12 de septiembre
El jardín. Flores. Dios. He recordado esas flores, doctora Rose. A Raphael Robson entrando en casa con un enorme ramo de flores. Son para mi madre y ella se encuentra en casa; por lo tanto, es de noche o ese día no ha ido a trabajar.
«¿Está enferma?», me pregunta.
No lo sé, pero veo las flores. Docenas de ellas. Son diferentes; de hecho, hay tantas clases diferentes que soy incapaz de nombrarlas. Es el ramo más grande que jamás haya visto y sí, sí, debe de estar enferma porque Raphael lleva las flores a la cocina y él mismo las coloca en una serie de jarrones que mi abuela le da. Pero la abuela no puede quedarse para ayudarle con las flores porque, por la razón que sea, debe ir a vigilar al abuelo. Durante muchos días no hemos podido perder de vista al abuelo, pero no sé por qué.
«¿Un episodio? —me pregunta—. ¿Está sufriendo un episodio psicótico, Gideon?».
No lo sé. Lo único que tengo claro es que todo el mundo se comporta de un modo extraño. Mi madre está enferma. Mi abuelo está encerrado en el piso de arriba y la música está puesta todo el día para calmarle. Sarah-Jane Beckett no para de reunirse con James el Inquilino en una de las esquinas y, si me acerco demasiado a ellos, tensa los labios y me dice que me vaya a hacer los deberes, a pesar de que hace tanto tiempo que nadie me da clase que es imposible que tenga deberes por hacer. He pillado a la abuela llorando en las escaleras. He oído a papá gritar en alguna parte: creo que detrás de una puerta cerrada. Sor Cecilia ha venido a vernos y la he visto hablando con Raphael en el piso de arriba. También veo todas esas flores. Raphael y las flores. Montones de flores que ni siquiera soy capaz de nombrar.
Las lleva a la cocina y a mí me ordena que lo espere en la sala de estar, donde me ha dejado un ejercicio para que practique. Incluso hoy en día recuerdo ese ejercicio. Son escalas. Escalas. Lo que más odio y lo que considero demasiado fácil para mí. Me niego a hacerlo. Le doy una patada al atril. Grito que me aburro, me aburro y me aburro con esa estúpida música y que no pienso tocar ni una nota más. Exijo la tele. Exijo leche y galletas. Exijo.
Sarah-Jane aparece de inmediato y me dice —me acuerdo perfectamente de lo que me dice, doctora Rose, porque nunca me habían dicho nada similar—: «Ya no eres el centro del mundo. Haz el favor de comportarte».
«¿Ya no eres el centro del mundo? —medita—. Por lo tanto, eso debió de suceder después de que Sonia naciera».
«Supongo que sí, doctora Rose».
«¿Puede establecer alguna conexión?».
«¿Qué clase de conexión?».
«Raphael Robson, las flores, su abuela llorando, Sarah-Jane Beckett y James el Inquilino cotilleando…».
No he dicho que estuvieran cotilleando. Sólo hablan, con las cabezas juntas. ¿Compartiendo un secreto, tal vez? Me pregunto. ¿Son amantes?
Sí, sí, doctora Rose, ya veo que volvemos al tema de los amantes.
No hace falta que me lo repita. Ya sé lo que pretende con este proceso inexorable que nos lleva a mi madre y a Raphael. Ya sé adónde nos va a llevar ese proceso si examinamos todos los indicios con calma racional. Los indicios son los siguientes: Raphael con esas flores, la abuela llorando y papá gritando, sor Cecilia intentando prestar ayuda, Sarah-Jane y el inquilino riéndose disimuladamente en un rincón… Ya veo adónde nos lleva todo esto, doctora Rose.
«Entonces, ¿qué le impide decirlo?», me pregunta mientras me mira con esos tristes ojos sombríos y sinceros.
«Nada me lo impide, salvo la incertidumbre».
«Si lo dice, será capaz de ver lo que siente, si encaja».
De acuerdo, entonces. De acuerdo. Raphael Robson ha dejado embarazada a mi madre y juntos han tenido a esa niña, Sonia. Mi padre se da cuenta de que le han puesto los cuernos —Dios mío, ¿de dónde he sacado esa palabra? Tengo la sensación de estar participando en un drama de la época jacobea— y el griterío que se oye tras la puerta cerrada es la expresión de su ira. El abuelo lo oye, ata cabos, enfurece y sufre otro episodio. La abuela llora por el caos que se está produciendo entre mi padre y mi madre y por la posibilidad de que el abuelo padezca otro episodio. Sarah-Jane y el inquilino sienten una gran curiosidad por saber lo que pasa. Han avisado a sor Cecilia para que intente reconciliar a mis padres, pero papá no soporta vivir en la misma casa con alguien que le recuerda constantemente la infidelidad de mamá y exige que se lleven al niño, que lo den en adopción o algo así. Mamá no puede soportar la idea de que eso ocurra y llora en su habitación.
«¿Y Raphael?», me pregunta.
Es el padre orgulloso, ¿verdad? El que lleva flores, tal y como suelen hacer los padres.
«¿Qué reacción le provoca?», quiere saber.
La verdad es que me entran ganas de ducharme. Y no porque me imagine a mi madre entre «el rancio sudor de un lecho deshecho» —y perdóneme esa alusión tan obvia—, sino por él. Por Raphael. Sí, veo que podía haber amado a mi madre y odiado a mi padre por poseer lo que él quería para sí mismo. Pero que mi madre hubiera correspondido a su amor… que hubiera contemplado la posibilidad de llevarse ese cuerpo sudoroso y permanentemente quemado por el sol a su cama o donde fuera que hicieran el acto… Me parece un pensamiento imposible de creer.
No obstante, me recuerda que los niños siempre ven la sexualidad de sus padres como algo repugnante. Esa es la razón por la que el hecho de presenciar un coito…
Yo no presencié ningún coito, doctora Rose. Ni entre mi madre y Raphael, ni entre Sarah-Jane Beckett y el inquilino, ni entre mis abuelos, ni entre mi padre y quien sea. Ninguno.
«¿Mi padre y quien sea? —me pregunta con rapidez—. ¿Quién es “quien sea”? ¿De dónde ha salido eso de “quien sea”?».
¡Por el amor de Dios! No lo sé. No lo sé.