste un problema de nervios. Y todavía lo sigues teniendo. Son cosas que pasan. Pregúntaselo a quien quieras. ¡Por el amor de Dios! ¿Cuántos años estuvo Rubinstein sin tocar? ¿Diez? ¿Doce? ¿Y crees que se pasó todos esos años garabateando en una libreta? Espero que no.

—No perdió la habilidad de tocar —le expliqué a mi padre—. Tan sólo tenía miedo de tocar.

—Tú no sabes si la has perdido, ¿verdad? Si todavía no has cogido el Guarnerius, ¿cómo vas a saber lo que has perdido o lo que temes haber perdido? Cualquier persona con un poco de sentido común te diría que lo que estás sufriendo se llama cobardía: pura y simple. Y el hecho de que tu doctora aún no haya mencionado esa palabra… —Se puso a arrancar malas hierbas de nuevo—. ¡Tonterías!

—Tú querías que fuera a verla —le recordé—. Cuando Raphael lo sugirió, te pareció una buena idea.

—Pensaba que aprenderías a enfrentarte con tu miedo. Creí que era eso lo que te enseñaría. Y, a propósito, si hubiera sabido que en la silla del doctor iba a estar sentada una condenada mujer, me lo hubiera pensado dos veces antes de llevarte hasta allí para que te pusieras a llorar sobre su hombro…

—Yo no…

—Todo esto viene de esa chica, de esa maldita y condenada chica. —Al pronunciar la última palabra, estiró con fuerza de una hierba que estaba enredada y al hacerlo arrancó de raíz uno de los lirios. Maldijo y empezó a escarbar la tierra alrededor de la planta como si quisiera reparar el daño—. Así es como piensan los americanos, Gideon, y espero que te des cuenta. Eso es lo que sucede cuando uno se relaciona con un montón de vagos a los que les han puesto la vida en bandeja. No conocen nada más que el ocio y acaban culpando a sus padres de su falta de disciplina. Ella te ha contagiado esa manía de criticar a los demás, hijo. De aquí a poco tiempo se encargará de organizar debates para hablar de tu enfermedad.

—Eres muy injusto con Libby. Ella no tiene nada que ver con todo esto.

—Te encontrabas perfectamente hasta que entró en tu vida.

—No ha sucedido nada entre nosotros que pueda ser causa de problemas.

—Te acuestas con ella, ¿verdad?

—Papá…

—¿Echas buenos polvos? —Al hacerme esa última pregunta miró por encima del hombro, y supongo que debió darse cuenta de que prefería mantenerlo en secreto. Al verlo, me dijo irónicamente—: Sí, claro, pero ella no es la causa de tu problema. Ya entiendo. Bien, dime, ¿cuándo cree la doctora Rose que será el momento propicio para que vuelvas a coger el violín?

—No hemos hablado de eso.

Se puso en pie de un salto y exclamó:

—¡Eso es fantástico! La has visto… ¿cuánto? ¿Tres veces por semana durante cuántas semanas? ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Y aún no habéis tenido ocasión de hablar del problema? ¿No lo encuentras un poco raro?

—El violín… el hecho de tocar…

—Querrás decir el de no tocar.

—Sí. De acuerdo. El hecho de no tocar el violín es un síntoma, papá. No es una enfermedad.

—Ve y díselo a los de París, Londres y Roma.

—Haré esos conciertos.

—Si sigues por ese camino, no lo creo.

—Pensaba que querías que la viera. Le pediste a Raphael…

—Le pedí a Raphael que nos ayudara. Que te ayudara a recuperarte. Que te ayudara a coger el violín. Que te ayudara a regresar a la sala de conciertos. Dime, sólo dímelo, júramelo, tranquilízame, cualquier cosa, que es eso lo que conseguirás yendo a esa doctora. Porque, en esta cuestión, estoy de tu parte, hijo. Estoy de tu parte.

—No te lo puedo jurar —le repliqué, a sabiendas de que mi voz reflejaba toda la derrota que sentía—. No sé qué beneficios saco de ir a verla, papá.

Se secó las manos en los lados de los vaqueros y le oí maldecir en un bajo tono de voz que parecía estar teñido de angustia.

—¡Ven conmigo! —me indicó.

Lo seguí. Entramos de nuevo en el edificio, subimos por las escaleras y llegamos a su piso. Jill había hecho té y levantó la taza como diciendo: «¿Quieres, Gideon? ¿Cariño?», a medida que entrábamos en la cocina. Le di las gracias y le dije que no, pero papá no le respondió. El rostro de Jill se nubló, tal y como siempre sucede cuando papá la ignora: no como si se sintiera dolida, sino como si comparara su comportamiento con algún decálogo secreto de comportamiento apropiado que ella hubiera desarrollado en su mente.

Papá siguió avanzando, inconsciente de lo que pasaba. Entró en lo que yo llamo la Habitación del Abuelo, donde guarda una extraña, aunque interesante, colección de recuerdos: cualquier cosa, desde mechones de pelo del abuelo de cuando era niño guardados en una caja de plata hasta cartas escritas por su comandante en jefe en la guerra que elogiaban su comportamiento mientras estuvo preso en Birmania. A veces tenía la sensación de que papá se había pasado los mejores años de su vida intentando hacernos creer que su padre era una persona normal o un hombre extraordinario, en vez de aceptar lo que era en realidad: una mente desgastada que se había pasado más de cuarenta años haciendo equilibrios para no caer en la locura por razones que nunca nadie mencionó.

Cerró la puerta a nuestra espalda. Al principio pensé que me había llevado a esa habitación para recitar alguna especie de panegírico al abuelo. Notaba cómo me iba poniendo nervioso al ver que sólo intentaba, una vez más, esquivar una conversación como Dios manda.

«¿Se había comportado así con anterioridad?», me preguntará. Es una pregunta lógica.

Y yo tendré que responderle que sí, que sí, que antes ya se había comportado de ese modo. Hasta hace poco no me había dado cuenta. De hecho, no había sentido necesidad de hacerlo, ya que la música era lo más importante en nuestra relación y de lo único que hablábamos. Sesiones prácticas con Raphael, ensayos en el Conservatorio East London, sesiones de grabación, apariciones en público, conciertos, giras… Mi música siempre nos mantenía ocupados. Y como yo estaba tan ocupado con la música, cualquier pregunta o tema que hiciera o deseara comentar era fácilmente olvidado si me hacían pensar en mi música. «¿Cómo llevas las piezas de Stravinski? ¿Y las de Bach? ¿Todavía tienes problemas con El Archiduque?». ¡Santo Cielo! ¡El Archiduque! Siempre me causaba problemas. Esa pieza es mi cruz. Mi batalla personal. De hecho, es la pieza que había decidido tocar en Wigmore Hall. Fue la primera vez que intenté tocar esa pieza en público, pero fui incapaz de hacerlo.

¿Se da cuenta de con qué facilidad me olvido de todo lo demás cuando hablo de música, doctora Rose? En aquella época me distraía yo solo, así que ya se puede imaginar lo fácil que le debía resultar a mi padre hacerme cambiar de tema.

Sin embargo, esa tarde no había nada que pudiera distraer mi atención, y supongo que papá se dio cuenta, porque ni siquiera hizo el mínimo intento de obsequiarme con una historia de las valerosas proezas del abuelo durante su cautiverio ni de conmoverme con relatos de su valiente batalla contra un horroroso estado mental que estaba arraigado en lo más profundo de su cerebro. En vez de hacerlo, cerró la puerta a nuestra espalda, con la intención de tener un poco de intimidad.

—Esperas que te cuente algo desagradable, ¿verdad? —me preguntó—. Después de todo, ¿no es eso lo que siempre persiguen los psiquiatras?

—Intento recordar —le repliqué—. Es lo único que deseo.

—¿Y de qué modo crees que el hecho de recordar a Sonia te va a ayudar con tu instrumento? ¿Te lo ha explicado tu doctora Rose?

No lo ha hecho, ¿verdad, doctora Rose? Lo único que me ha dicho es que empezaremos con lo que recuerde. Tengo que escribir todo lo que me venga a la memoria, pero no me ha explicado cómo esos ejercicios conseguirán desenmarañar sea lo que sea que está bloqueando mi habilidad para tocar.

¿Qué tiene que ver Sonia con el hecho de que yo toque? Debía de ser un bebé cuando murió. Porque estoy seguro de que recordaría una hermana más mayor, una niña que hablara y caminara, que jugara en la sala de estar, que se dedicara a apilar montones de barro en el jardín trasero conmigo. Lo recordaría.

—La doctora Rose lo denomina amnesia psicogénica —le expliqué.

—Psico… ¿qué?

Se lo expliqué tal y como me lo había explicado usted a mí. Acabé diciéndole: «Ya que no hay ninguna causa física que explique la pérdida de memoria, y ya sabes que los neurólogos lo han dejado muy claro, la causa debe estar en otra parte. En la psique, papá. No en el cerebro».

—¡Todo eso es una tontería! —espetó, pero me di cuenta que esas palabras eran una mera fanfarronada. Se sentó en un sillón y se quedó mirando al vacío.

—Muy bien. —Yo también me senté, delante del viejo escritorio de tapa rodadera que pertenecía a la abuela. Hice lo que nunca antes me había planteado hacer, ya que no me había parecido necesario. Le cogí la palabra—. De acuerdo, papá, lo acepto. Es una tontería. Entonces, ¿qué hago? Porque si lo único que tengo son nervios y miedo, entonces debería ser capaz de tocar solo, ¿no crees? ¿Sin nadie delante? Y más aún cuando supiera que Libby no se encontraba en casa, porque así tendría la certeza absoluta de que nadie me podía estar escuchando. Según tú, en esas circunstancias debería ser capaz de tocar, ¿no es verdad? Pero si ni siquiera puedo tocar un simple arpegio, ¿quién tiene razón?

Se me quedó mirando y me preguntó:

—¿Lo has intentado?

—¿No lo entiendes? No he necesitado hacerlo. No me hace falta intentarlo porque ya sé lo que va a suceder.

Entonces movió la cabeza hacia el otro lado. Parecía mirar en su interior, y mientras lo hacía, me percaté del silencio del piso y del exterior, ni la más mínima brisa soplaba para hacer susurrar las hojas de los árboles. Cuando por fin habló, fue para decir:

—Nadie conoce el dolor de tener hijos hasta que los tiene. Parece que será sencillo, pero nunca lo es.

No le respondí. ¿Hablaba de mí? ¿De Sonia? ¿O de otra, de esa niña de un matrimonio lejano que había muerto hacía mucho tiempo, esa niña llamada Virginia de la que nunca me había hablado?

—Les das la vida y sabes que harías cualquier cosa por protegerlos, Gideon —añadió—. Así es como funciona.

Asentí con la cabeza, pero aún no me miraba; por lo tanto, le dije:

—Sí. —No sé muy bien lo que estaba afirmando, pero tenía que decir algo y eso es lo que dije. Me pareció suficiente.

—A veces uno fracasa, aunque no tenga intención de hacerlo. Uno ni siquiera contempla la posibilidad de fracasar. Pero sucede. Viene de cualquier parte, te coge por sorpresa y antes de que tengas tiempo de detenerte, o siquiera de reaccionar, por muy inútil que pueda resultar, ya lo tienes encima. El fracaso.

Entonces me miró a los ojos, y la mirada que me lanzó estaba tan llena de sufrimiento que tuve ganas de echarme atrás y de ahorrarle lo que fuera que le estaba causando tanto dolor. ¿No había sufrido suficiente teniendo una infancia, una adolescencia y una edad adulta caracterizada por el dolor de tener un padre cuyas dolencias habían puesto a prueba su paciencia y habían agotado sus reservas de cariño? ¿Tenía ahora que cargar con un hijo que parecía ir por el mismo camino? Quería echarme atrás. Deseaba ahorrarle ese sufrimiento. Pero deseaba mi música con más afán. Sin mi música me siento vacío. Por lo tanto, no dije nada. Dejé que el silencio permaneciera entre nosotros cual guante. Y cuando mi padre ya no pudo soportar la visión de ese guante invisible, lo recogió.

Se puso en pie y se me acercó, y por un momento pensé que iba a acariciarme. Sin embargo, se detuvo ante el escritorio de mi abuela. Sacó una pequeña llave del llavero y la insertó en el cajón de en medio. Sacó una ordenada pila de papeles y se los llevó al sillón.

Habíamos llegado a alguna parte, y yo era consciente del drama y de la importancia del momento, como si hubiéramos cruzado una frontera que nunca habíamos admitido que existía. Mientras ojeaba los papeles, sentí que se me revolvía el estómago. Vi esa media luna resplandeciente que siempre anuncia que voy a tener dolor de cabeza.

—No tengo ninguna fotografía de Sonia por una razón muy simple —respondió—. Si lo hubieras pensado con detenimiento, y sé que si no hubieras estado tan afligido lo habrías hecho, tú mismo habrías adivinado la respuesta. Tu madre se llevó las fotografías cuando nos abandonó, Gideon. Se las llevó todas, salvo esta.

Sacó una fotografía de un sobre manoseado. Me la entregó. Y por un instante me di cuenta de que no quería que me la diera, de tanta importancia que Sonia había cobrado de repente.

Adivinó mis dudas y me dijo:

—Cógela, Gideon. Es lo único que me queda de ella.

Así pues, la cogí, sin apenas atreverme a imaginar lo que iba a ver, pero temiendo a la vez lo que vería de todas formas. Tragué saliva y cobré ánimo para hacerlo. Miré.

En la fotografía vi lo siguiente: un bebé entre los brazos de una mujer que no reconocía. Estaban sentadas al sol en el jardín trasero de la casa de Kensington Square, sobre una tumbona a rayas. La sombra de la mujer cubría el rostro de Sonia, pero el suyo propio estaba en pleno sol. Era joven y rubia. Tenía rasgos aguileños. Era muy hermosa.

—No… ¿Quién es? —le pregunté a mi padre.

—Es Katja —respondió—. Es Katja Wolff, Gideon.